Capítulo 46

Después de que Lucy se marchara, Percy hizo lo que siempre había hecho cuando se abría un agujero en su vida: añadió más horas a su jornada de trabajo y se dedicó a nuevas actividades. Amplió la planta de celulosa y dio luz verde para iniciar la construcción de una planta de procesamiento de papel en las hectáreas que le había comprado a Mary. Además, hizo allanar el terreno y mandó elaborar los planos para construir un complejo residencial que ofreciera viviendas de bajo coste a los trabajadores y a las familias que estuvieran dispuestos a vivir a poca distancia de las emisiones malolientes de la planta de celulosa. El número propuesto se superó de inmediato. El olor a azufre no resultaba en absoluto desagradable para los que pronto serían dueños de sus propias casas. Aquel olor significaba cheques de pago entregados todos los viernes, mutuas de salud, pensiones, ascensos y vacaciones pagadas.

Por toda compañía, tenía a su lado a Ollie y a Mary y a un recién llegado y bienvenido a aquel círculo de tres, un joven abogado llamado Amos Hines. Amos había llegado a Howbutker a finales de 1945, justo cuando William Toliver se marchó, y se le solicitó de inmediato que se uniera a la firma de abogados de su viejo amigo y abogado de la familia, Charles Waithe. Al igual que su padre, William había descubierto que no era agricultor y se había marchado a algún lugar desconocido una mañana de otoño, sin que se supiera nada de él hasta después de muchos años. Una vez más, Mary había sido privada de un heredero para Somerset.

Con su media sonrisa irónica, resumió sus fracasos a Percy en una sola observación:

—Menudo par estamos hechos, ¿verdad?

—Y que lo digas —contestó él totalmente de acuerdo.

—¿Echas de menos a Lucy?

Frunció los labios y reflexionó.

—Siento su ausencia, pero no su pérdida.

Invirtió en una empresa petrolera y se vio obligado a asistir a las reuniones que se celebraban en Houston con los demás socios, cuyos esfuerzos individuales, pasión e ingresos se centraban en la industria petrolera. Fue durante una de esas conferencias cuando conoció a Amelia Bennett, un año después de que Lucy fijara su residencia en Atlanta. Una viuda reciente, que había llegado a la sociedad como resultado de la herencia, pero que a diferencia de Percy conocía la industria del derecho y del revés. Se enfrentaron de inmediato en una disputa acerca de la necesidad de ser prudentes en el tema financiero a la hora de poner en marcha una planta de extracción de petróleo en una zona del oeste de Texas conocida como Permian Basin. Él estaba a favor, ella en contra.

—Realmente, señor Warwick —dijo ella, dirigiéndose a él con una mirada de desdén desde su lado de la mesa pulida de la sala de reuniones—, no puedo imaginarme cómo un maderero puede tener la menor idea de dónde perforar en busca de crudo, y mucho menos expresar una opinión al respecto. Tal vez debería usted guardar silencio y dejar que decidieran los que saben dónde plantar las plataformas de la compañía.

«¡Ah, un desafío, por fin!». Desde Mary, no se había encontrado con un desafío.

—Tomaré en consideración su reprimenda bienintencionada, señora Bennett, pero mientras tanto votaré por perforar en el Dollarhide Field del oeste de Texas.

Más tarde, cuando se encontraron solos en el ascensor, miró de arriba abajo su estatura, de más de metro noventa, y declaró:

—Es usted el hombre más imposiblemente arrogante que he conocido.

—Eso parece —asintió Percy con amabilidad.

Ella era partidaria de llevar faldas largas oscuras y simples, que conjuntaba con blusas de seda en colores pastel. Sus únicas joyas eran un anillo de bodas de oro y unos pendientes de una sola perla que complementaban los botones de madreperla de su blusa. Tras varias reuniones más, Percy experimentó el exquisito placer de deslizar los botones a través de sus ojales y abrirle la blusa de seda.

