Capítulo 39
Lucy estaba en el comedor con el ama de llaves, inspeccionando una mesa magníficamente puesta, cuando Percy entró por la puerta principal y se encaminó por el largo pasillo hasta las escaleras. Nunca usaba la entrada principal, y vio su coche aparcado en el porche exterior. Interrumpió su inspección, apresurándose hacia la puerta del comedor.
—¿Adónde vas? ¿Por qué has venido a casa tan temprano?
Sin detenerse, Percy le dijo al paso:
—Para ver a Wyatt. ¿Está en su habitación?
—Está haciendo los deberes. ¿Qué quieres de él? —Percy no respondió y empezó a subir las amplias escaleras, así que Lucy tuvo que correr tras él—. Nuestros invitados llegarán casi dentro una hora, Percy. ¿Quieres cambiarte?
En los dos años transcurridos desde la muerte de la madre de Percy, que había seguido a la del padre en menos de tres años, Lucy se había convertido en un modelo de anfitriona, disfrutando de su vida como esposa de uno de los hombres más importantes de Texas. Después de haber vivido siempre acobardada por su suegra, había asumido el cargo de dueña de Warwick Hall a modo de venganza, reordenando los nuevos muebles y las alfombras, tapizando las paredes e instalando la última moda en electrodomésticos de cocina. Sus doncellas y el ama de llaves llevaban ahora delantales con volantes blancos encima de uniformes grises para reemplazar los delantales y vestidos negros de los tiempos de Beatrice. Sus obligaciones públicas como esposa de Percy y su vida privada como madre de Wyatt parecían satisfacerla lo suficiente. Incluso hubo momentos en que Percy sospechó que, a pesar de todo, Lucy estaba agradecida por la vida que le había dado. Al menos había evitado la preocupación por el dinero, ya que previó la caída de la bolsa y tomó precauciones. No compartían la misma habitación desde su embarazo, ni —por lo que ella a menudo expresaba su pesar— tampoco compartían a su hijo.
Por eso ahora Lucy seguía a su fornido marido por las escaleras hasta la puerta de su hijo.
—Percy, por el amor de Dios, ¿qué pasa?
—Nada que te incumba, querida mía. Esto es cosa de hombres.
—¿Desde cuándo consideras a tu hijo dentro de tu misma categoría? —preguntó ella con sus ojos azules brillándole de ansiedad.
Percy abrió la puerta de su hijo sin darle a ella una respuesta y la cerró tras de sí. Fiel a las palabras de su madre, Wyatt estaba acostado en la cama, estudiando. La escuela era una verdadera lucha para él, pero al parecer perseveraba. Levantó la vista ante la brusca entrada de su padre y abrió los ojos como platos.
—¡Levántate! —le ordenó Percy—. Tú y yo vamos a dar una vuelta.
—Vale —dijo Wyatt saltando de la cama. Para ser un niño con la corpulencia de un toro, tenía la agilidad de un gato. Percy lo miró mientras recogía los libros de la cama, los metía en la mochila de la escuela y luego alisaba la colcha. Un pequeño canalla ordenado—. Vale, ya estoy listo —añadió.
Lucy estaba llamando a la puerta.
—Percy, ¿qué le estás haciendo a Wyatt? ¡Abre la puerta!
—Tranquila, mamá —dijo Wyatt—. Estoy bien. Papá y yo vamos a ir a dar una vuelta.
Pero cuando Percy abrió la puerta y Lucy vio su cara, se dio cuenta de por qué había venido y cuáles eran sus planes.
—Percy, por el amor de Dios —le rogó—. Solo tiene once años.
Percy pasó junto a ella empujando al muchacho.
—Entonces debería saberlo aún mejor.
—¡Percy…! ¡Percy! —le gritó Lucy, agarrándose inútilmente a su brazo mientras bajaban las escaleras, con Wyatt muy tenso delante de él—. Si le haces daño, nunca te lo perdonaré. ¡Nunca! Percy, ¿me oyes? ¡No importa lo que hagas después, porque nunca te lo perdonaré!
—Bueno, de todos modos, nunca te han gustado las rosas blancas —dijo él, y salió de la casa con Wyatt.
