Capítulo 23
Una vez se hubo levantado el polvo a sus espaldas, Mary se volvió hacia Percy.
—¿Y adónde vamos exactamente?
—A la cabaña. Vamos a ir de picnic, beber algo fresco, hablar.
—La cabaña… —Sintió nervios en el estómago. Recordó que Percy le había mencionado la cabaña como el lugar en el que le gustaría meterla debajo de la ducha y enjabonarla enterita. Había sido el día en que la sorprendió en los campos de Somerset hecha un desastre. Hacía toda una vida de eso.
—Aún la uso cuando voy a pescar y a cazar.
—Y como lugar adonde llevar a tus mujeres, me imagino.
La miró.
—Si quieres.
—Pues no, no quiero, Percy Warwick. No tengo intención de convertirme en una de tus mujeres.
—Yo no quiero que te conviertas en una de mis mujeres. Quiero que te conviertas en mi esposa.
Ahora sentía cada terminación nerviosa de su cuerpo.
—Eso es imposible.
—Una vez lo creí así, pero ahora estoy dispuesto a comprometerme.
Ella dejó escapar un pequeño grito de sorpresa.
—¿De eso va esta proposición?
—Te contaré más cuando te haya dado de comer.
Mary hizo que su corazón latiera con mayor lentitud. Habían caído antes en esta trampa. Recordó las palabras que Percy le había dicho aquel día, hacía tanto tiempo, en Somerset:
«Llámalo orgullo masculino o arrogancia, o el poder del amor, pero yo creo que puedo hacer que abandones Somerset». A estas alturas debía de saber que no podía. Debía de saber que, si el suicidio de su madre no la había disuadido de su compromiso hacia Somerset, nada de lo que él le pudiera decir o hacer lo haría. Ella había perdido demasiado, había sacrificado demasiado. De una manera retorcida que Percy no podía entender, le debía a su madre que la plantación fuera un éxito. Jamás aceptaría un compromiso que interfiriera en ese objetivo.
Su mujer, le había dicho, no una amante. ¿Por qué iba él a querer casarse con ella ahora? Nunca iba a poder expurgar de su mente la imagen de su madre colgada de las tiras de color crema que había tejido para convertirlas en la soga de un verdugo. A pesar de que tenía la cara hinchada de manera grotesca y la lengua fuera, llevaba una inconfundible expresión de triunfo dibujada en los labios. Percy tenía que haberlo visto cuando la bajó.
Un sonido de pesar salió de su garganta. Percy la oyó y le preguntó:
—¿Te ha dado un repelús?
—Algo así —dijo ella.
Mary nunca había estado en la cabaña de madera que Miles, Ollie y Percy habían empezado a construir a orillas del lago Caddo, cuando eran unos niños de diez años. El proyecto les había ocupado todo el verano aquel año y habían necesitado los veranos siguientes y otras vacaciones para acabarlo y retocarlo. Aún recordaba las discusiones alrededor de la mesa sobre la construcción y los muebles, y las palabras de precaución de su madre: «Recuerda, Miles, que es un lugar donde no debes comportarte de manera distinta a como te comportarías en tu propia habitación en casa».
Ya a la edad de cinco o seis años, Mary pensó que eso era una amonestación estúpida, teniendo en cuenta que la razón por la que los chicos habían construido el lugar era, precisamente, porque se iban a comportar de manera diferente a como se comportaban en casa. Ella había crecido pensando que era un escondite varonil extremadamente secreto, un lugar donde los chicos llevaban a chicas y bebían alcohol.
—Así que esto es la cabaña —comentó, cuando Percy aparcó delante de la puerta de madera de pino—. Nunca había estado aquí antes. Jamás en todos estos años.
—¿Ni llevada por la curiosidad?
—No.
—¡Bien! —exclamó él.
Entraron en una habitación de seis por doce metros dividida en cocina, salón y una habitación separada por una cortina, que tenía una cama doble y dos literas. Percy la dejó para que lo inspeccionara todo mientras él iba a buscar «algo fresco» al pozo. Reconoció un sofá maltrecho del estudio de su padre, un par de sillas que una vez habían estado en el salón de los Warwick y un lavamanos y un espejo de diseño francés, sin duda una contribución de los DuMont. La cabaña estaba limpia y era fresca. Ella tenía en mente que iba a ser una cueva calurosa, oscura, bochornosa, infestada de moscas y mosquitos y Dios sabe qué otros bichos de la ribera del río. En vez de eso, a pesar de la sombra de los árboles, entraba la luz a través de las ventanas con cortinas, y había ventiladores en el techo que movían las contracorrientes de aire que llegaban desde el lago.