—No te equivoques, sigues siendo el hombre más arrogante que he conocido —le dijo Amelia, con un brillo en los ojos que recordaba al ámbar más delicado.

—Nunca se me ocurriría discutírtelo —le contestó Percy.

Su affaire resultó particularmente satisfactorio para ambos. Ella tampoco estaba interesada en el matrimonio. Tenían la necesidad mutua de intimar con alguien que les gustara, en quien confiaban, que respetaran. Eso era todo lo que querían el uno del otro. Salieron abiertamente, sin importarles que las malas lenguas pudieran proclamar a los cuatro vientos lo que hacían. Pero nadie lo hizo. En la época de la posguerra, ciertas costumbres sociales se habían relajado. Percy y Amelia eran adultos y consentían. Eran ricos, influyentes y poderosos, estaban acostumbrados a hacer lo que quisieran. ¿Quién se atrevería a criticar públicamente a una viuda saludable y atractiva porque compartiera la cama con un magnate viril que había sido abandonado por su esposa?

Ahora Wyatt estaba en Camp Pendleton. Rara vez escribía, solo llamaba en Navidad y por el cumpleaños de Percy, y nunca volvió a casa. Percy le mandaba cartas con frecuencia, le explicaba detalles de la planta del Sabine y de la construcción de las viviendas, le contaba cosas de Mary y Ollie y de su nuevo amigo, Amos Hines; también le hablaba de los eventos locales y los acontecimientos que podrían mantenerlo unido a Howbutker aunque fuera a través un fino hilo. Una vez, tras leer la última carta de Sara, él le escribió que la señorita Thompson se había casado con el director de una escuela secundaria de Andrews, Texas. Pasado un tiempo, decidió arriesgarse a confiarle que él y la señorita Thompson habían tenido una relación muy estrecha y que su matrimonio lo había dejado con una sensación agridulce. Para su sorpresa, Wyatt respondió de inmediato, y citó a Sara con un simple comentario: «Siempre fue mi profesora favorita».

Seis meses antes de que finalizara la década, llegó una carta de Wyatt en la que anunciaba su matrimonio con Claudia Howe, una maestra de escuela de Virginia. Vivían en los alojamientos para oficiales de la base. Ahora era capitán y comandante de una compañía. Lucy les había dado una sorpresa hacía poco, había volado desde Atlanta para conocer a su nueva nuera. Wyatt no sugirió que Percy pudiera hacer lo mismo.

Una vez Percy levantó el auricular y lo llamó a Camp Pendleton. Una mujer con una voz agradable y bien educada contestó al primer tono.

—Buenos días —contestó ella—. Residencia del capitán Warwick.

—¿Claudia? Soy Percy Warwick, el padre de Wyatt.

Pensó que había detectado un silencio de alegre sorpresa, y lo confirmó cuando ella dijo con un acento en su voz:

—¡Qué bien que haya llamado! Wyatt se sentirá muy decepcionado por haberse perdido su llamada. Está de maniobras.

Tocado por la decepción, Percy dijo:

—Yo también lo siento. Mal momento por mi parte, lamentablemente.

—Espero que lo vuelva a intentar.

—Lo haré, por supuesto. —Buscó algo que decir para no dejar la línea en silencio—. Me encantó enterarme de vuestra boda, y espero conocerte pronto. Deberías convencer a Wyatt de que te traiga a Howbutker.

—Se lo diré en cuanto vuelva.

Percy tomó nota de que Claudia había evitado invitarle a que los visitara y le preguntó algunas cosas más sobre su bienestar, obteniendo de Claudia respuestas amables pero breves que no contribuían a prolongar la conversación. Colgó el teléfono sintiéndose triste y engañado.

Les envió un cuantioso cheque como regalo de bodas, que fue agradecido de inmediato por Claudia en una nota con una línea agregada de Wyatt. Percy sospechó que aquel breve saludo había sido idea de su esposa.

