Capítulo 34

En noviembre se enteró de que Mary estaba embarazada. Abel DuMont, normalmente serio y compuesto, subió las escaleras de Warwick Hall corriendo a la hora de cenar, pegó un dedo al timbre y le dio a gritos la noticia de que pronto iba a ser abuelo a la criada que le abrió la puerta. «¡Imagínatelo! ¡Abuelo!».

Abel organizó una celebración improvisada la noche siguiente en su casa y repartió copas de champán y puros. Percy soportó la celebración, agradecido a su madre por haberse inventado una excusa para que pudiera irse pronto de la fiesta.

A los pocos días cumplió los veintiséis años. Se negó a dar una fiesta y se pasó todo el día de su cumpleaños supervisando nuevos terrenos madereros. El glorioso otoño que normalmente se disfrutaba en East Texas se derritió con las lluvias que duraron todo diciembre, y que intensificaron su sensación de pérdida irreparable.

—Deberías salir más, tener más vida social —le aconsejó Beatrice—. Pasas demasiado tiempo trabajando.

—¿Y con quién se supone que debería hacer yo esa vida social, madre? No hay precisamente abundancia de jovencitas solteras en Howbutker.

Hizo el comentario para disipar la preocupación de su madre de que él no deseara a otra mujer que no fuera Mary y eso hubiera destruido su confianza en el género femenino para siempre. No estaba alejada de la verdad. Desde la pubertad, cuando la joven y simpática viuda del director de la coral lo había introducido en el deleite de los placeres carnales, el sexo era meramente un acto de satisfacción. Hasta que estuvo con Mary, no había conocido el coito como era debido, la máxima posesión y entrega de dos cuerpos consumidos por el amor hacia el otro. Después de Mary, ¿cómo podía mirar a otra mujer?

Y sí que le había hecho perder la fe en las mujeres. Estaba dispuesto a cargar con la mayor parte de la culpa por el aprieto en el que estaba metido, pero en retrospectiva le echaba la misma parte de culpa a Mary. ¿Cómo se podía haber casado con otro si él le importaba tanto como pensaba? Somerset, al fin y al cabo, le había importado más. Y si no se podía fiar del amor que había profesado Mary, ¿cómo fiarse de las promesas de cualquier otra persona durante el sexo?

Durante las vacaciones de Navidad, para apaciguar a su madre, aceptó las invitaciones a las fiestas en Houston y Dallas y Fort Worth de las hijas debutantes de los señores del petróleo y la ganadería, pero volvió a Howbutker aún menos dispuesto a estar en compañía femenina que antes. En casa, era el único de su círculo social que estaba soltero, y cuando iba solo a las cenas, las meriendas y las fiestas que daban sus amigos casados se marchaba sintiéndose desvinculado, deprimido y un poco envidioso. Anhelaba una catarsis, que un espíritu lo purgara de su arrepentimiento y de su amargura y del odio que sentía hacia sí mismo, y que pudiera sentir de nuevo el sol sobre su espíritu.

Y entonces, en abril, cuando Mary y Ollie ya llevaban fuera casi siete meses y no iban a regresar hasta septiembre, Lucy Gentry llegó para las vacaciones de Pascua.

—No me quedaba otra opción; tuve que invitarla —dijo Beatrice, anunciando su visita durante el desayuno, justo antes de que llegara. El tamborileo agitado de sus dedos sobre la mantelería de almidón hacía eco a su disgusto—. ¿Cómo iba a decirle que no? La chica casi nos suplicó en su carta que la acogiéramos mientras el colegio cierra durante las vacaciones de Semana Santa. Reivindica que su padre no puede permitirse pagar su billete a Atlanta, y ella sería el único miembro del personal que se quedaría en la residencia de estudiantes.

Su marido y su hijo la miraron por encima de sus periódicos, mientras ella trataba de encontrar las palabras adecuadas, sentada a la cabecera de la mesa.

—Suena bastante deprimente —dijo Percy.

—Horrible —corroboró Jeremy.

—Es una artimaña —soltó Beatrice—. Más claro que el agua.

—¿Qué está claro? —preguntó Jeremy.

Su mujer lo fulminó con la mirada desde el otro lado de la mesa.

—Ya lo sabes, Jeremy Warwick. Esa chica, con ese espantoso padre suyo pinchándola, aún le tiene el ojo echado a Percy.

—Bueno, déjala que mire. —Sin inmutarse, se volvió hacia Percy—. ¿No es cierto, hijo?

Percy sonrió.

—Yo diría que estoy a salvo de Lucy Gentry. No te preocupes, madre. Sé cuidarme yo solito.

El labio superior de Beatrice delató que lo dudaba, mientras untaba una tostada con mantequilla.

—Bueno, que el Señor nos asista si te equivocas —dijo.

