Capítulo 61
El crepúsculo en verano era lo que William más recordaba de Piney Woods en East Texas. Le parecía que, cuando el sol se ponía, sobre el paisaje se cernía un molde del color y el brillo de las perlas grises, que era infinito. Pensaba que en ningún otro sitio duraba tanto la luz antes de morir.
De niño, recién llegado de Francia, agradecía este paisaje, ya que cuando su madre murió, empezó a tenerle miedo a la oscuridad. Su padre lo entendió y le dejaba una luz consumiéndose mientras dormía, pero recordaba haberse sentido avergonzado de su miedo más o menos a los cinco años de edad.
Cuando llegó a Howbutker, enseguida presintió que no debía decirle nada a la mujer alta y autoritaria con quien lo había mandado su padre. El corpulento y cariñoso hombre al que llamaba tío Ollie lo habría entendido, pero no su tía. Sabía, por instinto, que ella no toleraría la debilidad.
O eso había pensado.
La primera noche se había quedado dormida mucho antes de que oscureciera, y su tío lo llevó en brazos a su cuarto. Pero después, cuando se iba a la cama a lo largo de todo el verano, abría la persiana que su tía había cerrado y se dormía a la luz del crepúsculo. Cuando llegó el otoño y los días se hicieron más cortos, le preocupó que su tía le apagara la luz junto a la cama cuando entrara a decirle buenas noches. Pero, en lugar de eso, le sorprendió que le preguntara, con su pequeña sonrisa:
—¿Quieres que dejemos la luz encendida un ratito más?
—Oui, tante, s’il vous plaít.
—Pues, entonces, buenas noches. Nos vemos por la mañana.
A partir de ese momento, aquello se convirtió en su intercambio rutinario a la hora de dormir y él se despertaba por las mañanas para encontrarse con que la luz aún estaba encendida. Él pensaba que ella no se había molestado en volver y apagarla, pero se equivocaba. Una noche de invierno, varios años más, tarde, se despertó y la vio bajo la luz de la lámpara junto a su cama. Llevaba puesta una bata y parecía una de las diosas que había dibujadas en sus libros de mitología. Con la mano sobre el interruptor de la lámpara, le preguntó con amabilidad:
—¿La apagamos ya?
Y fue entonces cuando se dio cuenta de que ella había estado enterada todo el tiempo de que él tenía miedo.
—Sí, tía —contestó, dándose cuenta de que su miedo había desaparecido y que hacía mucho que ya no lo tenía. Simplemente había desaparecido, se había marchado con el resto de dragones de su infancia.
William miró a su esposa, que roncaba con la boca abierta, la toalla aún colgada de la ventanilla. Había empezado a dormitar inmediatamente después de ver que él no parecía estar dispuesto a hablar de su nueva riqueza.
—A Rachel se le pasará, William, créeme —le había dicho ella, leyendo su mente preocupada, con la facilidad con la que leía sus novelas rosas—. Y tampoco es que la hayan echado completamente de Howbutker. Puede casarse con Matt Warwick y recuperar Somerset a través de él cuando Percy muera. ¿Cuál es el gran problema?
—El gran problema, Alice, es que Somerset no será para Matt Warwick. Percy no la querrá en su patrimonio. Ese es el motivo por el que la tía Mary se lo dejó a él. Sabía que él se aseguraría de que Rachel jamás le volviera a poner las manos encima.
—¡Por qué, por el amor de Dios!
—Esa es la pregunta del millón. Realmente creo que Percy lo ha entendido bien. Creo que la tía Mary estaba intentando salvar a Rachel de la maldición de la que habló allá por 1956.
—¿Y tú sabes de qué se trata?
—No, pero Percy sí lo sabe.
Estuvo agradecido de que, una vez Alice se hubo dormido, no pudiera despertarla ni el Apocalipsis. No habría estado para nada de acuerdo con este desvío que había tomado por una carretera rural a través de los bosques de pino que le traía recuerdos de su infancia, y Jimmy estaba enganchado a su walkman con los ojos cerrados, demasiado perdido en la inconsciencia de su música frenética para darse cuenta de que había dejado la carretera interestatal. Esta pequeña excursión haría que el trayecto fuera más largo, pero puede que jamás volviera a pasar otra vez por allí, y anhelaba quedarse en la penumbra del bosque de Piney Woods todo el tiempo posible, y revivir recuerdos que no ampliaría más a partir de hoy. No lejos de allí, recordó que había un arroyo en el que él y un amigo iban a pescar siluros. ¡Dios, la de mocasines de agua que sacaban entre su pesca!
