Capítulo 37
El año llegó a su fin, y 1922 trajo consigo mejoras y nuevas adquisiciones para las diferentes empresas del triunvirato de Howbutker. En ausencia de Mary, Hoagy Cárter había dirigido Somerset con sorprendente éxito y recogió una cosecha que le permitió no solo pagar su préstamo al Howbutker State Bank, sino también financiar un sistema de riego mejorado para la plantación. Los Warwick adquirieron varias madereras como filiales y cambiaron el nombre de la empresa a Industrias Warwick, y Ollie DuMont abrió una segunda tienda en Houston.
A medida que el año se adentraba en la primavera, la figura de Lucy fue adquiriendo un tamaño de proporciones engorrosas. Se contoneaba al caminar, y su piel suave relucía de sudor a todas horas a causa del calor sin precedentes. Recluida en casa debido a su torpe corpulencia y al malestar, durante las últimas semanas de su embarazo parecía estar más próxima a Beatrice. Varias veces, Percy se había encontrado con las dos mujeres sentadas juntas, tejiendo ropita para el bebé y hablando en voz baja como viejas amigas.
—Es muy triste verla cuando entras en la sala —le dijo Beatrice a su hijo—. Parece un cachorrillo gruñón meneando la cola.
—Lo sé, madre.
Tras la fiesta de celebración del retorno de los DuMont, Percy adquirió la costumbre de visitarlos al final de la jornada de trabajo al menos dos veces por semana. Nunca hubo duda alguna de que la pareja residiría en la mansión Toliver, dejando que Abel visitara a menudo la casa familiar de estilo chateau francés, al final de la avenida. En un primer momento, Percy había esperado cierta incomodidad cuando llamó a la pareja justo el lunes después de la fiesta, pero se sentía solo, necesitaba su compañía y darle atenciones al bebé, cuya imagen apenas se le iba de la mente. Tal vez supiera que Ollie se lo pondría fácil.
—¡Percy, muchacho! —había exclamado su amigo cuando aquel lo telefoneó desde la tienda—. Tenía el teléfono en la mano para llamarte cuando mi secretaria me ha dicho que llamabas tú por la otra línea. Quería pedirte que vinieras a casa para abrir una botellita de algo conmigo cuando salgas hoy de la oficina. No creo que Mary pueda unirse a nosotros. Ya sabes cómo se pone durante la estación de siembra.
—Lo sé muy bien —dijo Percy tranquilamente.
Pero Mary estaba en casa, bebía limonada y apenas hablaba mientras mecía al bebé y escuchaba a los hombres que, en cuestión de minutos, ya se comportaban como en los viejos tiempos. Percy percibió que la reticencia de Mary se debía a su incertidumbre acerca de cómo actuar ahora que estaban los tres juntos. Se dijo que necesitaría tiempo para cerciorarse de que él solo venía por amistad. No iba a permitir que su matrimonio le robara a las dos únicas personas esenciales para su felicidad. Y ahora también estaba Matthew.
Las dos mujeres no habían tratado de verse después de la fiesta, y él decidió no interferir en el statu quo. La ausencia de su esposa le permitía una mayor libertad para divertirse, relajarse y hacerle fiestas al niño, que ahora ya lo reconocía y agitaba los bracitos y las piernas y balbucía con alegría en cuanto lo veía.
En poco tiempo, Mary pareció más relajada y volvió a ser ella de nuevo, o al menos lo bastante para que pudieran reírse juntos, fingiendo por el bien de todos que su amor nunca había existido. De mutuo y tácito acuerdo, evitaban el contacto visual y físico; Ollie y Matthew se convirtieron en las pantallas a través de las cuales cada uno veía, a duras penas, al otro.