Se dirigieron a la cabaña en el bosque sin intercambiar una sola palabra. El sol ya se ponía cuando llegaron, encendiendo de rojo los cipreses de la orilla del lago. Percy enfiló el camino, abrió la puerta con una llave oxidada extraída de una maceta en la que Mary había plantado geranios hacía ya tiempo.
Al quitarse la chaqueta, habló por primera vez.
—La señorita Thompson ha venido a verme hoy. Me ha dicho que le robaste el guante a Matthew y se lo lanzaste a la fosa séptica. Y que, cuando intentaba recuperarlo, le tiraste una piedra y le abriste una brecha en la cabeza. Perdió el equilibrio y cayó al lodo. ¿Por qué hiciste eso, Wyatt?
Wyatt se mantuvo quieto y firme en el centro de aquella extraña cabaña de la que no conocía su existencia, el cuerpo corpulento tenso, a la espera. Su expresión era impasible, imperturbable. Al ver que no hacía ningún esfuerzo por hablar, su padre le gritó:
—¡Respóndeme!
—Porque lo odio.
—¿Por qué lo odias?
—Eso es asunto mío.
Percy arqueó las cejas, desafiante. Once años y ya tan duro como un buscavidas callejero de París. Tenía los ojos de Trenton Gentry. Eran tan azules como los de su madre, pero más pequeños y más juntos, como los del hombre que Percy había despreciado. No vaciló cuando su padre comenzó a subirse una de las mangas de la camisa. Algo que debía concederle, pensó con tristeza, es que no era un cobarde. Un matón sí, pero no un cobarde.
—Yo te diré por qué lo odias —dijo Percy—. Lo odias porque es bueno, y considerado, y amable. No se parece en nada al muchacho que crees que debería ser; pero te diré algo, Wyatt: él es todo lo que tú crees ser.
—Lo sé.
Aquella respuesta no fue la que Percy esperaba.
—Entonces, ¿por qué lo odias? —Un encogimiento de hombros, el parpadeo rápido de unos ojos desafiantes—. Y ese tipo de cosas han estado ocurriendo desde hace mucho tiempo, entiendo —dijo Percy subiéndose la otra manga de la camisa—. Vuelve a casa con arañazos y moratones y cortes, todos hechos por ti. ¿Es así?
—Sí, señor.
—¿Y no te da vergüenza hacer eso siendo mucho más fuerte que él?
—No, señor.
Percy miró a su hijo, incapaz de evaluar la combinación desconcertante de falta de pasión y honestidad. A los once, ya medía metro ochenta y tenía la anchura de espaldas de su padre.
—Estás celoso de Matthew, ¿no es así?
—¿Y qué pasa si lo estoy?
—Cuidado con lo que dices, jovencito, y no vuelvas a hablar a tu madre como lo has hecho al volver a casa. Nunca vuelvas a decirle que se calle, ¿queda claro?
—¿Por qué? Usted le habla peor.
La rabia le explotó en la cabeza, lo cegó. Todo lo que podía ver era el guante de béisbol destrozado y el vendaje en la frente de Matthew. Vio el amor en los ojos verdes y el odio en los azules. Echó hacia atrás la mano derecha, cerrada en un puño, y con la izquierda agarró por el cuello de la chaqueta a su hijo, al que no conocía, al que no amaba, al que no quería reclamar como suyo.
—Voy a demostrarte qué se siente cuando te pega alguien mucho más grande que tú —dijo con los dientes apretados, y lanzó el puño hacia delante.
El golpe lanzó a Wyatt al suelo con fuerza, contra la parte delantera del catre, un hilo de sangre le corrió nariz abajo y mostraba un labio partido. Percy salió, sacó agua del pozo, llevó el cubo al interior, y empapó una toalla.
