Capítulo 2
Amos permaneció en silencio, paralizado, mirando al vacío, con lágrimas corriéndole por las mejillas. Tras un momento, respiró entrecortadamente, cerró con llave la puerta de su despacho, y volvió a la mesa de trabajo, donde envolvió las perlas con cuidado en un pañuelo limpio. Estaban frías y frescas al tacto. Mary las debía de haber mandado a limpiar recientemente. Pero no había ni rastro de aceite, ni rastro de ella. Se las llevaría a casa al acabar la jornada y se las guardaría a Rachel en una caja de cartas tallada a mano, el único recuerdo de su madre que había decidido guardar. Se quitó la corbata, se desabotonó el cuello de la camisa y entró en un baño contiguo a lavarse la cara. Tras secársela con una toalla, se puso un colirio que le habían recetado para la vista cansada. De vuelta en su mesa de trabajo, le dio al botón del interfono.
—Susan, tómate la tarde libre. Cuelga fuera el cartel de cerrado y conecta el contestador automático.
—¿Estás bien, Amos?
—Perfectamente.
—Y la señorita Mary ¿está bien?
—Ella también está perfectamente.
Susan no le creyó, por supuesto, pero él confiaba en que la que había sido su secretaria durante los últimos veinte años no aireara sus sospechas de que las cosas no andaban del todo bien entre su jefe y la señorita Mary.
—Ve y disfruta de la tarde.
—Pues…, hasta mañana, entonces.
—Sí, hasta mañana.
Mañana. Le ponía enfermo pensar qué le depararía el mañana a Rachel, que en ese preciso instante debía de estar inspeccionando los campos de algodón que creía que un día serían suyos. Mañana todo habría acabado, todo a lo que había dedicado tanto esfuerzo. Solo tenía veintinueve años y pronto iba a ser rica. Podría empezar de nuevo, en caso de no estar demasiado fastidiada para hacerlo, aunque lejos de Howbutker, lejos del futuro que él había imaginado para sí cuando Percy faltara, el último de los tres amigos que habían formado su única familia. Veía a Matt, el nieto de Percy, como a un sobrino; pero, cuando este se casara, tal vez su mujer tendría algo que objetar sobre el hecho de que su familia fuera la que llenara el vacío dejado por Ollie, Mary y Percy. Rachel, por el contrario, sería otra historia. Ella lo adoraba del mismo modo que él la adoraba a ella, y las puertas de su casa siempre estarían abiertas para él. Su viejo corazón de soltero había estado esperando con ilusión que ella viniera a vivir a Howbutker, que residiera en la mansión Toliver, mantuviera vivo el espíritu de Mary, se casara y criara a unos hijos que él podría querer y mimar durante los últimos años de su vida. Mañana todo eso habría terminado también para él.
Suspiró y abrió una de las puertas del mueble bar. Nunca bebía antes de las seis de la tarde, y su límite eran dos tragos de whisky escocés rebajados con el doble de soda. Esta vez cogió una botella de la vitrina, tiró el agua de su vaso, y sin vacilar lo llenó hasta la mitad con Johnnie Walker Etiqueta Roja. Vaso en mano, fue hasta el ventanal, desde el que se veía un pequeño patio repleto de flores veraniegas de East Texas: onagra blanca y jazmín azul, lantana violeta y berro amarillo, que trepaban por la verja de piedra. Charles Waithe, el hijo del fundador de la empresa, había diseñado el jardín como refugio de las duras obligaciones de su cargo. Hoy en día la terapia ya no funcionaba, pero evocaba los recuerdos que la visita de Mary acababa de desenterrar. Recordó el día en que Charles, entonces con cincuenta años, de pie ante ese mismo ventanal, se había dado la vuelta y le había preguntado si le interesaba ocupar un puesto como socio minoritario. Él se había quedado asombrado, eufórico. La oferta había llegado en el plazo de cuarenta y ocho horas desde que le había dado el billete de tren a William Toliver, había visto a Mary en las escaleras y había conocido a su marido Ollie DuMont, persona prominente e igualmente poderosa. Todo había ocurrido tan rápido que la cabeza le daba vueltas cuando pensaba en lo bien que se había portado el destino con él, y cómo había decidido no partir con su billete para poder cumplir sus sueños: un trabajo como abogado, un lugar que podía llamar hogar y amigos del alma.
