Capítulo 72
Exterior de Nea Thera
La mansión apareció casi de repente, a menos de veinte metros. Gabriel se sobresaltó al verla. Era como conducir por la autopista en un día de niebla y toparse con un camión surgido de la nada.
Sólo que aquella niebla estaba compuesta de cenizas y gases volcánicos. Gabriel se había atado un pañuelo en la cara a modo de máscara, pero los fragmentos de ceniza eran tan diminutos que se colaban por los poros del tejido y penetraban en la nariz y la boca, irritando la garganta y los bronquios.
Para llegar al edificio tenían que atravesar un estrecho sendero en cuesta, flanqueado a la derecha por grandes peñascos de basalto y a la izquierda por una abrupta pendiente que caía a una hondonada. De ella subían nubes de gas y un ominoso burbujeo, plop-plop-plop, como si la madre Tierra estuviera guisando un extraño estofado de lava y lodo.
El suelo temblaba constantemente, como el grave ronroneo de un gato gigante enterrado bajo tierra. Según Iris, aquel tremor volcánico precedía a la erupción definitiva.
Si es que ésta no había empezado ya.
El sol se había puesto hacía media hora. Pero la niebla seguía teñida de carmesí, como si la sangre del crepúsculo hubiera quedado colgada del aire, o como si la propia esencia de la bruma fuera el fuego. Todo el paisaje recordaba al infierno de Dante. La mansión que se alzaba oscura ante Gabriel podría haber sido la morada de Hades. Por detrás del edificio, a lo lejos, se atisbaban unos relámpagos rojos que subían a las alturas acompañados por sonoros truenos, como una tormenta que en lugar de caer del cielo brotara de la tierra.
Sí, la erupción ya había empezado. Gabriel experimentó una intensa sensación de deja vu. Con Kiru había estado junto a otro volcán. No, en realidad era el mismo volcán, pero tres mil quinientos años antes.
Con una diferencia. Gabriel ya no era un pasajero en la mente de otra persona. Era su propio cuerpo el que podía ser abrasado por el volcán.
Se volvió al oír pisadas. Aunque estaba agotado y dolorido, sus largas zancadas habían hecho que se adelantara. Los demás venían a pocos metros: Enrique, Valbuena, Iris y un poco más atrás Herman, que con sus ciento diez kilos estaba sufriendo para subir las cuestas que conducían a Nea Thera. Las linternas proyectaban haces fantasmales que en la niebla roja parecían largas espadas de jedi.
Faltaba Kiru. Gabriel se alarmó. Era muy extraño que se hubiese separado de él. ¿Se habría perdido entre la niebla?
—¿Dónde está Kiru? —preguntó, levantándose el pañuelo.
Los demás miraron atrás, perplejos. Nadie se había dado cuenta de su ausencia.
—¡Tenemos que entrar ya! —exclamó Iris. Con la ceniza, su pelo de cuervo parecía el de una anciana canosa—. ¡La luna ha salido ya, y ese psicópata debe estar matando gente!
Era una de las objeciones, y no pequeñas, que Gabriel había ido posponiendo. No tenía muy claro qué harían dentro de la cúpula, qué clase de diálogo o negociación podrían sostener con la Gran Madre. Pero incluso antes de entrar en la cúpula se les presentaba una dificultad. Para abrirla necesitaban vidas humanas.
Mientras Herman y Enrique desandaban sus pasos para buscar a Kiru, Gabriel se volvió hacia la mansión. Había oído el crujir de la ceniza bajo unos pies. ¿Se habría adelantado Kiru sin que él se diera cuenta?
De la bruma rojiza surgió una figura con una antorcha en la mano.
Era una visión del pasado. Gabriel se sintió de regreso a las vivencias que había compartido con Kiru. Por el angosto camino bajaba una mujer vestida con una chaquetilla ceñida y una falda de campana.
Antes de verle la cara, Gabriel supo quién era por el aura de miedo que la precedía.
Sybil.
—¿Cuántos sois? —preguntó, sin más preámbulos. Ella misma debió contarlos, porque añadió a voces, para que se la oyera sobre el tronido constante de la erupción—. ¡Cinco personas! ¡No os hacéis idea de lo oportuna que es vuestra llegada!
Algo llameante surcó el aire con un silbido, cayó delante de Sybil y rodó por la cuesta hasta llegar a los pies de Gabriel. Era una roca incandescente del tamaño de un puño. De haber caído sobre uno de ellos, le habría partido el cráneo. «Iris tiene razón —pensó—. Debemos entrar cuanto antes».
El problema era que Sybil se interponía en el camino.
—¿No la habéis traído a ella?
