Capítulo 73

Dentro de Nea Thera

Alborada llevaba todo el rato experimentando un pavor que provenía de dos fuentes y que tenía paralizado a todo el mundo en el garaje. Salvo, obviamente, a los dos hermanos.

Ahora que veía a Minos-Kosmos sin maquillaje, el parecido entre él y Sybil saltaba a la vista. La nariz aguileña, los labios sensuales, los ojos algo juntos. Combinando los rasgos de los dos se obtenían, de alguna manera, los de su padre.

Un padre que había demostrado ser demasiado optimista. «El hombre optimista siempre es el más triste, porque fracasa por exceso de confianza». Era otro de los principios del código Alborada. Parecía mentira que alguien que contaba su edad en milenios hubiera caído en la trampa de subestimar a sus enemigos. Sus hijos lo habían derrotado una vez. Ahora volvían a hacerlo.

—Lo siento, jovencito. Vamos a ir adelantando trabajo.

Alborada levantó la cabeza. Minos tenía el hacha levantada sobre Joey. El miedo seguía atenazándolo por dentro, pero de pronto Alborada se imaginó que quien estaba de rodillas aguardando el golpe mortal era su hijo Luis. Una ira que no procedía de ningún Atlante, sino de sus propias visceras, se apoderó de él.

Balanceó el cuerpo hacia atrás y lo proyectó adelante. Su cabeza, acostumbrada a rematar balones en su época de futbolista, se clavó con violencia en la entrepierna de Minos.

El inmortal retrocedió un par de pasos y se arrugó sobre sí mismo, sin soltar el hacha. Alborada dio un par de saltitos sobre las rodillas para acercarse a él y atacarlo de nuevo, pero fue un intento ridículo con el que apenas logró avanzar un palmo de terreno.

Aunque a juzgar por su gesto todavía le dolía, Minos se enderezó y levantó el hacha de nuevo, esta vez apuntando a la cabeza de Alborada.

—¡De rodillas!

La orden se clavó en la nuca de Alborada y corrió por su columna vertebral. No podía obedecerla, porque ya estaba postrado, pero agachó la barbilla sobre el pecho.

Para su sorpresa, Minos soltó el hacha y se dejó caer al suelo.

Sólo entonces se dio cuenta Alborada de que la voz que había sonado era la de Randall.

Aunque unos dedos invisibles tiraban de su barbilla hacia abajo, hizo un esfuerzo titánico y torció el cuello a la derecha.

Randall miraba fijamente a Minos, con los ojos muy abiertos. Las venas de su cuello y de su frente se habían hinchado como sogas a punto de partirse.

Después, Randall cerró el puño derecho. Durante unos segundos, su rostro se contrajo en un gesto de dolor, y se mordió los labios hasta hacerse sangre.

—¡Aaaag! —exclamó, separando el brazo de la puerta.

Se había desclavado la mano tirando con tanta fuerza que la cabeza del clavo le había atravesado la carne y los tendones. Randall repitió la maniobra la otra mano, y después con los pies, entre gruñidos de dolor. Sólo entonces su cuerpo resbaló hasta el suelo.

El garaje volvió a temblar. Una explosión sacudió las paredes. Dos segundos después la siguió otra.

«Estamos en un volcán en erupción —pensó Alborada—. Otra vez».

Pero ya no tenía miedo, ni del volcán ni de Minos.

Sin levantar la barbilla, miró de reojo a Joey. El muchacho estaba como él, encogido, casi a punto de clavar la frente en el suelo para prosternarse ante Randall.

La atmósfera del garaje había cambiado. Sobre los olores ácidos de la erupción flotaba un olor, una feromona o un hechizo distintos. Allí ya no reinaba el miedo, sino algo diferente.

Una mezcla de amor, respeto, obediencia. Reverencia.

Era como si se hallaran en presencia de Dios.

Y ese dios, el Dios, Randall, se agachó y recogió del suelo el hacha que había dejado caer Minos.