A veces Percy llegaba cuando Mary todavía estaba fuera en la plantación, y aunque su ausencia era previsible no dejaba de fastidiarle. Al final del día ella debería estar en casa con su esposo y su hijo, pensaba para sus adentros, aunque de ese modo él y Ollie tenían a su ahijado para ellos solos. Ollie se llevaba al pequeño al porche trasero para evitarle el frío de la brisa, y él y Percy hablaban y bebían mientras el uno o el otro mecía la cuna con el pie.
—¿Otra vez vienes de ver a los DuMont? —preguntó Lucy una tarde. Estaba sentada en la sala de estar, cosiéndole el dobladillo a la última prenda azul para el bebé.
Él hizo una mueca de sorpresa al saber que estaba al tanto de sus visitas. Se dio cuenta de que muy pocas cosas se le escapaban a su esposa.
—Puedes venir tú también, ya lo sabes.
Lucy mordió ferozmente un trozo de hilo con sus pequeños dientes afilados. Percy se compadeció de ella y le dio un par de tijeras que había más allá del alcance de sus manos. Ella las cogió sin darle las gracias, cortó el hilo, y dijo:
—¿Para ver cómo miras a Matthew con ojos de borrego?
Percy suspiró.
—¿No te basta con estar celosa de Mary? ¿Tienes que estarlo también de su hijo?
Lucy posó las manos sobre su abdomen gigantesco. Lo miró con una expresión más suave. Había estado de pie todo el tiempo. En presencia de su esposa, él nunca se quedaba el tiempo suficiente para sentarse.
—Vale, lo admito, estoy celosa. Siento celos de todo lo que ella posee y debería pertenecerme a mí.
Sintió como si una brisa repentina le recorriera la columna vertebral. Frunció el ceño.
—¿Qué quieres decir con eso? —preguntó él, más bruscamente de lo que pretendía.
—Sabes perfectamente a qué me refiero. Ella… tiene tu amistad, y ahora también su hijo.
Dejando escapar la respiración contenida, Percy la cogió de la mano.
—Yo quiero ser tu amigo, Lucy, pero tú no me dejas.
Ella lo miró, hipnotizada, ante el inesperado contacto de su mano.
—Bueno… intentaré que seamos amigos, por el bien del bebé y ya que no puedo obtener nada más de ti. —Alzó sus ojos azules, anhelantes, hacia su rostro—. Y no hablaba en serio cuando dije que apartaría de ti al bebé. Quiero que conozca a su padre.
—Sé que no lo dijiste en serio —respondió él soltándole la mano—. Sé que no quieres decirme muchas de las cosas que me dices.
Unas semanas antes de que el bebé fuera a nacer, Ollie preguntó a Percy si lo llevaría a Dallas para que le tomaran las medidas para ponerle una pierna artificial, la primera de una clase que estaba deseoso de probar.
—Iría en tren —dijo—, pero esos malditos trastos son demasiado incómodos y poco fiables. Odio tener que pedírselo a Mary ahora que está justo en medio de las tareas de limpieza del algodón. Dejaría de hacerlo en un momento, por supuesto, pero no hay necesidad de ello, y por otro lado —Ollie señaló la pernera vacía de su pantalón—, dadas las circunstancias, Percy, creo que prefiero tu compañía.
El resentimiento contra Mary había cuajado dentro de él tan acre como la leche agria. Comprendió la situación de Ollie, su ayuda probablemente sería más conveniente que la de Mary, pero le mortificaba que Ollie sintiera que no podía imponerse a los deberes de su esposa hacia la plantación. Mary y su maldito algodón.
—¿Y qué pasa con Matthew? —preguntó—. ¿Estará bien cuando nos hayamos ido?
—¡Ah, por supuesto! Sassie adora a ese crío como si fuera suyo.
Percy le explicó a Lucy lo que le había pedido Ollie. Desde la tarde en que hablaron, se habían visto muy poco. Sabía que ella estaba preocupada por el parto, y él estaba preocupado por ella. Como a Lucy no le gustaba leer, Percy cogía libros sobre el parto de la biblioteca y por las tardes se los leía en voz alta en la sala de estar. Ella lo escuchaba atentamente, y luego discutía con él los contenidos, sin rencores.