Y en algún lugar cercano pasaban unas vías de ferrocarril, el que lo había sacado de Howbutker cuando se había escapado cuarenta años atrás. Su plan había sido esconderse en las matas junto a las vías hasta que el tren empezara a moverse, y después subirse y comprar su billete abordo. Pero el revisor le había dicho que el tren iba lleno y que tendría que esperar al siguiente. Amos, que en ese momento era un paracaidista del ejército recién licenciado de camino a Houston, se había bajado para estirar las piernas antes de partir de nuevo. William aún no había olvidado lo sorprendido que se había quedado cuando le puso el billete en la mano y le dijo que se subiera. Una vez lejos de los campos petrolíferos del oeste de Texas, recordó de vez en cuando al soldado alto y desgarbado, y se preguntó qué habría llevado a un extraño que pasaba por el pueblo a darle su billete a un chico que veía que se escapaba. Más tarde se enteró por la tía Mary de que, a los quince años, Amos se había intentado escapar de casa, pero que unos torpes ayudantes del sheriff lo habían arrastrado de vuelta a un padre que lo había castigado atándolo a un poste y azotándolo en público. Amos, que no sabía qué le harían si lo cogían, decidió ayudarlo. Eso resultó ser bueno para él. Se había topado con un pueblo que lo había adoptado como si fuera uno de ellos, cosa que no era fácil en Howbutker. Es curioso cómo suceden las cosas.
La carretera bordeada de pinos estaba tranquila y apacible. No se veía ni se escuchaba ningún otro coche, y tuvo la sensación de estar conduciendo a través de un silencioso túnel verde, un buen trecho para pensar. No hacía más que recordar las palabras de la tía Mary en el cenador ese verano de 1956: «Alégrate porque tus hijos crecerán libres de Somerset». ¿Qué había querido decir con eso? Estaba seguro de que aquello se escondía detrás de su decisión de separar a su hija de sus raíces Toliver. Al infierno con la teoría de Alice de que lo había hecho para mantener la promesa que le había hecho a él. La tía Mary había sido libre de cambiar de idea en cualquier momento, y ambos sabían que no le debían nada. Tampoco creía que hubiera dejado Somerset a Percy por remordimiento. El hecho que hubieran sido amantes le había sorprendido, pero no si lo pensaba bien. Parecían hechos el uno para el otro, y él se había preguntado en una ocasión por qué la tía Mary, una diosa, había elegido a un querubín antes que a un dios griego.
Entonces, ¿por qué la tía Mary, después de haber empujado a Rachel a ponerse en su lugar, se lo había arrebatado?
«Somerset siempre ha costado demasiado», había dicho.
Ahora Rachel empezaba a tener alguna noción de por qué había dicho eso. Somerset le había costado perder a Percy, y Dios sabe qué más había estado escondiendo sobre aquel verano. En cierto modo, también lo había perdido a él. Se hubiera quedado si no le hubieran hecho trabajar en la plantación. ¡Dios, cuánto había odiado aquel lugar!: las niguas y los mosquitos, el calor y el sudor, el barro espeso en la estación de lluvias y el polvo pegadizo en la época de sequía, los zumbidos y el miedo constante a las serpientes que se escondían bajo las plantas de algodón, el ciclo interminable de trabajo, trabajo, trabajo. Y algún día, le dijeron, todo acabaría siendo suyo porque era un Toliver.
Sacudió la cabeza como si se le hubiera metido una mosca en el oído. No lo podría haber aguantado. De ninguna manera. Y ahora Somerset se había interpuesto entre su mujer y su hija, y el precio que le iba a costar a Rachel era también el fantástico Matt Warwick. Formaban una pareja que pegaban como dos gotas en el agua, como ninguna otra que él hubiera visto jamás; pero ella nunca se podría casar con un hombre cuyo abuelo era dueño de las tierras que ella pensaría siempre que deberían haber sido suyas. Su tía había tenido buenas intenciones, pero había metido la pata. Rachel nunca la perdonaría, y a Alice jamás se le pasaría el que su hija se hubiera dedicado en cuerpo y alma a la tía Mary.
Soltó un suspiro desconsolado. Entendía el precio, pero ¿qué rayos era la maldición de los Toliver? ¿Cómo se manifestaba? ¿La tía Mary había salvado a Rachel de ella? ¿Y cómo lo iba a saber ella? La carretera estrecha y serpenteante bajo su toldo verde nadaba ante sus ojos. Sus sentidos se llenaron de pena por la manera en que habían salido las cosas… esas cosas queridas con las que la gente comerciaba, que jamás podrían ser recuperadas. Tenía los ojos y los oídos y las fosas nasales tan ocupados que no se dio cuenta de que se oía el silbato apremiante del tren en la distancia. Las ventanillas del coche estaban subidas, y su visión por el lado derecho quedaba tapada por la toalla y una bolsa que colgaba detrás. El aire acondicionado zumbaba. La música rock del walkman de Jimmy se oía un poquito. Cuando escuchó por primera vez el chillido del silbato del tren, le pareció que era uno de los sonidos naturales de la región, una parte nostálgica de su niñez a esta hora del día, y el coche estaba sobre las vías cuando consiguieron darse cuenta de que un tren de carga se abalanzaba sobre ellos.
Alice y Jimmy ni abrieron los ojos. Durante un instante de lucidez antes de que el tren chocara contra ellos, William estuvo totalmente consciente de todo, y entendió con entera claridad cuál era la esencia de la maldición de los Toliver.