Capítulo 41
Howbutker, Septiembre de 1937
En la iglesia, Percy se sentó en el banco de los Warwick, a la espera de que diera comienzo la ceremonia, arrullado por el rumor de las conversaciones a su alrededor y por la somnolencia que provocaba el zumbido de los ventiladores del techo. Él era el único miembro presente de su familia. Lucy había contemplado convertirse al protestantismo cuando se casaron, pero nunca lo hizo, y Wyatt había pasado la noche —como todos los sábados— en casa de los DuMont. A menos que Ollie hubiera hecho restallar el látigo esa mañana, las probabilidades de que los muchachos fueran a la iglesia eran mínimas. Era mucho más probable que aún estuvieran en la cama o devorando un montón de tortitas de Sassie untadas en mantequilla y ahogadas en miel de caña. De las dos familias, solo él y Ollie asistían a la iglesia regularmente. Mary era una feligresa esporádica; por lo general pasaba las mañanas de los domingos revisando las cuentas en Ledbetter, y Lucy, que no era practicante, se dedicaba a dormir.
Ollie debía de haber hecho restallar el látigo, pensó Percy divertido. Se abrió una puerta lateral de la iglesia, y entró su viejo amigo seguido por Matthew y Wyatt, y el hijo de Miles, William. Percy sonrió para sus adentros. Se imaginaba la escena de esta mañana con Ollie y Sassie tratando de que el trío se lavara y peinara y se pusieran traje y corbata. Sin duda, Mary había ido a Ledbetter antes del amanecer, ya que había llegado el momento de la cosecha.
Lo vieron los cuatro. El rostro de Ollie se iluminó con su amplia sonrisa habitual, miró al techo dando a entender el largo calvario de la mañana, y Matthew y William sonrieron y lo saludaron. Solo el rostro de Wyatt permaneció impasible, con la mirada apartada de la de su padre, como si no lo hubiera reconocido.
Percy vio que los chicos seguían a Ollie por el pasillo hasta llegar al banco de los DuMont, y Wyatt se las arregló para sentarse junto a Matthew. No pudo evitar sentir una punzada de envidia mientras veía sentarse a su amigo, tanto por tener sentados a sus hijos al lado, como por tener ahora también al hijo de Miles. Ollie no se había sentado en su banco preguntándose, con una punzada de soledad, a qué se dedicaría el resto del día, como ahora hacía Percy. Ollie volvería a casa con los chicos al salir de la iglesia, y Mary estaría allí esperándolos, la casa olería a jamón al horno o a pollo frito o a carne asada. Él y Mary se sentarían en el porche trasero, ella bebería té helado y Ollie su vino francés, mientras los chicos se esforzarían en no hacer trizas sus trajes de domingo hasta que se hubieran acabado el almuerzo y pudieran cambiarse de ropa. Después se echaría una siesta mientras Mary se dedicaba a poner en orden la contabilidad, y los chicos saldrían al césped a jugar a lo mismo que Percy y Ollie y Miles habían jugado todos los domingos de sus vidas adolescentes. Por la tarde, jugarían a las cartas con pasión y luego tomarían una cena ligera —puede que incluso dulce de azúcar— y Ollie acabaría el día con su familia reunida alrededor de la radio. Un domingo maravilloso. Nada mejor. Percy recordó ese tipo de domingos en su propia casa cuando sus padres aún estaban vivos, y antes de vivir con Lucy. Era poco probable que volviera a disfrutar de ello.
La ceremonia empezó. Percy participaba en el ritual del servicio religioso, pero prestaba atención a sus dos hijos sentados el uno al lado del otro unos cuantos bancos más allá en el pasillo. Qué distintos eran. Y qué sorprendente, que ambos se parecieran tanto a sus madres. De él solo habían heredado la estatura: Matthew con dieciséis años y Wyatt nueve meses más joven ya sacaban una cabeza a los chicos de su edad.
Wyatt tenía la versión masculina de las formas sólidas y compactas de Lucy, mientras que Matthew había heredado la figura esbelta de Mary. La postura de la espalda siempre sería un problema para Wyatt, y nunca para Matthew. Percy habría deseado que hubiera un dispositivo para estirar el cuello rechoncho de Wyatt y corregir la caída de sus torpes hombros. En comparación, su hermano mayor se sentaba con la cabeza alta, la espalda recta y los hombros cuadrados, todo ello con la facilidad de la gracia de Mary.
