Capítulo 60

En el camino de regreso a Houston Avenue, hubo un silencio que parecía niebla espesa en el coche. Jimmy conducía agarrando fuertemente el volante, y William iba en el asiento del pasajero; el dolor que sentía por su hija era evidente por su expresión entristecida; Rachel, rígida, podía verlo desde su posición junto a su madre, en el asiento trasero. Se daba cuenta de que Alice la miraba de vez en cuando, pero de manera sabia no le decía ni palabra. Aunque su madre procuraba que en su cara no se reflejara sentimiento alguno, el leve movimiento de su boca dejaba entrever la emoción de su triunfo.

Una vez Jimmy hubo aparcado la limusina en el garaje, el cuarteto se paró en el camino de entrada, sin que ninguno de ellos hiciera un gesto de ir hacia la casa, en un incómodo silencio de pensamientos indescriptibles pero, al mismo tiempo, perceptibles. William se aclaró la voz.

—Tenemos que decidir qué vamos a hacer —dijo, dirigiendo su comentario a Rachel—. ¿Deberíamos quedarnos o nos ponemos en camino?

—Yo quiero irme a casa —protestó Jimmy—. Ahora mismo. Odio estar aquí. No puedo respirar. Vivir en Howbutker es como nadar bajo el agua con la boca abierta.

—Yo también quiero irme —secundó Alice—. Si nos quedáramos, me sentiría como una intrusa.

Rachel, que ya no sentía nada, como si tuviera un bloque de hielo en el corazón, dijo:

—Si queréis iros a Kermit ahora mismo, podéis hacerlo, pero yo me quedo aquí.

—No sin ti, tesoro —replicó su padre.

—Tendrá que ser sin mí, papá. Hay algo que tengo que hacer aquí.

—Tú asegúrate de coger todo lo que puedas, Rachel —dijo Alice—. Todas las pieles, joyas, todos los chismes que te quepan en el coche. Te lo mereces.

—¡Vaya bruja! ¡Era una bruja, Rachel!

—Cálmate, Jimmy. —Alice le dio en la manga a su hijo con pocas ganas—. No hables mal de los muertos.

—Otro gallo habría cantado si se lo hubiera dejado todo a Rachel.

—¡Hijo! —William agarró a su hijo cerca de la clavícula—. ¡Basta!

Rachel cerró los ojos con fuerza y se apretó las sienes con la punta de los dedos. Los gritos cesaron. Cuando volvió a abrir los ojos, todos la miraban como reprendiéndola en silencio.

—Vamos a dejar una cosa clara —dijo—. No envidio vuestra herencia. Sin duda, la tía Mary pensaba que estaba siendo justa al dejar las cosas tal y como las ha dejado.

Cuando Alice intentó hablar, William la agarró del brazo con una mano, y ella permaneció en silencio.

—Pero tenéis que entender por qué no estoy llena de felicidad en estos momentos —siguió diciendo Rachel—. Si os queréis marchar, vosotros mismos. Se está haciendo tarde para empezar a conducir ahora, y yo os aconsejaría que os quedarais hasta la mañana, cuando hayáis descansado esta noche. Pero haced lo que queráis. Yo me voy a quedar esta noche y me iré a Lubbock mañana…, para sacar las cosas de mi oficina. —Todos bajaron la vista al suelo y hubo un movimiento de pies como reacción a esta triste decisión—. ¿Qué vais a hacer? —preguntó Rachel.

—Nos vamos —respondieron Jimmy y Alice al unísono.

La mirada desolada de William le rogaba que los perdonara:

—Parece que nos vamos, cariño.

Media hora más tarde, ya habían hecho las maletas y estaban listos para marcharse.

—Pararemos en algún motel por el camino y te llamaremos —le dijo su padre—. No intentaremos llegar en una noche.

Aliviada por su decisión, Rachel reunió fuerzas para aguantar el gesto de despedida de su madre, pero la mano de Alice permaneció en la correa de su bolso.

—Crees que lo único por lo que me alegro es por el dinero, ¿verdad? Tengo que admitir que estoy emocionada, incluso extasiada, de saber que vamos a tener una vida mejor, pero como también me alegra saber que ahora tengo la oportunidad de recuperar a mi hija.

—Siempre has tenido una hija, mamá.