Un año después llegó otra carta de su nuera. Le escribía con letra fina y elegante que ahora era abuelo y que en la fotografía adjunta le presentaba a su nieto, Matthew Jeremy Warwick. Le llamaban Matt.

Al día siguiente se quedó de piedra al leer los titulares de primera plana de la Gaceta del domingo: las tropas de Corea del Norte habían cruzado el paralelo treinta y ocho en un ataque sorpresa contra Corea del Sur.

Durante los días siguientes, con creciente alarma, Percy siguió las noticias de la negativa de Corea del Norte a cumplir con la petición del Consejo de Seguridad de la ONU para que su gobierno pusiera fin de inmediato a las hostilidades y retirara sus fuerzas hasta el paralelo treinta y ocho. Las tropas de Corea del Norte ya estaban de camino a la toma de Seúl, capital de Corea del Sur, para dedicar todos sus esfuerzos a derrocar el gobierno democrático y unificar por la fuerza todo el país bajo el régimen comunista. El Consejo de Seguridad de la ONU respondió con el envío de tropas para apoyar a Corea del Sur, dominadas por las fuerzas estadounidenses y comandadas por el general Douglas MacArthur. Una de las primeras órdenes del general fue: «Enviadme a los marines».

«¡Ya está!», pensó Percy mirando la foto de su nieto frente al plato del desayuno. «Voy a coger el primer avión a San Diego. Me importa un bledo si Wyatt no quiere verme. La Primera División de Marines siempre es la primera, y yo voy a ver a mi hijo antes de que se vaya».

El miedo le cortó la respiración hasta hacer que le ardieran los pulmones. Corea del Sur. ¿Quién había oído hablar de aquel país, y por qué demonios era Estados Unidos quien debía enviar hombres a morir por él? Tiró la servilleta sobre la mesa y echó hacia atrás su silla. Wyatt probablemente pensaría que había encontrado la excusa para obtener la absolución del hijo al que había tratado injustamente. Se pensaría que era una estratagema para acercarse a su nieto, para recuperar a otro Warwick, por así decirlo. A lo sumo, podría pensar que era algo que hace un padre cuando su único hijo se va a su segunda guerra, tras haber tenido la suerte de sobrevivir a la primera. Y estaría totalmente en lo cierto. Lo que no sabía era que Percy también iba a verlo por el amor que sentía por él, un amor que cada año parecía crecer más fuerte a pesar de la distancia que había entre ellos.

Los planes que había hecho en la mesa del desayuno se alteraron cuando su secretaria le entregó un telegrama un segundo después de su llegada a la oficina.

—Es de Wyatt —dijo ella—. Ha llegado hace solo unos minutos.

Percy rasgó el sobre amarillo:

papá STOP llegamos esta noche a las 6:00 STOP traigo a claudia y a matt a casa STOP wyatt.

Aturdido, Percy levantó la mirada hacia su secretaria, que se había quedado allí a la espera.

—Sally, mi hijo regresa a casa con su familia. Me gustaría que reunieras a todas las mujeres de la limpieza de la ciudad y las enviaras a Warwick Hall. Les pagaré el doble de sus honorarios habituales. Mejor aún, quiero que vayas a casa y supervises la limpieza de cada habitación, de arriba abajo. ¿Lo harás?

—Ya sabe que sí, señor Warwick.

—Y llama a Herman Stolz.

—¿Al carnicero, señor?

—Sí, al carnicero. Pídele que te corte tres de sus mejores filet mignon, de cinco centímetros de espesor. Además, mientras estés en ello, llama a la floristería y encárgales flores para la primera planta y para la mejor habitación de huéspedes. Me gustaría un ramo de… rosas rojas y blancas. Debes colocarlo en el vestíbulo.

—Sí, señor Warwick.

Percy tenía al teléfono a Gabriel, el mayordomo de la casa al que Lucy había despedido y que había recuperado nuevamente de casa de los DuMont después de su partida. Gabriel tenía sesenta y cinco años y rara vez se había aventurado más allá de Houston Avenue desde el día en que nació en las dependencias del servicio de encima del garaje de los Warwick.

