Capítulo 58
Desde la terraza, Rachel, al lado de Matt, se despidió con un movimiento de mano de Percy y de Amos, que se dirigían al Cadillac azul oscuro después de una pequeña cena. Estaba preocupada por Amos. Algo tenía en la cabeza además de la muerte de la tía Mary. Lo había sentido en Lubbock y en el aeropuerto, y esta noche estaba segura de ello después de haberlo pillado absorto en sus pensamientos, a kilómetros de distancia de ellos, con la boca formando una mueca triste en una señal de cambio de sentido.
—¿Qué ocurre, Amos? —le había preguntado en un momento dado, cuando se habían quedado solos—. ¿Qué es lo que te tiene tan preocupado aparte de la muerte de la tía Mary? Me lo contarías si estuvieras enfermo, ¿verdad?
Sobresaltado, le había contestado:
—Por supuesto. Quítate esa preocupación de la cabeza, querida. Estoy sano como un roble. Supongo que aún me siento conmocionado.
Ella no le había creído.
Matt se giró hacia ella. Había rechazado la oferta que le había hecho Amos de llevarlo en coche; le dijo que prefería ir caminando hasta casa.
—Yo también debería marcharme. Solamente quería asegurarme de que estuvieras bien antes de dejarte.
—¡Ay, pero yo…! —empezó a protestar ella, y sin pensarlo le puso una mano en el pecho para detenerlo.
Él la cubrió con la suya.
—Pero ¿qué?
—Yo…, pensé que como Amos se llevaba a tu abuelo a casa, tú te quedarías un rato.
—Llevas casi toda la noche despierta, ha sido un largo día y mañana lo será aún más. Sería egoísta por mi parte quedarme.
—¿Puedo ser yo la que juzgue eso?
—Por tu propio bien, me temo que no —respondió, pero no pareció tener la intención de soltarle la mano.
Se habían pasado toda la noche intentando ignorar lo que ocurría entre ellos. Cada vez que sus ojos coincidían o que sus cuerpos se tocaban sin querer, una corriente de tensión física pasaba entre ellos. Ambos eran conscientes; se trataba de algo más que de atracción sexual y eso también lo sabían. Era más bien como si reconocieran ser dos mitades de un todo que habían encontrado la parte que les faltaba. Pero habría tiempo para juntar las piezas más tarde. Hasta entonces, sin embargo, su corazón necesitaba una respuesta a su pregunta. Ella se sonrojó y preguntó en voz baja:
—Esa chica con la que casi te casaste… ¿aún… te importa?
Él se echó hacia atrás sorprendido; después soltó una carcajada, como si la idea de que aún pudiera tener sentimientos hacia la belleza de San Francisco fuera absurda.
—La recuerdo con cariño, pero, por Dios, no —dijo él.
Sintió cómo el alivio la recorría.
—Bueno, parece que dices la verdad —dijo ella.
—Fíate de mí: así es. Y, ahora, ¿qué hay de tu aviador? ¿Queda algún residuo ahí?
Rachel dudó, dejando su mano entre la de él.
—Hubo… tristeza, pero no arrepentimiento.
—¿Hubo?
Ella lo miró directamente a los ojos.
—Hasta este momento.
Matt la besó suavemente en la frente.
—No digas más, o me tendré que quedar.
Ella suspiró. Estaba cansada, y su cuerpo necesitaba una cama.
—Muy bien, pero ¿te veré por la mañana? —Matt había accedido a acompañarla para recibir a las visitas durante el primer velatorio.
—Por la mañana —le aseguró él, y no la soltó de la mano hasta que fue necesario dejarla para bajar las escaleras. Ella se quedó en la terraza hasta que las sombras de los árboles que cubrían el bulevar se tragaron la alta figura de Matt. Un sentimiento de paz profunda la recorría. Eran las nueve. Si añadía la hora que habían hablado en la fiesta de cumpleaños de Matt a la hora que se habían pasado en el cenador y el tiempo que habían pasado juntos hoy, eso hacía un total de… unas doce horas, había calculado. ¿Cómo podía ser que sintiera que quería pasar el resto de su vida con un hombre con el que solo había estado medio día?
