Capítulo 36
Beatrice dejó el telegrama de Ollie en su regazo y se quitó las gafas. Miró a su hijo, que al otro lado de la sala colocaba la bandeja de aperitivos que la familia solía disfrutar todas las noches antes de cenar. Lucy rara vez se unía a este ritual. A veces, ni siquiera aparecía para la cena.
—Qué encantador es Ollie diciéndonos cuándo volverá a casa. ¿Serás el padrino del niño?
—Por supuesto —dijo Percy—. Es un honor que me lo pida.
—Sé que se alegrará de estar en casa —dijo Jeremy—. Abel no puede esperar a abrazar a su nieto. Vamos a tener que preparar algo para ellos, Beatrice, ¿una pequeña celebración de algún tipo?
Todos conocían el problema. Era Lucy. En su estado errático e impredecible de esos días, ¿cómo iban a confiar en que se comportara bien en una fiesta de bienvenida a casa para los DuMont?
—Déjamela a mí —dijo Beatrice, en respuesta a la preocupación de su marido—. Cooperará.
Percy dio un sorbo a su whisky. Si alguien podía manejar a Lucy, esa era su madre, pero últimamente incluso había empezado a rebelarse contra aquella certeza. Las incomodidades del embarazo, junto a su enfado con él, la llevaban a actuar de un modo que ni siquiera ella creía posible.
Había insultado a varios comerciantes, abofeteado al repartidor de leche, y llamado «curandero» a la cara al doctor Tanner. Hartos, algunos sirvientes que tenían desde hacía mucho tiempo se habían marchado, y el entretenimiento había disminuido mucho debido a la incertidumbre de que Lucy fuera capaz de soportar con gusto a esos tontos de los Warwick, que había tolerado socialmente durante años. Solo las limitaciones de su educación en Bellington Hall, el temor a su suegra, y una vacilante esperanza por el futuro de su matrimonio le impedían destrozar sus habitaciones, pensaba Percy. Con Mary y el regreso de Ollie, podría desatarse un infierno.
Pero aquella todavía era la casa de los mayores de los Warwick y ella su dueña, mantenía Beatrice. Con o sin la cooperación de Lucy, darían una fiesta de bienvenida a los DuMont.
La noche del evento, una emergencia en el almacén de madera obligó a Percy a marcharse, y se perdió la llegada de los agasajados de honor, que habían sido invitados a venir temprano. Para cuando regresó, ya estaban sentados en la sala con sus padres y Abel, y Mary al lado de la cunita que habían traído. Lucy no había bajado, observó con alivio. Percy se centró primero en Ollie, en lugar de en la elegante figura que se levantaba con su marido cuando él entraba.
—¡Percy! ¡Viejo bribón! —exclamó Ollie sonriendo de oreja a oreja mientras se impulsaba con sus muletas hacia él. Se abrazaron efusivamente, y Percy casi no pudo reprimir las lágrimas por la alegría de tenerlo de nuevo en casa.
—¡Bienvenido, viejo amigo! —exclamó él—. Te hemos echado mucho de menos por aquí, puedo asegurártelo. —Se volvió hacia Mary—. Y a ti también, corderita.
Ella tenía una nueva expresión de madurez que se le había instalado sobre todo en los ojos. Nunca habría creído que una mujer pudiera parecer tan hermosa. El suave color del vestido le daba a su piel el color de la miel e intensificaba la negrura de sus cabellos, que ahora ondeaban sujetos bajo una diadema de lentejuelas de marfil.
No se abrazaron. Percy se había preguntado si ella evitaría el contacto visual, pero lo miró directamente a los ojos con una intensidad que le rompió el corazón. Mientras le daba la mano, le dijo en voz baja:
—También te hemos echado de menos, Percy. Es maravilloso estar en casa.
Él inclinó la cabeza para besarla en la mejilla, del único modo que podían hacer frente a los demás, y cerró los ojos en un pequeño momento de dolor privado, con sus dedos sobre el broche. Presionó con suavidad y se separó de ella. Se volvió y dijo con una sonrisa:
—Ahora, vamos a echar un vistazo al pequeño.
Miró dentro de la cunita, y los demás se le unieron.
—¿No es precioso? —dijo Abel—. Puede que os suene forzado, pero no creo que haya visto nunca un bebé tan perfectamente formado.
