Capítulo 3
Apoyándose con esfuerzo en su bastón, Mary se detuvo en la acera para recuperar el aliento. Le ardían los ojos y la garganta. Sentía que los pulmones se le comprimían. Esto había sido demasiado para ella. Su Amos querido, fiel, leal. No habían sido merecedores de él. Cuarenta años… ¿tantos años habían pasado ya desde que ella bajara las escaleras de los grandes almacenes, preocupadísima por la desaparición de William, para encontrarse con un joven capitán de la División 101 Aerotransportada mirándola embelesado?
Ese momento estaba tan fresco en su memoria que parecía haber pasado solo unas páginas antes en el calendario. Dios debía de tener un humor maquiavélico para concebir las crueldades inherentes a la vejez. Como poco, los viejos deberían poder tener una percepción del tiempo precisa…, para que pudieran ver los años como el período que realmente fue, no sentirse como si todo hubiera pasado en un abrir y cerrar de ojos y como si el principio estuviera muy cerca. Al final, los viejos y los moribundos no deberían tener la sensación de que la vida acaba de empezar.
«¡Oh, bueno!, en el infierno a la gente también le gustaría tomarse un vaso de agua fría», pensó ella, encogiéndose de hombros, y acordándose otra vez de Amos. Estaba siendo terriblemente ingrata al dejarle con una tarea así, pero él era valiente y escrupuloso. No se apartaría de sus obligaciones profesionales. Algunos abogados de familia, creyendo saber más que los demás, tirarían el testamento a la basura sin que nadie se enterara, pero Amos no haría eso. Gracias a Dios, él seguiría sus instrucciones al pie de la letra.
Respirando cada vez con más normalidad, se puso las gafas de sol y miró calle abajo por si alcanzaba a ver a Henry que volvería para llevarla a casa. Había mandado a su chófer a tomar un café a la cafetería del Juzgado mientras ella visitaba a Amos, pero probablemente aún estaría flirteando con Ruby, una camarera de su edad. «Perfecto», pensó para sí misma. Su plan era completar un trabajo más en casa antes del almuerzo, y entonces todos sus asuntos quedarían zanjados. Aunque luego, irguiéndose, decidió que eso podía esperar. Se sentía lo suficientemente bien como para dar un paseo primero, el último que daría en la ciudad que su familia había ayudado a fundar.
Hacía mucho tiempo que no daba una vuelta a pie por la plaza del juzgado, mirando los escaparates y visitando a los propietarios, la mayor parte de ellos amigos suyos desde hacía mucho tiempo. No se la veía tanto como en otros tiempos. Durante años, se había asegurado de mantener el contacto con las personas que habían hecho que su comunidad del East Texas fuera el pueblo agradable que era, los que trabajaban duro como los tenderos y oficinistas, los cajeros de los bancos y las secretarias, además de los que dirigían el lugar…, la pandilla del ayuntamiento, como ella los llamaba de forma afectuosa. Mary era una Toliver, y era su deber que la vieran de vez en cuando, uno de los motivos por los que siempre se ponía de punta en blanco cuando venía al pueblo; el otro motivo era en honor a la memoria de Ollie.
«Y hoy él hubiera estado orgulloso», pensó, echando un vistazo a su traje Albert Nipon y a sus zapatos y su bolso de piel de serpiente. Se sentía algo desnuda sin las perlas, en cierto modo vulnerable, pero eso era en su imaginación y, de todas formas, no le quedaba mucho tiempo para echarlas de menos.
Como era de esperar, encontró a Henry su chófer desde hacía veinte años y sobrino de su ama de llaves, en la barra de la cafetería del juzgado, charlando con Ruby. Cuando entró, se armó algo de revuelo. Su presencia siempre se hacía notar. Un granjero vestido con un mono saltó de su mesa para abrirle la puerta y ella tuvo que decir a varios hombres de negocios que volvieran a su menú cuando pasó junto a las mesas en las que estaban sentados.
—¿Qué tal, señorita Mary? —la saludó Ruby—. ¿Viene a quitarme a este granuja de las manos?
