Capítulo 58

Madrid, Moratalaz / La Atlántida

Por un momento, Gabriel temió haber caído en un bucle de recuerdos. Kiru se hallaba en lo alto de la pirámide, las antorchas iluminaban las siete terrazas, los prisioneros subían desnudos y encapuchados las escaleras de la cara sur, la luna llena brillaba en el cielo y se oía el siniestro cántico de los asistentes al bárbaro ritual.

Pero enseguida captó detalles diferentes.

La luna se veía amarillenta como una muela cariada, y ni los pebeteros ni la sangre derramada disimulaban la fetidez a huevo podrido que flotaba en el aire. Además, la primera vez que había presenciado aquella escena a través de los ojos de Kiru, ella era una víctima más que subía por la pirámide con los labios cosidos.

Ahora, Kiru estaba de pie junto a Minos, tras el sitial de Sybil.

Las víctimas morían sobre el altar y luego rodaban escaleras abajo. Era la tercera vez que Gabriel contemplaba aquel sacrificio colectivo, pero no lograba acostumbrarse al horror.

Entonces ocurrió algo que hasta entonces se le había hurtado en sus visiones.

Sonó un zumbido agudo, que se convirtió en un chirrido estridente. Isashara levantó una mano. Los sacerdotes imitaron su gesto y el desfile de prisioneros se interrumpió.

Los asistentes empezaron a cantar en tonos graves un cántico en honor de la Gran Madre y del espíritu de la Tierra que respiraba por la montaña de fuego. Kiru volvió la mirada hacia la cúpula, de donde provenía aquel estridor. Toda su superficie se había teñido de verde, y en la pared se había abierto una ranura que poco a poco se convirtió en una puerta de apenas metro y medio de altura.

—La Gran Madre está satisfecha con la ofrenda de sangre y ahora hablará con sus hijos —dijo Sybil.

Después se puso en pie y bajó del estrado. Minos la tomó de la mano, y Gabriel supuso que lo hacía para acompañarla.

Pero no fue así.

—Tú no —dijo Minos—. Subiré con nuestra madre.

Sybil se volvió hacia su hermano y esposo abriendo dos ojos como platos.

—¿Qué estás diciendo?

—La última vez cometiste un error, Isa.

Aunque trataban de hablar en susurros, Kiru tenía el oído muy fino y lo estaba escuchando todo.

—¿Que yo cometí un error? Eres tú quien me guía ahí dentro.

—No podemos equivocarnos ahora. ¿Quién mejor que nuestra madre?

—Pero ¿no comprendes que está loca? ¡Ah, es por eso! Crees que la manipularás mejor que a mí. Como si yo me resistiera a ti alguna vez…

A Kiru la molestaba que aquellos dos que aseguraban ser sus hijos hablaran de ella como si no estuviera delante.

—¿Pretendes que sea una loca quien salve nuestro reino? —insistió Sybil.

Kiru dio un paso hacia ella y le asestó un tremendo bofetón. «Bravo», aplaudió por dentro Gabriel. Aunque el golpe no fue tan contundente como el que le había propinado Herman con la palanca de acero, bastó para que Sybil trastabillase y diese con sus huesos sobre las piedras de la pirámide.

Se había hecho un silencio sepulcral en el que se podía oír el zumbido del campo eléctrico que emitía la cúpula de oricalco.

Kiru era más alta y atlética que su hija. Y no le temía a nadie. La mirada que le clavó Minos habría encogido de terror a cualquiera, pero ella no se inmutó.

—Kiru no está loca —dijo.

«De eso no estoy tan seguro», pensó Gabriel, aunque lo que había hecho le parecía genial. Sobre todo cuando vio el gesto de ira y despecho de Sybil al levantarse.

Minos suavizó su mirada.

—Claro que Kiru no está loca —dijo.

Después se volvió hacia Sybil.

—Tenemos que arreglar el mal que hemos hecho. Hay que sumergirse más que nunca y bucear hasta donde sea preciso para convencer a la Gran Madre.

—¡Yo puedo hacerlo! —exclamó Sybil, ya sin importarle que los demás oyeran aquella riña entre inmortales—. ¡Ella no nos hace falta!

Minos la agarró de las manos.

—¿Y si te sumerges tanto que luego no puedo sacarte? ¿Y si ella te absorbe para siempre? ¡No quiero perderte!

Cuando se fundió con la mente de Sybil, Gabriel había captado la mezcla de amor y odio que sentía por su hermano. Ahora, aunque la estaba viendo por los ojos de Kiru, volvió a percibirla.

