Capítulo 29
Santorini
De momento, el señor Kosmos no se había dignado a aparecer en su propia cena. El único recordatorio de la fiesta era una gran tarta cubierta de nata, con unas letras de chocolate que lo felicitaban, Xαpουμενα γενεθλια σας Κοσμος, y dos velas apagadas en forma de 9 y de 0. Mientras los comensales entretenían la espera de los entrantes mojando pan en tsatsiki, Iris recibió un mensaje en su móvil extraoficial. Era de Eyvindur.
¿Estás viendo la NNC, Iris? No deberías perdértelo.
A Iris le daba tanta rabia no estar viendo el informativo especial sobre de Long Valley como a un hincha futbolero perderse una final de la Copa de Europa.
—Ya lo verás más tarde, kanina —le había dicho Finnur mientras bajaban al comedor.
—Lo que está pasando allí es muy grave.
—¿Y crees que por verlo en directo vas a salvar el mundo? Vamos, Iris, no podemos desairar al señor Kosmos.
Hasta entonces, la joven había reprimido su curiosidad. Pero al recibir el mensaje de Eyvindur no pudo aguantar más y se levantó. Para colmo, en ese momento Sideris acababa de desempolvar una de sus historias de la época en que era estudiante y trabajaba con el gran Marinatos. Iris ya se sabía de memoria aquel relato, que culminaba con la muerte del legendario arqueólogo en las ruinas de Akrotiri.
Mientras Sideris se extendía en un panegírico de Marinatos que, en realidad, era más bien alabanza propia, Iris se acercó a una bonita joven de ojos almendrados vestida con corsé y falda de campana.
—¿Hay alguna pantalla en esta sala?
La muchacha asintió y la condujo hasta la pared más apartada de la mesa. Después pulsó un mando que llevaba entre los volantes de la falda, y un fresco que representaba delfines azules saltando entre las olas se transparentó y se convirtió en una pantalla de televisión. Cuando sintonizó la NNC, la primera imagen que apareció fue la de un volcán vomitando nubes de humo negras. La joven puso cara de preocupación.
—¿Crees que estamos en peligro aquí? —preguntó en voz baja.
—No. El volcán de Kolumbo está controlado. Si las cosas se ponen realmente feas, lo sabremos con tiempo —respondió Iris. No tenía sentido inquietar más a la joven.
Al ver que estaban entrevistando a Eyvindur, Iris no se resistió a la tentación de llamarlo.
—Sæl, Iris! —respondió Eyvindur, sonriendo desde la pantallita del teléfono—. ¿Cómo estás?
—Viéndote por duplicado en la tele y en mi móvil.
—Yo también me estoy viendo. Debo ser la celebridad del momento —dijo Eyvindur, y su sonrisa creció aún más. Siempre había sido bastante vanidoso.
—¿Lo están poniendo a la misma hora en Italia?
—Y en todos los países. Es porque se cumplen cuarenta y ocho horas de la erupción.
—¿Cuándo te han entrevistado?
—Calcúlalo tú misma.
A la espalda del vulcanólogo se divisaba la silueta del Vesubio. Aunque no se veía el sol, por la luz rojiza que bailaba el volcán debía de estar atardeciendo.
—¿Hace unas tres horas?
—Más o menos. Ha sido una periodista. Morena, joven y guapa. No se me ocurre nada más positivo que decir de ella.
La joven en cuestión apareció en pantalla con un grueso micrófono que lucía el logotipo de la cadena. Mientras intentaba que el viento no le alborotara demasiado los rizos negros, preguntó a Eyvindur:
«La velocidad del proceso eruptivo… ¿Se dice así, profesor Freisson?».
«Eyvindur, por favor. Sí, puede llamarlo así, si quiere».
«La velocidad del proceso eruptivo ha asombrado a los científicos. O a casi todos los científicos. Hay voces discrepantes, y una de ellas es la suya. ¿Qué nos puede usted decir?».
«Llevo meses alertando de que algo así podía suceder. Y no sólo en Long Valley. También podría ocurrir aquí».
«¿Se refiere usted al Vesubio?». La joven se soltó el pelo para señalar hacia el volcán. Sus rizos se descontrolaron y algunos se le metieron en la boca.
«Me refiero a una bestia mucho más peligrosa que el Vesubio, señorita. Y nos encontramos justo sobre esa bestia: los Campi Flegri, o Campos Llameantes».
La realización mostró una imagen por satélite de la región al oeste de Nápoles, un lugar que Iris conocía bien, sembrado de cráteres circulares.
—Kanina…
Iris se volvió. Finnur la había agarrado por el codo y tiraba ligeramente de ella.