—De momento no, Ruby. —Mary hizo una seña a Henry para que se quedara en su taburete—. Espero que puedas soportarlo un ratito más. Quiero caminar un poco, ver a algunas personas. Pídete otra taza, Henry. No tardaré mucho.
Henry la miró consternado. Era la hora del almuerzo de Sassie.
—¿Va a ir a pasear con este calor, señorita Mary? ¿Está segura de que es una buena idea?
—No, pero a mi edad tengo derecho a hacer alguna tontería.
Afuera, en la acera, Mary se detuvo un momento para decidir su destino, mirando alrededor, observando el gran número de nuevos negocios creados en los últimos años. Los observó con sentimientos contradictorios. Howbutker se había convertido en una atracción turística. Descubierta por revistas como Southern Living y Texas Monthly, que ensalzaban su encanto clásico, su cocina regional y sus baños limpios, se había convertido en uno de los sitios preferidos por los grupos de yuppies que buscaban un refugio de fin de semana lejos de las multitudes y del ruido. Debido a la demanda exterior, se pedían constantemente permisos para convertir las casas de época en hostales con media pensión y para construir comercios monstruosos que restarían valor a su esencia, propia de la arquitectura anterior a la guerra de Secesión. El ayuntamiento para el que trabajaba Amos y del que Percy y Mary eran miembros eméritos había conseguido restringir todos los moteles, las cadenas de comida rápida y las tiendas de saldos a las afueras del pueblo.
«Eso no durará mucho», se lamentó Mary para sus adentros, mirando hacia el otro lado de la plaza, al lugar donde recientemente habían construido una boutique, propiedad de la elegante neoyorquina que dirigía el local. Las maneras excesivamente desenvueltas y el acento de la mujer resaltaban como una verruga en la nariz, pero Mary se daba cuenta de que la ciudad inevitablemente atraería a más personas como ella. Una vez hubiera desaparecido la vieja guardia, la conservación de Howbutker quedaría en manos de Gilda Castoni y Max Warner, un hombre de Chicago bastante agradable, dueño del nuevo y popular bar de karaoke situado calle arriba.
Retorció los labios de manera compungida. Debería agradecer que esos invasores huidos de la contaminación, el crimen y el tráfico protegieran la forma de vida de Howbutker más fervorosamente que los descendientes de los primeros habitantes. Matt Warwick era uno de los pocos que quedaban. Al igual que Rachel…
«Vamos, no merece la pena seguir dándole vueltas al asunto».
Decidió pensar en otra cosa. Había dado su último adiós a René Taylor, la cartera, cuando había dejado un paquete en la oficina de correos más temprano, aunque su vieja amiga no lo sabía; también sería agradable visitar por última vez a Annie Castor, la florista, y a James Wilson, el presidente del First State Bank. Desafortunadamente, la floristería y el banco estaban en lados opuestos de la plaza, y no tenía fuerzas para ir caminando a los dos. Aún tendría que subir al ático cuando regresara a casa y rebuscar en el fondo del baúl del ejército de Ollie. «El banco», decidió, caminando con la ayuda del bastón. Una vez allí, más le valdría revisar su caja fuerte. No había mucho en ella, pero tal vez hubiera olvidado algo que más valdría sacar.
Pasó junto a la barbería y saludó con un movimiento de cabeza a Bubba Speer, el propietario. Al verla, este abrió los ojos como platos, dejó a su cliente cubierto con una tela y se apresuró hacia la puerta para saludarla.
—¡Hola, señorita Mary! ¡Qué alegría verla! ¿Qué la trae al pueblo?
Mary se detuvo para saludarlo. Bubba llevaba puesta una bata blanca de barbero de manga corta, y ella se fijó en que llevaba un tatuaje azul desteñido en el brazo. Supuso que era un recuerdo de la guerra. ¿Corea o Vietnam? A todo esto, ¿cuántos años tenía Bubba? Parpadeó rápidamente en un momento de confusión e impotencia. Conocía a Bubba de toda la vida y nunca había reparado en el tatuaje. Su capacidad de observación se había agudizado recientemente. Veía cosas de las que antes no se había percatado, pero últimamente también tenía problemas situando cronológicamente a personas y eventos.