* * *
Matt caminó despacio, saboreando sus sentimientos recién descubiertos. Aunque esto no fuera el comienzo de un amor, a él le iba la mar de bien, pensó. Un colega le había dicho una vez: «Cuando una mujer que no es tu madre se queda en el porche para verte marchar, te apuesto lo que quieras a que le gustas más que un poquito». Soltó una risita. Había sentido los ojos de Rachel encima suyo mientras se alejaba y no había escuchado el sonido de la puerta principal al cerrarse hasta que había desaparecido caminando por la acera, después de la curva. Le habría gustado quedarse, explicarle lo de Cecile, por qué no se habían casado. Dios sabe que habían pensado que eran perfectos el uno para el otro en todos los sentidos, salvo en el imprescindible para que su matrimonio fuera duradero y feliz. Se dieron cuenta del elemento que les faltaba después de haberse comprometido y casi fue demasiado tarde para no cometer el error más grande de sus vidas. Cuando se conocieron, él tenía treinta años y trabajaba en San Francisco, soportando el mundo irresponsablemente libre de los solteros, las batallas con los sindicatos, los atascos de tráfico y el aire salado del mar, hasta que pudiera regresar a casa. Ella era una ciudadana declarada de San Francisco, con ataduras a las familias fundadoras de la ciudad junto a la bahía. Llevaba el sol y el surf y la playa y el océano en la sangre. Él sabía que se sentía muy unida al lugar cuando le pidió que se casara con él, del mismo modo en que ella había sido consciente de que llegaría un día en que él regresaría a Howbutker para ponerse al mando de Industrias Warwick. Pero habían pensado que podrían lidiar con sus diferencias geográficas. Ella ya había conocido a su familia. Él la había llevado a Atlanta, donde el espíritu y la educación refinada conocieron la bravura y la autoestima, y después a Howbutker para presentársela a su abuelo y a Mary y a Amos, a Warwick Hall, y a la pequeña localidad adormilada de East Texas a la que acabaría llamando hogar. La gente y el lugar eran lo que ella se había imaginado, pero algo que a él le pasó inadvertido fue que, en contra de lo esperado, había sido ella misma la que había acabado no aceptándolos.
Cuando se fue acercando la fecha en que debían enviar sus invitaciones de boda, él había sentido cierto retraimiento.
—¿Qué te pasa, Cecile? ¿Te lo estás pensando bien? —le había preguntado él, medio en serio, una noche en que la luna le iluminaba las mechas rubias del sol.
—No, Matt —le había dicho ella, con la voz ronca por las lágrimas que intentaba reprimir—. No por ti. Jamás podría tener dudas sobre ti y sobre lo que eres.
Se le cayó el alma a los pies.
—Pero te lo estás pensando. ¿Qué dudas tienes?
—Nosotros… juntos en Howbutker. —La cara se le había retorcido en una súplica—. Matt, por favor, entiéndelo. No quiero faltarle el respeto a tu hogar. Es solo que… ahora que se acerca el momento de abandonar a mi familia, mis amigos, mi hogar, el lugar al que quiero más que a ningún otro en el mundo, para… para vivir en Howbutker… es que, es tan diferente a esto, ¡es tan provinciano! ¡Y Warwick Hall tan señorial! Nuestros hijos tendrían unas experiencias muy limitadas. Y he estado pensando… ¿no podrías trasladar las oficinas centrales de Industrias Warwick aquí… a San Francisco?
La propuesta le había sentado como un puñetazo en el estómago.
—No, Cecile —le había contestado Matt, dándose cuenta de que ella ya llevaba un tiempo barajando esta posibilidad—. Ni siquiera me lo plantearía.
Al menos nunca jugaron al juego de «si me quisieras» cuando intentaron discurrir cómo hacer que su matrimonio funcionara, con uno de los dos sintiéndose como pez fuera del agua. Ambos sabían que el problema no era el amor. Al final, ella lo había querido lo bastante como para dejarlo ir.
—Tú te sentirías desgraciado aquí, Matt. Tal vez te adaptarías de manera temporal, pero jamás de manera permanente. —Y él la había querido demasiado para separarla de sus padres, hermanos y hermanas y montones de primos que la adoraban y a los que ella también adoraba, la soleada casa de la familia con vistas al Pacífico, donde las brisas del océano llenaban sus cortinas livianas y translúcidas como velas en alta mar.
Así que se habían separado, y él no había vuelto a sentir más que un interés pasajero por otras mujeres hasta que vio a Rachel de nuevo. Durante el minuto en que ella había abierto la puerta y él había visto esa cara que recordaba, sintió una conexión inmediata e irrefutable, un reconocimiento que lo sacudió como si se hubiera topado con un recuerdo que había guardado y olvidado hasta ese momento. Fue un sentimiento increíble, más profundo y más claro que el que había sentido hacia Cecile, y a medida que transcurría el día se había hecho más fuerte. Había sentido cómo sus raíces similares se tocaban, se entrelazaban. Compartían los mismos intereses, la misma cultura, el mismo amor por el pueblo y la gente. No habría conflicto alguno en cuanto a sus estilos de vida, su origen y el lugar. Ella era la mujer a la que su alma había estado esperando.
Su abuelo se podía relajar. Eran los años ochenta. Los hombres no estaban sujetos a su orgullo como los de la generación de su abuelo. Apoyaban el trabajo de sus esposas y compartían las responsabilidades de la casa y la educación de los hijos. Nadie tenía por qué ir primero. La idea era estar juntos. Puede que Rachel fuera una Toliver, tan comprometida con su patrimonio como su tía abuela, pero ¿qué importaba eso? Por lo que a él respectaba, si el sentimiento que existía entre ellos tenía éxito, cosa que no dudaba, Rachel podría cultivar su algodón y sus calabazas de bellota y él dedicarse a la explotación de madera, una combinación perfecta.