Todo había ocurrido una mañana a principios de octubre de 1945. Recién licenciado del ejército, sin perspectivas de trabajo y sin un lugar donde asentarse, iba de camino a Houston a ver a una hermana a la que apenas conocía cuando el tren paró un momento a las afueras de una pequeña localidad con un cartel sobre la estación que decía: «BIENVENIDOS A HOWBUTKER, EL CORAZÓN DE LOS PINEY WOODS DE TEXAS». Al bajarse para estirar las piernas, un adolescente de ojos verdes y pelo negro como el azabache corrió hasta el conductor gritando:
—¡Pare el tren! ¡Pare el tren!
—¿Tienes un billete, hijo?
—No, señor, yo…
—Pues tendrás que esperar al próximo tren. Este va lleno hasta Houston.
Amos había estado observando la cara colorada del chico, que tragaba bocanadas de aire rápidas y entrecortadas, y reconoció en él la desesperación de un chaval que se escapa de casa. «Lleva demasiado equipaje», pensó, recordando su propia experiencia, cuando con quince años había huido de sus padres. Él no lo había conseguido. Ese fue el momento en que dio al chico su billete.
—Toma, coge el mío —le había dicho—. Yo esperaré el próximo tren.
El chico —más tarde descubrió que era el sobrino de Mary Toliver DuMont, de diecisiete años— había salido corriendo hacia el andén, despidiéndose de él con un gesto de la mano mientras el tren se lo llevaba, para no volver jamás a Howbutker. Y Amos nunca se había ido. Había cogido su petate y había echado a andar hacia el pueblo con la idea de quedarse allí solo una noche, pero el tren de la mañana había salido sin él. A menudo había reflexionado sobre lo irónico que era todo…, sobre cómo la salida de William de Howbutker había sido su entrada, y de cómo no se había arrepentido ni un solo día. Hasta hoy.
Le dio un buen sorbo al whisky sintiendo que le bajaba por la garganta como una cuchilla de afeitar. «Maldita sea, Mary ¿qué demonios se ha apoderado de ti para hacer semejante cosa?». Se pasó la mano por la calva. Por el amor de Dios, ¿qué se había perdido que pudiera explicar —justificar— lo que ella había hecho? Había creído que conocía su historia y la de Ollie DuMont y Percy Warwick de pies a cabeza. Lo que no había leído se lo habían contado ellos mismos. Naturalmente, había llegado demasiado tarde para ser testigo del comienzo de sus historias, pero se había asegurado de llenar las lagunas. No se había topado en ninguna parte con nada, ni el menor chismorreo, ni un recorte de periódico o revista, ni una palabra de quien los conocía de toda la vida; nada que pudiera explicar por qué Mary había roto las ataduras de Rachel con lo que le pertenecía por nacimiento, por qué había destruido el sueño de toda una vida.
Un pensamiento repentino lo llevó a una estantería de libros. Buscó y encontró un volumen que puso sobre su mesa de trabajo. ¿Estaría allí la respuesta? No había vuelto a leer la historia de las familias fundadoras de Howbutker desde esa mañana de octubre en que había ayudado a William a escaparse. Más tarde, en el pueblo, había descubierto que buscaban al fugitivo, hijo del fallecido Miles Toliver; el hermano de Mary Toliver DuMont, que posteriormente había adoptado al chico y se lo había dado todo. Recordando amargamente el maltrato que él mismo había recibido cuando lo habían arrastrado de vuelta con sus padres, había ido a la biblioteca a buscar información sobre los ricos DuMont que le ayudara a decidir si alertar a las autoridades del destino del chico o permanecer en silencio. Allí, un bibliotecario le había dado una copia de un libro escrito por Jessica Toliver, la bisabuela de Mary. Ahora que estaba interesado, tal vez descubriera una pista sobre los motivos de Mary, algo que hubiera pasado por alto cuarenta años atrás. El libro se titulaba Rosas.
