Capítulo 35

Se casaron el primero de julio y se fueron de viaje de novios al Caribe dos semanas, antes de volver para el viaje anual de Jeremy y Beatrice a Maine, durante el que Percy se ponía al mando de la compañía. Para cuando sus padres regresaron a Howbutker del descanso de dos meses que se habían tomado del calor, el matrimonio de Percy había empezado a derrumbarse por el inesperado lodazal de su apatía sexual.

—¡Es solo que no me lo puedo creer! —le chilló Lucy—. ¡El gran Percy Warwick sin fuego en su antorcha! ¿Quién lo hubiera pensado? Aunque a Ollie le falte una pierna, probablemente tenga más carga en su cañón de la que tú nunca hayas tenido.

—Lucy, por favor, cállate. Mis padres te van a oír —le imploró Percy, de nuevo sorprendido por cómo ella dominaba tal lenguaje. Una vez más, se arrepentía de haber aceptado el ala de Warwick Hall que le habían ofrecido sus padres como residencia temporal hasta que se pudieran construir su propia casa.

Y, una vez más, notó que estaba entumecido por el hecho de haberse casado con Lucy.

—Estabas vulnerable —le había explicado su madre, reflejando en su mirada la misma desesperación que había en la de Percy—. Lo vi, pero no tenía forma de protegerte. Algo tiene que haber causado este repentino cambio en los sentimientos de Lucy hacia ti, Percy. Siempre había sido servilmente adorable. ¿Se ha enterado de lo tuyo con Mary?

Esa era una explicación tan buena como cualquier otra. Percy miró hacia el otro lado para evitar que su madre le viera la mentira en la mirada.

—Sí —respondió.

Lo cierto era que había perdido cualquier deseo que pudiera haber sentido por Lucy. Su costumbre era no acostarse nunca con una mujer que no le atrajera o a la que no respetara, y había llegado al punto en el que no sentía ninguna de las dos cosas por Lucy dentro o fuera del lecho conyugal.

El cambio que se había producido en su cariño hacia ella había sucedido en condiciones poco favorables. Nadie hubiera pensado, cuando se fueron de la iglesia hacia el crucero, que el sol no brillaría sobre su futuro juntos, especialmente sobre los placeres físicos del matrimonio que ambos esperaban con impaciencia. La mirada de adoración de Lucy ese día habría disipado cualquier duda que hubiera tenido un hombre sobre si se había equivocado al casarse con una mujer a la que aún no le había dicho «te quiero».

Pero ese ardor había empezado a enfriarse casi desde el momento en que zarparon. Lucy, mareada por el champán y por su primera experiencia sexual, que había tenido más temprano en el camarote principal, había matado la conversación en la mesa del capitán cuando dijo a una matrona cubierta de perlas y casada con un caballero del reino de Inglaterra:

—No es necesario explorar los interiores de esa gamba, lady Carr. Se cagan del susto cuando las atrapan.

Para la última noche de viaje en el crucero, ella tenía motivos suficientes para preguntarle cuando él logró liberarse de entre sus tenaces piernas:

—¿Qué ha pasado? ¿Qué ha hecho que las cosas se tuerzan?

¿Qué le podía contestar él? ¿Que durante las últimas dos semanas había llegado a sentir disgusto hacia la mujer con la que se había casado, que hacía que el corazón le cayera a los pies? Su deseo por cambiar su vestuario, su insensibilidad por las sensibilidades, su desinterés en las cuestiones culturales o intelectuales, le ofendían. Ahora se sentía avergonzado por las cosas que en un principio le habían atraído a ella: su irónica forma de hablar, su despreocupada indiferencia hacia los convencionalismos y las opiniones desenfadadas que salían de su boca como tiros al aire, sin importarle a quién pudieran alcanzar. Se conocía bien a sí mismo. A pesar de su vigoroso apetito, era un hombre con decoro, era inevitable que su desagrado se trasladara a la cama. Murmuró una respuesta:

—Nada, Lucy. Soy yo. Estoy cansado.

—¿De qué, por el amor de Dios? ¿De jugar al ping-pong? —Su apenado tono de voz dejaba claro una vez más que había estado esperando tarta de chocolate y le habían servido unas natillas.

Su madre había intentado advertirle:

—Ese meloncito tiene demasiadas semillas, Percy.

—Cierto, madre —le había contestado—. Pero cuantas más semillas, más dulce es la fruta.

¿Cómo había podido estar tan ciego… tan equivocado pensando que sería feliz con Lucy? Solo tenía sentido que su desesperación por saber que jamás habría otra Mary lo había llevado a casarse con el polo opuesto a ella.

Sin embargo, de ninguna manera le permitiría creer que ella era la culpable de su fracaso. La verdad sería mucho más devastadora que la mentira, y le debía la mentira. Lucy se había casado con él de buena fe, creyendo que la aceptaba tal y como era, mientras que él se había casado con ella únicamente porque no quería estar solo cuando Mary y Ollie volvieran a casa.