Era una tregua leve, y Percy hasta tenía un sentimiento de culpa que hacía que se preguntara si ella se molestaría por no tenerlo a su lado en un momento así. Pero, como siempre, lo sorprendió.
—Creo que debes acompañarlo, Percy. Ya sabes la razón por la que Ollie no quiere ir en tren, ¿no?
Él le confesó que no.
—Bueno, porque… ¿cuánto tiempo se tarda en llegar desde New Jersey?
—Unos seis días.
—¿Puedes imaginar cómo se debe de haber sentido Ollie, qué debe de haber pensado, durante todos esos días y todas esas noches viniendo a Howbutker sin una pierna? No te preguntes por qué no le gustan los trenes. Sí, deberías acompañarlo. Yo estaré bien. Tu padre y tu madre cuidarán bien de mí, pero, de todos modos, el bebé y yo te esperaremos.
Ella le sonrió, y aquella sonrisa le recordó la Lucy que fue una vez. Últimamente bastantes rasgos de su conducta le recordaban a la muchacha que había sido antes de su matrimonio. El cambio no era —como diría su madre— «concluyente», pero parecía tener un deseo auténtico de ser su amiga.
—Gracias, Lucy —dijo él devolviéndole la sonrisa. Volveré tan pronto como pueda.
Percy llevó a Ollie en el nuevo Packard con motor de seis cilindros de Abel, pero el viaje al Hospital de Veteranos de Dallas fue largo y caluroso. Ollie tenía el rostro enrojecido por el calor y el cansancio cuando llegaron a la entrada. El sudor le goteaba de la frente y le había humedecido el cuello de la camisa, y a Percy le dolió la incomodidad de su amigo cuando tuvo que hacer un gran esfuerzo para poder salir del automóvil. Un camillero apareció con una silla de ruedas, pero Ollie lo despachó y se puso las muletas bajo los brazos poderosamente desarrollados.
—Vamos, Percy, muchacho —dijo él renqueando tras el camillero que empujaba la silla de ruedas vacía.
Después de un interminable intervalo de tiempo rellenando el documento de admisión, llegó un asistente con el expediente médico de Ollie bajo el brazo para escoltarlo a la habitación donde lo examinarían. Estaba al final de un largo pasillo, y Ollie pareció visiblemente desanimado ante aquella distancia.
—Aguanta, viejo —dijo Percy, siguiéndolo de cerca—. Solo unos pocos metros más.
Pero, antes de llegar a su destino, Ollie se quedó sin aliento:
—Percy, siento mi pierna otra vez, y el dolor. Creo que voy a necesitar esa silla de ruedas.
Pero ya era demasiado tarde. Su única pierna se le dobló, y él cayó hacia delante. Su cara se retorció de dolor. Las muletas y el expediente médico resonaron contra el suelo cuando el asistente y Percy intentaron evitar la caída. El asistente corrió a buscar una camilla mientras Percy le desataba a Ollie la corbata y el cuello de la camisa. Le temblaban las manos, veía de nuevo el cuerpo de su amigo tendido, desvalido y empapado de sangre junto al camino.
—Vamos, quítate esa expresión de la cara —le ordenó Ollie con una sonrisa de determinación—. Esto ocurre a veces, empiezo a temblar y mis músculos ceden, pero al rato se me pasa. Tú solo asegúrate de que tienes un buen whisky preparado para mí cuando salga de aquí.
—Yo mismo lo destilaré —dijo Percy.
Llegó la camilla, y dos asistentes subieron a Ollie en ella.