«¿Cómo he podido dudar de Ti?», se preguntó Alborada con adoración, aunque sabía que, al igual que el miedo anterior, ese fervor se debía al Habla.

—¿De verdad creías que podías superar a tu padre, al Primer Nacido? —preguntó Randall—. El mismo que te engendró puede destruirte.

—Me… has… engañado… —articuló Minos a duras penas.

—Eres tú el único que se ha engañado siempre.

Minos alzó la mirada hacia su padre. Las mandíbulas le temblaban y los ojos parecían a punto de saltar de sus órbitas. Randall levantó el hacha sobre la cabeza de su hijo.

—No… tienes… cojones… —jadeó Minos.

«Mátalo —pensó Alborada—. Mátalo o estamos perdidos».

A su alrededor, los demás prisioneros amordazados mantenían los ojos clavados en la silenciosa batalla que se libraba en el rostro de Randall.

El Primer Nacido apretó las manos sobre la empuñadura del hacha. Las fibras de sus antebrazos se marcaron como cables de acero. Por un segundo, Alborada creyó que descargaría por fin el golpe mortal.

Pero Randall exhaló un profundo suspiro y arrojó lejos el hacha.

—No derramaré sangre ni siquiera por ti —dijo. «Esto se acabó», pensó Alborada.

—Ya te he dicho que no tienes cojones —dijo Minos. Randall se inclinó sobre él y le puso las manos sobre ambas sienes.

—Hay otros procedimientos, hijo —dijo Randall.

—Suél… ta… me…

Minos le agarró las muñecas para apartarlo de él. Pero los dedos de Randall se clavaron con más fuerza en su cabeza.

—Dicen que la muerte es el olvido total —dijo Randall—. Si es así, entonces el olvido total también es la muerte.

Por fin, Minos dejó de resistirse y puso los ojos en blanco.

—Voy a robarte todo lo que has sido, hijo mío. Espero que en tu nueva vida seas alguien mejor de lo que fuiste.

Alborada comprendió. Randall le había borrado a él un recuerdo, la memoria de algo malo que ahora sentía como una ausencia.

Ahora, iba a formatear por completo la mente de su hijo.

* * *

Cuando Gabriel y sus acompañantes entraron en la mansión, Iris los guió por el laberinto de pasillos hacia el garaje donde se hallaba la cúpula. Por el camino se cruzaron con varias personas que huían enloquecidas, algunas vestidas con ropas normales y otras ataviadas a la moda minoica. Entre ellos venía un tipo rubio que casi arrolló a Gabriel con su corpachón.

—¡Váyanse de aquí! —gritó en inglés, sin detenerse—. ¡Ahí abajo están todos locos!

Después siguió corriendo y se perdió por un pasillo. Iris se volvió hacia él, levantó la mano y pareció a punto de gritarle algo, pero se arrepintió.

—¿Quién es? —preguntó Gabriel.

—Es… —Iris vaciló un instante y meneó la cabeza—. No es nadie. Vayamos a buscar la cúpula.

Cuando llegaron al garaje, descubrieron que allí había cinco personas que no habían huido. En el caso de una de ellas, la razón era evidente. Estaba tendido en el suelo y, por su aspecto, no daba la impresión de que fuera a levantarse nunca más.

—Es Sideris, el director de las excavaciones —le informó Iris—. Debe haber sufrido un ataque al corazón.

A cierta distancia del cadáver había un chico moreno de doce o trece años con rasgos amerindios. Estaba sentado en el suelo, con la espalda apoyada en una columna y las rodillas apretadas contra el pecho. Pese a su propio abrazo, temblaba visiblemente.

Al lado del muchacho había alguien a quien Gabriel no habría esperado encontrar.

Alborada. El individuo que le había dejado sin trabajo y se había casado con su ex mujer.

Sin embargo, Gabriel se alegró al verlo allí, donde confluían todos los senderos.

—Marisa estaba muy preocupada por ti —le dijo, estrechándole la mano con fuerza.

Alborada le correspondió el apretón con sinceridad, e incluso le palmeó el hombro. Ni cuando coincidieron en el instituto se habían permitido tales familiaridades.