El día en que Lucy llegó, Percy se quedó dormido y casi no llegó a recogerla al tren. Había estado en Houston el día antes, negociando un contrato de transporte de materiales con los ejecutivos del Ferrocarril Southern Pacific, y no había vuelto a Howbutker hasta altas horas de la madrugada. Su madre estaba en la cocina cuando él bajó corriendo las escaleras. Estaba en pie de espaldas a él, hablando con la cocinera mientras preparaban la cena de Pascua y, durante un momento, sin anunciar su presencia, se paró en la puerta y las observó. ¿Cuándo se le había puesto el pelo gris a su madre, se preguntó sorprendido, y le había aparecido esa pequeña joroba en la base del cuello? Consternado, se dio cuenta de que sus padres se estaban haciendo mayores y sus fuegos se estaban apagando. Sin palabras, incapaz de hablar, fue hasta ella y la rodeó con sus brazos, desde atrás.

—¡Vaya, hijo! —Beatrice se dio la vuelta, aún abrazada a él, sobresaltada, hasta que vio algo en su expresión que le hizo ponerle una mano suavemente sobre la cara—. Lucy va a llegar en cualquier momento, ¿sabes? —le dijo, con mirada comprensiva.

Él le dio un beso en la frente.

—Me voy. ¿Papá ha llamado?

—Solo para decirnos que no te molestáramos. El viernes podrás recuperar lo que no hagas hoy. Ha llegado un cargamento entero de madera que tendrás que inspeccionar, ya que tu padre quiere darle a su supervisor otro día libre para estar con su familia. Eso debería servirte de excusa para salir de casa. Papá y yo nos ocuparemos de Lucy. La llevaremos a la fiesta en el jardín de los Kendrick el sábado por la tarde, y se marchará el domingo después de cenar.

Los pasajeros ya habían bajado del tren cuando él aparcó su coche. Lucy, de pie en el andén con su equipaje, lo divisó de inmediato, en cuanto dio la vuelta a la esquina de la estación. El rostro se le iluminó con una alegría tan pura e incontenible que Percy soltó una carcajada.

—¡Aquí estás, Percy Warwick! —canturreó—. Pensaba que tal vez os habíais olvidado de mí.

—Imposible —dijo él, y sonrió a sus ingenuos ojos azules—. Te has hecho algo diferente en el pelo.

—Me he cortado las puntas. —Mojigata, dio una vuelta entera ante él, sujetándose la falda del abrigo para que él le pudiera ver el vestido camisero que llevaba debajo y que le llegaba a las rodillas—. ¿Qué te parece?

—Creo que me gusta. Es la nueva moda.

—Eso dice Abel DuMont.

Ahora se acordaba de ella. Bajita, con mucho pecho, la cara redonda como una muñeca y loquita por él. Había pasado poco más de un año desde la última vez que la había visto, pero había desaparecido de su memoria de la misma manera que la niebla con el sol. Él le cogió las dos piezas de equipaje, pero ella agarró una de las maletas y le cogió la mano que le quedó libre con la familiaridad de una vieja amiga. Solamente le llegaba al hombro y a él le divirtió mirarle la coronilla marrón y suave y ver el frenesí de sus pies de liliputiense, haciendo horas extra para poder ir a su paso hasta el Pierce-Arrow.

Esa noche, las risas aligeraron la atmósfera que normalmente había en el hogar de los Warwick. Lucy los deleitó con las graciosísimas historias de sus estudiantes y de sus experiencias como profesora, poniendo los ojos en blanco y gesticulando mucho de forma que incluso Beatrice parecía estar cautivada. Aceptó la invitación de Percy, y el viernes fue con él al almacén de maderas, y le cantó los números del formulario del envío, de manera que consiguió reducir a la mitad el tiempo que habría tardado en cuadrar el nuevo cargamento de madera.

El sábado fue él quien llevó a Lucy a la fiesta en el jardín de los Kendrick, saliendo antes que sus padres para llevarla a una cena cuyo anfitrión era uno de sus amigos.

—Pensé que ya estarías casado a estas alturas —le dijo esa noche—. ¿Qué ha pasado con la chica a la que has querido toda su vida?

—Se casó con otro hombre.

—¿Prefirió casarse con otro hombre antes que contigo?

—Le ofreció más que yo.

—¡No me lo puedo creer!

—Créetelo.

—¿Dónde está ahora?

—El novio se la llevó lejos.

—¿Te entristeció que se casara con otra persona?

—Por supuesto, pero eso ya es agua pasada.

El domingo por la tarde, cuando la llevó al tren, descubrió que le daba pena verla marchar. Resultó que los rasgos que a Mary no le habían gustado de Lucy, a él le parecían reconfortantes. Decía las cosas tal y como eran y no aguantaba nada que fuera pretencioso, pomposo o pedante en nombre de los buenos modales, algo que Mary no hubiera tolerado. Como él era una persona a la que se le daba bien escuchar, le gustaba que Lucy fuera habladora, y que tuviera una opinión sobre todas las cosas, compulsión que había hecho que su compañera de habitación en Bellington Hall se tapara la cabeza con la almohada.

