Capítulo 69

Sobrevolando el Egeo

A las 15:01, hora de Greenwich, varios millones de personas volvieron a sufrir la misma pesadilla que había desazonado su sueño una semana antes. Esta vez el fenómeno afectó más a los habitantes del Extremo Oriente y de las islas del Pacífico, pues era allí donde reinaba la oscuridad de la noche.

Gabriel, que se había quedado dormido en la butaca del avión, también lo experimentó de nuevo.

Muévete. Huye. Vuela.

Sobrevive.

Perdura.

Se despertó con las pulsaciones aceleradas, tal como le había pasado en el apartamento de Málaga. Durante unos segundos se sintió desorientado.

Grandes esferas rojas que subían… Ahora comprendía qué eran. Enormes células de convección, masas de roca fundida subiendo desde las profundidades de la Tierra.

Todo estaba relacionado.

Miró a su alrededor y recordó dónde estaba, volando a Santorini en un Learjet 45, un reactor poco más grande que una avioneta.

Al otro lado del pasillo, Kiru miraba por la ventanilla. Tenía en brazos a Frodo, y el cachorro dormitaba apaciblemente. Ambos habían hecho buenas migas. Kiru parecía sentirse más tranquila acariciando aquella bolita tibia de pelo y no necesitaba pegarse tanto a Gabriel. Algo que éste agradecía, pues cada roce con la Atlante, por breve que fuese, le traía visiones telepáticas y agravaba su dolor de cabeza. En cuanto al cachorro, desde que estaba con Kiru sólo orinaba y defecaba encima de los papeles y las bolsas que ella le ponía a modo de retrete. Para alguien dotada del Habla, dominar a un perrillo resultaba algo tan natural como respirar.

Gabriel se asomó a su propia ventanilla. Antes de quedarse dormido, recordaba haber visto la costa de Ibiza.

Ahora seguían sobrevolando el mar, y por la sensación que notaba en el estómago era evidente que estaban bajando. Pero cuando salieron de España la atmósfera era tan diáfana que se veían todos los detalles, mientras que ahora una neblina gris lo desdibujaba todo.

Además, se dio cuenta de que en el avión reinaba un silencio ominoso.

O mucho se equivocaba, o los motores no sonaban.

Se levantó y se acercó a la cabina del piloto. En la puerta estaban ya Herman y Valbuena, con gesto preocupado. Gabriel los apartó un poco para hacerse sitio.

Dentro de la cabina, el piloto se dedicaba a pulsar botones y tocar en vano una pantalla táctil que se veía apagada. Enrique, que tenía licencia de piloto privado, iba en el asiento de al lado. Se estaba peleando a la vez con la radio del avión y con el teléfono móvil. Con poco resultado, al parecer.

—¿Qué está pasando aquí? —preguntó Gabriel.

Enrique se volvió hacia él. Su gesto de inquietud, que lindaba con el pavor, no le tranquilizó nada.

—Es mejor que os sentéis todos y os abrochéis los cinturones.

Gabriel olfateó el aire. Olía a quemado.

—Antes decidme qué pasa.

Tras los cristales de la cabina se divisaba ya su destino, Santorini. Gabriel había estudiado tantas vistas del pequeño archipiélago y desde tantos ángulos que conocía su morfología de memoria. Pero ahora sus contornos se veían desdibujados por aquella neblina.

—Es más fácil decir lo que no pasa —respondió León, el piloto. Aunque controlaba los nervios mejor que Enrique, era obvio que estaba más que preocupado.

—Explícate.

—Todos los aparatos se han ido al carajo. No tenemos radio, ni GPS. Es imposible contactar con el control de tierra y también con los radiofaros.

—¿Volamos a ciegas?

—Sólo tenemos el giróscopo láser. No vamos a ciegas del todo porque tenemos la isla ahí delante. Aunque podría verse mejor.

—El móvil tampoco funciona —dijo Enrique.

—Es el campo magnético —susurró Gabriel.

—¿Qué has dicho?

El sueño. La primera vez, siete días antes, el momento de su sueño había coincidido sospechosamente con una anomalía magnética a nivel mundial, la misma que había desorientado y hecho encallar a una manada de ballenas.

Ahora había vuelto a experimentar el mismo sueño. No podía ser casualidad.

—Es el campo magnético terrestre —dijo—. Creo que ha sufrido alguna alteración. Se ha invertido, se ha multiplicado, ha desaparecido. No lo sé.

Enrique asintió.

—Eso debe haber producido un pulso electromagnético que ha inutilizado todos los sistemas de comunicación.

Valbuena carraspeó.

—Discúlpenme, señores. Sus hipótesis sobre el campo magnético de la Tierra me resultan fascinantes, pero ¿soy el único que se ha dado cuenta de que estamos volando sin motores?

Gabriel tragó saliva. Enrique le había dicho que aquel vuelo le iba a salir por sesenta mil euros, pues prácticamente había tenido que sobornar al piloto para convencerlo de que los llevara hasta una isla amenazada por una erupción.

Pero seguro que si volaban sin motores no era porque hubieran decidido dejar el avión en punto muerto para ahorrar combustible.

—Es el maldito viento —dijo el piloto—. Ha cambiado de repente, antes de que pudieran avisarme desde tierra.

—¿Y qué tiene que ver el viento? —preguntó Herman.

—La ceniza. El volcán está al otro lado de la isla. —León señaló con el dedo. Tras la mole difusa de Santorini se veía una zona más oscura en la neblina, punteada por resplandores ocasionales, como una tormenta eléctrica—. Hasta ahora llevábamos el viento de cola, y empujaba la ceniza lejos de nosotros. Pero ha cambiado de repente, y ahora estamos atravesando una nube de ceniza.