—Si recogiera el expediente y nos lo trajera, le estaríamos agradecidos —dijo uno de ellos mientras levantaban la camilla. Percy recogió las muletas y el expediente médico con las manos aún temblando. Tardó un minuto en recuperar el aliento y tranquilizarse antes de seguir a aquellas dos batas blancas por el pasillo, pero en el tiempo que invirtió en llegar a la antesala de la zona de reconocimiento, la camilla ya había cruzado las puertas batientes en una de cuyas hojas había un letrero que rezaba «Prohibido el paso».
Decidió que, mientras esperaba a que alguien viniera a por el expediente, le echaría un vistazo para conocer los detalles del estado de Ollie. Hasta hoy, no sabía que aún podía sentir dolor en la pierna que le faltaba. Nunca se había quejado ante él, pero Percy era muy consciente de la razón. Como hombre sabio que era, y amigo incomparable, Ollie tenía presente que nada clava una espina más profunda o más rápidamente en la amistad que la culpa.
El informe inicial del ejército estaba delante de todo, las entradas garabateadas apresuradamente por un médico en primera línea de fuego; era como los que había leído docenas de veces en los portafolios que colgaban de los catres de los hombres que había visitado en los hospitales de campaña.
En la jerga médica, se describían las lesiones y la amputación de Ollie y, a continuación, en la conclusión del informe, una línea añadida como una ocurrencia tardía le cortó el flujo de sangre. La leyó una vez, se frotó los ojos para asegurarse de que leía correctamente y luego la leyó de nuevo: «Como resultado de las lesiones, la uretra del capitán DuMont es susceptible a la infección debido a la retención de los desechos normalmente excretados en la orina, y el daño irreparable en el pene hace que el órgano sea incapaz de funcionar con el propósito de tener relaciones sexuales y procrear».
El expediente con cubiertas metálicas cayó al suelo con un fuerte ruido. Pero Percy ni siquiera lo oyó. Se levantó de la silla y se tambaleó hasta una ventana abierta, luchando por respirar. Se le revolvió el estómago, la cabeza le daba vueltas. Presionó la frente contra el esmalte blanco y frío del marco de la ventana para detener las vueltas que daba la habitación en su cabeza.
—¡Oh, Dios mío…! ¡Oh, Dios mío…!
—¿Se encuentra bien, señor?
Era el camillero, que había venido a por el expediente. Desde su posición en la ventana, Percy murmuró:
—Estoy bien. Vaya a atender al capitán DuMont.
Se dejó caer en una silla cercana a la ventana abierta y se presionó las sienes con las palmas de las manos. «¡Matthew…, dulce criatura!». La evidente secuencia de acontecimientos se desarrolló en su cerebro hirviente como la errática bobina de una película muda. «Mary descubrió que estaba embarazada después de que él huyera a Canadá. Lo esperó, pero él no regresó a casa. Finalmente, se dirigió al único hombre que podía rescatarla a ella y a su hijo. "Ollie ha estado aquí", había dicho su madre. Así que Ollie se había casado con ella y accedido a criar a aquel niño como si fuera su propio hijo… el pobre Ollie, que no podía darle más hijos… que no podía…».
Dejó caer la cabeza entre sus manos y gimió profundamente, ahogando los gritos de dolor que emergían de las entrañas de la más profunda desesperación. Treinta minutos después regresó el camillero y lo encontró inclinado en la silla debajo de la ventana abierta, mirando con los ojos en blanco como un muerto, con la cara lívida y salpicada de lágrimas.
—Perdone, señor —dijo él lidiando contra un evidente embarazo—, pero vengo para decirle que el capitán DuMont será hospitalizado para permanecer en observación y tratamiento hasta que se le pueda colocar la prótesis. Eso durará una semana. Ha sido sedado y se ha dormido enseguida. Podrá verlo en la Sala B durante las horas de visita de esta tarde, de seis a ocho.
Percy se libró del mal trago de la visita cuando llamó por teléfono a casa desde el hospital y Beatrice le pidió que regresara de inmediato. Ahora era el padre de un robusto niño de cuatro kilos y medio.