—Gabriel, te mando el coche. Tienes que ir a la carnicería de Stolz y recoger unos filetes que he encargado. Cuando estés allí, me gustaría que seleccionaras los alimentos favoritos del señor Wyatt. ¿Entendido? El señor Wyatt llega a casa esta noche con su esposa y mi nieto. —Percy le permitió que lo interrumpiera con unos cuantos «¡Alabado sea el Señor!» antes de seguir con sus instrucciones—. Tengo un presentimiento —continuó—, intuyo que su esposa va a querer salsa bearnesa para su filete. ¿Crees que podrías arreglártelas?

—Le diré a mi nieto Grady que me lea la receta. Aquí tengo un lápiz. ¿Cómo se deletrea?

Percy suspiró y deletreó la palabra, pensando en Amelia.

Cuando acabó los recados, telefoneó a Mary. Ella le escuchó y, después de prometerle que le mandaba a Sassie para que ayudara a Gabriel, le dijo:

—Te trae al bebé y a su madre a casa para que se queden contigo mientras está en Corea, Percy.

—¿Eso es lo que crees realmente?

—Sí. Tienes otra oportunidad.

—Espero que no te equivoques.

—Creo que puedes contar con ello. Te envidio, Percy.

—Tal vez tú también tengas otra oportunidad algún día, Mary.

Su risa le recordó el sonido de un cristal al romperse.

—¿Y de dónde debería venir?

Era como Mary había predicho y como Percy no se había atrevido a esperar. No preguntó a Wyatt qué había pensado su madre acerca de su decisión. Debió de herirla y sorprenderla, pero dejó de lado su empatía por Lucy para complacer sus propios sentimientos de júbilo y gratitud. El bebé era hermoso. Percy lo miró con asombro y casi no pudo creer aquel milagro: la frente, la nariz y el mentón lo declaraban sangre de su sangre, un verdadero Warwick.

Sally estaba echando a la brigada de limpieza por la puerta trasera cuando llegaron a la casa de los Warwick, y Percy contempló a Claudia mientras entraba en su casa lentamente, admirando su añeja grandeza y las dimensiones del espacio. Con el bebé en brazos, se detuvo ante el magnífico ramo de rosas rojas y blancas que se reflejaba en el espejo de la mesa del vestíbulo. Wyatt no pareció fijarse en él.

—¡Qué bonito! —exclamó ella.

Habían llegado a las seis en punto, y el viejo Titus, el chófer, había ofrecido su brazo a la coqueta esposa del uniformado capitán de la Marina de Estados Unidos que bajó tras ella. Titus señaló a Percy.

—Ese de ahí es el señor Percy Warwick —Percy había oído que decía—. El mejor hombre que ha habido nunca.

Ella se acercó a él con el bebé en brazos; su marido, alto e imponente, la seguía unos pasos por detrás.

—Hola, papá —dijo ella.

En un primer momento, le pareció que ella no poseía cualidad alguna en la que fijarse. Su pelo no era ni rubio ni moreno, su rostro ni bello ni feo, su estatura ni alta ni baja. Fue el sonido dulce de su voz lo que lo atrajo por primera vez y sin previo aviso, y después la atracción de sus ojos, de un color avellana poco notable, en los que brillaban la inteligencia y la integridad, el ímpetu y el humor. A Percy le gustó al instante, y se enorgulleció de que su hijo hubiera elegido tan bien a su esposa.

—Hija —dijo él suavemente mientras la abrazaba, y el bebé quedaba entre los dos.

—Entonces, ¿qué te parece el lugar? —le preguntó después acerca de Warwick Hall, reluciente como un alfiler nuevo.

—¿Que qué me parece? ¿Por qué? ¿Es que habría alguien que no pensara que es un lugar magnífico? Wyatt nunca me lo dijo.