—¡Toma! —Arrojó la toalla a su hijo sin ninguna pena o remordimiento—. Lávate la cara. Y Wyatt —se inclinó, cogió al niño y lo sentó en el sofá—, si tan solo te atreves a mirar mal a tu… —Aquellos ojos azules se clavaron en los suyos. Por segunda vez ese día, Percy había estado a punto de decir «tu hermano»— vecino y compañero de clase —se corrigió—, me aseguraré de que nunca más te metas con nadie. ¿Entiendes lo que te estoy diciendo? —Miró la cara ensangrentada de su hijo—. ¿Lo entiendes?
El chico asintió con la cabeza, y luego, mostrando unos dientes ensangrentados, dijo:
—Sí, señor.
Cuando regresaron a casa, los visitantes de California estaban contentos y animados, emborrachándose en la sala. La cena estaba preparada desde hacía una hora.
—¿Dónde habéis estado? —siseó Lucy llevándose a su marido a la parte trasera de la casa. Percy ya había mandado a Wyatt a su habitación.
—Haciendo que mi hijo me conozca mejor —replicó Percy.
Era el último evento formal que jamás organizarían los Warwick. Cuando Lucy, temiéndose lo peor, trató de subir por la escalera de servicio, Percy la agarró del brazo y la llevó de nuevo hacia la sala apretándola con fuerza, dándole a entender que si abandonaba a sus invitados corría el peligro de que él la dañara, se divorciara de ella, o algo peor.
A lo largo de la comida y del vino de oporto de después, ella se mantuvo sentada, poco comunicativa y con la mirada ansiosa, mientras su marido, muy desenvuelto, animaba la conversación y servía vino. Cuando por fin los invitados se fueron, ella corrió escaleras arriba para ver a Wyatt.
Oyó su gemido de consternación y esperó su ataque de furia en su habitación, donde se estaba quitando los gemelos con calma cuando ella irrumpió dentro.
—¿Cómo has sido capaz de hacerle eso? —le espetó—. Has estado a punto de matar a nuestro hijo a golpes.
—No exageres, Lucy. Lo que le he hecho no es nada comparado con lo que él le ha estado haciendo a Matthew DuMont durante años. Simplemente le he dado una dosis de su propia medicina. —Le contó lo que había ocurrido ese día en la escuela y el relato de las agresiones sistemáticas que Wyatt infligía a Matthew.
—Lo que ha hecho no estuvo bien, lo sé, Percy, —dijo Lucy llorando—, pero lo que has hecho tú es aún peor. Te odiará por eso.
—Ya me odiaba antes.
—Solo por la atención que le prestas a Matthew. Por eso es por lo que trata a Matthew de esa manera. Tiene celos de tu afecto por él.
—Matthew se merece mi afecto. Wyatt, no.
—¡Matthew! ¡Matthew! ¡Matthew! —Lucy se golpeaba una mano con el puño de la otra cada vez que pronunciaba el nombre del chico—. ¡Eso es todo lo que sale de tus labios! ¡Santa Madre de Dios, cualquiera creería que Matthew es tu hijo!
Las palabras flotaron en la sala igual que el humo de una explosión. Lucy se quedó como si le hubieran disparado, su figura rígida bajo los pliegues de raso de su vestido de noche. Miró a Percy, y una constatación fue invadiendo la expresión de su propio rostro como la luz del sol cubre la superficie del mar al amanecer. Percy no fue lo suficientemente rápido para evitar que su rostro confirmara la verdad de aquella acusación.
—No… —dijo ahogando un grito y mostrando una expresión de horror—. ¡Matthew es hijo tuyo! Es verdad, ¿no es así? Él es hijo tuyo… y de Mary… —dijo ella en un susurro—. ¡Madre de Dios…!
Él se volvió, sabiendo que ninguna negación podía deshacer lo que su expresión había traicionado.
Lucy se interpuso en su camino, escrutó su rostro con tanta intensidad que él casi podía sentir sus ojos clavados en su piel. Se negó a mirarla. Desvió la mirada por encima de su cabeza, hacia la tierra iluminada por la luna más allá de las ventanas del dormitorio, eliminándose mentalmente a sí mismo de la habitación. Era un truco que había aprendido en las trincheras, cuando ser consciente de los escombros y de la miseria que había a su alrededor bastaba para volverse loco.
Un fuerte bofetón en la mejilla lo devolvió a la realidad.