La pequeña mesa que había en la zona de la cocina estaba puesta para dos, con servilletas y una taza con flores primaverales incluidas. Las cosas, que habían sido colocadas por las musculosas manos de leñador de Percy, la emocionaron de una manera curiosamente tierna.
—¿Por qué me has traído aquí, Percy? —preguntó cuando él volvió con una botella de vino que había enfriado en un cubo sumergido en el agua del pozo—. El alcohol no va a ayudar a tu causa, sea cual sea. Y más vale que confíes en que el sheriff Pitt no venga merodeando por aquí y se encuentre una botella enfriándose en tu pozo.
Percy estaba ocupado descorchando la botella de vino.
—El sheriff sabe dónde no debe meter las narices.
—¿Me estás diciendo que los Warwick están fuera del alcance de la ley?
Se arrepintió del comentario nada más haberlo dicho. Percy tuvo la cortesía de pasarlo por alto, recordándole con su silencio que los Toliver tampoco estaban obligados a cumplir la ley al pie de la letra, como lo demostraban los últimos eventos.
—Solo las leyes que no le incumben a nadie —contestó al fin, llenando dos vasos de Sauvignon Blanc—. Siéntate, Mary. Un vaso de vino no va a hacerte daño. Estás más rígida que un palo. Bebe mientras yo preparo la merienda. Luego hablaremos.
—Preferiría hablar ahora —dijo Mary, cogiendo el vaso sin intención alguna de bebérselo—. ¿Por qué quieres casarte conmigo, Percy? Sobre todo…, después de lo que has visto.
Él la condujo a una silla, donde le agarró el vaso, lo puso a un lado y, con delicadeza, la obligó a sentarse. Después acercó otra silla y la colocó de modo que sus rodillas casi se tocaban.
—Escúchame con atención, Mary —dijo, cogiéndola de la mano—. Sé lo que crees que he estado pensando. Te equivocas. Tú no fuiste la causa de que tu madre se quitara la vida. Sí es posible que aún estuviera viva si tu padre hubiera redactado su testamento de otra manera, pero no lo hizo. Eso tampoco es culpa tuya.
Aturdida, Mary balbuceó:
—¿Cómo…, cómo puedes negar que siempre me has culpado porque papá me dejara Somerset a mí? Ha sido la causa de todas nuestras discusiones. Y no me digas que no piensas que soy responsable de que mamá se quedara en cama y…, se muriera. Sabes que lo has pensado.
—Mi discusión contigo ha sido tu obsesión por Somerset y el que hayas excluido a todo y a todos, pero tu madre no tenía por qué morir por todo ello. No tenía por qué languidecer en su cama. Ella podría haber elegido vivir, quererte y apoyarte sin importar que tu padre favoreciera a uno u otro en su testamento.
Mary lo miró, perpleja.
—Pero ¡tú crees que le tendría que haber dejado Somerset a ella!
—Claro que lo creo. Como también creo que su muerte no debería haber sido una consecuencia de las acciones de tu padre, y fue despreciable por su parte dejar que tú pensaras así.
Unas lágrimas calientes e incrédulas le inundaron los ojos.
—¿Tú…, tú realmente crees eso, Percy?
—¡Ay, cariño, con todo mi corazón…! —dijo él, poniéndose en pie y abrazándola y acunándola como a una criatura rescatada de una pesadilla—. Soy un idiota por no haberme dado cuenta de lo que estarías pensando. Ese es el motivo por el que te he traído hasta aquí, para aclarar este malentendido. Tenemos nuestras diferencias, pero la muerte de tu madre no es una de ellas.
—¡Ay, Percy…! —suspiró Mary dejando caer sus barreras. Era peligroso estar entre sus brazos, pero un paraíso absoluto sentir que la rodeaban ofreciéndole el refugio, la fuerza… y el perdón.
Él la besó entre los ojos y la apartó un poco.
—Aquí solo hay huesos —dijo, masajeándole los hombros—. Vamos a meterte algo de comida dentro, después terminaremos la conversación. Bébete el vino. Te abrirá el apetito.