La narración empezaba en el momento en que Silas William Toliver y Jeremy Matthew Warwick emigraron a Texas en otoño de 1836. Al ser los hijos más jóvenes de dos de las familias con plantaciones más prominentes del Sur de California, tenían pocas posibilidades de convertirse en dueños de las propiedades de sus padres, así que se marcharon juntos para establecer sus propias plantaciones en una zona de suelo fértil que les habían dicho que existía al este de la nueva república de Texas. Ambos eran de noble linaje, descendientes de la realeza inglesa, aunque procedían de familias enfrentadas: los Lancaster y los York. A mediados de la década de 1600, algunos descendientes de estas familias, que habían sido enemigos durante la guerra de las Dos Rosas, se establecieron los unos junto a los otros en las plantaciones del Nuevo Mundo, cerca de la futura Charleston, que ayudaron a fundar en 1670. Por dependencia mutua, las dos familias habían enterrado sus diferencias ancestrales, conservando solamente los emblemas con los que en Inglaterra se conocía su lealtad a sus respectivos linajes: las rosas. Los Warwick, descendientes de la casa de York, solo plantaban rosas blancas en su jardín, mientras que los Toliver cultivaban exclusivamente rosas rojas, el símbolo de la casa de Lancaster.
En 1830, el algodón aún reinaba en el Sur, y los dos hijos pequeños anhelaban tener sus propias plantaciones en un lugar donde pudieran establecer un pueblo que reflejara los ideales más nobles de su cultura inglesa y sureña. A su caravana se unieron familias de menos cultura y educación que, no obstante, compartían los mismos sueños, y el mismo respeto por el trabajo duro, por Dios y por su patrimonio sureño. También había esclavos —hombres, mujeres y niños— sobre cuyas espaldas se cumplirían sus sueños. Se dirigieron al oeste, tomaron la ruta del sur por los senderos que habían atraído a hombres como Davy Crockett y Jim Bowie. Cerca de Nueva Orleans, un francés, alto y delgado, salió a recibirlos sobre su silla de montar. Se presentó como Henri DuMont y preguntó si se podía unir a la caravana. Llevaba un traje de la mejor tela y corte y emanaba buenos modales y sofisticación. Él también era un aristócrata, un descendiente del rey Luis VI, cuya familia había emigrado a Louisiana para escapar de los horrores de la Revolución francesa. Debido a una pelea con su padre por la manera en que debían manejar su exclusivo negocio mercantil en Nueva Orleans, ahora su intención era fundar su propio imperio en Texas, sin ninguna interferencia paterna. Silas y Jeremy le dieron la bienvenida.
Si hubieran seguido un poco más al oeste, hacia una ciudad llamada Corsicana, habrían llegado a la tierra que buscaban, una zona rica en un tipo de tierra conocida como black waxy, un barro calcáreo de color negro que produciría grandes cosechas de maíz y algodón para futuros terratenientes. La realidad fue que los caballos y los viajeros ya estaban cansados cuando la caravana cruzó el río Sabine de Louisiana a Texas, y un fatigado Silas William Toliver observó las colinas cubiertas de pinos y dijo, arrastrando las palabras: «How about here?», lo que significa: «¿Qué os parece aquí?».
La pregunta pasó de unos a otros y se repitió entre los colonos, aunque con un lenguaje menos refinado, hasta que al final la frase acabó convirtiéndose en «How‘bout cher?». Y de esta manera el pueblo pasó a llamarse como la pregunta a la que los colonizadores respondieron que sí de forma anónima. Los padres fundadores llegaron al consenso de que el pueblo se denominaría así solo con la condición de que la «ch» se endureciera a «k» y todo él se escribiera y pronunciara «How-but-ker».
A pesar del nombre algo pueblerino, los primeros habitantes estaban decididos a establecer una determinada cultura en la comunidad que no distara mucho de la lujosa forma de vida que habían tenido, o que querían tener. Estaban de acuerdo en que aquí, entre los pinos, la vida transcurriría al estilo tradicional sureño. Al final, pocos acabaron siendo dueños de plantaciones. Había que talar demasiados árboles y era demasiado difícil trabajar las colinas. Había otros trabajos a los que un hombre podía dedicarse si tenía la capacidad y la voluntad. Algunos se contentaron con granjas más pequeñas, otros eligieron criar ganado, unos cuantos montaron granjas productoras de leche. Buena parte de ellos abrieron negocios siguiendo exactamente las especificaciones dispuestas por el comité de planificación urbana, que fueron luego acordadas por los ciudadanos con derecho a voto de la joven comunidad. Jeremy Warwick vio su futuro asegurado en la tala de árboles y la venta de madera. Tenía el ojo puesto en los mercados que se podían abrir en Dallas y Galveston y otras ciudades que aparecieran en la nueva república.
