Capítulo 69
En la cocina de su domicilio de soltero, un elegante apartamento de seis habitaciones sobre una hilera de tiendas con vistas a la plaza del pueblo, Amos estudió el contenido de su despensa, buscando algo fácil de preparar para cenar. Tenía hambre, pero estaba demasiado desanimado para molestarse en hacer algo de comida, y si salía de casa, podría perderse una llamada de Matt o de Percy o —¿merecía la pena desearlo siquiera?— de Rachel. Toda la tarde había esperado noticias de alguno de ellos, deseando enterarse de lo que ella estaba haciendo en Howbutker. Desde luego, aquí no había nada para ella a excepción, por supuesto, de aquellos que la querían; pero parecía como si ellos no quisieran tener nada que ver con ella.
Cereales, decidió, bajando un cuenco. ¡Señor, qué deprimido estaba! No se había sentido con los ánimos tan bajos desde que Claudia, la madre de Matt, había muerto. Adivinaba lo que ella habría pensado de todo este desastre. Como había pronosticado, la pelea por el maldito codicilo había sido un desastre para todos los que habían estado implicados, sobre todo Rachel, por supuesto; pero su mayor preocupación era Percy. Jamás había visto a ningún hombre caer con tanta rapidez. Siempre había ido arreglado de manera impecable, seguro de sí mismo, enérgico, y ahora tenía el aspecto de un paciente encamado y comía caldo de pollo. Había contado con que se hiciera viejo, pero no con que se marchitara, no Percy Warwick, magnate de los negocios, un príncipe entre hombres, su héroe.
El zumbido del telefonillo del apartamento lo sacó de golpe de sus grises pensamientos. El corazón le dio un vuelco. «¡Rachel!». Soltó el cartón de leche y se dirigió rápidamente a contestar esperanzado el telefonillo.
—¿Sí?
—Amos, soy yo, Matt.
—¡Matt! —Gracias a Dios que alguien se comunicaba con él. Pulsó el botón para abrir la puerta de la calle—. Sube.
Salió al rellano, esperando ver a Rachel detrás de las anchas espaldas de Matt, pero sus esperanzas cayeron en picado como una cometa alquilada cuando Matt traspasaba solo la puerta de seguridad, con una mirada que no auguraba nada bueno.
—No la has encontrado —dijo cuando Matt empezó a subir.
—¡Ah!, sí que la encontré.
—Y te escupió en la cara.
—Como si lo hubiera hecho. ¿Tienes una cerveza?
—Una reserva ilimitada. Pasa.
Amos llevó a su invitado a la pequeña sala de estar con puertas acristaladas que daban a una terraza con vistas sobre las elegantes hectáreas del parque de la ciudad. Era su lugar preferido.
—Si crees que no hace demasiado calor en la terraza, sacaré un par ahí afuera —dijo.
Oyó cómo se abrían las puertas acristaladas al entrar en la cocina, volvía a meter la leche en la nevera y arrancaba dos cervezas de su envoltorio de cartón. Un siniestro escalofrío le puso la carne de gallina. Se olía las malas noticias como una amenaza de tormenta.
—¿Dónde la encontraste? —preguntó al volver junto a Matt, dándole una cerveza en una funda de hule para enfriarla. Matt no se había sentado.
Amos casi podía sentir el calor de las emociones contenidas que lo mantenían en pie, pero también un frío control, que le recordó un poco al padre de Matt, un rudo miembro del Cuerpo de Marines de Estados Unidos al que solo conoció a través de Claudia.
—En un motel en Marshall. Ella sabía que yo la encontraría si reservaba una habitación en Howbutker. Me enteré de casualidad de lo que estaba haciendo por Henry. Iba a salir hacia Dallas por la mañana. No te tomes como algo personal que no se pusiera en contacto contigo, Amos. No estaba aquí de visita social.
—¿Y entonces? —preguntó, decidiendo sentarse.
Matt tomó un buen trago de cerveza, y se quitó la chaqueta. La colgó de una tumbona de gruesas rayas y se sacó dos cartas de los bolsillos.
—¿Te suena de algo el nombre de Miles Toliver?
Amos asintió.
—El hermano de Mary. El padre de William. Murió en Francia cuando William tenía unos siete años, dejando al niño huérfano. Por eso se convirtió en el pupilo de Mary.
—Te sabes bien la historia de los Toliver. Ojalá yo también la hubiera sabido antes de hoy, pero deja que te cuente una historia que seguro que no conoces.
Amos escuchó en silencio, con la boca abierta, y la cerveza volviéndose un puré agrio en su estómago. Cuando Matt acabó y él hubo leído las copias de las cartas de Miles y Percy, no hacía más que repetir:
—Qué arrogancia, qué presunción pensar que alguna vez he sabido algo de los Toliver, los Warwick y los DuMont de Howbutker, Texas. ¿Qué piensa hacer Rachel con esa información?
—Demandar al abuelo por fraude, si él no acepta sus condiciones.
Amos se quitó las gafas.
—No puedes estar hablando en serio. ¿Y sus condiciones son…?