—Vamos, sé forzado —instó Beatrice—. Tengo la intención de hacer lo mismo cuando nazca el nuestro.
—Es perfecto —murmuró Percy, mientras contemplaba al bebé dormido.
Pocos rasgos de Ollie se reflejaban en la complexión física del niño. Era un Toliver desde los finos y elegantes pies hasta la mata de pelo negro abundante de la bien formada cabeza. Estimulado por una ternura casi asfixiante, acarició la manita del pequeño. Inmediatamente, el niño se despertó y le agarró a Percy un dedo con fuerza, fijando sus ojos en él con un destello de curiosidad. Percy retrocedió un poco y se echó a reír, disfrutando de la sensación exquisita de aquellos deditos.
—¿Qué edad tiene este pequeño tigre?
—Tres meses —respondieron los padres a coro. Y Ollie añadió mientras ajustaba los reposabrazos de las muletas—: Y va a tener que depender de su padrino para que le enseñe a jugar a la pelota.
—Será un placer para mí —dijo Percy aún cautivo de aquella manita—. ¿Cómo se llama mi pequeño ahijado?
—Matthew —contestó Mary desde el otro lado de la cunita—. Matthew Toliver DuMont.
Percy la miró.
—Por supuesto —dijo él volviendo los ojos hacia el bebé inmediatamente, incapaz de soportar el asalto, y el recuerdo de su belleza. Observó, encantado, cómo aquella boquita rosada se abría en un bostezo y respiraba brevemente, para cerrarse después en un plácido sueño. Con gran renuencia, deslizó el dedo para liberarse de la ahora ya suave presa y se separó de la cunita para saludar la llegada de los invitados y de su mujer, que bajaba las escaleras.
Con un vestido vaporoso que le había recomendado Abel para que armonizara con el color de sus ojos, destilaba el encanto propio de la élite social de Howbutker. Se dirigió a Percy como «querido», lo cogió del brazo y le sonrió mientras cruzaban el salón. Él no se dejó engañar. Entendía perfectamente los motivos de su esposa para presentarse a sí misma como una anfitriona ejemplar. Esta era su primera gran fiesta como esposa de Percy Warwick, y simple y llanamente, quería demostrar que no era de extrañar que se hubiera casado con ella en lugar de con la deslumbrante Mary Toliver. Puede que no fuera hermosa, pero tenía una personalidad más cálida, de risa fácil, de buena conversadora. Nadie se sentía intimidado por ella. Puede que se rumoreara que tenía arranques de furia y que usaba un lenguaje descarado, pero ¿no eran deslices normales del embarazo?
Después de echar un breve vistazo a la cunita de Matthew, Lucy ignoró al bebé.
—Vaya —declaró—, es igual que tú, Mary, con ese pelo negro y el flequillo de punta sobre la frente. ¡Y ese hoyuelo en la barbilla! Ollie, ¿hay algo de ti en este bebé?
Mary respondió por él:
—Su corazón, espero.
—Sí, esperémoslo —dijo Lucy.
Las dos mujeres se sostuvieron la mirada. Las antiguas compañeras de habitación se saludaron con reservas. La ausencia de abrazos y besos definían el reencuentro. Ahora sus máscaras de amistad cayeron por completo. Una guerra de clases se había declarado en sus miradas silenciosas.
—Mary, querida, tal vez sería mejor llevar la cunita a la biblioteca y dejar al hombrecito que disfrute de su paz —sugirió Ollie con calma.
—¡Qué espléndida idea! —dijo Lucy.
Esa noche, cuando Percy entró en la habitación de su esposa para desearle las buenas noches, ella comentó desde la silla del tocador:
—Bueno, está claro que Ollie lleva muy guapa a su gallinita, aunque ella es tan alta y flacucha que tendrá que subirse a un árbol para follársela.
Percy apretó la mandíbula.
—Mary mide uno setenta y cinco, cosa que debe de hacerte sentir como una enana en su presencia —dijo en un tono que delataba sus ganas de abofetearla.
Lucy lo miró de reojo, sin estar segura de si él había dicho aquello como un insulto.
—Parece que su niño te ha enternecido mucho —repuso ella.
—Se llama Matthew, Lucy. Y sí, es un crío muy hermoso. Si tenemos un hijo, espero que él y Matthew disfruten de la misma amistad que tuvimos Ollie y yo.