—¡No! —mintió Gabriel.
Tal vez Kiru había percibido la cercanía de Sybil de alguna forma y había decidido huir de ella.
De su propia hija.
Algo rozó la pierna de Gabriel y le hizo dar un respingo. Estaba asustado, y no sólo por la erupción. El Habla de Sybil flotaba en el aire, espesa como la ceniza y sofocante como el gas.
Miró hacia abajo. Era Frodo, que lloriqueaba asustado. La última vez que lo había visto, viajaba cómodamente acurrucado en los brazos de Kiru. Pero ella debía haberlo soltado, y el cachorro se las había arreglado para alcanzarlos cuesta arriba a pesar de sus diminutas patitas.
«¿Dónde estás, Kiru?», se preguntó Gabriel.
Sybil hizo un gesto con la antorcha.
—¡Acércate, Gabriel Espada! —dijo.
A la izquierda, en la hondonada, se oyó un borboteo más fuerte que antes y unas pellas de lodo oscuro cayeron en el camino. Su aspecto era inofensivo, pero al ver que humeaban Gabriel se preguntó qué temperatura tendría aquel barro.
Los dedos inmateriales del Habla tiraron de él. Caminó hacia Sybil.
Ella le acercó la mano al rostro y, sin rozarle la piel, le quitó el pañuelo de la cara.
—Tengo planes para ti —susurró, poniéndole la mano en la cara y acariciándole los labios…
* * *
… Gabriel tomó la mano de Sybil y caminó a su lado entre las columnas de hormigón de un garaje.
Sus pies chapoteaban en algo viscoso. Gabriel bajó la mirada. Era sangre, una piscina de sangre que llegaba hasta la cúpula de oricalco. Había dos hileras de cadáveres tendidos en el suelo, formando entre ambas un sendero por el que Sybil y Gabriel avanzaban con paso majestuoso, como un rey y una reina a punto de ocupar su trono.
No conocía a casi nadie. Pero al acercarse al final vio a Alborada, el esposo de su ex mujer, el pretencioso que tanto presumía de su código para triunfar en la vida. Ahora le habían rajado la garganta de lado a lado y miraba al techo con ojos vacíos. A su lado había un chico moreno y un tipo con barba al que reconoció como Atlas.
También estaban allí sus compañeros, todos muertos: Herman, Enrique, Valbuena, Iris. Sus rostros se veían borrosos, caricaturas dibujadas con trazo grueso. Sybil apenas se había fijado en sus rasgos. Sólo eran…
«Carne», comprendió Gabriel.
Siguieron andando. La cúpula estaba cubierta de un fino entramado de líneas verdes que casi tapaban el fondo dorado. La pared se había abierto formando una puerta trapezoidal. Una luz cálida brotaba del interior.
Pero antes de entrar, Gabriel pisó algo que era a la vez blando y duro. Cuando miró al suelo, vio que se trataba de una mano. La mano izquierda del último cadáver que acordonaba el sendero, un cuerpo semidesnudo y decapitado.
Aquella cabeza cortada lo miraba desde el suelo con una sonrisa congelada. Sus ojos negros chispearon con odio un segundo. Luego se volvieron opacos, como si alguien los hubiera recubierto con una película mate. La membrana de la muerte.
Era Minos.
[entra conmigo (Minos me traicionó | lo aborrezco) conviértete en el nuevo señor de la Atlántida]
«Yo no soy inmortal, Sybil», respondió Gabriel. Lo dijo o lo pensó con pena. De repente sentía un amor tan cálido y puro por ella como no había experimentado por ninguna mujer en su vida.
Pero el problema era precisamente su vida. Demasiado corta para brindarle a Sybil todo el amor que se merecía. La vida de un simple mortal, de un vulgar Homo sapiens.
«No podré ser tu compañero por mucho tiempo». [todo llegará | sacrifica por mí \ mata a tus amigos por mí \ te convertiré en inmortal]
Gabriel pensó que Sybil mentía. Pero que en realidad quería creer su propia mentira, deseaba creer que podía prescindir de su hermano. ¡Era una mujer tan adorable!
* * *
—¡Suelta a Gabriel!
De pronto volvía a estar en la ladera del volcán, respirando cenizas y gases. Las sienes le palpitaban con el dolor que la fusión mental le dejaba como residuo.
Ante él, dos sombras rodaban entre la niebla. La antorcha de Sybil ardía en el suelo. Gabriel la recogió y la levantó sobre su cabeza, tratando de distinguir qué estaba ocurriendo.
—¡Es Kiru! —exclamó Herman.
Gabriel se volvió hacia sus compañeros. Sus semblantes volvían a mostrar sus propios gestos, liberados de la influencia del Habla.