—¡Eres un sinvergüenza! —chilló Lucy—. ¿Cómo te atreves a hacerme callar en un momento como este? ¡Dime la verdad, cabrón!
Con la mejilla ardiéndole, Percy respondió con calma, contento de que por fin acabara aquella farsa.
—Sí, es verdad. Matthew es hijo mío y de Mary.
Por un momento, Lucy se quedó sin palabras, la respiración agitada hacía que sus enormes pechos se movieran a ritmo.
—Debería haberme dado cuenta por la manera en que mirabas a Matthew, y no a Wyatt, de que era tu hijo, pero creí a Mary cuando me dijo que vosotros dos no estabais interesados el uno en el otro y que yo tenía vía libre. La creí porque sabía que ella nunca se abriría de piernas ante un hombre que no le serviría una mierda para Somerset. —Entonces abrió la boca como si otra horrible constatación la hubiera alcanzado. Se separó de él unos pasos para poner distancia entre ellos—. ¡Así que fuiste capaz de hacerlo con ella! Al menos lo suficiente como para dejarla embarazada.
—Lucy, no hay nada que discutir acerca de eso.
—¿Nada que discutir? —Lucy dio una vuelta lentamente alrededor de Percy, con los dedos tensos y separados, como agujas dispuestas a clavársele en los ojos—. Dímelo, cabrón. ¡Dímelo! ¿Se te levantaba y aguantabas su ritmo?
Percy vio el rostro desencajado de su esposa y decidió que ya no podía vivir con aquella mentira entre ellos; o hacia ella. Aquella mentira no había logrado más que hacer aflorar la mezquindad inherente en ella, del mismo modo que la insatisfacción de él con su hijo había liberado la suya.
—¡Dímelo, maldito cabrón! —le gritó Lucy a la cara—. ¿O no puedes admitir que ni siquiera la hermosa Mary Toliver era suficiente para mantener levantada un buen rato tu virilidad? Qué sorpresa se tuvo que llevar esa zorra mentirosa. —Se echó a reír, agachada, con las manos a la altura de las rodillas de su vestido de raso, arrastrando el dobladillo por el suelo. Lágrimas de histeria manaron de sus ojos—. ¿Puedes imaginarte cómo debió de sentirse cuando descubrió que se había quedado embarazada con tan poco? ¿Y en apenas el tiempo que se tarda en dar la vuelta a la manzana? Menuda broma para Mary.
Percy no pudo soportarlo más. Cualquier sentimiento que hubiera tenido hacia Lucy alguna vez ahora se alejó de él, irremediablemente, como si tuviera un agujero en su corazón. Se adelantó y, sorprendiéndola a media carcajada, la agarró del corpiño de su vestido de raso y tiró de ella hasta colocarla a pocos centímetros de su mirada pétrea. No podía dejar que esa bruja insignificante sintiera pena por Mary; no por su Mary, cuyo dolor había sido tan grande como el suyo propio.
Clavó su mirada en aquellos ojos azules y le dijo:
—Permíteme responder a tu pregunta, querida mía. No solo podía mantener levantada mi virilidad, sino que ensartaba a Mary en ella. A veces, incluso la cargaba hasta la cama para acabar allí lo que habíamos empezado en otro lugar de la casa. —Lucy luchó por liberarse, intentando retirar la mano hacia atrás para lanzarle una bofetada, pero Percy le agarró la muñeca con fuerza, y le gritó—: ¡Lucy, tú eres abominable cuando haces el amor! Eres como una gata callejera en celo. Por eso no puedo seguir contigo. No hay ningún misterio en ti, no hay ternura, no hay sensibilidad. Siento tu sudor como si fuera pus, y tu olor corporal se eleva como el hedor del fango. Prefiero meter la polla en el hocico de un cerdo antes que en tu coño. Y bien, ¿explica eso por qué no vengo a tu cama?
Percy la apartó bruscamente. Lucy casi se cayó, pero consiguió mantenerse en pie, mirando a Percy, sorprendida, incrédula.
—¡Estás mintiendo! ¡Mientes!
—La única mentira de la que soy culpable es que durante todo este tiempo he dejado que creyeras que yo tenía la culpa.
