Capítulo 16
Miles se fue en menos de una semana. Mary encontró una nota en su almohada cuando fue a buscarlo a su habitación para preguntarle por qué no había bajado a desayunar. Solamente ponía: «Lo siento. Me tengo que marchar. Explícaselo a mamá. Con todo mi cariño, Miles». Junto a ella había una rosa roja.
Mary cogió la rosa lentamente, sorprendida de que hubiera usado un símbolo tan odiado por su madre y tan inherente a la tradición Toliver.
Unas lágrimas silenciosas le llenaron los ojos y se llevó la rosa a los labios. Le vinieron a la mente escenas del pasado, cuando los cuatro eran felices y se querían. Volvió a escuchar la risa de su madre y la profunda voz de su padre, sus propios gritos de alegría mientras Miles la lanzaba al aire y la cogía antes de caer. Recordando esos momentos de familia, se quedó durante unos minutos en el cuarto donde su hermano había pasado su infancia y adolescencia antes de llamar a Toby para que fuera a buscar al señor Percy de inmediato.
Percy se presentó a los pocos minutos. Lo había sorprendido vistiéndose para ir a trabajar. Sassie lo acompañó al salón, donde ella se había sentado con la mirada perdida al frente, la rosa aún en la mano. Cuando se dio cuenta de que él estaba de pie en silencio junto a su silla, sintió un dejà vu. ¿No había vivido ya esta escena con anterioridad cuando la luz había hecho brillar el pelo de Percy y proyectado una sombra sobre la cara de él exactamente de la misma manera?
—Se ha marchado —dijo Mary—. Miles ha vuelto a Francia, a Marietta y al Partido Comunista.
—Lo sé. Me llamó antes de irse. Ollie también lo sabe.
Ella lo miró con el ceño fruncido, acusándolo con la mirada.
—¿Y no me has avisado?
Él suspiró, se agarró el pantalón y se puso en cuclillas junto a su silla.
De nuevo, Mary tuvo la sensación de que había experimentado este momento antes. Entonces recordó que Percy había ido a verla y se había arrodillado junto a esta misma silla la noche después de haber leído el testamento de su padre. En su cara se dibujaba la misma expresión seria que entonces. Él tocó uno de los pétalos.
—¿Dejó esto?
Ella asintió con un movimiento de cabeza prácticamente imperceptible.
—Pues tienes que perdonarlo.
De nuevo un ligero asentimiento. Dijo de manera lánguida:
—Morirá en Francia. Nunca más volverá a casa. Y ahora tengo que decírselo a mamá. —Los ojos se le llenaron de lágrimas—. Prometiste convencerlo de que no se fuera.
—Prometí que lo intentaría, Git… Mary, pero él ya lo tenía más que decidido. Iba a volver junto a la mujer que lo hace feliz. Olvídate de la tontería del comunismo. A Miles no le durará ni hasta la primera nevada. Y te apuesto a que a Marietta tampoco, ahora que podrá dedicar todas sus energías a Miles.
—Tendría que haberse quedado aquí. —Una sensación de furia repentina la hizo levantarse y limpiarse los ojos—. Lo necesitamos. Ahora más que nunca. Siempre ha eludido sus responsabilidades hacia la familia.
Percy golpeó el brazo de la silla y se levantó.
—Eso no es justo, y lo sabes. Que el concepto que tiene tu hermano de las obligaciones familiares sea diferente al que tú tienes no significa que él sea un irresponsable.