—¿Por qué no vuelves a la mesa? No es muy educado dejar a Sideris con la palabra en la boca.
—Que yo sepa, no se la he quitado. Tiene público de sobra —repuso Iris, tapando el móvil para que Eyvindur no la viera ni oyera—. Lo que está pasando en Long Valley es más urgente que cualquier anécdota que pueda contarte tu jefe.
—A mí también me interesa informarme sobre la erupción, kanina. Pero podemos volver a ver el reportaje cuando queramos.
«Si vuelve a llamarme conejito le doy un puñetazo». No era la primera vez que Iris lo pensaba, pero de momento no se había atrevido a llevar a cabo su amenaza.
—Estoy hablando con Eyvindur —dijo, a sabiendas de que eso molestaría a Finnur—. Déjame, por favor.
—¿Te sigue poniendo ese carcamal? ¿No ves cómo está babeando con la periodista? ¡Qué asco!
—He dicho por favor.
Finnur abrió los dedos como si soltara una serpiente y regresó a la mesa. Pero antes de sentarse se volvió y le dirigió una mirada que Iris conocía y temía de sobra. Cuando se quedaran a solas en el apartamento, la esperaba una ristra de reproches enumerados con una voz tan glacial como la de Hel, reina de los muertos en el Niflheim. Al final, Iris siempre acababa llorando. Y luego, cuando apagaban la luz y fingían dormir, se odiaba a sí misma por ser débil y eso hacía que llorara todavía más.
Pero hoy no ocurriría.
—¿Sigues ahí, Iris?
—Sí, perdona la interrupción —dijo Iris, destapando el móvil. En la tele, un Eyvindur más grande proseguía con sus explicaciones.
«Que la Tierra se haya comportado de un modo lento y más o menos previsible desde que existen observaciones científicas no quiere decir que vaya a comportarse así siempre».
«¿Qué quiere usted decir? ¿Que nuestro planeta puede hacer cosas imprevisibles?».
«A su manera, la Tierra es un inmenso ser vivo. Los seres vivos, como usted o como yo, podemos atravesar largos periodos de estabilidad. Tan largos que creemos que la estabilidad es la norma y que tenemos nuestras vidas controladas».
«Muy interesante, profesor. Pero…».
«Sin embargo, en el momento más inesperado e inconveniente sufrimos crisis emocionales, accidentes o enfermedades agudas que provocan cambios espectaculares y terribles en nuestra existencia. Y todo eso en muy breve espacio de tiempo».
«De todo lo que nos ha comentado, ¿qué diría que le está pasando a la Tierra? ¿Sufre una enfermedad aguda?»
«Enfermedad no es la palabra apropiada. Lo comparo más bien a la crisis emocional que mencionaba».
«No le entiendo».
«Ya me doy cuenta. Verá: la Tierra está preparándose para un gran cambio. Una transición, un paso de la adolescencia a la madurez. De esa transición surgirá una nueva Tierra, completamente transformada. Y, sin embargo, nuestro planeta seguirá siendo tan activo y tan rico en vida como siempre. En cambio, nosotros los humanos…».
El vulcanólogo meneó la cabeza con una sonrisa triste.
«¿Qué quiere decir? ¿Tan grave es el peligro?».
«Somos los piojos de la Tierra. ¿Qué les ocurre a los piojos si el animal al que parasitan cambia de piel? No es una cuestión personal. La Tierra tiene sus propios intereses… que pueden chocar con los nuestros».
El reportaje abandonó a Eyvindur, al menos de momento. La presentadora del programa volvió a aparecer, recortada sobre una imagen por satélite del oeste de Estados Unidos.
«Los comentarios de Eyvindur Freisson pueden sonar apocalípticos. Pero los estragos que ha causado el volcán de Long Valley en tan sólo 48 horas parecen darle la razón. Las tres chimeneas están arrojando millones de toneladas de lava, cenizas y gases volcánicos.
—Millones no. Miles de millones-comentó Iris, que tenía facilidad para el cálculo.
—Así es —dijo Eyvindur por el móvil—. En el primer día ya vomitó más material que el St. Helens en dos meses.
«Las impactantes imágenes que les vamos a mostrar son de las primeras horas de la erupción, cuando el volcán sólo tenía dos bocas activas».
Unas cámaras lejanas mostraban dos nubes negras gemelas que se elevaban hacia el cielo, como gigantescos hongos que se esparcían en las alturas hasta formar un oscuro dosel que se extendía poco a poco.
Después se vieron unos planos tomados desde el suelo por la cámara de un aficionado, un turista que se encontraba en Mammoth Lakes y que intentaba huir en su todoterreno junto con su mujer y sus hijas, pero que al verse parado en un atasco había decidido bajar del coche para rodar imágenes.
