Capítulo 44

Percy pasó los siguientes dos años como un autómata, trabajando sin un rumbo consciente. Dirigía la compañía, tomaba decisiones, construyó su planta de celulosa en los acuíferos del Sabine, adquirió más tierras de bosque, y compró más filiales sin saber por qué. La Gran Depresión acabó. La economía se lanzó adelante gracias a la guerra declarada en Europa. América estaba en marcha, construía, construía, construía, y para Industrias Warwick significó el auge comercial. La empresa apenas daba abasto para cubrir la avalancha de pedidos.

Entre él y su familia la distancia se hizo mayor. Durante un tiempo después de la muerte de Matthew, la actitud de Lucy se suavizó hacia él, pero al ver que sus esfuerzos para ofrecer consuelo a Wyatt en su dolor eran inútiles, ella le volvió la espalda una vez más.

—Lo has perdido, Percy —le había dicho con tristeza—. Lo has perdido por completo y nunca lo volverás a recuperar. Está vagando solo y perdido, y aunque lo llamaras no querría responderte. Nunca respondería a la llamada de un extraño.

Lo cierto es que Percy lo había llamado. Necesitaba a Wyatt tanto como el chico lo necesitaba a él, pero no se puede reclamar al hombre cuando ya se ha perdido al niño. Porque su hijo ya era un hombre, corpulento como una torre a sus diecisiete años, y al igual que su padre, era responsable, tranquilo, pero consciente, una presencia a considerar en las reuniones de empresa a las que Percy lo había invitado a asistir. De alguna manera, al dejar atrás la niñez, sus hombros ya no estaban encorvados, y ya no arrastraba los pies. Caminaba erguido, y si no orgulloso, al menos decidido, como si tuviera la determinación de alcanzar una meta que solo él conocía.

Percy hizo lo que estuvo en su mano para hacer las paces con su hijo. Organizó salidas para ir a pescar y cazar, actividades de las que él mismo ni siquiera disfrutaba especialmente. Desde la guerra, no tenía estómago para matar, ni siquiera a una trucha recién pescada para asarla en el fuego. Las excursiones fueron pensadas para que padre e hijo estuvieran solos, pero cuando regresaban a casa se interponía la misma distancia que cuando habían salido, aunque al menos Percy empezaba a hacer algunos descubrimientos acerca de su segundo hijo.

Wyatt, se enteró Percy, tenía el instinto natural tanto del cazador como del pescador. A pesar de su voluminoso tamaño y de sus pesados pies, tenía una rara habilidad para moverse sin hacer ruido y con agilidad a través de las hierbas altas, para acercarse con seguridad a su presa. Percy observó con admiración la paciencia con que su hijo podía esperar, hora tras hora, en la barca de pesca o en la orilla, a que la presa estuviera a su alcance. Mataba de forma rápida y eficiente, tomándose con calma el momento de la muerte, un acto que a Percy siempre le parecía embarazoso.

Se hizo cargo de la supervisión de las tareas escolares de Wyatt, un deber que antes Lucy compartía feliz con Matthew, el medio hermano de Wyatt, mucho más despierto de mente. Con alivio, ella renunció a su silla en la mesa de la cocina por la noche y se la cedió a Percy. Pero todo eso no contribuyó a lograr el objetivo de recuperar al hijo que había perdido, aunque sí a darle una idea de la composición de su intelecto. Ahora Percy ya no encontraba a Wyatt tan obtuso como antes, algo que Sara había tratado de demostrarle a menudo. Estudiaba más de lo que comprendía, sin duda, y digería la información con tanta deliberación que Percy comprendía que antes no le hubiera atribuido muchas luces. Pero una vez había masticado y tragado, su recuerdo era perenne, y eso significaba que tenía una buena capacidad mental; Percy explicó a su hijo que pocas personas poseían esa habilidad. A Lucy le gustó ese elogio inesperado hacia Wyatt, aunque él, como tenía por costumbre, simplemente se encogió de hombros y mostró en el rostro una expresión impasible.

Wyatt siguió jugando al fútbol, y durante los dos últimos años en la escuela secundaria fue el capitán de su equipo. La camiseta con el número de Matthew fue retirada del campo. Nadie del equipo del instituto de Howbutker volvió a llevar nunca el número 10. A petición de los DuMont, aquella camiseta le fue entregada a Wyatt, y Percy sabía que él la guardaba junto con el guante de béisbol que Matthew nunca volvió a ponerse después de que Wyatt se lo echara a perder, y con un ejemplar de Las aventuras de Huckleberry Finn que Matthew le había regalado por su decimotercer cumpleaños. La dedicatoria del interior había hecho reír a Wyatt, pero no se había ofrecido a compartirla con sus padres. Tras la muerte de Matthew, hubo momentos en que Percy tuvo que luchar consigo mismo para no entrar a hurtadillas en la habitación de Wyatt a contemplar los recuerdos que le quedaban de su primer hijo, para no abrazar su camiseta contra su pecho, para no leer las únicas líneas que quedaban escritas a mano por él.