Mary se sentía cada vez más frustrada por culpa de Percy. No tendría que haberle pedido que viniera. Desde el día en que se encontraron en la plantación, ambos habían saboreado lo que habría si mantenían su trato. En dos ocasiones habían hecho planes por la noche y, en ambas ocasiones, unas dificultades imprevistas en Somerset la habían obligado a quedarse en la plantación. Percy había llegado a la hora acordada para encontrarse con que Mary no estaba. La primera vez que lo dejó plantado, había entrado corriendo en casa mojada y llena de barro por las lluvias de principios de octubre, y le había enviado una nota disculpándose y había recibido como respuesta otra nota que decía que Percy se había ido a la oficina para poner los papeles al día. Miles había observado la situación desde su silla junto al fuego, agitando la cabeza en señal de desaprobación, como si ella fuera la persona más tonta que jamás hubiera vivido sobre la tierra. La segunda vez que no apareció, Percy y Miles fueron a buscar a Ollie y los tres se marcharon al club de campo a emborracharse.
Otras noches, Percy no estaba disponible. En este preciso instante, la Compañía Maderera Warwick negociaba unos nuevos contratos laborales en reuniones que a veces no acababan hasta bien entrada la noche. Esta mañana era la primera vez que habían estado juntos y ya estaban a punto de discutir. Ella no estaba por la labor. Estaba cansada. Siempre estaba cansada. Se puso en pie y dejó la rosa a un lado.
—Lo único que digo —aclaró ella, intentando moderar su tono de voz— es que hubiera sido considerado por parte de Miles el haberse quedado al menos un par de meses para ayudar a Sassie a cuidar de nuestra madre. A mamá le hubiera gustado mucho.
—Miles pensaba que no le quedaban un par de meses —dijo Percy.
—Razón de más para pasarlos con mamá.
—Ya veo… —Soltó Percy, enfureciéndola aún más. Ella apretó los dientes.
—¿Qué ves, Percy? ¿Qué es lo que ves que yo no veo?
Él pareció no inmutarse por su enfado.
—Si tu madre te permitiera sustituir a Sassie, ¿lo harías?
—Eso es una cuestión que no puedo ni considerar. Sabes que no me deja entrar en su habitación.
—Pero… ¿y si te dejara? ¿Dedicarías tu tiempo a tu madre o a Somerset?
—Ya volvemos a estar con el mismo cuento, ¿no?
—Simplemente estoy intentando hacerte ver que Miles tiene el mismo derecho que tú a elegir lo que quiere hacer.
Exasperada, se dio la vuelta hacia la chimenea, buscando su calor reconfortante. El veranillo de San Martín ya había pasado. Había llegado el frío otoño; pero, así como estaba, habría agradecido un fuego aunque fuera un día de verano. Percy le estaba diciendo que Miles tenía tanto derecho a ser egoísta como ella. Jamás arreglarían las diferencias entre ellos. Cada día estaba más convencida de ello. Replicó, dándole la espalda y agarrándose los codos:
—Jamás podrás saber cuánto me pesa lo que le ha sucedido a mi madre. Ninguno de nosotros pensó que se pudiera tomar las exenciones del testamento de mi padre de la manera en que lo ha hecho. Si papá hubiera sabido que ella se sentiría deshonrada, tal vez hubiera dividido las cosas de otra forma, pero no tenía ni idea.
—¿Ni idea? Entonces, ¿por qué le pidió a Emmitt que le diera una de estas?
Mary se dio media vuelta rápidamente. Él sujetó la rosa en alto, un capote frente a un toro. Ella se la arrancó de entre los dedos.
—¡Eso es problema de los Toliver! Vete, Percy, por favor. Siento haberte pedido que vinieras.
—Mary, yo…
—¡Lárgate!
—Mary, estás agotada y alterada. Por favor, vamos a aclarar esto…
—No hay nada de qué hablar. Nuestras diferencias son demasiado grandes. No quiero estar enamorada a pesar de lo que soy, sino por lo que soy…, cosa que parece imposible para ti de entender.
—Me da igual lo que te parezca. —La cara se le puso de todos los colores habidos y por haber—. Te quiero, y se acabó. Estos desacuerdos no tienen nada que ver con el amor.
