Capítulo 47
Las horas volaban. Parecía que no se habían movido de la estación, que acabaran de llegar, Claudia sosteniendo a Matt, de dos meses de edad, envuelto en una manta azul. Wyatt, en su impecable uniforme militar con las filas de condecoraciones de campaña alineadas sobre la parte izquierda del pecho.
—¿Lo tienes todo? —había preguntado Percy antes de que abandonaran Warwick Hall—. ¿Lo tienes todo empaquetado?
—Todo está empaquetado —había respondido Wyatt—. Soy bastante bueno en no dejar nada atrás.
«No tanto», había pensado Percy con tristeza. Pero después de besar a su esposa y a su hijo en señal de despedida, y de dar un apretón de manos a Percy, fue a él a quien Wyatt dijo sus últimas palabras antes de subir al tren.
—Asegúrate de que mi hijo sepa que lo quiero, papá.
—Volverás para hacerlo en persona, hijo.
Después de regresar a casa, Percy dejó a Claudia y a Matt en el jardín, disfrutando de la luz del sol de principios de verano, mientras él subía a la habitación de invitados. Buscó Las aventuras de Huckleberry Finn pero no lo encontró. No había quedado nada del hombre que había llegado y se había ido en menos de veinticuatro horas. Aliviado, tenía que creer que Wyatt había guardado el libro entre sus cosas. Sin que su hijo lo supiera, Percy había cogido una rosa roja del arreglo floral en el vestíbulo y la había deslizado entre las páginas del libro. Había pensado en redactar una nota corta y unirla al tallo, como hacían con las amapolas cada año en honor del Día del Armisticio, pero se lo pensó mejor. Las palabras escritas eran tan inútiles como las habladas cuando el lector las atribuía a la culpa. Estaba seguro de que Wyatt no tendría la menor idea de cómo había llegado allí la rosa, qué significaba, o qué debería hacer con ella. Estaba seguro de que Lucy no lo había instruido sobre la leyenda de las rosas y, desde luego, Percy tampoco lo había hecho. Pero encontraba cierto alivio en el gesto, sabiendo que se iba con su hijo a la guerra, un testimonio de su arrepentimiento presionado entre las páginas de la posesión más querida de Wyatt.
De nuevo, Percy se encontró siguiendo la guerra a través de los periódicos y la radio. Surgieron términos y nombres nuevos y de sonido extraño en otro frente de batalla en una parte alejada del mundo: Inchon, Chosin Reservoir, Fox Hill, Old Baldy, Kunuri, MiG Alley, la DMZ. Wyatt escribió: «Aquí los hombres lloran, maldicen y rezan de la misma forma que lo hicieron en la Segunda Guerra Mundial y en tu guerra, papá. Siempre es lo mismo: el miedo, el aburrimiento, la soledad, el subidón de adrenalina, la camaradería, la tensión esperando el siguiente asalto, las largas noches lejos del hogar y de la familia. En esta guerra se trata de superar el terrible terreno —colinas desiertas y marrones como el trasero de un oso— y, en noches negras como el interior de un cubo de alquitrán, esperar a las hordas de chinos rojos que llegan soplando sus cornetas, que te erizan todo el vello del cuerpo. Pero en los intervalos, pienso en Claudia y Matt, que se encuentran seguros contigo».
Poco después de irse, Percy había desempolvado un objeto que había guardado después del regreso de Wyatt de la Segunda Guerra Mundial. Desenrolló el cuadrado de seda blanca con bordes rojos ante el pequeño Matt, despierto y balbuciendo en su cuna.
—Te preguntarás qué es esto —comentó Percy—. Esto, amiguito, se llama bandera de servicio. La voy a colgar en la ventana de la fachada. La estrella azul representa a un miembro de la familia que está sirviendo a su país en el ejército en tiempos de guerra. En este caso, representa a tu papá.
A finales de septiembre de 1951, casi un año y medio después de la marcha de Wyatt, Percy recibió una llamada telefónica de Claudia en el Courthouse Café mientras tomaba un café con miembros del OBC —Old Boy’s Club— pidiéndole que regresara a casa. No preguntó por qué. En silencio, dejó el dinero en la barra y sin decir palabra salió hacia la amable mañana azul y dorada con que había despertado el último día de la vida de su hijo. Al llegar a casa vio un coche oficial del Cuerpo de Marines de Estados Unidos aparcado bajo el porche. Habían enviado a un equipo desde Houston —un capellán y dos oficiales— para informar a la familia de que Wyatt Trenton Warwick había muerto en acción en un campo de batalla inhóspito y amenazador conocido como el «Punchbowl». Días después, su cuerpo fue enviado a casa, envuelto en una bandera norteamericana que después fue plegada y entregada a su viuda junto a la tumba en nombre de una nación agradecida. Percy había escogido el lugar de la sepultura superando la suave oposición del director de la funeraria, que habría enterrado a Wyatt en la parcela de los Warwick, a los pies de Matthew DuMont.