—Un par de asuntos legales que tenía que discutir con Amos —contestó—. ¿Cómo estás tú, Bubba? ¿Tu familia bien?
—Han aceptado a mi hijo en la Universidad de Texas. Gracias por acordarse de su graduación. Ese cheque que usted le envió le irá muy bien. Cuando llegue septiembre, se comprará los libros con él.
—Me lo comentó en su nota de agradecimiento. Tiene una letra magnífica, ese hijo tuyo. Estamos orgullosos de él.
«Vietnam —decidió Mary—. Tenía que ser Vietnam».
—Bueno, hay mucha competencia por aquí, señorita Mary —observó el barbero. Ella sonrió.
—Cuídate, Bubba. Dile a la familia, adiós de mi parte. —Siguió caminando calle abajo, sintiendo cómo Bubba la miraba extrañado. Eso había sido algo melodramático, pero Bubba se sentiría importante más tarde, cuando repitiera lo que ella le había dicho. «Ella lo sabía —diría—. La señorita Mary sabía que se estaba muriendo. Si no, ¿por qué había dicho lo que había dicho?». Se añadiría a su leyenda, aunque esta moriría de la misma manera que la de Ollie murió con él, y una vez hubiera desaparecido la generación de los hijos de Bubba, no quedaría nadie que se acordara de los Toliver o de quiénes fueron.
«¡Pues que así sea!», pensó Mary apretando los labios con fuerza. Solo Percy dejaría un descendiente que pudiera seguir la tradición familiar, ¡y cómo se parecía a su abuelo! Matt Warwick le recordaba a su Matthew en muchos aspectos, aunque su hijo había heredado sus rasgos Toliver y Matt los de su abuelo. Aun así, cuando a veces observaba a Matt ya de adulto, veía a su propio hijo de mayor.
Se bajó de la acera a la calle. Los motoristas que querían girar a la derecha tuvieron que pararse un momento, pero Mary no se dio prisa, y nadie tocó ninguna bocina. Esto era Howbutker. Aquí la gente tenía modales.
Ya segura al otro lado, se detuvo y, sobresaltada, miró fijamente y con interés un olmo cuyas ramas daban sombra a un lado entero del parque del Juzgado. Recordaba cuando el árbol había sido joven: julio de 1914, el año en que se terminó el Juzgado, hacía setenta y un años. Había una alta estatua de san Francisco bajo sus ramas, con la famosa plegaria del santo tallada en su base de piedra.
Mary dio un paso vacilante hacia el frente, y miró fijamente el banco en el que se había sentado a la sombra irregular del olmo, desde donde había escuchado a su padre dar el discurso de inauguración. Una vez más, tenía la sensación de ser joven de nuevo, con sangre nueva recorriéndole las venas. En realidad, lo que le molestaba no era «morir en vida», sino que al morir se sintiera tan viva, tan nueva, tan fresca, con todo un futuro por delante. Recordaba tener de nuevo catorce años, bajar las escaleras esa mañana con su vestido blanco de ojales y dobladillo de satén verde, con una cinta en el pelo del mismo satén, cuyas puntas eran tan largas como los tirabuzones negros que le bailaban sobre los hombros. Desde abajo, su padre la había mirado con orgullo paternal, y había dicho que era «preciosa» mientras su madre se ponía los guantes y la reprendía secamente: «¡Un libro no se juzga por la cubierta!».
Había captado la atención de todo el mundo…, de todo el mundo menos de Percy. Los otros amigos de su hermano se habían burlado cariñosamente de ella, mientras que Ollie le dijo que había crecido mucho y que el satén verde hacía resaltar el color de sus ojos.
Mary cerró los ojos. Recordaba el calor y la humedad de ese día, pensar que se moriría de sed, cuando de repente, de la nada, Percy había aparecido y le había traído un granizado de la tienda del otro lado de la calle.
«Percy…».
El corazón le empezó a latir como aquel día, cuando de repente lo vio allí, alto, rubio y, a sus diecinueve años, tan guapo que casi no podía ni mirarlo.