Después volvió a dirigir su atención al camino.
Kiru y Sybil se revolvieron por el suelo durante unos segundos, rodando enzarzadas como perros en una pelea. Después, Kiru soltó un grito y se apartó, tocándose el antebrazo. Tenía una herida de un palmo de longitud por la que manaba sangre.
Sybil se levantó también, peleándose con aquella falda abultada como un miriñaque. En la mano derecha empuñaba un cuchillo que debía llevar escondido en la ropa.
—¡Puta! —exclamó con un odio tan corrosivo como los gases que flotaban en el aire—. Debí arrancarte la cabeza y cortarte el corazón cuando pude.
—Tú no tocas a Gabriel —respondió Kiru.
Gabriel se preguntó si Kiru recordaba tan siquiera a Sybil, si sabía que en realidad se llamaba Isashara y que era su hija primogénita. A juzgar por cómo miraba a Sybil, lo único que tenía contra ella era que se hubiera atrevido a tocarle.
—¡Voy a matarte aquí mismo! —gritó Sybil, usando el cuchillo para practicar cortes en la cintura de su falda—. Espero que la cúpula pueda sentir tu muerte desde aquí y se abra. Si no, disfrutaré igual. Voy a sacarte las tripas y el corazón y arrojarlas al fuego del volcán, madre.
Sybil terminó con el cuchillo. La pesada falda minoica resbaló por sus muslos y cayó al suelo. Debajo llevaba tan sólo un tanga, pero Gabriel no se sintió en disposición de admirar sus nalgas prietas ni sus piernas esculturales.
Sin más aviso, Sybil se lanzó contra Kiru y le lanzó una cuchillada destinada a rajarle el vientre.
Pero sólo encontró el aire. Sin tan siquiera tomar carrerilla, Kiru saltó sobre ella, se volteó en el aire y apareció al otro lado.
Una vez en el suelo, levantó los brazos en el aire como un banderillero y bailó un momento sobre las puntas de los pies. «Es el ritual del toro», recordó Gabriel. La primera vez que se fundió con Kiru, ella había dado volteretas y cabriolas sobre un enorme semental armado con dos cuernos mucho más largos que el puñal de Sybil.
Con un grito de rabia y frustración, Sybil se giró y volvió a abalanzarse sobre Kiru. Esta no se molestó en saltar tan alto como antes. En lugar de dar una voltereta describió un trompo imposible en el aire, un tirabuzón justo sobre la cabeza de Sybil, que volvió a acuchillar la nada.
—¡Bien, Kiru! —exclamó Herman. Era el mismo grito de ánimo que ella había oído al recortar al toro en el palacio de Cnosos.
Pero Gabriel recordaba que en una ocasión Kiru, por arriesgar demasiado y confiarse, se había llevado una cornada en el pecho.
Por tercera vez, Sybil embistió contra Kiru. Ahora, tras haber aprendido de los dos errores anteriores, tiró la cuchillada hacia arriba, buscando el cuerpo de Kiru sobre su cabeza.
Sólo que Kiru también había cambiado de táctica y no estaba allí. En lugar de levantarse del suelo, había girado sobre sus talones como una peonza para hurtar la cintura a un lado en un ágil recorte. Sybil pasó de largo y se tambaleó al borde de la hondonada que delimitaba el camino.
Kiru la empujó.
Esta vez Sybil también reaccionó con rapidez, enganchó el brazo de Kiru con su mano izquierda y tiró de ella en su caída.
Las dos mujeres desaparecieron por el barranco.
—¡Kiru! —gritó Gabriel, corriendo hacia ellas.
* * *
Al asomarse a la hondonada, sintió el calor que emanaba del fondo y tosió al respirar los gases sulfurosos.
Kiru estaba un metro por debajo de Gabriel, colgada del borde afilado de una roca de basalto. Intentaba izarse a pulso, pero no tenía fuerzas en el brazo herido. Apenas conseguía levantarse unos centímetros, desfallecía y perdía la altura conquistada. Gabriel pensó que no aguantaría mucho rato antes de soltar los dedos.
—¡Déjame a mí! —dijo Herman, apartando a Gabriel.
Herman se tendió en el suelo y reptó hasta sacar medio cuerpo por el borde de la hondonada. Al darse cuenta de que su amigo podía desequilibrarse y caer de cabeza, Gabriel se puso en cuclillas sobre sus piernas y le plantó las manos en los muslos, procurando poner todo su peso en ello.
Iris y Enrique llegaron al momento y agarraron los pies de Herman.
—¡Dame la mano, Kiru! —gritó Herman.