—Pero… te habrá contado… otras cosas.

—Sí —dijo ella con una amable expresión de complicidad.

Dejó pasar el comentario, ya había obtenido la satisfacción de que le gustara su casa, la casa que habían construido sus antepasados. Ya habría tiempo para discutir las «otras cosas» cuando Wyatt se hubiera ido, si es que ella estaba tan decidida a hacerlo.

Le había horrorizado descubrir que Wyatt iba a ser enviado a Corea en pocas semanas y que tenía que volver a Camp Pendleton la tarde del día siguiente.

—¿Tan pronto? —le preguntó Percy con el corazón desgarrado por la decepción.

—Me temo que sí.

Ya bien entrada la noche, pero demasiado pronto para irse a dormir, Percy salió de su habitación para ir a la biblioteca a por un vaso de aguardiente antes de retirarse. Después de instalar a su familia en la habitación de invitados, con una cuna que les había prestado Mary colocada al lado de la cama, pensó que ya estarían todos dormidos cuando vio una luz que salía de la puerta abierta de la habitación de su hijo. Bajó a investigar y encontró a Wyatt, todavía vestido parcialmente con el uniforme, de pie en medio de la habitación, de espaldas a él, su cuerpo de granito bajo la tela almidonada de la camisa. Percy lo miró en silencio, preguntándose en qué estaría pensando, qué voces oiría, que ecos le llegarían del pasado. Los recuerdos de su infancia todavía colgaban de las paredes. Un banderín que conmemoraba que el Instituto de Howbutker había ganado el Campeonato Estatal de Fútbol de 1939 coronaba la cabeza de la cama.

Percy se aclaró la voz.

—Un hombre no debería luchar en dos guerras.

Al volverse, la expresión en el rostro de Wyatt, de aquel hombre maduro, era tan impenetrable como siempre.

—Quizás esta acabe antes —dijo, y pasó el dedo por el lomo del libro que sostenía en las manos. Era su querido libro: Las aventuras de Huckleberry Finn—. Pensé que esta vez podría llevarme el regalo de cumpleaños que me hizo Matthew. Podría traerme suerte.

—Es una buena idea —asintió Percy—. Un soldado nunca tiene demasiada.

Había muchas más cosas que quería decirle, pero no podía pronunciar las palabras porque la emoción le obstruía la garganta. Wyatt salvó a ambos de la vergüenza del momento diciendo:

—Papá, hay algo que quiero pedirte antes de irme. Un favor.

—Lo que sea, hijo. Lo que sea.

—Si… no vuelvo, me gustaría que mi hijo se criara aquí. Claudia opina lo mismo. Ella ya está loca contigo. Sabía que lo estaría. No es de las que hacen juicios prematuros, lo sé bien, créeme. —Sonrió, y un leve brillo de orgullo en sus ojos suavizó el contorno duro de su rostro—. No serían un problema para ti, y me sentiré mejor sabiendo que, pase lo que me pase, tendrán aquí un hogar.

Percy luchó por encontrar su voz.

—¿Quieres… quieres que yo ayude a criar a Matt si tú… si tú…?

—Sí, eso es.

Percy miró dentro de aquellos ojos azul claro. No decían nada: lo decían todo. Percy estuvo completamente seguro de las palabras que acababa de oír.

—Aquí serán bienvenidos todo el tiempo que deseen quedarse —dijo—. No quiero que se vayan a ningún otro lugar, y es un gran honor para mí que tú… quieras que vivan conmigo. —Tragó saliva. No debía derrumbarse ahora. No debía mostrarse más débil que el hombre al que Wyatt siempre había respetado. Pero no pudo evitar decir lo que tenía que decir—: Tienes que volver, Wyatt. Tienes que volver.

—Lo haré lo mejor que pueda. Buenas noches, papá, y gracias.

Al pasar por el lado de Percy, con el libro bajo el brazo, Wyatt asintió brevemente y abandonó la habitación.