—No eres tú, Lucy; soy yo —le solía decir.

Durante el primer mes, ella lloraba cada vez que él le decía esto. Después vino el silencio sepulcral y entonces, una noche, oyó que le decía en la oscuridad:

—¿Por qué no me deseas, Percy? ¿No te gusta el sexo?

«No contigo», pensó. Sabía que bastaba con que le diera la satisfacción que ansiaba para que resultara soportable vivir con ella, pero fuera o no fuera su deber como marido no lo iban a usar como un semental para saciar su sed cuando el resto de placeres que él había esperado del matrimonio se habían ido al traste. Con esa capacidad extraordinaria que ella tenía de leer la mente, le dijo:

—¡Tú eres…, eres un eunuco! Se suponía que eras el mejor semental que jamás hubiera montado a una yegua. Que con solo mirar a una chica podías hacer que levantara la cola…

—¡Ay Dios, Lucy, tu lenguaje…!

—¿Mi lenguaje? —Con la planta del pie, pegó una patada a Percy, que estaba sentado en el borde de la cama, y le hizo caer de forma que casi se dio con una de las esquinas puntiagudas del arcón de boda, a los pies de la cama—. ¿Es esa tu máxima preocupación en esta patética situación? ¿Mi lenguaje? —Había levantado tanto la voz que se había convertido en un chillido. Se quitó las mantas de golpe y, furiosa, dio la vuelta al otro lado de la cama donde Percy, aún aturdido, seguía sentado en el suelo, con las piernas abiertas, su hombría expuesta—. ¿Y qué pasa con mi orgullo, mis sentimientos, mis necesidades, mis derechos, eh? ¿Qué pasa con todo eso, Percy? —Lo agarró de manera salvaje, con sus pequeños dedos en forma de pinzas.

Percy reaccionó rápidamente, y le pegó en la mano para alejarla de su objetivo hasta que se pudiera poner en pie. Le costó mucho no darle una paliza; se recordó a sí mismo que nada era culpa de ella. Se había casado con Lucy sabiendo que ella quería al ídolo, no al hombre. Apenas conocía al hombre, y en los pocos meses que llevaban casados, no había gastado demasiadas energías conociéndolo. Ahora estaba atacando al ídolo, el ídolo que la había decepcionado y se había convertido en polvo a sus pies.

Se había pensado mucho todos estos factores y había llegado a la conclusión de que lo que tenía que hacer era dirigir su atención hacia el hombre. Pero después de episodios como ese, empezó a dudar si tenía corazón para eso.

Se había casado con Lucy creyendo que llegaría a amarla, pero ahora casi ni recordaba a la chica de la que se había quedado tan prendado ni por qué. Su risa musical había muerto, el brillo travieso de su mirada había desaparecido. Sus pequeños labios que parecían un capullo de rosa habían pasado a estar constantemente deformados en las formas más amargas que uno se pueda imaginar. Con tristeza, y culpándose a sí mismo, vio cómo desaparecía la chica a la que podría haber amado antes de poder siquiera vislumbrarla.

El que le hubiera asegurado que no era culpa suya no le había dado ni consuelo, ni compasión.

—¡Qué gran caballero! —se burló ella—. Tienes toda la maldita razón del mundo al decir que no es mi culpa. La culpa es tuya, Percy Warwick. Tu reputación ha sido una mentira todos estos años. Estoy segura de que Mary lo presintió desde el principio. Por eso nunca te echó el ojo.

Él mantenía un cuidadoso hermetismo cuando ella mencionaba a Mary. Se preguntaba cómo podía haber creído jamás que Lucy le tenía un aprecio a Mary por su historia juntas en Bellington Hall. A su mujer jamás le había importado Mary. Lucy la había utilizado, como también había manipulado a sus padres, para estar cerca de él. Para su sorpresa, Lucy no le había preguntado el nombre de la chica que él había amado y que había perdido en manos de otro hombre, tal vez porque no habría podido soportar los celos; pero él veía cómo ella observaba con dureza las caras de todas las mujeres de su círculo social, preguntándose cuál de ellas había conseguido ganar su corazón. Dios no quisiera que jamás descubriera que la mujer era Mary. «No hay ira en el infierno como la de una mujer desdeñada», sería solo una pequeña parte de la descripción de Lucy.

A mediados de octubre, ante los enfurruñamientos con los que se encontraba cada día, y sus ataques físicos y emocionales por la noche, decidió proponerle una anulación. Estaba harto de la obsesión de Lucy por el sexo, de su lenguaje, de sus rabietas, del resentimiento que tenía hacia su madre, a la que culpaba de su «condición», como ella lo llamaba. La dejaría ir y le pasaría una pensión el resto de su vida, con tal de que saliera de la suya.

Pero, antes de que pudiera abrir la boca para abordar el tema, su mujer le dijo:

—Prepárate para reírte. Estoy embarazada.