—De modo que no me quieres perder —dijo.

—Así es —respondió él.

Sybil sonrió.

—Está bien. Lo entiendo y lo acepto, hermano.

Gabriel pensó que Minos tal vez fuese inmortal y poderoso, pero no sabía nada de mujeres. Sybil ni entendía ni aceptaba. Sólo se estaba rindiendo de momento para vengarse más adelante.

Minos tomó de la mano a Kiru, y los dos juntos subieron con paso flexible la escalera que llevaba hasta la abertura de la cúpula.

Ambos eran igual de altos, y tuvieron que agacharse para entrar. El interior estaba bañado de una luz cambiante, entre dorada y roja. «Es maravilloso», pensó Gabriel.

Una vez dentro, hijo y madre se sentaron en el suelo, en la posición del loto, de frente el uno al otro y entrelazaron las manos. Se miraron a los ojos…

… y las pupilas de Minos devoraron a Kiru, que a su vez sintió cómo Minos era absorbido por las suyas.

Cayeron por un pozo sin fondo.

A través de Kiru, Gabriel percibió la mente de la Gran Madre. Sólo estaban rozando una de sus esquinas, o una de sus capas, o moviéndose en una de sus múltiples dimensiones. Algo de la energía de la Gran Madre corría por ellos, pero aún la veían desde fuera.

Y entonces comprendió Gabriel el sueño que lo había sacado de la cama la noche del 1 de mayo. Supo que aquella inteligencia que él había creído alienígena era en realidad la mente de la propia Tierra, un cerebro colectivo de increíble magnitud, una vasta colmena de pensamientos que latía bajo los pies de los humanos sin que éstos lo sospecharan.

Y las enormes burbujas rojas que en su sueño creyó nubes de gas en un planeta gigante no eran tales. Se trataba de células convectivas, gigantescas bolsas de roca que al fundirse se hacían menos densas y ascendían a la superficie…

… justo lo que estaba ocurriendo en el siglo XXI, el presente de Gabriel. En aquel sueño, conscientemente o no, la Gran Madre le había avisado de lo que iba a hacer. Sólo que su pensamiento era tan ajeno que él no podía comprenderlo.

Ni siquiera, Gabriel lo supo ahora, los Atlantes inmortales la comprendían del todo. Por más que se creyeran dioses, no eran más que humanos mejorados, con cuerpos perfectos e increíblemente resistentes y dotados del poder de fundir sus mentes entre ellos y manipular las emociones ajenas. Pero sus cerebros pensaban en escalas humanas e individuales.

En cambio, la Gran Madre formaba una red colectiva de trillones o cuatrillones de conexiones, y aquella mente se sustentaba sobre un soporte físico cuyo volumen se medía en miles o millones de kilómetros cúbicos.

Aun así, los hijos de Atlas y Kiru tenían la audacia de moverse en el interior de aquella red y trastocar sus nudos y sus trenzas a su antojo. Gabriel lo comprendió ahora. Gracias a la cúpula, que era a la vez una especie de amplificador y un traductor, los Atlantes podían fundirse dentro de la gran mente y alterar parte de la red. Un toque aquí, y se producía un maremoto que hundía la flota minoica y obligaba a la orgullosa isla de Creta a volver al redil y pagar el tributo debido a los señores de la Atlántida. Una manipulación allá, y un terremoto devastaba un lugar tan alejado como Troya en una época muy anterior a la gran guerra.

El poder absoluto, el chantaje definitivo, sin necesidad de ejércitos. Los Atlantes manejaban la ira de la Gran Madre.

«Si ellos podían servirse de la cúpula para manipular las fuerzas del interior de la Tierra, y si Kiru es como ellos…»

… tal vez, pensó Gabriel, aún existía una posibilidad para detener la oleada de supererupciones que estaban azotando el mundo.

Tras aquella breve esperanza, el desánimo le invadió. La cúpula de oricalco estaba en la Atlántida. Y la Atlántida había sido destruida.

* * *

Leyendo los recuerdos de Kiru, Gabriel se adentró también en la mente de Minos. El que se consideraba a sí mismo el más poderoso y astuto de los hijos de Atlas, el que había acabado con todos sus hermanos salvo Isashara, la única por la que sentía algo parecido al amor.

Si Sybil era una psicópata a la que le gustaba infligir sufrimiento y destrozar la felicidad y la belleza ajenas, Minos era un drogadicto del poder. Su peor pecado era la soberbia, una soberbia que lo cegaba y lo hacía creerse capaz de todo.