Con un movimiento de cabeza, Alice le indicó que se alejara de donde William y Jimmy alcanzaban a escucharlas. Suavemente, le dijo:

—Pero no siempre has tenido una madre. ¿Es eso de lo que me acusan esos ojos Toliver? Bueno, pues tal vez ahora te puedes hacer una idea de cómo me sentía yo cuando pensaba que la tía Mary se había echado atrás en la promesa que le había hecho a tu padre…, una promesa que rompió con ayuda de tu influencia, Rachel. Cuando descubras lo difícil que es perdonar a la tía Mary por su traición, tal vez entonces entiendas lo difícil que ha sido para mí perdonar la tuya.

Su madre la retaba con la mirada a que discutiera. Rachel preguntó, tras un largo silencio:

—¿Tú me…, perdonaste alguna vez?

Su respuesta apareció en la mirada dura de sus ojos. No. Se dio cuenta de que el sueño que tanto había deseado se había cumplido, el brillo de sus ojos se lo decía, pero no gracias a Rachel.

—Ahora eso no importa —contestó Alice—. Lo pasado, pasado está. Lo único que quiero es quitarnos este lugar de encima para siempre y que regreses a casa para que podamos volver a ser una familia de nuevo.

—No sería lo mismo, mamá, y lo sabes.

—Podríamos intentarlo, Rachel. Podríamos intentar que fuera así de nuevo.

—Muy bien —dijo, pero la mirada que se intercambiaron no fue muy convincente.

El trío se subió al coche. Su padre encendió el motor mientras Jimmy se colocaba los auriculares del walkman en el asiento trasero, y Alice ponía una toalla en la ventanilla del pasajero para impedir que entrara el fuerte sol, que ya se había empezado a poner. Su padre le pidió una cosa más antes de cerrar la puerta.

—Ven con nosotros, cariño, al menos un tiempo. Cuanto antes te desligues de este sitio, mejor. ¿Qué es tan importante para que tengas que quedarte atrás?

—Eso es lo que pretendo descubrir, papá.

Observó el Dodge hasta que lo perdió de vista al girar la esquina; después buscó a Sassie, que estaba en una de las habitaciones de invitados, quitando las sábanas de una de las camas.

—Deja eso, Sassie —dijo—. Estás agotada. ¿No te gustaría tomarte la noche libre, que Henry te lleve en coche a casa de tu hermana? No hay nada que requiera tu atención por aquí esta noche.

—¿Está segura, señorita Rachel? A mí me parece que a usted le iría bien un poco de atención. —Evidentemente, Sassie había deducido que algo había ido mal en la oficina de Amos; su negativa a cogerle las llamadas a Matt, los pasos de la familia en la escalera, las maletas hechas justo después de haber vuelto a Houston Avenue. Ella y Henry se iban a ver con él al día siguiente para que les dijera qué anualidad iban a recibir de por vida. Ellos también se verían forzados a irse de la casa que conocían de toda la vida.

Rachel le dio una palmadita en el hombro y le lanzó una sonrisa forzada.

—Estoy bien, simplemente tensa por los últimos días. Supongo que necesito estar sola.

Sassie se quitó el delantal.

—En ese caso, no me importaría salir de casa un ratito. Y a Henry tampoco. Igual nos va bien a los dos ir a ver a su mamá.

—Id, por favor. Dile a Henry que coja la limusina, así podéis quedaros allí el tiempo que queráis.

Cuando oyó que la limusina se alejaba, Rachel cerró todas las puertas con llave para que Matt no pudiera irrumpir en la casa cuando ella no le contestara el teléfono. No se sentía ni con fuerzas ni con ganas de verlo en este momento, y tenía una misión que cumplir antes de que volvieran Sassie y Henry. Sassie había dicho que los desvaríos frenéticos de la tía Mary por subir al ático en sus últimos momentos de su vida se debían al champán. Ahora Rachel estaba convencida de que había estado completamente lúcida y consciente de que se estaba muriendo antes de completar una última tarea crucial. Le había pedido a Henry que abriera el baúl del tío Ollie por algún motivo. Tal vez fuera para recuperar un diario o una pila de cartas de amor, probablemente de Percy, o alguna otra vieja indiscreción que quería mantener lejos de las manos de la Sociedad de Conservación, pero Rachel no creía que se tratara de eso. Fuera lo que fuera, había sido lo último que había ocupado su mente mientras agonizaba, eso y el remordimiento que había hecho que gritara el nombre de Rachel.