Mary volvió a sentarse, sintiéndose ligera y despreocupada, incluso con un poco de hambre. Vio cómo Percy se ponía manos a la obra en el hueco de la cocina, tarareando por lo bajo. Estaba muy cómodo consigo mismo, pensó ella, dándole un sorbo al vino. Parecía llevar la vida sin esfuerzo, deslizándose sobre las aguas turbulentas como un buque. ¿Podrían ser felices si se casaban? Era un hombre de acero, como su padre. Vernon Toliver no había necesitado aleación alguna que lo completara, ese fue el motivo por el que pudo permitirse casarse con su madre. Pero ella estaba hecha de un material más duro. Era inevitable que ella y Percy chocaran…, acero contra acero.
El alcohol empezaba a surtir efecto. Debía de tener cuidado. Este era el motivo por el que su madre había empezado a beber. Para sentirse mejor, para estimular su apetito, para apaciguar su dolor.
—¿Necesitas ayuda? —le preguntó.
Él estaba frente a la encimera, picando un bloque de hielo que se derretía dentro del fregadero.
—No. Tú quédate ahí sentada y relájate.
Sí, eso haría, se dijo Mary para sí. Disfrutaría de estos momentos de paz excepcionales. Acomodándose, dejó que su mirada se posara en los artículos decorativos que los chicos habían creído dignos de arrastrar aquí desde sus casas. En una pared había un tocado de jefe indio que una vez había estado colgado en la habitación de Miles. Mary pensó en su hermano con una pena que era como un dolor leve, pero persistente. No había recibido respuesta a la larga carta que ella le había enviado en la que describía los últimos días de su madre. Había intentado hacer que parecieran felices, explicándole cómo Darla había estado sentada en el salón día tras día y se la veía contenta de tejer el cubrecama con el que la sorprendió el día de su cumpleaños.
—La comida está lista —anunció Percy. Mary se rio cuando él inclinó la cabeza, fingiendo ser formal, y la cogió de la mano para llevarla hasta la mesa. No hizo ningún esfuerzo para evitar que se le dibujara una mueca en la cara al ver los platos amontonados. Sentía que tenía el estómago del tamaño de un dedal.
—Parece…, tentador —dijo, poniéndose en el plato un poco de aquel mejunje nuevo para su paladar con un tenedor. Era una ensalada con dados de pollo, uvas verdes y almendras tostadas, combinada con un aliño claro y dulce que desbordó un sabor agrio y refrescante en su boca. Después de haber masticado y tragado, cerró los ojos en éxtasis absoluto—. ¡Hum! Percy, esto está delicioso.
Él le pasó la cesta del pan.
—Prueba uno de estos.
Cogió uno de los ligeros bollos de mantequilla con forma de medialuna y le dio un mordisco.
—¡Dios mío! —exclamó.
—Se llama cruasán, una de las delicias de las que disfruté en Francia. La cocinera de los DuMont le ha enseñado a nuestra cocinera cómo hacerlos.
Se comió la ensalada entera y dos de los cruasanes. Al finalizar la comida, apartó el plato y se puso las manos en el estómago.
—No sé dónde meter los melocotones con nata, Percy. Aquí ya no queda espacio.
—No pasa nada —dijo él—. La nata está sobre hielo. Nos la podemos comer más tarde con los melocotones.
El hecho de que él mencionara «más tarde» le recordó a Mary la razón por la que la había llevado hasta allí. Durante la comida entera Percy había hablado de las cosas del pueblo, la familia y sus amigos mientras los cuchillos y tenedores tintineaban amigablemente en los platos Willow Wood. El tema más importante de discusión había permanecido en la distancia, como una posible nube de lluvia.
Ahora ella dobló su servilleta y la puso sobre la mesa.
—Percy, creo que es hora de que me presentes tu propuesta.
Percy recogió los platos.
—Primero fregaré esto. El baño está fuera si necesitas usarlo. Elige cualquier árbol y ten cuidado con las niguas. Ya he sacado agua del pozo y hay servilletas al lado. Nos acabaremos el vino en el porche.
Se sentía demasiado exhausta para discutir; como un gato satisfecho, bien alimentado. Salió fuera a la verde tranquilidad de la tarde ya menguante y encontró un lugar privado, se lavó y se secó las manos en el pozo y después volvió al porche, donde Percy estaba sirviendo lo que quedaba de vino. Bajo la sombra de los cipreses, el porche había sido tapado para protegerse de los mosquitos.
—No quiero más —objetó, sacando la cadena de su reloj de bolsillo—. Ya son más de las tres. De verdad que necesito volver.