—Lo sé —respondió Alborada—. Todo ha sido muy complicado. Voy a presentarte a un amigo.

El amigo era un tipo con aspecto de hippy. O de Jesucristo, pensó Gabriel al percatarse de las heridas que tenía en las manos y en los pies. Después vio la puerta con los cuatro clavos ensangrentados y se dio cuenta de que la comparación con Jesucristo era más que acertada.

—Gabriel Espada, éste es Randall.

—También conocido como Atlas, ¿no es así? —preguntó Gabriel.

El aludido enarcó las cejas, sorprendido.

—¿Cómo sabe quién soy?

Gabriel se giró y señaló a Kiru, que se había mantenido algo apartada del grupo. Al verla, los ojos de Randall se iluminaron en señal de reconocimiento, y avanzó unos pasos hacia ella.

—¡Kiru! Estás… ¡Sigues viva!

Sí, seguía viva, y Gabriel pensó que no dejaba de ser un gran mérito después de tres mil quinientos años de vagar por el mundo con las neuronas medio abrasadas. Kiru apretó a Frodo contra su pecho y no hizo ademán de acercarse a Atlas, pero tampoco retrocedió.

—Kiru no te recuerda. Kiru no se fía de ti.

Ambas afirmaciones parecían contradictorias, lo que hizo sospechar a Gabriel que la última regresión había despertado en Kiru más memorias de las que ella misma quería reconocer. Algún recuerdo debía tener de Atlas si no confiaba en él.

—Si la señorita Kiru no se fía, tenemos un problema —dijo Valbuena, señalando a la quinta persona que había en el garaje.

Gabriel reconoció a Minos por sus visiones. Pero el gesto de determinación y crueldad del hermano de Sybil había desaparecido. A decir verdad, todo gesto se había borrado de su cara, que parecía una pizarra en blanco. Estaba tendido en el suelo, en posición fetal, chupándose el dedo y meciéndose entre balbuceos ininteligibles.

—¿A qué se refiere, profesor? —preguntó Gabriel.

—Ahora que Isashara está muerta y, al parecer, Minos se ha convertido en un guiñapo sin cerebro, sólo quedan dos Atlantes. Y los dos deben entrar juntos a la cúpula.

—Kiru no entra con él —se empeñó ella.

Randall miró a Valbuena con gesto escrutador, como si se preguntara quién era aquel intruso que parecía dispuesto a organizarle la vida. Después, se volvió hacia la cúpula.

—Ese no es nuestro único problema. Entiendo que están ustedes informados sobre la situación. Antes de entrar en la cúpula, debemos abrirla. En teoría, sólo podemos hacerlo derramando sangre.

Randall se acercó al domo. Gabriel lo siguió, acompañado por Valbuena. Los filamentos verdes cubrían tan sólo una pequeña parte de su superficie. Por lo que había visto en las vivencias de Kiru, aquella especie de alga tenía que extenderse por toda la cúpula para que ésta se abriera.

—Sin embargo —dijo Randall, hablando casi para sí—, cuando ese hombre ha muerto sin que nadie lo tocara, la cúpula se ha teñido de verde. La clave no es la sangre, es la muerte.

—O la vida —dijo Valbuena.

Randall se volvió hacia él.

—¿Qué quiere decir?

—Esa cúpula sirve para que los humanos nos comuniquemos con la mente colectiva de la Tierra, ¿cierto?

—Así es.

—La clave para abrirla es la fuerza vital —dijo Valbuena, acercando la mano a la cúpula. Al tocar su superficie, sus dedos parecieron hundirse en ella. Los retiró al momento. Durante un instante los filamentos verdes iluminaron sus yemas, y luego se borraron—. La vida nunca termina en realidad. Sólo pasa por transiciones…

Valbuena se volvió hacia Randall.

—Cuando una vida pasa de un estadio a otro, su energía colapsa como una especie de agujero negro en miniatura. Al hacerlo, provoca un estallido de energía, una onda cuántica que los humanos no pueden percibir. Pero la cúpula sí la percibe, y es esa energía lo que la abre.