Y ella tenía intención de descubrir qué era.

El teléfono sonó de nuevo de manera estridente mientras se dirigía a través del vestíbulo del piso superior hacia una pequeña puerta que daba a las escaleras del ático. Su sonido insistente paró de repente, como si se hubiera enfadado, cuando llegó a la parte superior de la escalera. Ignorando una punzada de pena por la preocupación y el desespero de Matt, abrió la puerta con un crujido y entró con cuidado.

El lugar parecía una cueva, caluroso y falto de ventilación y lleno de las cosas que los Toliver habían abandonado durante más de cien años de ocupación. Buena suerte para los de la Sociedad de Conservación a la hora de aclararse con todo este montón de cosas, pensó, sin resuello después de la subida. Las escaleras, sin contar la falta de aire, habrían sido bastante difíciles de subir para una mujer enferma de ochenta años. Para poder respirar mejor, abrió la puerta del ático e hizo palanca en el marco de una de las ventanas, que estaba atascada, con un morillo oxidado. Después echó un vistazo a su alrededor para analizar por dónde era mejor empezar. Recorrió con la vista un montón de utensilios de la casa bien organizados: libros viejos, ropa de época, instrumentos musicales y material de deporte, maletas, bolsas, cajas de sombreros y armarios. Empezaría a buscar allí.

Acertó y tuvo su recompensa casi de inmediato. Encontró el pequeño baúl del ejército para efectos personales detrás de un armario alto, colocado encima de otros dos baúles de metal. Tenía la tapa medio abierta, y unas llaves colgaban de la cerradura. Se le paró la respiración. «Era eso».

Echó un vistazo al interior, y enseguida le llegó el olor a viejo de una pila de cartas guardadas desde hacía mucho tiempo; muchas de ellas estaban atadas con cintas descoloridas. Una aversión momentánea a lo que estaba a punto de hacer la hizo echarse hacia atrás. Hurgar en ese baúl sería como manosear el cajón de la ropa interior de alguien, pero todos sus instintos le indicaban que allí dentro había algo que debía encontrar. Su intuición le ganó el pulso a su aprensión, y volvió a mirar dentro del baúl. Una pila de cartas con una letra conocida le llamó la atención. Los sobres que había encima eran de baratillo y tenían el remite de Kermit, Texas. Se le hizo un nudo en la garganta. La tía Mary había guardado todas y cada una de sus cartas, o eso parecía, desde sus años en el colegio de secundaria hasta la universidad. Era evidente que las había leído muchas veces. Las volvió a colocar, sorprendida por el sentimentalismo de su tía abuela. ¿O era el tío Ollie el que las había conservado y atado con los colores granate y blanco de su alma máter? Cogió otro montón, un número menor de cartas escritas con letra de niño. Por lo finos que se veían los sobres intuyó que dentro no habría más que una hoja de papel. El remite era de un campamento de niños en Fort Worth, y sobre él figuraba el nombre del remitente: Matthew DuMont.

Cogió los frágiles sobres con ternura. ¿Serían estas cartas de su hijo lo que la tía Mary había estado buscando? Tal vez. Las volvió a soltar con cuidado y sacó otro fajo, que de hecho eran dos, atados por separado y luego unidos entre sí. Las iniciales PW estaban escritas encima de la larga dirección del remite del primer montón, del ejército de Estados Unidos. Percy Warwick. Había diez sobres, matasellados entre 1918 y 1919, atadas con un lazo verde. ¿O eran estas las que había querido sacar?

El segundo grupo, con el doble de cartas y matasellados durante los mismos años, estaba atado con un lazo azul. Rachel reconoció la letra elegante del tío Ollie, y se preguntó si el hecho de que las de Percy se hubieran puesto encima había sido hecho de manera involuntaria o era una clasificación intencionada que venía dada por los afectos de la tía Mary. Bueno, ¿qué importaba ahora? ¿Qué esperaba encontrar allí que pudiera cambiar ni una pizca lo que la tía Mary había hecho? ¿Y de quién era la letra? ¿De Matthew DuMont? ¿Del tío Ollie? ¿De Percy? ¿De su abuelo?