—A sus pies no, a su lado —había ordenado Percy.
—Si insiste —comentó el director de la funeraria—. Después de todo, eran buenos amigos.
—No solo amigos —había apostillado Percy, la voz temblorosa por la emoción—. Eran hermanos.
—Así es como los recuerda todo el mundo —había respondido con calma el enterrador—. Unidos como hermanos.
Los obreros con los que había trabajado, sus antiguos compañeros de clase y novias, sus viejos colegas y entrenadores de fútbol, todos asistieron al servicio funerario llegados desde los lugares en los que les alcanzó la noticia de su muerte. Llegó Lucy, vestida de negro, el rostro pálido y oculto detrás de un velo, y se quedó con la familia en Warwick Hall. Percy ansiaba llorar con ella, tocar de alguna manera a la madre de su hijo, pero sus ojos fríos le obligaron a mantener las distancias. Al escoger el ramo de la familia que descansaría sobre la tumba, dijo:
—Por favor, Percy, nada de rosas…
Por eso, una manta de amapolas rojas se agitó con la brisa al lado del lugar de descanso de Matthew DuMont, mientras una guardia de honor levantaba sus armas para disparar una salva de despedida. El rugido de la descarga saturó los oídos de Percy y provocó que el pequeño Matthew llorase en el refugio de los brazos de su abuelo.
—Así que —comentó Lucy ya avanzada la tarde— Claudia y Matt se quedarán aquí contigo en Howbutker, ella me lo ha dicho.
—Sí, Lucy.
—Me ha comentado que es lo que Wyatt quería.
—Sí, Lucy.
—No hay justicia en este mundo, Percy Warwick.
—No, Lucy.
Los efectos personales de Wyatt llegaron finalmente a casa. Percy estaba en la estación para tomar posesión de la caja de tamaño mediano que levantó personalmente e introdujo en la parte trasera de una camioneta de la compañía. Claudia pareció darse cuenta de su pena, e insistió en que revisasen juntos los objetos.
—¿Qué es esto? —preguntó, levantando Las aventuras de Huckleberry Finn.
Era el objeto que Percy había tenido la esperanza de encontrar.
—Matthew regaló este libro a Wyatt por su cumpleaños cuando eran niños —contestó—. Wyatt se lo llevó con la esperanza…, de que le trajera suerte.
Él cogió el libro de sus manos y hojeó las páginas, buscando la rosa roja, pero no encontró nada. ¿La había llegado a encontrar Wyatt? ¿La había tirado sin darse cuenta de su significado especial? ¿Se había caído cuando sus compañeros llenaron la caja? Nunca lo sabría. Tendría que vivir con el convencimiento de que su hijo había muerto sin saber que su padre lo amaba y le pedía perdón.
A pesar del dolor constante que ahora se había unido a sus otras penas, su vida entró en un período de tranquilidad doméstica que no había conocido desde que su madre supervisaba Warwick Hall. Matt y Claudia se convirtieron en el centro de su universo. Su casa adquirió un brillo y un orden nuevos gracias a la capacidad de gestión de su nuera. Comidas satisfactorias aparecían en su mesa, disfrutadas en familia en el comedor y a veces compartidas con los DuMont, Amos Hines y Charles Waithe, a quienes no importaba ver a un bebé jugando con sus guisantes.
Volvió a recibir invitados, sintiéndose libre de traer a casa sin previo aviso a los visitantes de fuera de la ciudad que recorrían las instalaciones modélicas del molino de pasta de papel y de la planta de procesamiento de papel que se extendían a lo largo del Sabine. Amelia, viendo que ya no era esencial para mitigar sus horas de soledad y enamorada sin esperanzas de un hombre que nunca sería libre, se fue alejando silenciosamente de su vida. De vez en cuando, Percy deseaba que Lucy pudiera compartir la delicia cotidiana de su nieto. Claudia le enviaba fotos y se intercambiaban llamadas telefónicas en las que Matt, bajo la supervisión de su madre, saludaba a su abuela en Atlanta, y la llamaba «Gabby». Percy se preguntaba cómo pasaría los días sola, y si había tenido amantes para llenar los espacios vacíos en su vida.
La guerra de Corea terminó y, con dolor en el corazón, Percy leyó que la nación por la que su hijo y más de cincuenta mil hombres y mujeres militares norteamericanos habían muerto seguía dividida, sin solucionar los problemas políticos, sin mejorar los derechos humanos. Ordenó que colgasen un cartel muy popular en la recepción de su oficina; el lema decía: «Algún día, alguien llamará a la guerra y nadie acudirá». Abrazó con fuerza a su nieto y rezó para que ese día llegase antes de que Matt creciese.