—Para mí, sí. ¡Nuestro acuerdo se ha roto! —Pasó a toda prisa junto a él hacia el vestíbulo—. Y estás sangrando —gritó sobre su cabeza. Había visto unas pequeñas gotas de sangre allí donde le habían pinchado las espinas de la rosa—. Si eres tan amable, ve a curar tus heridas y yo iré a curar las mías.
Le tendió la mano en vano.
—Mary…
Pero ella corrió escaleras arriba, con el corazón herido, y casi había llegado a la habitación de su madre cuando oyó cómo se cerraba la puerta de entrada, que resonó simbolizando el final de sus esperanzas.
Desde la floristería, llegó al día siguiente una caja con una rosa roja de tallo largo y una nota firmada por Percy:
Perdóname. Fui un estúpido por sacar un tema así en un momento como este. Necesitabas consuelo, no críticas. Siento no haber sido capaz de demostrarte el amor que siento por ti desde lo más hondo de mi corazón. Percy.
Mary respondió con la última rosa blanca del jardín. Estaba sucia y manchada por las últimas lluvias, pero serviría para transmitir su mensaje. Fue Toby quien se la llevó, calle arriba hasta Warwick Hall, con una nota que decía: «No tienes que pedirme perdón por decir las cosas como las piensas. Eso demuestra las diferencias irreconciliables que hay entre nosotros. Mary».
Esperaba que él se acercara a la casa o a la plantación en su coche para refutar su declaración, pero el Pierce-Arrow no apareció. La noche siguiente se enteró a través de Ollie que Percy se había marchado del pueblo por negocios.
—¿De veras? —preguntó. La noticia hizo que se parara en seco. Estaban conversando en la galería después de que él la hubiera descubierto sentada en el columpio del porche, triste, después de que el resto de la casa se hubiera ido a dormir: era el momento del día en el que se sentía más sola—. No me dijo nada.
—Sus razones tendría. Ha ido a Oregón. La compañía ha comprado terrenos allí, y los madereros están causando problemas. Son unos clientes bien complicados, pero Percy los sabe manejar. Él no quería que te preocuparas, sin embargo, he pensado que te gustaría saberlo.
«Querido Ollie…». El eterno conciliador entre ella y Percy. Se había enterado de su distanciamiento y debía de estar pensando que su sacrificio había sido en vano.
—Gracias —respondió ella—. No lo buscaré durante un tiempo, entonces.
Abandonada, se volvió a sentar en el columpio después de que Ollie se fuera. Dos pérdidas en una semana, y no quedaba nadie en su familia a quien recurrir en busca de consuelo. Se acordó de cuando el abuelito Thomas había muerto. Había sido como si se hubiera ido volando una de las paredes de la casa y entrara un viento helado. Después del funeral, su padre la había conducido a la plantación, bien entrada la tarde. Casi era la época de recoger la cosecha, los campos cegaban con su blancura. Ella tenía once años, y pensó que explotaría de pena. Su padre la había cogido de la mano y juntos habían paseado entre las hileras de algodón, arriba y abajo, hasta que el sol se puso. Habían hablado, como siempre, del algodón. Él no mencionó ni una vez la muerte ni el dolor, pero a través de sus manos entrelazadas pudieron compartir sus sentimientos, y su pena se mitigó. Cómo le hubiera gustado en ese momento poder cogerle de la mano.
A la semana siguiente, recibió una nota de Lucy:
Estoy pensando en volver a solicitar el trabajo en Bellington Hall cuando acabe este curso si la vieja Peabody me acepta de nuevo. Como habrás sabido (y predicho), Percy me mandó a freír espárragos el día después de volver a casa. Está enamorado de otra persona, alguien a quien dice haber amado toda su vida. ¿Sabes quién es? No, no me lo digas. No quiero saberlo. Me moriría de celos. Me imagino que ella es todas esas cosas que me dijiste que él admiraba en una mujer. Me sorprende que jamás me hablaras de ella, así no habría malgastado mis sueños pensando que tenía una oportunidad. Sí es cierto que intentaste disuadirme por todos los medios. Te haré saber mi decisión final. En cualquier caso, no creo que nos vayamos a ver de nuevo, a menos que el destino una nuestros caminos.