Henri DuMont abrió una tienda de ropa y complementos en el centro del pueblo, que con el tiempo sobrepasó la elegancia de la de su padre en Nueva Orleans. Además, compró y desarrolló propiedades con fines comerciales, alquilando sus edificios a los tenderos que habían llegado a Howbutker atraídos por la reputación que sus ciudadanos tenían de cívicos, serios y respetuosos con la ley y el orden. Pero Silas William Toliver no había querido dedicarse a otra profesión. Convencido de que la única vocación del hombre era la tierra, se puso manos a la obra con sus esclavos a cultivar y plantar sus hectáreas de algodón, usando los beneficios para expandir sus propiedades. En un par de años, era ya dueño de la extensión de tierra más grande a lo largo del río Sabine, que le permitía transportar fácilmente el algodón en balsa hasta el golfo de México.
Permitió solo un cambio en la vida que se había imaginado al abandonar Carolina del Sur. En lugar de construir la casa de la plantación en el terreno que había limpiado, la construyó en el pueblo, como regalo a su mujer. Ella prefería vivir entre sus amistades, que residían en otras mansiones de inspiración sureña en una calle llamada Houston Avenue. A lo largo de esta calle, conocida en la zona como el Barrio de los Fundadores, vivían los DuMont y los Warwick.
Silas llamó a su plantación «Somerset», en honor al duque inglés del que descendía.
No fue una sorpresa que, en la primera reunión para discutir la creación del pueblo, su trazado y su diseño, las riendas de su liderazgo pasaran, por votación, a manos de Silas, Jeremy y Henri. Al ser estudiante de Historia, Henri estaba familiarizado con la guerra de las Dos Rosas en Inglaterra, y el papel que las familias de sus compañeros habían desempeñado en aquel conflicto que había durado treinta y dos años. Se había fijado en los rosales que cada familia tanto había trabajado para traer hasta allí, con raíz incluida, desde Carolina del Sur y entendía la gran importancia que tenían. Después de la reunión, hizo una sugerencia en privado a los dos cabezas de familia. ¿Por qué no cultivar ambos colores en sus jardines, plantar las blancas y las rojas para que se mezclaran por igual, como símbolo de unidad?
Su propuesta fue recibida con un incómodo silencio. Henri puso una mano en el hombro de cada uno de los hombres y dijo en voz baja:
—No cabe duda de que habrá diferencias entre vosotros. Las habéis traído con vosotros en forma de rosas.
—Son los símbolos de nuestro linaje, de quién somos —protestó Silas Toliver.
—Así es —corroboró Henri—. Son el símbolo de lo que sois como individuos, pero también deben representar lo que sois como colectivo. Sois hombres con responsabilidades. Los hombres responsables razonan sus diferencias. No hacen la guerra para resolverlas. Mientras vuestros jardines presuman solo del símbolo de vuestro propio linaje, excluyendo al otro, habrá una sombra de guerra; en el mejor de los casos, de distanciamiento como ruta alternativa, que fue el rumbo que eligieron vuestros antepasados en Inglaterra.
—¿Y tú qué? —preguntó uno de ellos—. Tú estás con nosotros en esta empresa. ¿Qué cultivarás tú en tu jardín?
—Pues… —El francés extendió las manos del mismo modo en que lo hacían sus compatriotas—. Rosas rojas y blancas, ¿qué, si no? Serán un recordatorio de mis obligaciones en cuanto a nuestra amistad, a nuestros esfuerzos conjuntos. Y si alguna vez os ofendo, os enviaré una rosa roja para pedir perdón. Y si alguna vez recibo una presentada con ese mismo propósito, devolveré una blanca para demostrar que todo está perdonado.
Los dos hombres reflexionaron sobre la sugerencia.