Nunca lo hizo. Se contentaba con ir a los partidos de fútbol y ver al Toro Warwick abrir brechas en la defensa, preguntándose si Wyatt sentiría alguna vez la presencia de su hermano a su lado, si alguna vez levantaría la vista y vería a Matthew corriendo hacia la línea de anotación, si Matthew era el motivo por el que Wyatt siguió jugando, haciendo posible que en su último curso Howbutker ganara el campeonato estatal.

La ciudad enloqueció. Las celebraciones de la victoria se llevaron a cabo en todo Howbutker, pero Industrias Warwick fue la anfitriona de la fiesta más grande, en el salón de reuniones de la empresa. Todos los que habían formado parte del sueño del campeonato asistieron; todos menos Wyatt. Ahora su madre ya se había acostumbrado a las ausencias repentinas e inexplicables de su hijo. Ya era conocido por ser un chico solitario que prefería su propia compañía a la de sus compañeros de equipo y a la de las chicas con ojos cubiertos de rímel que se colgaban de sus brazos musculosos. Él era muy querido, pero nadie buscaba su amistad, y desde Matthew, no había tenido ningún otro amigo.

—Ve a buscarlo, Percy —le rogó Lucy la noche de la celebración—. Quiero que esté aquí. Debería estar aquí, disfrutando de toda esta fiesta. Si se ha hecho es por él.

—Mantén aquí a la gente hasta que volvamos. Creo que sé dónde puedo encontrarlo —dijo Percy.

Había otro enigma inexplicable sobre Wyatt que Percy no lograba entender. Creía que después de recibir el puñetazo de su padre y la amenaza de muerte que le hizo en la cabaña, el muchacho evitaría aquel lugar como un nido de serpientes. Sin embargo, Wyatt le había enseñado la cabaña a Matthew, y se había convertido en el santuario privado de los chicos durante los años de su amistad, como ahora lo era para William Toliver y sus amigos.

Wyatt había desaparecido durante dos días después del funeral de Matthew. Y, aunque hoy la noche era mucho más fría que la última vez que Lucy había enviado a Percy en busca de su hijo, lo encontró donde había sospechado que estaría, en el lago, en la canoa, inclinado sobre su caña de pescar, en la misma postura en la que lo había encontrado Percy entonces. E igual que la otra vez, sabiendo que era totalmente visible a la luz de la luna, se puso en jarras y esperó a que Wyatt lo viera. De nuevo era consciente de los años perdidos entre ellos, tan imposibles de recuperar ahora como lo sería para Wyatt caminar por el sendero dibujado por la luna.

Ahora la silueta se movió, la forma robusta de su espalda encorvada se volvió en su dirección.

—¿Pican? —preguntó Percy.

—Qué va, hace demasiado frío —contestó Wyatt, y retiró el sedal del agua. Percy oyó el ruido apagado y suave del anzuelo y la carnada al salir del agua. Observó a Wyatt guardar metódicamente la caña y el carrete, coger el remo y comenzar a remar hasta la orilla.

Mientras lo contemplaba, un recuerdo afloró en la mente de Percy.

—¿Percy?

—Aquí, Lucy.

Oyó de nuevo la voz de su esposa, la noche en que ella lo había encontrado en la biblioteca y le pidió que fuera a buscar a Wyatt después de su desaparición. Se había acercado al rincón donde estaba sentado a la luz de la luna, se había arrodillado en silencio frente a él y le había puesto las manos en las rodillas.

—Llevas dos días aquí sentado, Percy. Ya es de noche otra vez.

«¿Otra vez?». Había reflexionado sobre la inexactitud de aquellas palabras. Desde que Matthew había muerto, cinco días atrás, la noche había sido constante. Su pequeño llevaba acostado en la fría y oscura tierra dos días con sus noches.

—Estoy verdaderamente muy apenada, Percy. Por favor, créeme.

—Te creo, Lucy.

—No puedo imaginar qué es perder a un hijo. Rezo a Dios para no saberlo nunca.