Pero esta vez se había equivocado.

Debes ir allí, madre. Un dedo inmaterial señaló a Kiru el lugar hasta el que debía «bucear». Fundido en mentes ajenas, Gabriel ya no sabía quién era o dejaba de ser. ¿Kiru, Minos, la Gran Madre? ¿Gabriel Espada?

Pero aunque no supiera quién era, podía ver. La geometría de la mente colmena se superponía sobre la estructura interior de la Tierra como un vasto holograma luminoso.

Allí, a miles de metros de profundidad, se encontraba la cámara de magma. Un enorme corazón de cien kilómetros cúbicos. Encerrada en un lecho de piedra sólida, el volumen de la cámara no crecía apenas. Sin embargo la cantidad de magma en su interior no dejaba de aumentar. Era una inmensa olla a presión esperando el momento de estallar.

Minos no era ningún geólogo, más bien un artesano que comprendía intuitivamente qué debía hacer. Gabriel captaba cada vez más su mente, pues la de Kiru se estaba vaciando de sí misma. Comprendió cuál era el sistema: la mujer era la médium, el vehículo de transmisión con la mente de la Gran Madre, pero al unirse a ella perdía su individualidad y no era capaz de tomar decisiones personales. El varón se mantenía algo apartado, en segundo plano, sin rozar personalmente a la Gran Madre, y así podía manejar a la hembra a modo de herramienta.

El lugar que Minos le señaló a Kiru se hallaba debajo de la cámara de magma. Allí había cinco vastas chimeneas que ascendían desde el manto, por las que no dejaba de subir roca fundida que aumentaba aún más la presión de la cámara. No estaba en manos de Kiru cerrarlas inmediatamente. Pero sí alterar la red mental para que se produjeran cambios en el flujo de energía interno. De ese modo la roca fundida encontraría otros cauces, se desviaría y dejaría de aportar calor y presión a la cámara, que con el tiempo podría enfriarse o descargar presión sin provocar una megaerupción.

Era la forma de salvar a la Atlántida.

«Pero la Atlántida no se salvó», recordó Gabriel.

«¡Eso no, madre!».

El grito mental taladró los oídos de Gabriel, y vio unos destellos fugaces, allí donde Kiru estaba trastocando los nudos de la red.

En lugar de desviar los cursos de las chimeneas, Kiru había abierto un puente entre ellas. Ahora las cinco estaban en proceso de convertirse en sólo dos. El flujo de roca fundida que ascendía hacia la cámara se había duplicado.

«Kiru no está loca», se obstinó ella.

* * *

Tras este pensamiento, Gabriel se vio de nuevo en la cúpula. Kiru había soltado las manos de Minos, que la observaba con un gesto de terror congelado en su rostro.

Pese a su amnesia y a que era evidente que tenía la mente dañada, Kiru había actuado con astucia. Ayudado tal vez por la ciega soberbia de Minos, había sabido esconderse, y cuando parecía que su voluntad se había fundido con la de la Gran Madre, había actuado por su cuenta de forma devastadora.

Kiru salió corriendo de la cúpula y bajó las escaleras. Junto al altar pringado de sangre, Sybil la miraba estupefacta.

Saltaba a la vista que ésa no era la forma de terminar con el ritual.

Sybil intentó detener a Kiru, pero ésta volvió a empujarla y la derribó sobre el altar.

—¡Matadla! —ordenó Sybil.

La escalera sur estaba llena de oficiantes y de prisioneros destinados al sacrificio, de modo que Kiru decidió huir por la grada oeste. Pese a los gritos de Sybil, nadie la persiguió, y ella saltó de peldaño en peldaño, complacida en la flexibilidad y la fuerza de sus piernas.

—¡Kiru no está loca! —gritó.

Gabriel no estaba tan seguro. En los pensamientos de Kiru no encontraba otra razón para lo que había hecho que la furia por el desdén con que la habían tratado sus hijos.

Pero estaba claro que había condenado a la Atlántida.

Kiru llegó al final de la escalera y siguió corriendo ladera abajo, saltándose los meandros de la avenida sagrada sin importarle la pendiente. Sus plantas descalzas eran duras como suelas de cuero.

—Kiru tiene que salir de aquí —dijo en voz alta.

Quizá no estaba tan loca, pensó Gabriel. Al menos le quedaba algo de instinto de conservación.

Atlántida
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