Pero aún estaban demasiado lejos.
—¡Bajadme un poco más!
No era tarea fácil controlar el peso de Herman. Ahora tenía ya la cintura fuera del borde. Gabriel se veía obligado a emplear todas sus fuerzas para evitar que las piernas se le levantaran. Si Herman caía, él se iría detrás.
La perspectiva no era nada agradable.
Cinco o seis metros más abajo, el lodo oscuro que llenaba el fondo de aquel agujero borboteaba en grandes burbujas que reventaban con viscosos sonidos de succión.
De lejos, cualquiera habría pensado que era inofensivo, un baño de barro medicinal.
Sybil, hundida hasta los hombros en aquel fango volcánico, no debía opinar lo mismo, a juzgar por los escalofriantes alaridos que brotaban de su boca.
—¡Sacadme de aquí! ¡Sacadme! —gritaba desde el fondo.
Los brazos de Herman llegaron hasta la piedra negra de la que colgaba Kiru y sus manos buscaron las de ella. Kiru puso gesto de terror, pero Herman gritó:
—¡Suéltate de la roca y agárrate a mí!
—¡Kiru va a caerse! —dijo ella, aterrada.
—¡Confía en mí!
Mientras hacía fuerza sobre las piernas de Herman, Gabriel no podía apartar los ojos de Sybil, que seguía manoteando en la hondonada. Sus gritos eran cada vez más roncos. Sobre el olor a azufre, a Gabriel le llegó un hedor a carne quemada, tan intenso como cuando un trozo de chuleta se desprende en la barbacoa y cae directamente sobre la resistencia eléctrica.
A esa distancia, Gabriel veía a Sybil poco más que como una sombra que se agitaba en el barro ardiente. De pronto, su pelo se incendió como una antorcha. Bajo su luz Gabriel vio cómo el calor abrasador del lodo convertía los rasgos perfectos de SyKa en una máscara negra y arrugada como una manzana podrida.
—¡Sacadme! ¡Sac…!
Su cabeza se hundió en el lodo y un borboteo ahogó su último alarido. Ya tan sólo se le veían medio antebrazo y la cabellera, que quedó flotando sobre ella como una boya. Pero cuando el pelo terminó de arder y chisporrotear, lo único que quedó de Sybil Kosmos fue una mano achicharrada y seca como la de un fósil prehistórico.
—¡Tengo a Kiru! —gritó Herman—. ¡Tirad de mí! Incluso entre tres personas no resultaba tarea fácil izar el peso de Herman sumado al de Kiru. Valbuena debió decidir que era un buen momento para intervenir, se agachó por fin, agarró el pie derecho de Herman y tiró con fuerza. Lo arrastraron unos metros por el suelo, y él remolcó a su vez a Kiru, hasta que ambos quedaron fuera de peligro.
Durante unos segundos, todos se quedaron sentados en el camino, jadeando y tosiendo, pues la atmósfera estaba cada vez más cargada de gases.
Gabriel le dio un pescozón amistoso a Herman.
—¡Bien hecho! —le dijo.
Al tocarle la cabeza se dio cuenta de que la tenía tan caliente como si llevara cinco horas tumbado al sol del mediodía.
Kiru se levantó sin mirar a la hondonada, como si ya no se acordara de que dejaba allí a su hija, abrasada por el barro ardiente del volcán. Era como si hubiera olvidado incluso la pelea.
«Y tal vez la ha olvidado de verdad», pensó Gabriel.
Pero su amnesia no debía ser total, porque Kiru se dedicó a buscar por el suelo llamando «¡Frodo, Frodo!» hasta que encontró al cachorrillo. Con él acurrucado contra el pecho y lamiéndole la cara, se acercó a Gabriel.
«Me va a abrazar», pensó él, anticipando una nueva fusión mental y el consiguiente dolor de cabeza. Pero, para su sorpresa, Kiru pasó de largo y a quien abrazó fue a Herman.
—Herman amigo de Kiru —dijo, y le dio un beso.
Aunque todo se veía rojo en medio de aquella niebla infernal, Gabriel estaba seguro de que su amigo se había ruborizado.
Enrique quiso soltar una risilla, pero en su lugar le salió un ataque de tos.
En ese momento el suelo volvió a retemblar. Por detrás del edificio se levantó una lengua de fuego que subió más de cincuenta metros en el aire.
«Eso está caliente de verdad», se dijo Gabriel, al sentir en el rostro una estampida invisible de aire abrasador.
—¡Tenemos que entrar ahí! —dijo Iris, apuntando hacia la mansión.
Era el momento de enfrentarse a la cúpula de oricalco.