Buena suerte,
Lucy
Mary dobló la nota con un sentimiento de culpabilidad mezclado con otro de alivio. A menos que se casaran, era poco probable que su compañera de habitación descubriera que ella era la chica a la que Percy había amado toda su vida. Si se enterase, sería un problema. Lucy pensaría que le había mentido a propósito y viviría el resto de su vida pensando que la había traicionado.
Cuando Percy volvió tres semanas más tarde, le mandó una nota desde su oficina. Mary la leyó ansiosa, pensando que su propósito era concretar la hora en que pasaría a verla, pero el garabato era solamente para que supiera que había llegado bien y que esperaba estar ocupado con varias obligaciones relacionadas con el negocio en las próximas semanas. Decepcionada, Mary no pudo contener una risita irónica. Ahora Percy entendía lo que era no tener tiempo para prestar atención a nada más que a los negocios familiares.
Un par de días después, sus deberes se incrementaron aún más cuando Jeremy sufrió una grave lesión en la cabeza. Percy se vio obligado a ponerse al frente de la compañía, supervisando los intereses que ahora se extendían a Oregón, California y Canadá. Mary se dio cuenta, con mucho pesar de que aunque hubieran estado saliendo juntos, él lo habría tenido difícil para encontrar en su agenda algún momento durante el día para coordinar con sus obligaciones. De manera indirecta, la oportunidad que se debían les había sido concedida: la oportunidad de comprobar si podían vivir el uno sin el otro. Por lo visto, sí podían.
Para mediados de noviembre, las cosas se habían calmado en Somerset. Los terrenos baldíos estaban cubiertos con un manto de nieve, y los aparceros y Mary disfrutaban de un descanso del trabajo. Rechazó las invitaciones de los DuMont y los Warwick a la comida de Acción de Gracias, ya que tenía la esperanza de convencer a su madre para que bajara a comer el pavo relleno de Sassie, que preparó con toda la guarnición. Se negó, así que Mary y Sassie y Toby compartieron la comida de la celebración en la cocina y enviaron una bandeja arriba.
La Navidad fue igual de deprimente y poco festiva. Percy, que se había mantenido en contacto a través de sus notas ocasionales (los Toliver no tenían teléfono), la invitó a ir con él al Baile de Navidad en el club de campo, pero ella se inventó una excusa, escribiendo que no tenía nada para ponerse. «Daría igual si llevaras puesto un saco —escribió él de vuelta, con una letra oscura y enérgica—. Seguirías siendo la chica más bella del lugar».
En realidad, ella se había retirado por completo de la vida social. Sentía el peso de cómo juzgaban a su padre por despreciar a su esposa, y a ella por no corregir ese error. Llegó a sus oídos el rumor de que ella trabajaba en los campos como una «campesina». La enfurecían y la aislaban, pero con ello fortalecían la determinación que tenía de devolver su gloria de antaño al nombre de los Toliver.
Mientras tanto, echaba muchísimo de menos a Percy y se preguntó si no sería esa su intención. Había jugado antes a este juego de la espera. ¿Acaso intentaba convencerla de lo sola que estaba y de lo mucho que lo necesitaba y lo deseaba? Si era así, funcionaba, especialmente cuando consideraba la posibilidad de que estuviera viendo a otras chicas, cosa que la dejaba sin respiración.
Una visita de Ollie la obligó a aceptar una pequeña ceremonia para celebrar la Nochebuena.
—No aceptaré un no por respuesta —dijo él—. Percy y yo nos pasaremos en Nochebuena con regalos y champán. Así que ponte tu mejor vestido de fiesta, corderita, y pídele a Sassie que haga sus divinas galletas de queso. ¿Quedamos a las ocho?