—No te creo.
—¿Qué es lo que no te crees, Lucy? ¿Que se me levanta con Mary o que tú eres una amante patética?
Ella se apartó de Percy, ocultando su rostro entre las manos. Él esperó. Ahora era un momento tan bueno como cualquier otro para sacarlo todo, las lágrimas, el dolor y las acusaciones, todo a la vez.
Le dijo:
—Lucy, quiero el divorcio. Tú y Wyatt podéis iros a donde os plazca. Me ocuparé de que no os falte de nada. No podemos seguir así. Soy un marido infeliz y un padre aún más desdichado. De alguna manera, tenemos que mitigar nuestro dolor y seguir adelante con nuestras vidas.
Lucy bajó las manos y volvió a la carga con el cuerpo desmadejado, en la muñeca un intenso enrojecimiento por la presión de la mano de Percy, el rímel corrido por las mejillas.
—Eso es todo. Te deshaces de Wyatt así como así.
—Será mucho mejor para él. Para todos nosotros.
—¿Qué piensas hacer después de librarte de nosotros? ¿Tratarás de volver con Mary y su hijo?
—Tú me conoces mejor que eso.
—Después de lo que le hiciste a Wyatt, no te conozco en absoluto.
—Lo que haga cuando os vayáis es asunto mío y no influirá en vosotros para nada.
Ahora Lucy temblaba visiblemente, y su rostro estaba más pálido de lo normal. Con las manos juntas, le preguntó con una voz que luchaba por recobrar la compostura:
—¿Por qué, durante todos estos años, permitiste que creyera que todo era culpa tuya? ¿Por qué no me dijiste que era culpa mía, si es que era así?
—Porque te lo debía, Lucy. Te casaste conmigo porque… me amabas, y yo me casé contigo por una razón equivocada.
—La razón equivocada —repitió Lucy en voz baja. Le temblaba la barbilla—. Bueno, siempre he sabido que no me querías. Pero ¿por qué te casaste conmigo?
—Estaba muy solo, y tú hiciste que me sintiera menos vacío.
Lucy trató de reírse para tapar la evidente tristeza que ahora definía los suaves y curvados rasgos de su rostro.
—¡Bueno, vaya par de sacos de penas que somos! ¡Imagínate, el gran Percy Warwick, con todo su porte, popularidad y dinero, se sentía solo! Un cuadro inimaginable. ¿Por qué no te casaste con Mary? No me digas que fue tan estúpida que eligió a Somerset en vez de a ti.
Percy le dijo con sinceridad:
—Somerset siempre ha estado en primer lugar en el corazón de Mary.
Lucy levantó una de las comisuras de la boca.
—Y tú no podías ser el segundo, por supuesto. ¿Aún la… deseas?
—Sigo queriéndola.
Lucy le lanzó una mirada desafiándolo a que se atreviera a mentirle.
—¿Seguís viéndoos?
—¡Por supuesto que no! —Su tono era cortante—. Nunca he vuelto a estar con Mary desde que me fui a Canadá.
De un modo inaudible, contuvo la respiración, y lamentó sus palabras en el preciso instante en que salieron de su boca. Cuando vio la urgencia en los ojos de Lucy, una garra fría le estrujó el corazón.
—Canadá… —murmuró ella—. Allí es adonde fuiste cuando Ollie y Mary se casaron, la razón por la que no estabas en la boda… ¿Sabe Ollie que Matthew no es hijo suyo?
Su tono de voz le hizo pensar en el suave deslizamiento de una serpiente hacia su presa.
—Sí, lo sabe.
Lucy caminó hasta una de las ventanas y, dándole la espalda, preguntó:
—Matthew no sabe que tú eres su padre, ¿verdad?
Percy podía sentir el miedo subiéndole por la espalda. ¿Por qué diablos había mencionado Canadá? En manos de Lucy, la verdad los destruiría a todos… a todos los seres que amaba.
—No, no lo sabe.
Ella se volvió lentamente. Su expresión era ahora de calma, sus manos jugaban con el cuello del vestido.