Dios, o uno de sus ángeles, debió de ponerle a Percy un dedo en los labios, silenciándolo, preservando los restos de su matrimonio. Estuvo a punto de responderle: «Yo también espero que nunca lo sepas, Lucy», mientras pensaba que la culpa de que él también hubiera perdido a su segundo hijo la tenía solo ella.

Esta noche, al oír los golpes suaves y rápidos del remo en el lago, la tristeza le traspasó el alma. ¿Cuántas veces Lucy lo había mandado a buscar a su hijo, y él nunca había ido? Había empujado a Wyatt lejos de él aquí mismo, en este espacio, y él nunca había regresado, no durante todos estos años. Pronto cumpliría los dieciocho. En septiembre, los nazis habían invadido Polonia y Francia, lo que llevó a Gran Bretaña a declarar la guerra a Alemania. Su viejo amigo Jacques Martine, con quien había luchado en Francia, predijo en una carta de París que América entraría en guerra en unos dos años. Dos años…, dos años para recuperar a su hijo.

¿Y qué iba a ser capaz de dar a Wyatt si lo recuperaba? ¿Amor? ¿Acaso quería a Wyatt? No, él no quería a Wyatt, no de la manera en que había querido a Matthew, con el corazón en un puño, con un nudo en la garganta por la sensación que proclamaba a los cuatro vientos que era carne de su carne, sangre de su sangre. No entendía por qué. Wyatt tenía valor e integridad, lealtad y perseverancia. No era un fanfarrón o un esnob, a pesar de que tenía motivos para ser ambas cosas. Era fuerte y guapo, envidiado y deseado, pero no se consideraba a sí mismo más que como el hijo de uno de los hombres más ricos de Texas.

—No creo que sea así —le respondió Sara en una carta cuando él le escribió explicándole sus impresiones—. Centra toda su atención en lo que eres tú, no en lo que es él. Y ser rico es una fuente de orgullo para ti, no para él. No puedo creer que sea el mismo muchacho que se comportaba de un modo tan cruel con Matthew.

Era un pensamiento que había cruzado a menudo la mente de Percy.

—¿Te echo una mano? —le ofreció cuando Wyatt se acercó a donde estaba él. Wyatt le lanzó la caña de pescar, y su padre tiró de la barca y la aguantó con fuerza hasta que pudo saltar a la orilla.

—¿La fiesta era aburrida? —preguntó Wyatt cogiendo la cuerda y enrollándola con pericia alrededor del poste.

—No, por eso he venido a buscarte. Tu madre y yo hemos pensado que podrías pasártelo bien. Te lo has ganado.

—Bueno, no estoy demasiado para fiestas —dijo Wyatt con su manera lenta de hablar—. Prefería pescar algo. No tendrías que haberte molestado en venir aquí a buscarme. Te habrás perdido un buen rato.

Percy trató de someter el dolor palpitante en su interior, un dolor que no había sentido con tanta fuerza desde que Matthew había muerto. Impulsivamente, puso una mano sobre el hombro del muchacho.

—Hijo, ¿qué te parece si tú y yo nos emborrachamos juntos? Hace ya mucho tiempo que no me voy de juerga; años, de hecho. —Los recuerdos se agitaban, no lo dejarían en paz. Se sentía al borde de las lágrimas.

—¿Cuándo fue eso, papá?

—¡Ay, hace mucho tiempo!, antes de que tu madre y yo nos casáramos.

—¿Y por qué lo hiciste?

Percy vaciló, no tenía ganas de contestar, pero tuvo miedo de echar a perder aquel momento entre ellos. Él y Wyatt nunca habían hablado de su pasado. No recordaba que su hijo le hubiera hecho una sola pregunta acerca de su juventud, de la guerra, de la vida antes de que él naciera. Solo Matthew se había interesado por sus recuerdos. Decidió responder directamente. Wyatt ya era un hombre.

—Por una mujer —contestó.

—¿Qué pasó con ella?

—Me dejó por otro hombre.

—Debías de quererla.

Su hijo era más alto, de una complexión más robusta que la que había tenido Matthew. Su presencia destacaba en el claro de luna.

—Sí, la quería. Mucho. ¿Por qué, si no, se emborracha un hombre? —dijo tratando de sonreír.

Wyatt frunció el ceño.

—Entonces, ¿por qué razón deberíamos emborracharnos esta noche?

A Percy le fue imposible responder. En su interior el dolor creció, le cortó la respiración.

—Yo… no lo sé —consiguió decir—. Ha sido una mala idea. Tu madre nos habría matado a los dos. Además, nos estará esperando.

Wyatt asintió con la cabeza y se abrochó la chaqueta.

—Entonces será mejor que nos marchemos —dijo.