«Este es mi hijo amado, de quien estoy tan complacido…».
Mientras cantaba con el resto de feligreses, Percy se quejó en silencio de la injusticia de poder disfrutar solo de un hijo. También debería estar satisfecho con Wyatt. El muchacho tenía que esforzarse mucho en lo que a Matthew le salía de forma natural y, por tanto, con mayor facilidad. Solo la agresión era natural en Wyatt, una especie de beligerancia controlada que le servía para jugar al fútbol, un deporte en el que destacaba por encima de los demás muchachos. Percy había dudado que Wyatt pudiera asumir con facilidad las normas, la disciplina y el juego en equipo tan necesarios para jugar al fútbol. Pero lo había hecho, y con un compromiso total que Percy no podía dejar de admirar.
Los chicos jugaban desde que cada uno estaba en séptimo grado y ahora eran cocapitanes del equipo júnior escolar formado por los mejores jugadores. Su grupo era el favorito para liderar el equipo de Howbutker en su primer campeonato estatal, un emocionante futuro que tanto Percy como Ollie esperaban con impaciencia.
Los dos hombres solían asistir juntos a los entrenamientos, pero veían los partidos con sus mujeres por separado, en los asientos que ocupaban a la altura de la línea de cincuenta yardas en extremos opuestos de la misma fila. Matthew jugaba de quarterback; Wyatt era el lateral ofensivo, y organizaba a sus compañeros de equipo para proteger a su líder y abrirle huecos. Lucy nunca apartaba los ojos de la figura robusta como la de un toro por la que destacaba Wyatt en el campo. Percy casi nunca desviaba la suya del cuerpo purasangre de Matthew. No podía creer la agilidad del muchacho superando a sus adversarios, su inteligencia para ver las jugadas, la magia pura de su habilidad para lanzar el balón a un receptor en la zona de puntos. Era impresionante, era maravilloso. En su interior, como el rugido de la multitud de seguidores que le llenaba los oídos, resonaba un grito: «¡Ese es mi hijo! ¡Ese es mi hijo!».
Pero existían razones para estar también orgulloso de Wyatt. Aunque lento de entendederas, retenía todo lo que aprendía. Era constante en sus estudios y, de forma rutinaria, se quedaba hasta altas horas de la noche para luchar contra los dragones de sus tareas escolares. Percy estaba pendiente de su progreso académico a través de Sara, y por ella conocía los fracasos y las victorias de su hijo, notas que nunca reflejarían del todo su esfuerzo y perseverancia.
Cuando regresaba tarde de alguna reunión o de visitar a Sara y veía la luz encendida en el dormitorio de su hijo, ya no entraba para preguntar cómo estaba, como hacía antes. A Wyatt no le gustaban esas intrusiones y solo gruñía una respuesta sin siquiera levantar la cabeza de sus libros. También trabajaba duro cuando ayudaba en la fábrica maderera. Los encargados ensalzaban sus esfuerzos, tan asombrados como Percy de que no abusara de ser el hijo del jefe para eludir sus deberes, del mismo modo que no utilizaba la posición de su padre como presidente de la junta escolar para granjearse los favores de sus maestros. Wyatt aceptaba las alabanzas de Percy en estas cuestiones con la misma falta de pasión con la que Percy sospechaba que su hijo aceptaba sus críticas. Su indiferencia aliviaba la vergüenza que sentía Percy frente a las obstinadas y dificultosas victorias de Wyatt, sus heroicos esfuerzos, que nunca llegarían a su corazón como los éxitos naturales y fáciles de Matthew.
Una tos rompió el silencio de la congregación mientras se leían las Santas Escrituras. Varias cabezas, incluida la de Percy, se volvieron hacia el banco de los DuMont. El autor había sido Matthew. Percy vio a Ollie darle discretamente su pañuelo. Matthew tosió de nuevo en él, una tos seca, profunda, que puso una mirada de preocupación en el rostro de Wyatt.