—Ya sé que cree usted en la reencarnación, profesor —dijo Gabriel—. Pero si para abrir la cúpula hace falta que varias vidas humanas cambien de estadio, como usted dice… A efectos prácticos equivale a matar. Si las víctimas siguen habitando en una dimensión distinta de la realidad, ésa es otra cuestión.

—Un momento —dijo Randall. Él también tocó la pared de la cúpula un par de segundos y observó cómo los filamentos verdes se extendían por su mano—. Creo que lo que él dice tiene cierto sentido. La cúpula no busca la muerte en sí. No pretende destruir vidas, sino que esas vidas se unan a ella. Lo que quiere es… comunicación.

Se volvió hacia ellos, frotándose las yemas como si quisiera borrar de ellas el color verde.

—¿Existe alguna forma de comunicación mejor que la fusión total?

—No entiendo —dijo Gabriel.

—Creo que sé cómo abrir la cúpula —respondió Randall. Un segundo después sacudió la cabeza—. El problema es que si lo hago no podré entrar para guiar a Kiru. Además, ella no confía en mí.

«Pero en mí sí», pensó Gabriel.

Sybil le había propuesto penetrar con ella en la cúpula. Al parecer, confiaba en que su don telepático serviría para comunicarse con la Gran Madre.

Y si podía hacerlo con Sybil, ¿por qué no con Kiru? Gabriel miró a Enrique, que contemplaba la cúpula con aire fascinado. Era su amigo quien lo había acusado de caer en el delirio del Emperador de Todas las Cosas. ¿Y si no fuera un delirio?

En la historia del Emperador de Todas las Cosas, el joven humilde, apartado en un rincón del mundo y menospreciado por todos, descubría que tenía un don único, una habilidad que lo capacitaba para enfrentarse a las fuerzas del caos y la oscuridad y salvar el mundo.

Pensó en sí mismo. Gabriel Espada. Distaba mucho de ser joven, pero vivía en un apartamento ruinoso de veinticinco metros cuadrados, abandonado por su mujer y despedido de su trabajo. Un fracaso como escritor y como persona. Definido por mucha gente con una sola palabra:

Fraude.

Y sin embargo poseía un don. Quisiera o no, el destino lo había señalado.

Era el Elegido.

«Vaya bromas gasta el destino», pensó. Pero dijo en voz alta:

—Creo que hay una solución. Randall se volvió hacia él.

—¿Cuál?

—Cuando toco a Kiru, entro en contacto con su mente. Creo que puedo penetrar con ella a la cúpula y controlarla para evitar que su fusión con la Gran Madre sea total. Es posible que sea capaz de manejarla.

—¿Es eso cierto? —preguntó Randall, mirando a su alrededor.

—Gabriel dice la verdad —respondió Herman.

—Así es —corroboró Valbuena—. Lo cual solucionaría uno de nuestros problemas. Pero —añadió, clavando los ojos en Atlas— usted tiene que solucionar el otro. La cúpula debe abrirse.

Randall dejó caer los hombros y exhaló un profundo suspiro.

—Lo sé.

* * *

Randall se acercó a Joey.

—Joey…

Joey se levantó del suelo. Todavía temblaba. Quizá tenía más miedo ahora, que había pasado lo peor, recordando lo cerca que había estado de morir bajo el hacha de Minos.

—Ven, Joey.

Joey se dejó llevar por un impulso, corrió hacia Randall y se abrazó a él, colgándose de su cuerpo y estrujándolo como si hubiera marcado el gol decisivo del partido.

—¡Randall!

El Primer Nacido lo apartó un poco para mirarle a la cara y sonrió. Siempre le había fascinado la capacidad de los niños humanos de hacerle sonreír simplemente mostrándole su propia alegría.

Se dio cuenta de que la maldición de su vida era que ninguno de sus hijos lo había mirado nunca como lo estaba mirando Joey.