—Por supuesto que no lo sabe. Recuerdo que pregunté a tu madre por qué no estabas en la boda de Ollie y Mary, y Beatrice me explicó que regresaste al día siguiente de la ceremonia. Me imagino que Mary descubrió que estaba embarazada mientras tú estabas en Canadá. Así que recurrió a Ollie, que siempre había sido su devoto esclavo y estaba más que dispuesto a aceptarla sin reservas. Un artículo dañado siempre es mejor que nada, sobre todo para un hombre con una sola pierna. Y, por supuesto, Ollie sabía qué manos la habían tocado antes.
—¡Cállate, Lucy!
—No sin aclarar antes algunos puntos, Percy, mi amor.
Ella se le acercó mucho y lo miró de frente. Percy retrocedió, sintiendo el aliento que brotaba de aquellas fosas nasales, y Lucy dio un paso atrás, con el rostro resplandeciente.
—¡Dios, cuánto te odio, cabrón insignificante! Muy bien, aquí me tienes, Percy Warwick, nunca te daré el divorcio. Y no trates de conseguirlo; porque, si lo haces, te prometo que iré a Matthew y le diré la verdad sobre su padre. Se lo diré a todo Howbutker. Se lo diré a todo el mundo. Y todos, como yo, sumarán dos más dos. Recordarán que Mary estaba en Europa con Ollie cuando Matthew nació. Recordarán la boda precipitada, la salida apresurada al extranjero, recordarán que Mary se fue corriendo y dejó la plantación durante un buen tiempo. Recordarán que tú te encontrabas en Canadá en aquel momento, incapaz de hacer de ella una mujer honesta. A nadie le costará deducir la verdad. —Con aire ausente, se quitó el par de pendientes de diamantes y rubíes que llevaba puestos, sin ningún tipo de cuidado—. ¿Son Mary y Ollie conscientes de que tú sabes que eres es el padre de Matthew? —Como Percy permaneció en silencio, ella dijo—: ¡Ah!, no lo creo. Su conducta me hace pensar que creen que han mantenido el secreto bien guardado. Puedo imaginarme cómo lo supiste, pero puedo adivinar también lo que significaría para ellos, para todos vosotros, que el escándalo de la paternidad de Matthew saliera a la luz.
Percy sintió frío en las plantas de los pies. Estaba convencido de que ella decía en serio cada palabra de su amenaza. No tenía nada que perder, y lo tenía todo.
—¿Por qué quieres seguir casada conmigo, Lucy? Aquí tu vida es miserable.
—No, no lo es. Me gusta ser la esposa de un hombre rico y poderoso. Y voy a empezar a disfrutarlo aún más. Y si soy… patética en la cama, entonces no tengo muchas oportunidades de encontrar a otro hombre que quiera casarse conmigo, ¿no es así? Y hay otra razón más para seguir casada contigo. Quiero que nunca seas libre para poder casarte con Mary Toliver DuMont.
—De todos modos, nunca sería libre para casarme con ella, ni siquiera si me divorciara de ti mañana mismo.
—Bueno, pero me aseguraré de ello. No, Percy, tú seguirás casado conmigo para siempre, o hasta que Mary DuMont se muera.
Su expresión de satisfacción se le borró del rostro abruptamente cuando Percy se acercó a ella, los ojos del color de las aguas árticas. Ella retrocedió hasta tan cerca de la chimenea como se lo permitió el fuego encendido y su inflamable vestido.
—Entonces escúchame bien, Lucy. Si Matthew descubre alguna vez que yo soy su padre, te echaré de esta casa y te irás sin ver un solo centavo. Y desearás correr lo más rápido y lo más lejos que puedas. Antes has dicho que, después de todo, no me conocías. Yo de ti, lo tendría muy presente.
Lucy se alejó de él.
—Puedo perdonarte que no me quieras, Percy —dijo ella alcanzando la puerta y saliendo precipitadamente—, pero nunca te perdonaré que no quieras a Wyatt. Él también es tu hijo.
—Soy plenamente consciente de ello, y deberías sentirte mejor por el hecho de saber que nunca me lo perdonaré a mí mismo.