Capítulo 50
Kermit, Texas, 1965
Encontró el brote en marzo, cuando el viento del oeste de Texas seguía muy cargado de arena y la mayor parte de los días tenían la apariencia de la carne amarilla de la berenjena. Lo inspeccionó sentada sobre los talones en la forma que había inspirado el apodo que le había otorgado su padre. Parecía diferente de la maleza basta y puntiaguda, de las ortigas y de los arrancamoños que de alguna manera conseguían prosperar en el césped del patio trasero. Tierno y de un color verde claro, la sobrecogió, de manera que estuvo pensando en el pequeño e indefenso brote durante toda la cena, mientras fregaba los platos y hacía los deberes, y volvió a salir para cubrirlo contra la helada antes de irse a la cama. Al día siguiente, volvió corriendo de la escuela y construyó una valla de piedra a su alrededor para protegerlo de los basureros descuidados y el mortal cortacésped de su padre.
—¿Qué tienes ahí, conejito?
—No lo sé, papá, pero lo voy a cuidar hasta que crezca.
—¿No preferirías…, tener una muñeca o un cachorro? —preguntó, y ella descubrió un tono poco familiar en su voz.
—No, papá. Me gustan las mascotas que crecen desde el suelo.
Resultó ser una planta trepadora que se extendió por encima de las piedras y produjo una especie de calabazas de corteza oscura. Su padre le explicó que había surgido de una semilla que se había escapado de una bolsa de la basura y había brotado allí donde había caído. Cuando llegó el momento de dar frutos, Rachel escuchó cómo él le decía a su madre:
—No te sorprendas si tenemos una pequeña granjera.
—Siempre que no sea de las obsesionadas por el algodón —había contestado su madre.
Un sábado por la mañana, poco después del nacimiento de su hermano, su madre la llevó a Woolworth’s para comprar algo que calificó de «especial, pero razonable». Rachel no dudó. Sabía cuál era su deseo más íntimo y buscó el expositor de semillas en la sección correspondiente de la tienda. Cuando su madre se unió a ella, ya había seleccionado cinco paquetes de semillas vegetales cuyas brillantes cubiertas prometían un producto perfectamente desarrollado.
Creyó que su madre se sentiría complacida. Toda la compra sumaba unos cincuenta centavos. Pero ella frunció los labios y el ceño.
—¿Qué vas a hacer con esto?
—Plantar un jardín, mamá.
—No tienes ni idea de cómo plantar un jardín.
—Aprenderé.
Cuando regresaron a casa y su padre inspeccionó la compra, su madre le dijo:
—Ahora, William, deja que Rachel plante sola su jardín. No la ayudes. Si le sale bien, todo el mérito será suyo.
«O su fracaso», leyó Rachel en la mirada aguda que ella le lanzó a su padre. No podía comprender el disgusto de su madre. Era la primera vez durante su niñez que parecía reticente a apoyar y animar sus esfuerzos.
Pero no fracasó. Leyó con atención las instrucciones de los paquetes y las normas de los libros de jardinería que revisó en la biblioteca, y las siguió al pie de la letra. Trabajando cada día después de la escuela, levantó el césped en una parcela de diez por diez al lado de la casa y la inundó con cazos de agua hirviendo para matar larvas y nematodos. Para enriquecer el suelo, recogió estiércol del gallinero del vecino y arrastró cubos de arena desde detrás de la hilera de casas unifamiliares en la que vivía, para trabajar en un suelo con trazas de nitrato. Mientras tanto, había revuelto el garaje y la basura en busca de contenedores que pudieran servir de parterres para sus semillas.
—¿Qué demonios…? —había exclamado su madre al ver el caos de latas y cartones de leche cortados que se alineaban en el alféizar de las ventanas de su habitación.
—Estoy germinando las semillas para mi jardín —explicó alegremente Rachel, para que desapareciera el fruncido poco habitual entre las cejas finamente depiladas de su madre—. El sol entra por la ventana y calienta el suelo, y las semillas brotan y se convierten en plantas.
El fruncido siguió en su sitio.
—Cuando las riegues procura no manchar nada, Rachel, o será el fin del proyecto.
No manchó nada y esa primavera presentó el jardín como su proyecto de ciencias.
—¡Vaya! —comentó el sorprendido maestro de ciencias cuando supervisó su trabajo manual en el momento del examen—. ¿Juras que tu padre no te ha ayudado a preparar esta parcela? ¿Que su mano no levantó el césped, repartió el abono y levantó esta valla de alambre?