Así que, por oposición, la bendición de su vida tenía que ser el amor que sentía llegar desde aquel pequeño proyecto de hombre mortal, apenas una ola en el inmenso mar de tiempo que había conocido.

Esta vez fue Randall quien lo abrazó. Y de pronto recordó que había habido cientos, tal vez miles de olas como ésa. Muchos otros Joeys, y Elenas, y Abrahams, y Tarquinios, y Mustafás. Los había olvidado porque los había querido.

Porque ellos le habían querido.

—Randall —repitió Joey, abrazado a aquel cuerpo que irradiaba poder, apretujándolo como si el suelo alrededor de ellos ya no fuera fiable.

Y no lo era.

Hubo un nuevo temblor. Esta vez el suelo pareció moverse en ondas, a los lados y arriba y abajo a la vez. Randall se tambaleó y Joey no tuvo más remedio que soltarlo. Pero cuando se iba a caer, Randall le agarró la mano.

—¿Ves la cúpula, Joey?

Joey asintió.

—Debemos conseguir que se abra. En realidad, debo hacerlo yo.

—¿Cómo piensas hacerlo? —dijo Joey. El gesto de Randall no presagiaba nada bueno.

—¿Tienes ahí tu móvil, Joey?

—Sí. Pero casi no le queda batería.

—No voy a llamar. Sólo quiero saber que lo tienes bien guardado. No vas a querer perderlo.

—Pero, ¿para qué…?

Visto desde fuera, Joey se detuvo como un vídeo en pausa mientras Randall le rodeaba la cabeza con las manos y le ponía los pulgares en las sienes.

Visto desde dentro, Joey se sintió desgajar de su cuerpo. Su mente entera era ahora un terrible dolor, como si le hubieran puesto un casco cuatro tallas menor que su cabeza. Tormentas atronadoras de palabras desconocidas en lenguas no soñadas cruzaron su pensamiento arrastradas por un huracán de fuego. Ura muruna ménin áeide virumque negaléshera urusamsha ulomenen murágkala valíminar

Y como empezó, terminó. Ahora veía de nuevo a Randall, delante de él. Le estaba hablando en un idioma que Joey entendía desde hacía apenas unos segundos.

—Guarda lo que sabes. Recuerda lo que fui.

Randall soltó la cabeza de Joey. Después se acercó al español alto y delgado de los ojos verdes, Gabriel Espada.

—Suerte dentro de la cúpula —dijo Randall.

Luego se dirigió a la mujer joven que en realidad tenía miles de años.

—Adiós, Kiru. Si alguna vez te viene algún recuerdo y piensas en mí, por favor, no lo hagas con rencor.

Por último se aproximó a Alborada, le dijo algo al oído y le estrechó la mano. Todos estaban expectantes por ver qué hacía Randall, y en el silencio sólo se oían los tronidos cada vez más cercanos de la erupción.

Randall caminó hacia la cúpula. Pero Joey se interpuso en su camino.

—¿Qué vas a hacer? ¡Me estás asustando!

—Me voy. Y tú te quedas.

—¡No!

—No me discutas, Joey. Mi vida aquí ha terminado.

—¡Pero tú decías que la vida es lo más importante, que cada vida es algo único!

—Precisamente por eso debo ofrecerla. La cúpula no acepta ofrendas sin valor.

No había ni rastro del Habla, era la voz del Randall de siempre. Joey sintió un nudo en la garganta al pensar en aquella paradoja. «Siempre» era una palabra que había adquirido un nuevo significado en los últimos días horas. Especialmente, referida a Randall. El Primer Nacido, el Inmortal.

Que ahora se había empeñado en morir.

—¡Seguro que hay otra forma!

—No, Joey. No la hay. Además, quiero que mi vida en este mundo termine así. Estoy cansado de olvidar. Ya no olvidaré más.

—Pero…

—No te olvidaré a ti.