Rachel se detuvo un momento. De su abuelo…

Casi no sabía nada de él. Su padre casi ni lo recordaba, y la tía Mary solo había hablado de él una vez, cuando le había preguntado por qué su abuelo había decidido vivir en Francia.

—¿Fue porque tu padre no lo tuvo en cuenta en la herencia? —le había preguntado ella.

La tía Mary se había quedado de piedra.

—¿Qué te hace pensar que no lo tuviera en cuenta?

—Porque me lo dijo mi papá.

—¿Es… ese el motivo por el que a tu madre le duele que estés interesada en el patrimonio de los Toliver, porque me dejó a mí Somerset y la casa?

Había sentido vergüenza de que la tía Mary hubiera descubierto la verdad.

—Sí, señora —le había dicho.

Por un momento, pareció que la tía Mary estaba a punto de compartir un pensamiento con ella; pero se había pensado mejor la confidencia.

—Tu abuelo no se sentía muy arraigado a la tierra —acabó diciendo—. Su pasión eran las ideologías y las personas, sobre todo las menos afortunadas, y las encontró en Francia.

Rachel miró pensativa las pilas de cartas. ¿Miles se había escrito con su hermana durante esos años en Francia… sobre el nacimiento de su hijo… sobre la muerte de su mujer? ¿Había añadido fotos de él y de su familia, especialmente de su mujer, su abuela? No sabía prácticamente nada de Marietta Toliver. ¿Sus cartas reflejarían sus sentimientos por haber sido dejados de lado en el testamento de su padre? ¿Podía su voz llegar a ella incluso ahora, generaciones después de su muerte, y ayudarla a lidiar con un dolor parecido?

Con cuidado, empezó a mirar entre la variedad de frágiles recuerdos. Si su tía abuela había guardado estas otras cartas, habría guardado las de su hermano. «¿Qué es esto?». Sacó un paquete voluminoso envuelto en papel grueso. Cuando lo desenvolvió, descubrió una bola de tiras color crema alrededor de un montón de cintas de satén rosa. Parecía un intento fallido de hacer una colcha de punto o un chal, no de la tía Mary, pensó. La tía Mary había estado en contra de las agujas y el hilo. Envolvió y ató el paquete de nuevo y, ahora con una curiosidad libre de restricciones, quitó la tapa a una caja larga y fina. ¡Ah! Envuelto en pañuelos de papel había un par de hermosos guantes de piel de cervatillo, hechos de modo exquisito; pero, evidentemente, nunca habían sido usados. El borde de una nota salía de uno de los puños. «Para las manos que deseo tener entre las mías el resto de mi vida. Con todo mi amor, Percy». Volvió a guardar la nota y cerró la tapa: le había llegado al corazón, muy a su pesar. Sacó otra caja, de una floristería, y encontró dentro los restos disecados de una rosa de tallo largo; los pétalos eran marrones como manchas de tabaco, pero seguro que en su día habían sido blancas. Bajo los fragmentos, había otra nota: «Para sanar las heridas. Mi corazón para siempre, Percy».

Ahora tenía su respuesta. Estas viejas cartas y recuerdos entrañables de un amor no correspondido eran lo que la tía Mary había querido sacar. Mañana llevaría a cabo una última labor familiar y lo metería todo en un saco para destruirlo cuando regresara de Lubbock. La luz se estaba apagando. Tenía calor, estaba cansada y había tocado fondo emocionalmente. Quería salir del ático. Rápidamente, devolvió las cosas al baúl, haciendo espacio para el paquete en el fondo. Su mano se topó con algo… la cubierta metálica de una caja, pensó. Se detuvo. Una caja…

El corazón empezó a latirle con fuerza, metió la mano aún más adentro y sacó un estuche de cuero verde oscuro. Estaba cerrado con llave. Lo puso sobre el montón de cajas de sombreros y agarró el llavero que estaba encima del baúl militar, metiendo la llave más pequeña en la cerradura del estuche. A pesar de su antigüedad, la tapa se abrió de inmediato. La levantó y miró adentro. Bajo la luz débil, unas letras en negrita llamaron su atención: Última voluntad y testamento de Vernon Thomas Toliver.