Y aunque su cara no habría hecho que «sacaran ni una sola canoa en el caso de que se produjera un ataque indígena», como comentó Beatrice sin miramientos, contradiciendo la brillante descripción que el padre de Lucy había enviado antes de su visita, Percy admiraba su rareza: la manera en que se le iluminaban los ojos, el travieso movimiento de su naricilla, la manera tierna en la que siempre ponía los labios en forma de O, por la sorpresa y el placer.

Estaba encantado con su estatura y su tamaño, sus extremidades cremosas que eran extremadamente redondeadas, la forma delicada en que la muñeca se le unía a la mano, el brazo al codo, la rodilla con su hoyito. Sus orejas le intrigaban. Aunque eran rosas y de forma delicada, le salían de la cabeza como si fueran las asas de una olla, los lóbulos no eran más grandes que la yema del dedo de un elfo. Jamás sería esbelta, pero tenía la cintura pequeña, y le gustaba mucho rodearla con sus manos y levantarla para ayudarla cuando su estatura resultaba ser un impedimento.

La tarde en la que le dijo adiós, la besó por primera vez. Su intención era darle solamente un beso fraternal en la mejillita redonda, cogerla de la barbilla y desearle buen viaje, pero cuando levantó sus ojos de porcelana azul hacia él y él no vio nada más en ellos que una profunda admiración, le puso una mano en la cintura y se la acercó. Tenía la boca caliente, suave y abierta a él y le costó mucho dejarla ir.

Para su sorpresa, se escuchó a sí mismo decir: ¿Qué te parece si te vengo a visitar a Belton el fin de semana que viene?

Ella abrió los ojos como platos.

—¡Percy! ¿Lo dices en serio?

—Lo digo en serio —dijo riéndose.

Y así empezó.

Su madre se mantuvo en un segundo plano, preocupada.

—No te preocupes, madre —le aseguró él—. Las visitas son solo una distracción.

—Lucy no se va a tomar tus visitas como una distracción.

—No le he prometido nada.

—No importa. Esa chica puede escuchar la nota de una canción y convertirla en una sinfonía.

Lucy no ocupaba todos sus pensamientos, cada momento de su vida, como había hecho Mary. Claro que podía pasar días enteros sin pensar en ella, pero era alguien que estaba disponible para compartir sus fines de semana, alguien que le hacía reír, y que se preocupaba por él sin reservas y no esperaba que él correspondiera a sus sentimientos.

Era una mujer de constantes sorpresas. Él pensaba que su riqueza la impresionaba, pero descubrió que, aparte de ser necesario para adquirir lo básico, Lucy tenía poco interés en el dinero, especialmente en el suyo. Los placeres de los que ella disfrutaba eran simples y no llevaban etiquetas con el precio. Prefería un paseo en calesa por el bosque con su esplendor primaveral a que la llevara a una fiesta en Houston con su Cadillac nuevo, ir a buscar arándanos a pasarse toda la noche bailando en el club de campo, una merienda a orillas del río Caddo a una cena exquisita en el Grand Hotel.

Fue durante una de esas sencillas excursiones cuando su vida dio un vuelco irrevocable.

Habían extendido la merienda en un montículo desde el que se apreciaba uno de los muchos lagos de la zona de Belton. Él había ido a pasar el fin de semana, y se había alojado, como de costumbre, en una casa de huéspedes cuyo dueño ya lo recibía como si fuera un visitante regular. Era junio y ya hacía calor en East Texas. Percy se aflojó la corbata, pensando en lo mucho que le disgustaba comer fuera cuando hacía calor y había humedad. Afortunadamente, el día estaba nublado, pero cuando Lucy empezaba a sacar las cosas de la cesta, el cielo se despejó y los rayos de sol empezaron a darles de lleno.

—¡Maldita sea! —exclamó él—. Ha salido el sol.

—No te preocupes —dijo Lucy de esa forma suya, imperturbable—. Solo ha salido para ver qué vamos a comer. Se volverá a esconder en un momento.

Y así fue. Después de una rápida inspección, el sol desapareció tras las nubes y permaneció escondido todo el día. Divertido, Percy se tumbó y miró cómo Lucy sacaba las cosas que había traído para comer, impresionado de nuevo por su manera tan original de ver las cosas. El curso casi había terminado, y estaba pensando en aceptar un puesto en el Bellington Hall de Atlanta para el año próximo.

Él observó cómo, atareada, apilaba sándwiches en su plato, le cortaba un gran pedazo de tarta de chocolate, que había hecho especialmente para él, y le ponía justo la cantidad de azúcar que le gustaba en el té.

—¿Lucy? —le preguntó—. ¿Te casarías conmigo?