Mary dio instrucciones de que se hicieran galletas de queso y puso un pequeño árbol de Navidad decorado en el salón. Para estar arreglada esa noche, se hizo la manicura y se dio un largo y aromático baño. Se puso el vestido verde oscuro de terciopelo que llevaba la noche en que Richard Bentwood la había besado bajo el muérdago y, con ayuda de Sassie, se arregló el pelo brillante y recién lavado en un peinado de fiesta sobre la cabeza. Tomó prestadas las perlas de su madre, para ponérselas en las orejas y el cuello, y cuando inspeccionó el resultado en el espejo, casi ni reconoció a la chica que la estaba mirando.
Percy y Ollie tampoco la reconocieron.
—¿Qué pasa? —preguntó con gracia al ver sus caras de sorpresa cuando les abrió la puerta—. ¿Nunca habéis visto a una chica con un vestido de fiesta?
Mary hizo como que no era consciente de que la miraban todo el tiempo mientras le daban los regalos y brindaban con el champán, la expresión de Percy precavida y la de Ollie realmente intimidado. Sintiéndose patosa y un poco como una cierva a la que acababan de arrinconar dos ciervos en celo, evitó sus miradas por no saber cómo manejar tanta atención.
—¡Ollie, qué detalle! —exclamó mientras desenvolvía el regalo que él le había hecho: un delicado lápiz de plata en forma de hermoso broche—. Te has acordado de que siempre pierdo los bolígrafos. —Sacó el lápiz, sujeto por una cadena replegable, de su estuche—. Iré con cuidado de no perder este. —Le sonrió y se levantó de la silla para darle un beso en la mejilla redonda y rojiza.
El regalo de Percy fueron un par de finos guantes de trabajo de cuero cosidos con delicadeza, refinados, pero a la vez duraderos. Se sonrojó por lo que implicaban.
—¡Qué detalle por tu parte también, Percy!, pero son demasiado refinados para lo que los voy a usar. —Había una nota metida en uno de los guantes, y a propósito fingió no haberla visto. La leería más tarde, lejos de Percy, que la estudiaba detenidamente de una forma que la inquietaba.
—No para tus manos —le dijo él, mirándola directamente a los ojos de una manera que hizo que el corazón le diera un vuelco, al inclinarse para darle la misma recompensa que le había dado a Ollie.
Su regalo para Ollie fue un volumen en verso de Oscar Wilde, su escritor preferido y, para Percy, una historia ilustrada de los árboles norteamericanos. Al finalizar la velada, los acompañó a los dos a la puerta y fue evidente que Percy no tenía intención de quedarse rezagado para hablar un momento en privado.
—¡Ojalá vinieras con nosotros! —exclamó Ollie.
—El año que viene, tal vez. —Mary sonrió, decidida a que no percibieran su soledad. Se iban a casa de Ollie, donde Abel estaba organizando la fiesta de Nochebuena que cada año daba para amigos y familiares. Parecían haber pasado muchos años desde que su propia familia (su madre envuelta en pieles, caminando briosa con sus orejeras de zorro blancas y gorro a juego) había ido caminando de la mano a la fiesta y había vuelto a casa cantando Noche de Paz bajo el cielo estrellado.
—Te tomamos la palabra, Mary —respondió Percy, y se dio cuenta de que echaba de menos el apodo que él siempre había usado para dirigirse a ella.
Cuando se fueron, ella se apoyó en la puerta unos instantes, escuchando su conversación de hombres mientras bajaban los escalones. Después, abatida, fue al salón, apagó el fuego y cogió lo que le quedaba de champán, que vació en el fregadero. Cogió sus regalos y más tarde, en su habitación, se acomodó junto a la ventana para leer la nota de Percy bajo la luz de la luna: «Para las manos que deseo tener entre las mías el resto de mi vida. Con todo mi amor, Percy».