Joey abrió la boca. Mil palabras se agolpaban en su mente. Pero el corazón se le estaba desgarrando por dentro, y lo único que consiguió emitir fue un gemido casi animal, de cachorro. La cara de Randall se le desdibujó por completo, como si la viera a través de una cascada. Las lágrimas no le dejaban ver, el dolor del pecho no le dejaba respirar.

Randall pareció compadecerse de él. Le puso las manos en los hombros y dijo:

—Te quiero, Joey. Has sido un buen amigo. El mejor amigo de mi vida.

Joey volvió a abrazarse a él, llorando convulsivamente. Todos los conceptos de vida y muerte con los que había jugado en su alma de adolescente no parecían significar nada ante aquel momento de piedra. Randall iba a morir. Para siempre.

—Por favor —reclamó Randall, mirando alrededor.

Herman, el español gordo, se acercó y tiró de Joey. Éste se sintió de repente demasiado débil para mantenerse de pie y se dejó colgar de los brazos de Herman. Los mocos le caían por la cara sucia de ceniza como a un niño pequeño.

Randall los miró a todos y sonrió con una tristeza que al mismo tiempo estaba teñida de esperanza.

—Buena suerte —se despidió de ellos.

* * *

Gabriel contuvo el aliento, como todos. Lo que había visto unos minutos antes, cuando Valbuena y Randall tocaron la cúpula, le hacía sospechar lo que iba a ocurrir.

Randall se acercó al cuadrante de la cúpula que, tras la muerte de Sideris, se había teñido de verde. Una vez allí, abrió los brazos, plantó ambas manos en la superficie del artefacto y apoyó la frente.

El zumbido del campo eléctrico que rodeaba a la cúpula se hizo más intenso. Los zarcillos que coloreaban de verde aquel sector se extendieron por toda la pared. Era como contemplar el crecimiento de una hiedra o una enredadera en una película acelerada mil veces.

Lo más extraño era que aquel proceso también estaba afectando a Randall.

Sus manos se habían hundido ligeramente en la superficie de la cúpula, como si ésta fuese de mercurio dorado. Apenas un segundo después, los filamentos verdes empezaron a extenderse por sus dedos, y de ahí pasaron a sus muñecas y antebrazos, y también a su frente, apoyada en la cara exterior del artefacto.

Nadie hablaba. Gabriel se volvió hacia los demás. Todos tenían los ojos clavados en Randall, incluso el muchacho, que se apretaba contra Herman y trataba de contener los sollozos.

Pensó en preguntarle a Randall si sentía algún tipo de cosquilleo, o si aquella especie de metamorfosis era dolorosa. Pero se dijo que cualquier palabra podría perturbar el proceso o alterar la dignidad de aquel rito fantasmal.

Gabriel se había acercado tanto a Randall que, si estiraba los brazos, podría haberlo tocado. Así vio cómo los misteriosos zarcillos se extendían por su rostro y recorrían su larga barba, como finísimos cables de fibra óptica que se entrelazaban con sus pelos.

No, no se entrelazaban con ellos. Los estaban sustituyendo.

Fuese lo que fuese aquel material, orgánico, sintético, mineral o todo a la vez, se estaba apoderando del cuerpo de Randall. Los filamentos no sólo recubrían su piel, sino que se hundían bajo ella.

Quizá Randall no quería moverse, o tal vez no podía. Cuando todo su rostro era ya una máscara de hilos verdes, un débil aliento salió de sus labios. Gabriel se acercó más, con mucho cuidado de no tocarlo para no alterar el proceso ni verse atrapado en él.

—… los niños…

A Gabriel le pareció escuchar que había dicho «salva a los niños», pero de la boca de Randall no brotó ningún sonido más.

Él mismo notaba erizado todo el vello del cuerpo, y un peculiar cosquilleo dentro de la boca, como si estuviera chupando los bornes de una pila de petaca, e incluso le pareció sentir que saltaban chispas entre sus dientes.

Randall ya ni siquiera respiraba. Los filamentos verdes habían llegado a sus hombros, y de ahí se extendieron rápidamente por su cuerpo. La ropa no parecía interesarles: los tejidos se deshacían literalmente ante el avance de aquel extraño ejército invasor y caían convertidos en un polvo finísimo que, incluso antes de llegar al suelo, desaparecía en el aire.