Percy sintió una punzada de desasosiego. El chico había cogido un resfriado, pensó, contento de que Ollie estuviera allí para cuidarlo. No tenía que preocuparse de que Ollie se fuera a la tienda y dejara a Matthew en casa enfermo.
—… Dad, y se os dará; medida buena, apretada, remecida y rebosando darán en vuestro regazo —leyó el predicador—; porque con la misma medida con que medís, os volverán a medir.
Percy escuchó el texto sagrado y sus ojos se desviaron de nuevo hacia Ollie. Allí, sentado al lado de su amigo y esperando en casa, tenía las pruebas de la promesa de las Escrituras. Ollie siempre había dado a manos llenas, sin pensar en el coste. De todos los hombres que había conocido, o que conocería, Ollie era el que más daba. Si tenía que perder en manos de otro hombre la mujer a la que amaba, se alegraba de que ese hombre fuera Ollie. Si tenía que renunciar a criar al hijo que no podía reclamarle a otro, se alegraba de que ese otro fuera Ollie. Si su otro hijo le daba la espalda, y honraba y amaba a otro padre, se alegraba de que ese padre fuera Ollie.
El cáliz de Ollie estaba, en efecto, a rebosar, y merecidamente. Percy estaba contento por él. Solo se cuestionaba por qué se había quedado con mucho menos.
La ceremonia estaba acabando. Mientras los feligreses esperaban para la bendición, Matthew le dedicó una sonrisa por encima del hombro y arqueó las cejas. Percy se echó a reír, pero su preocupación fue en aumento. El muchacho estaba pálido y un poco más delgado que cuando lo había visto por última vez. Después de terminar la oración, esperó en su banco a que Ollie y sus pupilos pasaran en fila por su lado.
—¿Por qué no te vienes a casa a comer, Percy? —le invitó Ollie—. Sassie ha hecho pollo con albóndigas. Matthew —le dio al muchacho un simulacro de puñetazo en el hombro— ha estado comiendo poco últimamente, y he pensado que solo Sassie puede conseguir que recupere el apetito. En mi caso, no necesito una excusa para comerme el pollo con albóndigas de Sassie. Espero que nadie oyera los rugidos de mi estómago.
—Los hemos oído, papá —dijo Matthew poniendo los ojos en blanco como hacía su madre—, pero nos ha parecido que eran los truenos de una tormenta en el valle.
—Pues habrá sido bueno para espabilarte —dijo Ollie con cariño—. ¿Qué te parece, Percy, muchacho? Te robamos a Wyatt.
Percy quería aceptar. Lucy estaría jugando al bridge con sus vulgares compinches, como todos los domingos, a sabiendas de que Wyatt estaría bien atendido y bien alimentado por los DuMont. Pero Wyatt se miró los pies, y Percy lo entendió como una señal de que su hijo prefería que declinara la invitación.
Así que dijo:
—Gracias de todos modos, pero había planeado trabajar un poco en el despacho. —En realidad, iría a casa de Sara más tarde y se comería un sándwich de queso a la plancha, probablemente quemado. Los talentos de Sara no incluían la cocina. Definitivamente, Matthew parecía mucho más delgado, decidió, y le preocupó que los DuMont no se estuvieran tomando el estado del chico con tanta seriedad como debieran—. Wyatt, no abuses de su hospitalidad, ¿me oyes? —dijo—. Deja que Matthew descanse un poco esta tarde. —Y, dirigiéndose a su amigo, dijo—: Tráelo a casa, Ollie, cuando creas conveniente.
Ollie miró a Wyatt con cariño y le dio una palmadita en el hombro.
—Lo haré, pero Wyatt nunca abusa de nuestra hospitalidad.
—Bueno, pero pórtate bien —dijo Percy. Y añadió en el último momento en beneficio de Wyatt—: Aunque siempre lo hace. Así que, ¿por qué siento que tengo que decirlo?
—Porque eres su padre —respondió Ollie, con un brillo de sabiduría en los ojos.
Y así fue, con cierta sorpresa pero sin asombro, como Percy, a su regreso de casa de Sara por la tarde, encontró a Wyatt esperándole antes de lo previsto.