Capítulo 37
Clínica Gilgamesh, Madrid
—Tú quédate junto a la puerta, Herman. Si viene Celeste, tienes que darle al botón verde y quitarme el Morpheus antes de que me vea.
—Va a ser complicado —rezongó su amigo, que había cambiado el turno en el instituto para traerlo en coche hasta la clínica.
—Tú eres un tipo con recursos. Sobre todo, no me quites el Morpheus sin dar antes al botón verde. No quiero que me frías las neuronas.
Gabriel examinó la habitación. Al ver que habían retirado la mampara que separaba las camas de la anciana y la mendiga del rostro quemado, maldijo entre dientes: con la mampara habría podido ocultarse a la vista si Celeste se limitaba a asomarse.
«Pero sabes que no se limitará a asomarse», pensó. Le había prometido a Enrique mantener en secreto el desarrollo del Morpheus. Si Celeste le veía con aquel artefacto en la cabeza, lo máximo que podría hacer él sería pedirle que no se lo revelara a nadie.
Celeste solía ser discreta. Tanto que se había callado su reciente viudedad. Al verla esa misma mañana, Gabriel había interpretado de otra manera su mirada y el poso de tristeza que había en ella. No se trataba de melancolía por el pasado, sino de dolor por la pérdida que acababa de sufrir.
Aunque, por otra parte, Celeste se había vuelto a peinar y maquillar a conciencia y le había besado prácticamente en los labios. «Danger, danger», volvió a pensar Gabriel.
Durante un instante, cuando se sentó junto a la cama de Milagros, fantaseó con un futuro en el que consolaba a Celeste. Tendría que cuidar también de sus dos hijos, pero al menos ya no eran bebés a los que había que cambiar los pañales. Celeste era inteligente y buena conversadora. Tenía tendencia a organizar vidas ajenas, pero eso, Gabriel lo reconocía, a él no le vendría mal. Por otra parle, aunque ella se quejara, gozaba de unos ingresos muy superiores a los que Gabriel había tenido jamás. Desde un punto de vista práctico, no era mala idea.
«Sabes que no puede ser», se dijo. Si trataba de sentar la cabeza con Celeste, no tardaría ni dos meses en sentirse enjaulado e intentar huir. No podía hacerle eso.
Y, por otra parte, no era capaz de sacarse de la cabeza el rostro de Iris. ¿Por qué se empeñaba en pensar en una joven islandesa que le despreciaba y a la que probablemente nunca volvería a ver?
Tal vez por eso mismo. Porque seguía huyendo de lo que tenía al alcance de la mano y persiguiendo lo imposible. Porque no había dejado de ser el Manrique de la leyenda de Bécquer. «Fantasmas vanos que formamos en nuestra imaginación y vestimos a nuestro antojo, y los amamos y corremos tras ellos, ¿para qué?, ¿para qué? Para encontrar un rayo de luna».
Gabriel trató de desechar aquellos pensamientos. Era el momento de perseguir otro rayo de luna, la visión inalcanzable que había inspirado a tantos desde Platón.
Se puso el Morpheus y él mismo pulsó el botón de las ondas delta. En cuestión de segundos, todo se volvió negro, mientras pensaba que era el momento de viajar a…