Capítulo 75

Fuera de la cúpula

El trepidar era constante, y también se oían los contundentes impactos de las rocas que se estrellaban contra las paredes de Nea Thera. Iris se preguntó si podrían salir de allí, o si las puertas ya estarían bloqueadas por ceniza y piedra pómez.

Cada uno de los presentes intentaba sobrellevar los nervios como podía. No era tarea fácil. Estaban encerrados en un garaje donde cada vez hacía menos calor y se respiraba peor.

La cúpula seguía abierta, pero una especie de cortina de luz, como una aurora boreal a pequeña escala, cubría la puerta e impedía ver lo que ocurría en su interior. Iris se dio cuenta de que sentía un extraño resquemor al pensar en Gabriel en el interior de la cúpula con esa chica de mirada tan extraña. ¿Podían ser celos?

«Me temo que sí», se respondió.

«Centrémonos en la cúpula, Iris».

Por lo que había aprendido recientemente, la cúpula no sólo servía para explorar las entrañas de la Tierra, tal como creía Finnur. Hacía algo más: comunicarse con la mente de la Tierra, una mente colectiva. Esa Gaia en la que Iris siempre había creído.

¿De qué podía estar compuesta dicha mente? Necesitaban aprender algo sobre su naturaleza para negociar con ella. En los relatos de ciencia ficción, uno de los problemas básicos en el contacto entre humanos y alienígenas era la comunicación.

Pura etimología: si dos inteligencias no tienen nada en común, es imposible que encuentren elementos compartidos de referencia para hablar, para comunicarse.

Y sin comunicación, no hay negociación posible. La única alternativa para conseguir lo que se quiere es el uso de la fuerza. Pero la fuerza quedaba descartada con la Gran Madre. ¿Cómo utilizarla contra una criatura que podía presumir de seis mil trillones de toneladas de músculo?

—¿Te has fijado en este diseño, Iris? —preguntó Enrique, uno de los amigos de Gabriel. Parecía un hombre muy agradable, y aunque no tenía modales afeminados Iris estaba casi segura de que era gay.

Iris se acercó a él. Los dedos de Enrique casi rozaban la superficie de la cúpula, pero después de lo que le había ocurrido a Randall ya nadie se atrevía a tocarla.

Las líneas verdes que cubrían el artefacto con una finísima malla y que también se habían apoderado de Randall no dejaban de moverse en tornadizos diseños.

—Esto parece un fractal —dijo Enrique, acercando el móvil a la cúpula. Cuando hizo zoom, Iris comprobó que el diseño ampliado diez veces era casi igual que el que veían a simple vista. Al subir a cincuenta aumentos ocurrió lo mismo.

Aquella filigrana parecía repetirse dentro de sí misma en toda su complejidad, pero cada vez a una escala más diminuta.

Un auténtico fractal.

—Y el campo eléctrico a su alrededor también varía —añadió Enrique, acercando los dedos a la figura metálica que había sido Randall. Los pelos del dorso de su mano subieron y bajaron a compás, como bailarinas sincronizadas—. ¿Cómo funcionará este artefacto?

—¡Nanobios!

Iris y Enrique se dieron la vuelta. Quien había hablado era Alborada. Estaba sentado en el suelo, con la espalda apoyada en una columna, y tenía abrazado al muchacho, que a su vez apretaba contra su pecho al perrito.

—Si ese aparato sirve para ponerse en contacto con esa mente colectiva, debe tener algo que ver con los nanobios —dijo Alborada.

—¿Nanobios? —preguntó Iris, acercándose a él—. ¿Ha dicho usted nanobios?

—Así los llamó él. Yo no había oído hablar de ellos en mi vida.

—¡Nanobios! —exclamó Enrique, y volvió a examinar la superficie de la cúpula con la lente del móvil—. Qué curioso. Estaba pensando en una nanoestructura.

—Hoy día todo es nano —gruñó Herman, el corpulento amigo de Gabriel.

—Sospecho que esto puede ser una especie de malla molecular —prosiguió Enrique—. Una red metálica de poros diminutos que sirve de alojamiento a una colonia de nanobios. Esos nanobios harían de médium entre las personas que utilizan la cúpula y la mente colectiva.

—¿Y quién construyó algo así? —preguntó Iris, acercándose de nuevo a la cúpula.

«A lo mejor tú podrías respondernos», se dijo, mirando a Randall, congelado en su gesto, con la frente apoyada en la cúpula como si compartiera para siempre sus pensamientos.

—Ni idea —respondió Enrique—. Pero es evidente que su función es comunicar a sus usuarios con la mente de la Tierra. Sospecho que tiene un diseño, una especie de hardware basado en el razonamiento humano, de tal modo que un hombre o una mujer puedan utilizarlo. Lo que sirve como puente para traducir nuestros pensamientos a los de esa mente colectiva y viceversa es la colonia de nanobios atrapada en esa malla molecular.

—Una teoría muy atractiva, señor Hisado —dijo Valbuena—, aunque podría tratarse de cualquier otra cosa ni remotamente parecida. Pero el problema que planteó el señor Espada antes de entrar en la cúpula sigue irresoluto. ¿Qué desea la Gran Madre? ¿Qué podemos ofrecerle los humanos antes de que nos envíe a todos volando a la Luna?

Los pensamientos de Iris formaron un remolino. Nanobios. La clave estaba en los nanobios, según Eyvindur. Pero también en la velocidad de escape. ¿Volar a la Luna, había dicho Valbuena? Para eso había que alcanzar la velocidad de escape, 11,2 kilómetros por segundo.

¿Para qué querría la Tierra proyectar fragmentos de sus propias entrañas a velocidad de escape?

Panspermia.

Según Eyvindur, la vida no era un fenómeno exclusivo de nuestro planeta, sino que se hallaba extendida por todo el Universo. Había llegado a la Tierra a bordo de fragmentos de cometas y asteroides, como si los nanobios fueran astronautas en improvisadas naves espaciales.

Así pues, la Tierra había sido fertilizada desde el espacio. Y ahora quería esparcir su propia semilla.

—¡Eso es! ¡Fertilización cósmica! —exclamó, dando un saltito y aplaudiendo.

—¿Puede explicarnos la razón de su entusiasmo, señorita? —preguntó Valbuena.

Iris se explicó atropelladamente. Alborada y Herman pusieron gesto escéptico, pero Enrique y Valbuena captaron la idea a la primera y la aceptaron.

—Enhorabuena, señorita Iris —dijo Valbuena, con una leve reverencia—. Su teoría se me antoja plausible en sentido literal, y además verosímil.

Pese al elogio, Iris se desanimó de repente y dejó caer los hombros.

—Ya es demasiado tarde. Ahora Gabriel está solo en la cúpula, y no creo que lo adivine. Me temo que él no sabía nada de la velocidad de escape.

—Usted ya ha hecho su parte, señorita Iris —dijo Valbuena—. Deje que ahora me encargue yo.

Atlántida
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