—Somos hombres de mucho orgullo —reconoció finalmente Jeremy Warwick—. Es difícil para hombres como nosotros admitir nuestros errores ante aquellos a quienes hemos ofendido.
—E igual de difícil es pedir perdón —dijo Silas Toliver.
—Poder elegir de nuestro jardín las dos rosas nos permitiría pedir y conceder perdón sin palabras.
Reflexionó un momento.
—¿Y qué pasaría si el perdón no fuera concedido? Entonces, ¿qué? ¿Cultivamos también rosas de color rosa?
—¿Rosas de color rosa? —se burló Henri—. Qué color más pobre para una flor tan noble. No, caballeros, yo sugiero que sean solamente de color blanco y rojo. La presencia de cualquier otro color implica la posibilidad de lo impensable. Entre los hombres de intenciones honestas y buena voluntad no cabe el error, ningún error de juicio humano, ni un paso en falso, que no se pueda perdonar. Vamos, ¿qué decís?
En respuesta, Jeremy alzó su copa de champán y Silas le siguió.
—¡Amén! —Dijeron a coro—. Por el rojo y el blanco. ¡Qué crezcan en nuestros jardines para siempre!
Amos lanzó un suspiro y cerró el libro. Su lectura era fascinante, pero no merecía la pena seguir leyendo. El volumen acababa con un listado optimista de la progenie que se esperaba seguiría con la ilustre tradición de sus patriarcas y descendientes, principalmente Percy Warwick, Ollie DuMont, y Miles y Mary Toliver. El libro había sido publicado en 1901, Mary tendría solo un año, y los niños cinco. Las respuestas que buscaba se encontraban en sus futuras vidas. En Rosas no había nada relacionado con la insinuación de Mary de que una tragedia compartida por las familias era la causa de sus acciones. Pero ¿qué era, entonces?
Era bien sabido que aunque estaban muy unidos en cuanto a lo que su vida social se refería, trabajaban y prosperaban por separado. Era una regla que habían establecido al principio, según la cual la empresa de cada hombre debía alzarse y caer por sus propios méritos, sin la ayuda financiera o la asistencia de los demás. Amos pensó: «Ni tomes ni des prestado», un lema no muy agradable entre amigos; y, por lo que él sabía, nunca se había incumplido. Los Toliver cultivaban algodón, los Warwick trabajaban la madera, los DuMont vendían productos textiles de lujo, y nunca —ni cuando Mary Toliver se había casado con Ollie DuMont— habían mezclado sus negocios o dependido de los recursos de los demás.
Entonces, ¿por qué Mary le dejaba Somerset a Percy?
«Entraste en nuestras vidas cuando nuestra historia ya estaba escrita», le había dicho Mary, y ahora deseaba creer que así había sido. Un solo hombre podía facilitar los capítulos que faltaban. Le entraron ganas de ir hecho una furia a Warwick Hall, aporrear la puerta y exigirle a Percy que le contara lo que había llevado a Mary a vender las Granjas Toliver, legarle la plantación que había pertenecido a su familia durante ciento sesenta años y privar a su sobrina nieta, a la que tanto quería, de su patrimonio. Por el amor de Dios, ¿qué podía haberla llevado a redactar ese testamento inconcebible, irrevocable, en las últimas semanas que le quedaban de vida?
Sin embargo, como abogado de Mary no le quedaba más remedio que ahogarse en el silencio y esperar que la pelea que se desataría por este giro inesperado de los acontecimientos no fuera tan explosiva como se temía. Deseaba que Mary tuviera suerte al día siguiente, cuando dejara caer la bomba a su sobrina nieta. Le partía el corazón pensar en ello, pero no le sorprendería en absoluto que Rachel pidiera rosas de color rosa para la tumba. Qué manto más triste para la memoria de Mary. Qué final más trágico para la relación tan especial que habían compartido.
Sacudiendo la cabeza y un poco ebrio, Amos se levantó de su silla con esfuerzo y volvió a meter el testamento y la carta en el sobre. Durante un segundo consideró tirarlo todo a la papelera, pero después se encogió de hombros y zigzagueó hasta el mueble de los documentos, donde archivó los últimos deseos de Mary DuMont en el lugar que les correspondía.