Dos años después de que trajesen a casa el cuerpo de Wyatt, Sally entró en su oficina y anunció con una curiosidad mal disimulada:
—Señor Warwick, tengo ante mi escritorio a un oficial de los marines que quiere verlo. ¿Lo dejo pasar?
—Desde luego —contestó Percy, levantándose y abotonándose la chaqueta del traje, con el pulso acelerado.
Un comandante del Cuerpo de Marines apareció en la puerta, con la gorra reglamentaria bajo un brazo y un paquete rectangular y voluminoso bajo el otro.
—Señor Warwick, soy Daniel Powel —se presentó, apoyando el paquete sobre el escritorio de Percy para darle la mano—. Conocí a su hijo en Corea. Los dos éramos jefes de compañía de la Primera División de Marines.
—¿De verdad? —replicó Percy, dándole un salto el corazón, y mientras las preguntas giraban en su cabeza como si fuera un calidoscopio. ¿Por qué había venido ese hombre tanto tiempo después de la muerte de Wyatt? ¿Estaba allí para explicarle dónde y cómo había muerto su hijo? Wyatt no habría aprobado nunca semejante visita. ¿Había abandonado los marines y venía para pedir trabajo? Hizo un gesto hacia una silla para las visitas—. Bien, entonces siéntese, comandante, y dígame qué puedo hacer por usted.
—No por mí, señor…, por usted. Wyatt me pidió que viniese a verlo si le ocurría algo. Siento mucho haber tardado tanto. Fui enviado a Japón después de la guerra y me acaban de trasladar a casa.
—¿Cuánto tiempo lleva de vuelta?
El oficial miró el reloj.
—Menos de veinticuatro horas. He venido directamente después de aterrizar en San Diego.
Percy parpadeó.
—¿Me está diciendo que es su primera parada después de volver a casa?
—Sí, señor. Le prometí a Wyatt que vendría a la primera oportunidad que tuviera. —El marine se puso en pie y levantó el paquete perfectamente envuelto—. He cuidado de esto desde que mataron a Wyatt. Estábamos juntos cuando lo compró en Seúl. Me pidió que se lo entregara si él no volvía a casa. No podía enviárselo por correo. Tenía que entregarlo en persona, no importaba lo que pudiera tardar.
Percy inspeccionó la forma rectangular.
—¿Es para su esposa?
—No, señor. Es para usted. Él me dijo que comprendería lo que significaba.
Lentamente, con la saliva espesa como si fuera pasta, Percy llevó el paquete a una mesa que se encontraba debajo de una claraboya. Estaba empaquetado con fuerza, las bandas de cinta sucias, el papel manchado del lugar en el que el marine había podido guardarlo en los últimos dos años. Arrancó la cinta y destrozó el papel de embalar marrón hasta que se reveló el contenido. Era un cuadro, un retrato impresionista y no demasiado bueno de un niño sonriente con bombachos que corría hacia una verja de estacas en primer plano. A simple vista, Percy no pudo descifrar qué sostenía en los brazos o qué representaba el amplio paisaje que rodeaba al muchacho. Entonces, cuando ambos se aclararon, levantó la cabeza y lanzó un grito hacia la claraboya y el cielo azul que se encontraba al otro lado. El chico atravesaba corriendo un jardín con un montón de rosas blancas en los brazos.
* * *
Un suave dolor en el pecho forzó a Percy a abrir los ojos. Se pasó la mano por la cara y sus dedos se mojaron, pero sabía que no era a causa del calor. ¿Qué hora era? El porche de su sala de estar estaba ahora cubierto de sombras, y soplaba una ligera brisa que era habitual a última hora de la tarde. Puso los pies en el suelo y sacudió la cabeza para aclararla. ¿Cuánto tiempo llevaba ahí fuera, convocando a los viejos fantasmas? «Dios santo, son más de las cinco», vio en el reloj. Mary se había ido hacía horas…, su Mary. Se levantó y tanteó con las piernas. Estaban un poco temblorosas y húmedas en la parte posterior, por donde había sudado. Con rigidez, sintiendo que los fantasmas clamaban a sus espaldas, pasó a través de las puertas de la terraza, fijando los ojos de inmediato en el cuadro sobre la repisa de la chimenea. Al instante, se calmó el dolor en su pecho. La memoria podía ser algo terrible, pensó, un instrumento de tortura que sigue trabajando mucho después de que un hombre haya superado su tiempo en el potro. Se sirvió un vaso de agua para saciar la sed y levantó el vaso hacia el cuadro.
—Al final, Gitana, supongo que lo único que podemos esperar es un gran ramo de rosas blancas.