—¿Para qué? —preguntó Percy—. ¿No puede encargarse Hoagy?
—Hay que supervisarlo. Le gusta demasiado hacer visitas y descansar para tomar café.
—Las alegrías de dirigir una plantación, ¿no?
—Vamos a no estropear una comida estupenda sacando ese tema, Percy.
—¡Ay!, pero tengo que hacerlo. La plantación es lo más importante de mi propuesta.
Mary se puso tensa. «Ahí viene —pensó—. Vamos a arruinar de nuevo otro día perfecto juntos».
—¿Y cuál es tu propuesta? —preguntó.
—Bueno, he estado reconsiderando lo que es verdaderamente importante: lo que necesito para vivir y de lo que puedo prescindir. Y he decidido… —Movió el vino en su copa con toda su atención puesta sobre ella— que puedo vivir con una plantación infestada por el gorgojo del algodón, pero que no puedo vivir sin ti.
Mary intentó por todos los medios dar sentido a sus palabras, segura de que no lo había oído bien.
—¿Qué estás diciendo, Percy?
—Quiero que nos casemos, tal y como somos…, yo un maderero y tú una algodonera.
Sintió que los ojos se le abrían como dos platos Willow Wood.
—¿Quieres decir que nos tomarías a los dos, a mí y a Somerset? —No podía ser pensó. Sus oídos la estaban engañando.
Percy la miró de frente.
—Eso es lo que te estoy proponiendo. ¿Te casarás conmigo si te prometo no tener más objeciones con respecto a Somerset y aceptar las cosas tal y como son?
Aún no podía creer lo que estaba oyendo.
—No me lo puedo creer —le dijo, prácticamente en un susurro.
Él soltó su vaso y extendió la mano hacia ella.
—Créetelo, Mary. Te amo.
Con cautela, ella le puso la mano sobre la amplia superficie de la palma de la mano.
—¿Qué ha provocado este cambio?
—Ver lo que te está pasando a ti. Y a mí. —Cerró los dedos alrededor de su mano—. ¿Cuántas más cargas crees que puedes soportar sola? ¿Cuántos años más puedo seguir yo solo, sin ti? Nuestros días están completos desde el amanecer al anochecer, cariño, pero nuestras vidas están vacías.
—¿Y qué pasa con…, todas las cosas que me dijiste que necesitabas de una esposa? ¿Alguien que te pondrá a ti y a tus hijos en primer lugar?
—Bueno, puede que eso acabe pasando, pero lo que sí te prometo es que no me casaré contigo contando con ello. Si yo no puedo regresar a casa para estar a tu lado, puedes regresar tú a casa para estar a mi lado. El simple hecho de vivir juntos, casados, bajo un solo techo será suficiente para mí, te lo prometo.
La incredulidad aún mantenía su alegría bajo control.
—Pero tú te estás comprometiendo a todo. ¿Y yo qué tengo que dejar? ¿Qué te tengo que prometer?
Le agarró las manos aún con más fuerza.
—Tienes que prometerme que si Somerset fracasa, la dejarás marchar. Ese será el fin de esta cuestión. No puedes pedirme dinero para salvarla. Me costará mucho decirte que no, pero lo haré, y tú debes prometerme que mi negativa no afectará a nuestro matrimonio. Sabes cuáles son mis sentimientos en cuanto al cultivo del algodón. Considero que plantaciones como la tuya son una propuesta dudosa, cuyo momento ya pasó.
Ella se inclinó hacia delante con la mano que tenía libre y le puso los dedos sobre la boca.
—No tienes que decir más, Percy. Sé cómo te sientes y no, no esperaría que vinieras en mi rescate. Sería una violación de las reglas bajo las que siempre hemos vivido.
—Entonces, ¿me lo prometes? —preguntó él, como si estuviera conteniendo su propia alegría hasta que ella le dijera que sí.
—¡Claro que te lo prometo! —gritó, saltando de su silla como si fuera una niña preparada para jugar—. Percy, ¿lo dices en serio?
—Lo digo en serio —contestó él, riéndose. Por cierto, no has dicho que sí.
Mary se arrodilló ante él y le echó los brazos al cuello.
—¡Sí, sí, sí! —gritó mientras le daba gran cantidad de besos, con fuerza, en la boca. Por fin Dios le sonreía—. ¡Ay, Percy! Cuántas veces me he preguntado cómo sería estar casada contigo.
—Bueno —dijo él—, deja que me levante de la silla, y te lo enseñaré.