Por fin, todo el cuerpo de Randall quedó envuelto por la delicada filigrana verde que cubría ya la superficie completa de la cúpula. Él mismo se había convertido en un apéndice del domo: en los minúsculos entresijos entre los filamentos, su piel o lo que hubiera sustituido a su piel mostraba el brillo metálico del oro.

Y fue entonces cuando, con el mismo chirrido estridente que había escuchado en las visiones de la Atlántida, la pared del artefacto se abrió.

La cúpula había aceptado a Randall.

Gabriel respiró hondo. Se dio cuenta de que llevaba un rato conteniendo el aliento. Y al volverse hacia sus compañeros, comprobó que no era el único que tenía los ojos llenos de lágrimas.

* * *

—No se demore más, señor Espada —dijo Valbuena—. Debe honrar el sacrificio de Atlas.

Los intervalos entre temblor y temblor se hacían más breves, y ni siquiera en ellos el suelo dejaba de vibrar del todo. El olor a azufre y ceniza quemada era cada vez más intenso.

«Estamos demasiado cerca», pensó Gabriel. Por muy bien construido que estuviese el palacio, no aguantaría mucho rato más. Sobre el fragor de la erupción se oían ruidos siniestros que le hacían pensar en un equipo de demolición.

Tenía que entrar a la cúpula ya. Pero antes, había una cuenta que debía saldar. Se acercó a Iris con paso cauteloso.

—Toma. Esto es tuyo —le dijo. Le metió algo en la mano derecha y él mismo le cerró los dedos.

Cuando Iris los abrió, vio que se trataba de un paquetito hecho con billetes de cincuenta.

—Cuatrocientos euros. Son tuyos. —Gabriel la miró a los ojos—. Siento haberte engañado, Iris. Créeme si te digo que me arrepentí al momento.

Ella asintió y se guardó el dinero en el bolsillo trasero del pantalón.

—Y yo siento haberte dicho que eras un fraude. Has demostrado ser muy valiente viniendo hasta aquí.

Ambos se cogieron las manos un segundo. El apretón podría haber acabado en algo más, pero Herman tiró de Gabriel.

—¡Esto se nos va a caer encima! ¡Rápido!

Prácticamente lo llevó a empujones hasta la cúpula, donde ya le aguardaba Kiru. Ella entró la primera, agachándose, y Gabriel se dispuso a seguirla. En ese momento, Enrique dio una breve carrera y se acercó a él. Tenía las mejillas coloradas.

—No sabemos cómo va a acabar esto, así que…

Vaciló durante unos instantes, y luego acercó el rostro a Gabriel y le besó en la boca. Al hacerlo entreabrió los labios apenas unos milímetros. Dos latidos después se apartó.

—Mucha suerte, Gabriel. Te quiero.

Gabriel le miró desconcertado, pero después sonrió. Sospechaba que Enrique llevaba mucho tiempo deseando hacer eso. Curiosamente, no le había resultado desagradable, sino tierno.

—Gracias —dijo. Y un segundo después, aunque seguramente para él no significaba lo mismo que para Enrique, añadió de corazón—: Yo también te quiero.

Después dirigió una última mirada a Randall. Con las manos y la frente apoyadas en la cúpula, era como si la empujara, o acaso como si sostuviera su peso. Desnudo y fundido en aquel extraño metal orgánico entre verde y dorado, parecía una estatua de bronce unida al artefacto.

Entonces comprendió.

Según el mito, Atlas había sido castigado por sus rivales, los nuevos dioses, a cargar para siempre con la cúpula de bronce del firmamento.

Aquel mito debía haberlo propagado el propio Randall no como una interpretación del pasado, sino como una premonición del futuro. Ahora Atlas se había fundido con la cúpula de oricalco de la Atlántida, tal vez por toda la eternidad.

Gabriel respiró hondo. Era el momento de entrar.

Atlántida
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