Sólo desde el nivel del suelo se apreciaba la verdadera magnitud de aquellas nubes que ocupaban casi todo el campo de visión y que no dejaban de crecer y devorar en sus entrañas los rayos del sol, como agujeros negros en expansión.
«La persona que tomó este vídeo lo subió a Internet al mismo tiempo que lo rodaba. Gracias a eso podemos presentar este impresionante testimonio».
«¡Papá! ¡Papá!». La cámara de vídeo se volvió hacia el todoterreno. Una niña rubia aporreaba la ventanilla. Sus palabras apenas se distinguían entre el fragor de la erupción, pero las habían subtitulado. «¡Métete al coche! ¡Corre!».
El turista se giró hacia su izquierda. El sonido de la cámara, que se oía muy distorsionado por el estruendo del volcán, terminó de saturarse.
Conforme las cenizas habían cubierto el cielo, la imagen se había oscurecido con rapidez. Pero cuando la cámara se volvió hacia la izquierda, su objetivo encontró una nueva fuente de luz. Una nube alargada, como el frente de un alud inmenso, descendía hacia las casas del pueblo. Su textura era algodonosa, con excrecencias y bulbos móviles, una especie de coliflor monstruosa dotada de movimiento. La luz procedía de aquella nube.
—Es un plano magnífico —dijo Iris, a su pesar.
Bajo la sombra casi impenetrable del inmenso hongo de cenizas, el calor de la nube hacía que ésta resplandeciera como una miríada de brasas ardientes mientras arrasaba los edificios y los árboles del pueblo y avanzaba hacia el todoterreno.
El turista volvió la cámara hacia su propio rostro. Sus rasgos, iluminados por el resplandor rojizo de la nube, parecían los de un condenado. Y sus ojos mostraban la resignación opaca de quien, como los que entraban en el infierno de Dante, había abandonado toda esperanza.
La voz del hombre sonó chirriante y entrecortada. Los subtítulos tradujeron sus palabras:
«Les informó Walter Morrell para la NNC. Que Dios nos proteja a todos…».
La cámara se volvió una vez más hacia la nube piroclástica, que cubrió los últimos metros con la voracidad de un depredador llameante. Entre el estruendo se oyó algo parecido a un grito que los subtítulos interpretaron como: «¡Dios, Dios, Dios…!». Después todo se volvió negro y hubo dos segundos de silencio.
En aquel silencio, Iris pudo oír el latido de su corazón. Nadie hablaba en la sala. Se dio la vuelta y comprobó que todos en la mesa estaban mirando la pantalla. Incluso Sideris se había callado.
Miró de nuevo a la televisión. Recuadrada en una esquina pantalla, apareció una foto de Walter Morrell, sonriente y con un micrófono de la NNC en la mano. Con gesto serio, la reportera que presentaba el informativo dijo:
«Walter Morrell era redactor de la NNC. Tenía treinta y cuatro años, estaba casado y tenia dos hijas. Los cuatro disfrutaban de unos días de vacaciones en Mammoth Lakes. Hasta el último momento cumplió con su deber como periodista. Desde aquí, sus compañeros queremos rendirle un último homenaje. Descanse en paz».
—Siempre corporativos estos plumillas —dijo Eyvindur.
—Por Dios, Eyvindur —susurró Iris, volviendo la mirada hacia el móvil—. Ten un poco de sensibilidad.
—Lo que intento es perderla, Iris. Vamos a contemplar muchas imágenes como ésta. Lamento la muerte de ese hombre, pero me alegro de que estuviera allí con esa cámara y tuviera la presencia de ánimo de subir el vídeo a la red.
Según mostraban las imágenes térmicas del satélite, la nube ardiente se había precipitado sobre el pueblo de Mammoth Lakes a más de cuatrocientos kilómetros por hora. Los habitantes que habían sobrevivido a la amenaza anterior, una nube asfixiante de dióxido de carbono, habían encontrado a cambio una muerte horrible. Para ilustrarlo, el reportaje mostró la fotografía de una víctima de los flujos piroclásticos del Monte Pelado en 1902. El cuerpo de aquel hombre había alcanzado tal temperatura que sus propios intestinos le habían reventado el abdomen y habían brotado de su cuerpo como la clara de un huevo que se rompe al hervirlo.
Iris había visto muchas veces esa antigua foto en blanco y negro, pero se estremeció al pensar en el destino de Walter Morrell, de su familia y de los demás residentes de Mammoth Lakes. Según los cálculos, más de quince mil personas habían muerto en apenas un minuto. Iris se imaginó el grito colectivo de quince mil gargantas abrasadas en las llamas del infierno, y después el silencio escalofriante de un vasto cementerio.