—Quiere que el abuelo intercambie Somerset por los terrenos que él le robó, dicho en sus propias palabras.
—¡Ah, Dios! —Amos cerró los ojos y se masajeó las marcas que le habían dejado las gafas en la nariz. A la luz de los horribles descubrimientos de la chica, ¿qué otra cosa podía hacer?—. ¿Y Percy estará dispuesto a hacer eso? —preguntó.
—Yo…, no lo sé. Dijo que haría lo correcto, sea lo que sea eso. He venido a preguntarte si estamos metidos en un lío, si puede que el barco de Rachel llegue a buen puerto.
Amos le devolvió las cartas.
—Si lo correcto no implica devolver Somerset, a tu abuelo puede que no le quede opción de hacerlo. Esas cartas representan una amenaza creíble para la propiedad en cuestión. De modo que sí, yo diría que estáis metidos en un lío y que, más que un barco, es una fragata a toda vela.
Matt alargó el brazo para coger la chaqueta.
—Vamos a ver al abuelo, Amos. Necesita escucharle decir eso al único hombre que lo puede convencer.
«Pero ¿nos escuchará?», se preguntó Amos, levantándose a pesar de sus fuertes dudas.
* * *
En la biblioteca, donde había estado esperando a Matt y a Rachel, Percy volvió a colgar el teléfono, alicaído.
—Rachel no va a venir, abuelo. —Matt había llamado para informarle—. Tiene su propia interpretación de los hechos y no hay manera alguna de persuadirla. Quiere que se le devuelva Somerset, y puede que tenga las armas para conseguirlo. Amos y yo vamos de camino para discutir las opciones contigo.
—¿Cómo… está ella? —preguntó Percy.
—Siente que la han traicionado, engañado, que le han mentido y pegado una patada en el estómago, y definitivamente no piensa bien de los Warwick, o de la memoria de su tía abuela.
—¡Qué terrible injusticia hacia Mary! —murmuró Percy.
—Tendrás que convencerme de eso, abuelo.
—Esa es mi intención.
Suspirando, Percy salió trabajosamente de su silla sobre sus piernas temblorosas, con las esperanzas que había tenido antes evaporadas. No se encontraba bien. Tenía una pequeña capa de sudor en la frente, y sentía como si llevara pesas en los mocasines, cosa que no era buena señal. Fue arrastrando los pies hasta el telefonillo y apretó el botón.
—Savannah, ha habido un cambio de planes —dijo a través del altavoz con voz ronca—. Me temo que no vamos a entretener a nuestra invitada especial, pero tu buena comida no se echará a perder. Matt y Amos están de camino y arrasarán con ella. Déjalo todo caliente y ya nos serviremos nosotros mismos.
—¿Los aperitivos también?
—Que los suban. Los chicos necesitarán sustento. Y una cubitera y una botella de mi mejor whisky —añadió.
—Señor Percy, no parece que se encuentre muy bien.
—No estoy muy bien. Pásame a Grady. Tengo una última petición.
En el vestíbulo, evitó la escalera, que en ese momento le pareció un Everest fuera del alcance de sus fuerzas, y cogió el ascensor, cosa que rara vez hacía; pero esta vez tenía que reservar las fuerzas para lo que tenía que hacer. A su edad, y tal como se sentía, mañana podría ser demasiado tarde. Si Rachel se negaba a escuchar su historia, se aseguraría de aclarar las cosas de otra manera, en presencia de Amos y de su nieto que, costara lo que le costara, se merecía saber la verdad.
Matt, con Amos siguiéndole en su coche, llegó diez minutos más tarde. Olió algo delicioso en la cocina y vio las flores y la mesa puesta de manera hermosa y sintió que le dolía hasta el alma. El banquete estaba dispuesto, pero Rachel no iba a tomar parte en él. ¡Qué desperdicio tan trágico e innecesario! Había pensado que existía una ligera posibilidad de que, con el tiempo, la olvidara; pero sabía que no sería así ni siquiera ahora que ella le había dejado claro cuál era su postura. Rachel era una sombra de la chica que él recordaba, morena como una roca de río, con una figura de ángulos agudos y bordes afilados, pero le había quitado el aliento cuando había entrado en la habitación del motel, y habría dado todo lo que poseía en aquel momento por levantarla entre sus brazos y llevársela a algún… cenador para borrar todas las heridas y el dolor con su amor. Su abuelo le había avisado y ahora deseaba haberlo escuchado, pero ahí estaba. Ella era la mujer que quería en su vida para el resto de sus días. Después de ella no habría nadie más. Tal vez una esposa, pero ninguna otra mujer.
Cuando entró en la sala de estar, se encontró a su abuelo de vuelta a su aspecto impecable, aunque su palidez enfermiza le llegó al alma.
—Abuelo, ¿cómo te sientes?
—Preparado para lo que tengo planeado esta noche. Tomad asiento, compañeros. Amos, ¿harás los honores? —dijo haciendo una señal hacia la botella de whisky que estaba junto a una cubitera de plata de ley sobre el bar.