—Bueno, eso ya lo veremos. Me gustaría que demostraras por el bebé que llevo dentro solamente la mitad de ese mismo gran interés que has demostrado esta noche por el hijo de Ollie y Mary.
—El ambiente que hay aquí no ha sido precisamente favorable para eso —le recordó Percy con sequedad.
—¿Y crees que va a ser mejor cuando haya nacido el bebé? Bueno, sabes bien que no tendrás mucho que decir acerca de cómo criar a este bebé. Este bebé es mío. Tú me lo debes a mí.
—El bebé es nuestro, Lucy. No puedes utilizarlo como un martillo para golpearme en la cabeza.
Percy se quedó de piedra por la amenaza de ella. Su esposa comprendió que había una línea que era mejor no cruzar. Hasta ahora, su sentimiento de culpa solo servía para alimentar los abusos de Lucy. Pero no podía culparla por el hecho de que él hubiera demostrado muy poco interés en el inminente nacimiento del bebé. A pesar de su situación matrimonial, pensaba en su extraña apatía, y se preguntaba cómo se habría sentido Ollie antes de la llegada de Matthew. Tenía que preguntárselo.
Ahora Percy y ella ocupaban dos habitaciones distintas. Habían dicho a la familia que el embarazo de Lucy requería que ella durmiera en una cama separada. Percy no tenía ni idea de qué excusa pondrían después. Estaba en la puerta a punto de salir, cuando Lucy le dijo:
—Mírame, Percy. ¿Por qué iba yo a querer que tuvieras nada que ver con la educación de mi hijo?
—¿Y por qué no lo ibas a querer? —preguntó él con curiosidad mientras volvía a entrar en la habitación—. Soy el padre de ese niño. —Como Lucy, él pensaba en su bebé como si ya supiera que sería un niño.
—Porque…
Él vio un leve destello de luz de alarma en la tranquila mirada de sus ojos azules, y ella se apresuró a levantarse.
—¿Porque qué, Lucy?
—Porque eres un… eres un…
—¿Soy un…? —preguntó Percy bruscamente.
—¡Eres un… un homosexual!
Durante unos segundos, Percy miró a su mujer con asombro, y luego soltó una sonora carcajada.
—¡Ay, Lucy!, ¿eso es lo que crees?
Ella se puso en jarras.
—Bueno, ¿acaso no lo eres?
—No.
—¿Lo has hecho alguna vez antes?
—Sí —respondió él aún medio divertido.
—¿Cuántas veces?
Él no quería causarle dolor, pero estaría condenado si permitiera que ella se hiciera una idea errónea, que usaría como arma para mantener a su hijo alejado de él.
—Lo suficientemente a menudo como para que no te preocupes de que pueda ser una mala influencia para nuestro hijo.
—No te creo. Es la única explicación que tiene sentido. —Lentamente, arqueando el cuello para observarlo desde debajo de sus pestañas, se abrió el camisón, revelando su cuerpo desnudo. Una ligera protuberancia en su abdomen revelaba que esperaba al bebé. Se cogió los pechos hinchados con las manos—. ¿Cómo puedes rechazarlos? Todo hombre que me ha mirado alguna vez ha querido tenerlos en sus manos. —Avanzó hacia él, ofreciéndole sus abundantes pechos—. ¿No son hermosos, Percy? ¿No es lo más delicioso que has visto? ¿Por qué no me deseas?
—¡Lucy, basta! —le ordenó Percy mansamente mientras le cerraba el camisón. La deseaba. Encontraba su embarazo eróticamente atractivo, y le habría gustado abrazarla y llevarla a su cama, entrar en ella y darle el alivio que tanto ansiaba. Pero nada había cambiado para sugerir que su amor sería así más satisfactorio, y hacerlo complicaría su situación.
Ella se dio cuenta de su retirada, y su rostro pequeño y redondo se contrajo en una expresión de rabia y frustración. Se apretó con fuerza el camisón contra el pecho.
—¡Cabrón! Nunca dejaré que te acerques a mi hijo. Será solo mío, Percy. Me encargaré de eso. ¡Ningún marica meterá la mano en la educación de mi hijo! ¡Marica, marica, marica! —se burló cuando Percy salía de la habitación, cerrando despacio la puerta tras de sí, acallando el sonido de su dolor.