Capítulo 50

Madrid, Moratalaz

Tras llegar a casa de Herman, Gabriel pulsó el botón verde del Morpheus, y Kiru se despertó al instante. En el ínterin, su memoria había vuelto a reiniciarse, y hubo que ofrecerle las consabidas explicaciones y soportar una pequeña dosis de efluvios eróticos.

«Así que a esto lo llaman el Habla», pensó Gabriel.

Era evidente que no podían quedarse allí. Gabriel pensó por un momento en recurrir a Enrique. Pero si SyKa lo había localizado a él en un sórdido apartamento alquilado, le resultaría mucho más fácil encontrar a Enrique.

Herman le brindó la solución.

—Vamos a casa de Valbuena.

Ni siquiera lo llamaron, por temor a encender los móviles y ser localizados. Cuando se plantaron ante su portal ya eran las tres de la madrugada. Pero apenas habían llamado al telefonillo cuando el profesor contestó.

Esta vez, cuando subieron la escalera, fue Gabriel quien se quedó descolgado. Le dolían las costillas, la espalda y las piernas, como si lo hubieran apaleado.

«Demonios, es que me han apaleado», se dijo. Por no hablar de las dolorosas pulsaciones que le recorrían la cabeza.

Kiru se detenía cada pocos peldaños para aguardarle y le tendía la mano.

—Kiru te espera.

Gabriel se lo agradecía, sin aceptar su ayuda. Tendría que contactar de nuevo con ella, pero prefería demorar el momento. Si cerraba los ojos, le parecía visualizar un monstruoso coágulo o un tumor maligno creciendo dentro de su cerebro.

Valbuena los estaba esperando en la puerta. Llevaba el mismo traje y la misma corbata que en la visita anterior. Gabriel se preguntó si dormía así o se cambiaba de ropa más rápido que un actor de teatro.

—Sentimos haberle despertado —dijo Gabriel.

—No me han despertado. Sólo duermo cuatro horas al día. Ars longa, vita brevis.

—Perdone, pero no le entiendo —dijo Herman.

—Me habría sorprendido lo contrario, señor Gil. Me refiero a que el conocimiento que merece la pena adquirir es demasiado vasto y la vida humana demasiado breve como para perder el tiempo durmiendo más de lo imprescindible.

—¿Todo eso ha dicho? Sí que resumían esos romanos…

Valbuena se quedó mirando a Kiru.

—No tengo el gusto de conocer a esta señorita.

—Profesor Valbuena, ésta es Kiru —dijo Gabriel.

—¿Kiru a secas?

—Cuando nació no estaban de moda los apellidos. Valbuena enarcó una ceja.

—Sospecho que tienen algo que contarme. Pasen. Señor Gil, ya sabe dónde está la cafetera. El mío largo de café y con la leche templada.

Mientras Herman se dirigía a la cocina refunfuñando «la esclavitud la abolió Lincoln», los demás se sentaron en el salón. Gabriel le refirió a Valbuena sus últimas visiones y lo que había ocurrido.

Cuando terminó, eran las cuatro, tenía la boca seca y estaba mareado de tanto hablar.

—He intentado llegar más allá de ese momento y saber qué ocurría dentro de la cúpula dorada, pero me ha sido imposible.

Valbuena se atusó las rígidas puntas de su bigote imperial.

—Los recuerdos de esta mujer son fascinantes. Aparte de ser una dama bellísima —añadió.

Era evidente que le gustaba Kiru. Curiosamente, Valbuena también parecía agradarle a ella, que hasta el momento sólo había tenido ojos para Gabriel. Éste, lejos de ponerse celoso, se sintió aliviado.

—Por ejemplo, las pasarelas de madera que rodeaban el volcán —prosiguió Valbuena—. ¿Sabe cómo describe Platón la Atlántida?

—Lo sabía, pero mi cabeza… —dijo Gabriel, frotándose las sienes.