—No, señor. Lo he hecho todo yo sola.
—Bueno, entonces, señorita, te mereces el sobresaliente que vas a obtener. Tu gente puede estar orgullosa de ti. Tienen a una granjera en ciernes.
Tenía nueve años.
La primavera siguiente, su jardín ampliado tuvo aún más éxito, produciendo una cosecha para la mesa que ni siquiera los productos de la tienda de Zack Mitchell podían igualar en gusto y calidad. Fue este éxito lo que decidió a su padre a llevarla por segunda vez a Howbutker en el crucial verano de 1966. Rachel nunca iba a olvidar la conversación, o mejor dicho, la discusión (algo raro entre sus padres) que provocó esta decisión y que ella pudo escuchar. Era a mediados de junio y había salido después de cenar para regar sus plantas utilizando una manguera que estaba unida a un grifo bajo la ventana de la cocina. Como el aparato de refrigeración estaba averiado y la ventana de la cocina estaba abierta, oyó la pregunta de su madre:
—¿Qué quieres demostrar llevando a Rachel a Howbutker, William, que es una Toliver de las obsesionadas por cultivar algodón, que su interés en las tomateras y en las malváceas es algo heredado?
—¿Y por qué no? —replicó William—. Supón, solo supón, que Rachel es otra Mary Toliver. Supón que tiene el carácter necesario para llevar Somerset cuando la tía Mary se haya ido. Porque eso querrá decir que la plantación se puede quedar en la familia. No habrá que venderla.
Rachel oyó el tintineo de un utensilio de cocina lanzado contra el fregadero galvanizado.
—William Toliver, ¿te has vuelto loco? El dinero de esa plantación nos va a comprar una casa mejor. Nos va a asegurar una vejez decente. Nos va a permitir viajar y comprar esa caravana Airstream que siempre has querido. Va a permitir que salgas de detrás de ese mostrador de carnicería y no tengas que trabajar el resto de tu vida.
—Alice… —suspiró William—. Si Rachel tiene sangre Toliver, no puedo vender lo que le pertenece por nacimiento, lo que ha permanecido en la familia Toliver durante generaciones.
—¿Y qué pasa con Jimmy? Me gustaría saberlo. —La voz de Alice tembló—. ¿Qué pasa con sus derechos de nacimiento?
—Eso depende de tía Mary. —William habló como si ese fuera el final de la cuestión—. Por amor de Dios, Alice, solo es una visita. El interés de Rachel puede ser algo pasajero. Solo tiene diez años. Es posible que el año que viene se interese por los chicos o por la música o Dios sabe por qué otra cosa cuando se dé cuenta de lo guapa que se está volviendo.
—Rachel nunca ha estado interesada en cosas de chicas, y dudo mucho que comprenda nunca lo atractiva que es.
Rachel oyó el sonido decisivo al arrastrar una silla lejos de la mesa.
—La voy a llevar, Alice. Es lo correcto. Si la niña siente la llamada, no voy a alejarla de ella. Se merece la oportunidad de descubrirlo. Eso es todo lo que le voy a dar.
—Y una oportunidad para descargar tu conciencia, si me pides la opinión. Entregando a Rachel a tu tía, podrás compensar que te alejaras de ella hace tantos años.
—La tía Mary ya me ha perdonado por eso —contestó William, que para la pequeña espía que escuchaba bajo la ventana sonó a herido hasta la médula.
—Si llevas a Rachel a Howbutker, estarás cometiendo un error que lamentaremos todos, William Toliver. Recuerda que te he avisado.
Ese mes de junio, vestida exactamente como su tía abuela con un par de pantalones caquis, una chaqueta de safari y un sombrero de paja de los Grandes Almacenes DuMont, Rachel no dejó de acompañar un solo día a Mary por la plantación de la discordia. Nunca había visto nada tan impresionante como las filas y filas de plantas verdes que se extendían hasta el fin del mundo. Una sensación se extendió hasta lo más profundo de su ser.
—¿Todo esto es tuyo, tía Mary?
—Mío y de todos los que me precedieron, todos los que arrebataron la tierra a los árboles.
—¿Quiénes fueron?
—Nuestros antepasados Toliver, tuyos y míos.
—¿También míos?
—Sí, niña. Tú eres una Toliver.
—¿Eso explica por qué me gusta hacer crecer cosas?
—Eso parece.