Solía pensar que él era galante, pero cuando ella se convirtió en una «señorita», percibió un cambio en cómo él se sentía hacia ella. Era como si viera en ella un motivo de entretenimiento privado. Ella se había puesto delante del espejo en muchas ocasiones, rompiéndose la cabeza pensando el porqué de su actitud, dolida por la burla que veía en sus ojos. Era bastante guapa, aunque no tenía nada de la delicadeza rosa y blanca propia de una muñeca de porcelana de Dresde. Era demasiado alta para ser una chica y tenía los brazos y las piernas demasiado largos. Su tez aceitunada era motivo constante de discusión con su madre, que casi nunca la dejaba salir de casa sin guantes y sombrero. Y lo peor, mientras que los demás la llamaban cariñosamente «corderita», Percy le había puesto el apodo de «Gitana», que ella se tomaba como un insulto a su color de piel Toliver.
Aun así, era consciente de que había algo atractivo en la combinación de su pelo negro, sus ojos verdes y su cara ovalada con acusados rasgos Toliver. Sus modales también eran exquisitos, como correspondía a una Toliver, y sacaba buenas notas en la escuela. En eso no había motivo de burla.
Y por eso, porque no podía encontrar un motivo para justificar el reciente desprecio de Percy, creció entre ellos una especie de rechazo, al menos por parte de ella. Aunque parecía que Percy no se daba cuenta de su antipatía, del mismo modo que no se había percatado de su admiración.
Ese día había mirado el granizado con desprecio, aunque en su interior lo quería con todas sus fuerzas (era de chocolate, su preferido). Durante toda esa calurosa mañana de julio había conseguido mostrarse insensible al calor y a la pegajosa humedad, manteniendo los brazos a una distancia prudente del cuerpo para permitir que le subiera una leve brisa por las mangas. Y ahora, sin previo aviso, la sonrisa de Percy y el granizado insinuaban que él podía ver a través de su fresca apariencia externa y que sabía que bajo el vestido bordado ella se estaba derritiendo en su ropa interior.
—Ten —le dijo él—. Tómate esto. Parece que estás a punto de derretirte.
Ella se lo tomó como una ofensa intencionada. Nunca parecía que las mujeres Toliver se derritieran. Con la cabeza bien alta, se levantó del banco y dijo de la forma más altiva de la que fue capaz:
—Es una pena que no seas lo bastante caballeroso para ahorrarte el comentario.
Percy se había reído.
—Al infierno con la caballerosidad. Soy tu amigo. Bébetelo. No tienes que darme las gracias.
—En eso tienes razón, Percy Warwick —afirmó ella, esquivando el granizado que él le ofrecía—. Sin embargo, agradecería que se lo dieras a alguien que tenga mucha sed y necesite refrescarse.
Se fue airada a darle la enhorabuena a su padre, que había acabado su discurso; pero a medio camino de la escalinata del Juzgado miró de reojo hacia atrás. Percy observaba cómo se alejaba de él, con aquella sonrisa y el granizado goteándole en la mano. Una extraña sensación recorrió el cuerpo adolescente de Mary con una intensidad vertiginosa, mientras sus miradas se unían en una especie de reconocimiento, a través de la distancia que los separaba. Un gemido de sorpresa y protesta se elevó y murió en su garganta, aunque de algún modo Percy lo oyó. Como respuesta, su sonrisa se hizo aún más amplia y alzó el vaso en su dirección, después bebió y ella pudo saborear el frío chocolate en su boca.
Ahora Mary sentía el frío dulce. Podía sentir cómo se acumulaba el sudor bajo los brazos y entre los pechos, y la misma sensación le apretaba el estómago y los muslos.
—Percy… —murmuró.
—¿Mary?
Se dio la vuelta al reconocer la voz, ágil como una chica de catorce años. Pero estaba confundida. ¿Cómo se le había puesto Percy detrás? Lo acababa de ver de pie bajo el olmo del parque del juzgado.
—Percy, mi amor… —lo saludó sorprendida, el bastón y el bol o le impedían extender los brazos—. ¿Tenías que beberte todo mi granizado? Ese día lo quería, ¿sabes?, tanto como te quería a ti, aunque no lo sabía. Era demasiado joven y tonta y demasiado Toliver. Si no hubiera sido tan infantil…
Se sentía agitada.
—Señorita Mary… soy Matt.