Capítulo 74
Rachel, estupefacta, levantó la vista de la última página de la historia familiar y miró hacia la explosión rosa de la flor de corona de reina, muy animada por la polinización, que cubría la valla de hierro forjado. La fertilización ya está en marcha, pensó paralizada, una habilidad de la que los Toliver de Somerset parecían haber escapado. El zumbido se burlaba de los hechos que nunca había conocido, o de los que nunca se había percatado. Ni uno de los dueños de la plantación había engendrado, ni dado a luz a muchos niños, y solamente un hijo de cada generación había vivido para heredar. Thomas y Vernon habían sido los únicos herederos de las suyas y, el único hijo de la tía Mary había muerto en la suya, dejando, con el fallecimiento de su padre, a Rachel como la única Toliver que quedaba. Miró fijamente el volumen antiguo. ¿Tenía ahí la explicación a la maldición de los Toliver?
No podía ser. No había tal cosa como una maldición. Pero su bisabuelo había creído en ella, y la tía Mary también. Le había dicho a Amos que la había salvado de ella. Dios mío… ¿la tía Mary había tenido miedo de que, si le dejaba Somerset, la estaría sentenciando a la esterilidad que ella misma había sufrido? Recordó la foto de Matthew DuMont que estaba en el tocador de la tía Mary, y las palabras descorazonadoras que había detrás. Su padre lo había descrito como un tipo maravilloso, paciente, que le enseñó inglés y que le dejaba participar en los juegos de mayores a los que jugaban él y Wyatt Warwick en el césped, frente a sus casas. La tía Mary y el tío Ollie se habían quedado destrozados cuando murió, le había contado. Habían seguido con sus vidas, pero la vitalidad se les había acabado. Ya no tuvieron más hijos…
¿Contaría la tía Mary con librarla de la tragedia que ella misma había sufrido?
El teléfono de la cocina sonó de modo estridente, haciendo que las abejas se volvieran locas. Ella saltó. Una intuición repentina le dijo el nombre de la persona que llamaba. Estaba poniendo el libro sobre la mesa del patio cuando sonó por segunda vez, y entonces se levantó con una rigidez de robot, abrió la puerta corrediza y entró a la cocina enteramente blanca. Descolgó el teléfono blanco de la pared.
—Hola.
—Buenas tardes, Rachel. Soy Percy Warwick.
Escuchó sin mostrar emoción alguna mientras él le informaba brevemente de la decisión que había tomado, le deseó lo mejor y colgó. Muy despacio, volvió al patio y permaneció sentada al sol durante una hora, meditando con el zumbido de las abejas que había sobre la flor corona de reina. Después, cuando hubo tomado su propia decisión, marcó el número de Taylor Sutherland.
Media hora más tarde, sonó el timbre de la puerta. Rachel supuso que Carrie se había vuelto a olvidar las llaves de casa o que Taylor había venido a darle apoyo. Cuando miró por la mirilla resultó que no era ni una cosa ni la otra. Su mirada topó con un montón de pelo blanco como la nieve y suave y sedoso como el algodón de azúcar. Bajó la mirada y se encontró con un par de ojos azules que le resultaron extrañamente familiares, fijados, de forma resuelta, en el ojo de cristal de la puerta. Le abrió inquisitivamente. La mujer había llegado en una limusina negra, y el chófer estaba apoyado en el capó, llevándose un mechero al cigarrillo. Su visita, de pequeña estatura y regordeta, que tendría alrededor de ochenta años y llevaba un traje del color de sus ojos, le recordó a un bizcochito.
—¿Puedo ayudarla? —preguntó.
La mujer parpadeó.
—Hannah tenía razón —dijo—. Eres idéntica a Mary, aunque menos… —Miró a Rachel más de cerca— intensa.
—¿Disculpe?
—Soy la abuela de Matt —añadió la mujer—. Lucy Warwick. ¿Puedo pasar?
* * *
Eran las seis de la tarde. Habían ajustado el termostato, y en la casa había una temperatura agradable. Al cuerno con el aviso que Carrie tenía colgado. El teléfono había sonado dos veces y no había contestado. Rachel no se había movido de la silla desde que la abuela de Matt había puesto en marcha la grabadora. A través de la ventana de la sala de estar, vio de manera relativamente consciente que el chófer caminaba junto a la limusina, con el humo de su cigarrillo saliéndole de la ventana de la nariz como si fuera un dragón. El hombre probablemente tenía calor, estaba sediento y necesitaba usar el servicio, pero, aunque su vida hubiera dependido de ello, no habría sido capaz de levantarse de su silla para ofrecerle agua y un baño.
No había habido tiempo para cortesías, ni tiempo para ofrecer café o té. Bastón en mano, Lucy Warwick había entrado directamente al salón, se había sentado y había abierto su bolso.
—Vas a escuchar esto, niña, lo quieras o no —dijo, sacando una grabadora y tirándola sobre la mesa—. Hay cosas que no sabes sobre los Toliver y una burrada de cosas que no sabes sobre el hombre al que pareces empeñada en querer enviar a la tumba antes de tiempo. Así que siéntate y escucha, y después yo me marcharé y tú podrás hacer lo que tengas que hacer.
De modo que había escuchado, y la pena que sentía por Percy y por la tía Mary pasó de ser un hilito de agua a ser un riachuelo en toda regla, a medida que la cinta iba destapando los años escondidos de sus trágicas vidas. Revistiéndola, reconoció su propia historia breve, como si el reflejo de su cara se superpusiera a la de la joven Mary Toliver en el cristal del retrato que había tomado un fotógrafo, en la biblioteca. A menudo había pensado, de pie ante él, que si hubiera una foto suya en la que estuviera con la misma pose al lado, los rasgos de sus caras se podrían alinear, rasgo por rasgo, plano por plano… del mismo modo en que su vida hasta el momento había sido una repetición de la de la tía Mary.
—¡Hale, ya está! —exclamó Lucy, metiéndose rápidamente la cinta en el bolso. Lo cerró de forma brusca y agarró el bastón para marcharse—. Espero que mañana tengas en cuenta lo que has escuchado hoy aquí.
—Ha venido demasiado tarde, señora Warwick —dijo Rachel—. Percy me llamó antes para comunicarme su decisión, y yo ya me he puesto en contacto con mi abogado para informarle de la que he tomado yo. En este momento ya habrá informado a Amos Hines.
La cara rellenita de Lucy palideció, y después adoptó un semblante sombrío.
—¡Ah, ya veo…!
—No, no lo creo. Por favor, no se vaya. Se lo explicaré.
—No estoy de humor para rollos, jovencita.
—¿Y para la verdad pura y dura?