Para ilustrar el desastre, la NNC mostró cómo era Mammoth Lakes apenas unas horas antes, un pueblo pintoresco al pie de una montaña nevada, rodeado de verdes pinares y lagos que brillaban como espejos. Sobre esa imagen superpuso la grabación tomada por un drone, un avión por control remoto que había penetrado bajo el gran manto negro de cenizas para grabar un vídeo. En aquellas condiciones, el aparato no había tardado en estrellarse. Pero antes de hacerlo envió un vídeo infrarrojo que, una vez tratado por ordenador, mostraba un paisaje lunar del que brotaban columnas de humo. Iris aceptó que aquel paraje era el mismo de antes porque así se lo decían, pero no encontraba el menor parecido entre ambos. Era como si el Enola Gay hubiera arrojado su bomba atómica sobre Mammoth Lakes.
«Pero esto es sólo el principio», dijo la presentadora.
—Por una vez, tiene razón —comentó Eyvindur. Iris y él llevaban un rato callados, cruzando de vez en cuando miradas a través de la pantalla del móvil.
Un pequeño sobre amarillo apareció sobre el rostro de Eyvindur. Un mensaje de texto.
¿Ha empezado ya lo que temías, Iris? ¿Cuál será el siguiente lugar?
A Iris se le aceleró el corazón al comprobar que el número era el de Ragnarok, alias Gabriel Espada. De un modo absurdo, se alegró de tener noticias suyas, de saber que seguía existiendo y se acordaba de ella. Pero fue una fracción de segundo, y luego pensó en español: «Cabrón mentiroso».
Borró el mensaje sin contestar. De haber podido, en vez de borrarlo lo habría incinerado.
«La nube de cenizas ha cruzado ya los límites del estado de California y, tras sobrepasar Sierra Nevada, empieza a amenazar las grandes llanuras cerealísticas del centro», proseguía la presentadora.
En una imagen virtual de la zona occidental de Norteamérica, tan alejada que se apreciaba la curvatura de la Tierra, se veía cómo brotaban tres penachos negros del suelo. Conforme subían, el humo y las cenizas so desplegaban en las alturas como una sombrilla en forma de elipse desplazada hacia la parte derecha de la pantalla.
«Esos chorros no dejan de inyectar cenizas y aerosoles en la parte superior de la estratosfera, y los vientos dominantes están arrastrando ese material hacia el este. Aquí pueden ver la extensión actual de la nube…».
—Fíjate, Iris —dijo Eyvindur desde el móvil—. Sólo han pasado cuarenta y ocho horas. Mira hasta dónde llegan las cenizas.
En la imagen aparecieron unas líneas amarillas que marcaban las fronteras interestatales. La nube ocupaba prácticamente toda California, y también los estados vecinos de Nevada, Utah y Arizona, y empezaba a internarse en Nuevo México y Colorado.
En Santa Fe, a unos mil kilómetros del volcán, la gente acostumbrada a un sol cegador caminaba cabizbaja bajo un cielo plomizo. La mayoría llevaba el rostro tapado con pañuelos, algunos con mascarillas sanitarias y otros incluso con bolsas de plástico agujereado. En primeros planos se veía a algunas personas con el pelo lleno de cenizas, como si les hubieran volcado sobre la cabeza los rescoldos de una chimenea. Sus rostros parecían de zombis, con los ojos irritados como manchas sangrientas entre la ceniza.
Los coches avanzaban con los limpiaparabrisas en marcha, pero era una solución momentánea. Enseguida se les agotaba el agua de los depósitos y la mezcla de la ceniza formaba sobre los cristales una capa de barrillo en la que las escobillas se atascaban. La gente terminaba dejando los vehículos en los arcenes o directamente en medio de la calzada, lo que había provocado atascos de decenas de kilómetros. Finalmente, aquellas trombosis automovilísticas se habían unido en una sola y la red de carreteras se había colapsado víctima de una necrosis total. Los coches paralizados poco a poco eran enterrados por la ceniza, que en algunos casos cubría ya por completo las ruedas.
«Todo esto que ven ustedes sucede a mil kilómetros del foco de la erupción. Apenas recibimos noticias de lo que está pasando más cerca, pero se teme que las imágenes sean dantescas. Hay lugares con los que se han perdido prácticamente las comunicaciones. Ocurre con buena parte de Nevada y Arizona y, por supuesto, con casi toda California».
—Y sólo han pasado cuarenta y ocho horas —murmuró Iris—. ¿Qué ocurrirá si no se detiene la erupción?
—Nada bueno, Iris —respondió Eyvindur—. Nada bueno.