—Con mucho gusto —respondió Amos, intercambiando una mirada de preocupación con Matt.
Matt se hundió en su sillón de orejas de siempre. Los fantasmas del pasado galopaban esta noche. De repente añoró a su madre, y al padre que nunca conoció. Jamás se había sentido tan solo en toda su vida. Notó que el asiento de su silla estaba desgastado, cosa que le recordó de manera aún más nítida a su madre, dulce y con una voz suave. Ella había decorado esta habitación. Los azules y cremas y verdes y algún burdeos, ya desteñidos, habían sido elegidos por ella. Recordaba una discusión a la mesa durante el desayuno sobre papel pintado y a su abuelo diciendo:
—Me gustará cualquier cosa que elijas, Claudia. No podrías decepcionarme nunca.
Por lo visto, no lo había hecho. En veinticinco años no se había cambiado ni una sola lámpara. Lo único que no había elegido ella era el cuadro que colgaba encima de la encimera. Era de su padre, y se lo había traído un colega de los marines del extranjero, cuando murió.
—¿No es hora de redecorar esta habitación, abuelo? —le preguntó—. Empieza a tener un aspecto algo gastado.
—Igual que el tiempo que me queda —dijo Percy, rechazando una copa moviendo un dedo—. Dejaré en tus manos que hagas algo.
—Empieza con eso —dijo Amos secamente, señalando con la cabeza hacia el cuadro.
Percy le lanzó una sonrisa de medio lado.
—¿No ves cuál es la temática, Amos?
—Sinceramente, no lo veo. Con todos mis respetos, la calidad no me ha inspirado precisamente a mirarlo de cerca.
—Bueno, pues míralo de cerca y dime qué ves.
Amos se levantó con esfuerzo del sillón de orejas y se acercó para examinar lo que el artista había pretendido que fuera un escenario impresionista. Matt también estiró el cuello. ¿Adónde quería llegar su abuelo? Hacía tantos años que el cuadro había estado allí colgado, que era invisible para él. Aparte del valor sentimental, no pensaba que tuviera ningún valor artístico en absoluto.
—Pues veo un niño pequeño corriendo hacia la verja de un jardín… —reflexionó Amos.
—¿Qué lleva en sus brazos?
—Parece como si fueran… flores.
—¿De qué tipo?
Amos se volvió hacia Percy, y la cara se le iluminó, dándose cuenta de lo que era.
—Pues… son rosas blancas.
—Mi hijo Wyatt hizo que me entregaran ese cuadro después de su muerte. No es muy bueno, estoy de acuerdo, pero el mensaje que transmite significa muchísimo para mí.
Matt sabía que había algo más. Notó la emoción en la voz de su abuelo, el brillo de las lágrimas en sus ojos. Sintió un nudo en el estómago.
—¿Qué mensaje, abuelo?
—Un mensaje de perdón. ¿Alguna vez te contaron la leyenda de las rosas, hijo?
—Si me la contaron, se me olvidó.
—Pues cuéntasela tú, Amos.
Amos se la explicó, con la nuez moviéndosele arriba y abajo, como era normal cuando estaba profundamente emocionado, cosa que Matt sabía. Cuando acabó la lección de historia, dijo:
—Así que mi padre te estaba diciendo que te perdonaba. ¿Por qué?
—Por no quererlo.
Matt se puso rígido en su silla.
—¿De qué me estás hablando? Pero si estabas loco por mi padre.
—Sí, sí que lo estaba —asintió Percy—, pero eso fue muchos años después de que él llegara al mundo, y ya no importaba. Verás, tuve dos hijos. A uno lo quise desde el primer momento. Al otro, tu padre, no.
Los dos hombres lo miraron boquiabiertos, con los vasos en la mano, inmóviles.
—¿Dos hijos? —preguntó Amos con voz ronca—. ¿Qué le pasó al primero?
—Murió a los dieciséis años de neumonía. Wyatt ahora descansa junto a él. Hay una foto suya en mi mesita de noche. Mary me la mandó por correo el día en que murió.
—Pero… pero… ese es Matthew DuMont —soltó Matt.
—Sí, hijo. Tu tocayo. Matthew era hijo de Mary y mío.
Escandalizados, permanecieron en silencio tras esta calmada revelación, que se rompió cuando Grady, indeciso, llamó a la puerta, y Percy dijo:
—¡Adelante! —Caminó de puntillas como si entrara a la habitación de un enfermo y puso en la mesa una bandeja de la que salía un olor delicioso. Sobre ella había unos aperitivos y una grabadora. Cuando se fue, Percy se volvió hacia su público pasmado: Matt tenía el aspecto de que se le acababan de abrir los infiernos y Amos de que se le habían separado los cielos—. Mejor comed, compañeros, antes de que los hojaldres de queso de Savannah se enfríen —aconsejó—. Va a ser una larga noche.
—Abuelo —dijo Matt finalmente—. Creo que ya es hora de que nos cuentes tu historia.
—Y yo creo que ya es hora de contárosla —repuso Percy, y pulsó el botón de la grabadora.