—Tenía una estructura de círculos concéntricos. Una montaña central, donde se hallaba la acrópolis o ciudad sagrada, rodeada por tres círculos de agua separados entre sí por otros tantos de tierra firme. Es una descripción que se parece bastante a los recuerdos de la señorita Kiru.

—Yo no lo veo tan claro —dijo Herman. Por una vez, Valbuena se abstuvo de hacer comentarios mordaces.

—La ciudad sagrada se encuentra en el volcán, la isla central del archipiélago. El primer anillo de agua separa el volcán del primer círculo de tierra firme, que no es otro que la primera pasarela de madera.

—Usted lo ha dicho. De madera, no de tierra firme.

—Para el caso es lo mismo. Además, por lo que cuenta el señor Espada cabe deducir que en esas pasarelas había huertos, algo parecido a las chinampas o jardines flotantes que cultivaban los aztecas en Tenochtillan. La antigua ciudad de México para entendernos, señor Gil.

—Gracias por ilustrarme, profesor —contestó Herman con sarcasmo.

—Tras la primera pasarela vienen el segundo anillo de agua, la segunda pasarela y el tercer anillo de agua, que no es otro que la bahía interior de Santorini. Por último, el contorno exterior del archipiélago sería el tercer anillo de tierra firme.

—Sigo sin verlo.

—Por Dios, Herman, si lo veo hasta yo, y parece que tengo a Motorhead tocando dentro de mi cabeza.

—Hay más pruebas de que es una visión veraz —añadió Valbuena—. Lo que no sospechaba es que se construyeran pirámides escalonadas en la Atlántida. La cúpula también resulta sorprendente, pero no tanto que sea dorada.

—¿Por qué?

—Platón habla de un metal precioso que sólo se da en la Atlántida, el oricalco. En griego es oreikhálkos, «bronce o cobre de la montaña». Sin duda se refería a esa cúpula de color broncíneo situada en la ladera de la gran montaña central.

—Se supone que el oricalco tenía propiedades maravillosas —dijo Gabriel.

—Platón sólo dice que se trataba de un material sumamente valioso. Lo cual no sería extraño si el secreto del poder de la Atlántida, tal como sugieren los recuerdos de la señorita Kiru, radicaba en la cúpula de oricalco.

»Ahora, debemos averiguar en qué consistía ese secreto.

—¿Por qué es tan importante? —preguntó Herman.

Valbuena miró directamente a Kiru. Gabriel tuvo la impresión de que la severa mirada del profesor era capaz de imponer respeto incluso a una inmortal adorada en la antigua Atlántida.

—Yo lo sospecho. La señorita Kiru lo sabe.

Ella asintió y trató de decir algo.

—Kiru lo… lo… Es…

Cuando fue a hablar, Gabriel tuvo la impresión de que la metáfora «tener algo en la punta de la lengua» se hacía realidad visible. La lengua de Kiru asomó un instante entre sus dientes perfectos, pero se quedó allí, como si hubiera chocado con una barrera impenetrable.

—Es cuestión de vida o muerte que lo averigüemos —insistió Valbuena—. El secreto del poder de la Atlántida es también el secreto de su hundimiento.

—Perdone, profesor —dijo Herman—. Saber por qué se hundió la Atlántida seguro que es genial, pero no una cuestión de vida y muerte. Ahora mismo están ocurriendo catástrofes más preocupantes.

—Veo que ni siquiera conseguí enseñarle a respetar las pausas dramáticas, señor Gil. Desde el primer minuto de la erupción de Long Valley he sabido que se cierne sobre nuestras cabezas la caída de la civilización que conocemos y tal vez la extinción de nuestra especie. Pero iba a añadir que el secreto del hundimiento de la Atlántida puede ser también la clave que explique por qué se acerca el fin del mundo.

Valbuena hizo una nueva pausa dramática. Esta vez, Herman la respetó.

—Así que, si existe alguna posibilidad de salvar el mundo —dijo, acercando el dedo a la sien de Kiru—, debemos encontrarla en la cabeza de esta joven.

Atlántida
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