La corta respuesta de tía Mary arrojó más luz sobre la razón que le había dado su padre para realizar la visita:
—Eres una Toliver, cariño, el producto genuino. No como Jimmy o como yo o como mi padre. Todos llevamos el nombre, pero tú y la tía Mary compartís la sangre.
—¿Y eso qué significa?
—Significa que la tía Mary y tú habéis heredado cierta fuerza ancestral que ha caracterizado a los Toliver desde que fundaron Howbutker y construyeron Somerset.
—¿Somerset?
—Una plantación de algodón. La última de este tipo en East Texas… un poco más grande que la del jardín de casa. —Su padre le había sonreído—. Tu tía abuela la ha dirigido desde que era una jovencita.
La visita tuvo lugar durante las tres semanas que el algodón está en flor, y Rachel quedó maravillada por la sencilla belleza que la rodeaba cuando Mary y ella paseaban entre las plantas en flor, llevando de la mano las dos tranquilas yeguas, mientras inspeccionaban los campos. Mary le explicó que cada flor se caería al cabo de solo tres días, pasando del blanco cremoso al rosa y finalmente a un rojo oscuro. Incluso le enseñó a Rachel una cancioncilla que había aprendido de niña sobre la corta vida de la flor del algodón:
El primer día, blanca; al siguiente, roja;
y al tercer día de nacer, muerta estoy.
Mary le explicó cómo se desarrolla una planta de algodón…, cómo se produce el milagro. Primero aparecen las yemas después de cinco o seis semanas de crecimiento de la planta, y luego esas yemas se convierten en flores. Las flores caen, dejando un pequeño depósito de semillas que se conoce como cápsula. Cada cápsula contiene unas treinta semillas y hasta medio millón de fibras de algodón. Lo importante son esas fibras, los filamentos blancos que surgen de la cápsula cuando madura y se abre. El valor del algodón depende de la longitud de sus fibras, del color, del tacto y de la cantidad de desperdicios que permanecen en las cabezas blancas. Cuanto más larga es la fibra, más valioso es el algodón.
Rachel bebió ansiosa de los conocimientos de la tía Mary, a quien no le costó gran esfuerzo despertar el interés de su sobrina nieta. A pesar de ello, estaba claramente impresionada porque la curiosidad de Rachel era insaciable, y al final de su estancia de dos semanas, la piel de Rachel, ya marcada con el brillo que irradiaban los Toliver, se lo demostró manteniendo el paso de las actividades de su tía abuela en los campos de algodón bajo un sol cálido y lánguido.
—Tu padre me ha dicho que tienes interés en ser granjera cuando crezcas —comentó la tía Mary mientras tomaban una limonada en el porche de una casa a la que se referían como «Ledbetter». Se utilizaba como oficina de la tía abuela, pero parecía lo suficientemente buena como para vivir en ella—. ¿Por qué? —preguntó—. La agricultura es el trabajo más duro del mundo y que con frecuencia recompensa poco el esfuerzo invertido. ¿Qué te resulta tan atractivo de mancharte las manos y la ropa?
Rachel pensó en Billy Seton, que había vivido en su misma calle y que, casi desde que pudo andar, según decía todo el mundo, no se había quitado el guante de béisbol de la mano. Por eso no fue ninguna sorpresa que acabara jugando con los New York Yankees, haciendo que todo el mundo en Kermit se sintiera orgulloso de él. «Nacido para jugar», decía, y así se sentía ella con respecto a la agricultura. No se podía imaginar sin un huerto. No existía ningún otro lugar que la hiciera tan feliz. No le importaba mancharse las manos y la ropa. Le encantaba la sensación de la tierra rica y húmeda, el cielo sobre sus hombros y el viento en el cabello, pero lo que más le gustaba era el milagro de los primeros indicios de verde abriéndose paso a través del suelo. No existía otra sensación igual. Superaba incluso la magia de la mañana de Navidad.
—Bueno, tía Mary —contestó, con cierta arrogancia en el tono de voz, que se parecía a la forma en que ciertos hombres meten los pulgares bajo los tirantes cuando se sienten orgullosos de sí mismos—, reconozco que he nacido para ser granjera.
Una sonrisa se cernió sobre los finos labios de tía Mary.
—¿De verdad?
Cuando su padre vino a recogerla, le dijo:
—Ha sido maravilloso, papá —y miró a su tía abuela con ojos esperanzados—. ¿El próximo verano, tía Mary? ¿En agosto… durante la cosecha?
Mary rio, intercambiando una mirada con William.
—El próximo verano, en agosto —accedió.