—¿Es grave? —preguntó Gabriel. Ahora comprendía el olor a quemado. El humo de la erupción estaba entrando en la cabina a través del sistema de aire acondicionado.

—No he parado los motores por capricho —dijo el piloto—. Se han detenido solos por culpa de la ceniza. —¿No puede ponerlos en marcha otra vez?

—Me temo que no.

Gabriel y Herman se miraron. Fue Valbuena quien expresó en voz alta el pensamiento de todos.

—¿Vamos a morir?

—Si vuelven todos atrás, se ponen los cinturones y me dejan en paz, a lo mejor no. Intentaré aterrizar planeando. Sin instrucciones de la torre de control, sin radiofaros y con los cristales cada vez más sucios de ceniza. ¡Cojonudo! —El piloto se volvió hacia Enrique—. Te dije que era una locura venir aquí.

—Lo siento, de veras. Tenía que haberte hecho caso…

Al ver que su amigo enrojecía, Gabriel se compadeció de él.

—Ahora no tiene sentido lamentarse, León. No podemos dar marcha atrás.

—¡Desde luego que no! Tero ustedes pueden irse atrás de una puta…

El piloto se calló y respiró hondo. Era evidente que intentaba no perder el control. Gabriel podía disculparlo: en su lugar, él se habría puesto a blasfemar y dar patadas al panel de mandos.

—Siéntense —dijo León—. Los aviones no caen a plomo. Podemos planear. Por cada mil pies de altitud que perdamos, avanzaremos unos dos kilómetros. Ahora mismo estamos a dieciséis mil pies.

Gabriel echó cuentas. Aún podían volar treinta y dos kilómetros.

—¿A cuánto estamos de Santorini?

—¡No tengo ni puñetera idea! ¿No ven que volamos sin aparatos? ¡Siéntense de una vez!

Valbuena agarró a Gabriel y a Herman y tiró de ellos.

—Vamos, señores. Dejemos al piloto que haga su trabajo. —Dirigiéndose a León, añadió—: Le deseo suerte. Sepa que confiamos en usted.

Gabriel y Herman cruzaron una mirada. Era evidente que Valbuena no podía haber visto a Leslie Nielsen en Aterriza como puedas, así que debía estar hablando en serio. Pero, aunque siempre que Gabriel veía la película se tronchaba de risa, ahora no le hizo ninguna gracia pensar en ella.

Se sentaron y se abrocharon los asientos. Kiru seguía murmurándole cosas a Frodo, ajena a todo. Gabriel pensó que era mejor no decirle nada.

En otras maniobras de aterrizaje, Gabriel recordaba la sensación de bajar, estabilizarse un poco, bajar de nuevo y así hasta llegar al aeropuerto. Ahora tenía la impresión de que sus pies se hundían, como si estuviera descendiendo en un ascensor ultrarrápido.

Gabriel pegó la nariz a la ventanilla y miró hacia el frente. El azul del mar era un borrón que se confundía con el cielo entre aquella especie de neblina. Desde ese ángulo no divisaba la isla.

«No hará falta que salves al mundo, Gabriel Espada», pensó. «Vas a morir en cuestión de minutos».

Se dedico a contar mentalmente kilómetros y minutos. Según había calculado, podían volar en el aire unos treinta kilómetros. Pero ¿y si se hallaban más lejos de la isla? El no tenía ojo para estimar distancias desde el avión, y el piloto, que seguramente sí estaba acostumbrado, no había querido decirles nada.

Miró a Herman y a Valbuena, cada uno sentado en una fila distinta, aunque podrían haber ocupado asientos contiguos. Su amigo no hacía más que mirar por la ventanilla, como él, y estaba blanco como una hoja de papel. A Herman nunca le había hecho demasiada gracia volar. Aquel descenso sin motor no iba a contribuir a paliar su fobia.

En cuanto a Valbuena, simplemente miraba al frente, y de vez en cuando consultaba su reloj de pulsera. Gabriel supuso que él también estaba calculando cuánto tiempo podrían mantenerse en el aire, o cuánto les quedaba de vida.

Bajaban en un silencio ominoso. Sólo se oía el silbido del aire en el fuselaje del avión.

De pronto, Gabriel escuchó un zumbido diferente.

Motores. De algún modo, el piloto había logrado ponerlos en marcha.

«Estamos salvados».

El zumbido se hizo más agudo, como si se acercara a ellos. Gabriel tuvo un horrible presentimiento. En ese momento se oyó un grito que provenía de la cabina del piloto. Era la voz de Enrique. Su tono agudo asustó a Gabriel.

Volvió a mirar por la ventanilla. En ese mismo instante, una sombra oscura pasó a su lado a tal velocidad que le hizo dar un salto en el asiento. El zumbido se alejó de nuevo, haciéndose más grave con la distancia, y el pequeño reactor empezó a sacudirse arriba y abajo.

—¿Qué ha sido eso? ¿Qué ha sido eso? —preguntó Herman, alarmado. Kiru abrazó con fuerza a Frodo y miró a los lados, perpleja.

—Nos ha pasado un avión casi rozando —contestó Gabriel. Habían estado a punto de morir en menos de un segundo. Ni siquiera se habrían dado cuenta de por dónde les venía el golpe.

—¡Eso es imposible! ¡Hay corredores aéreos, y control de tierra, y todas esas mierdas! ¿Cómo pueden pasar dos aviones tan cerca?

—Porque, señor Gil —contestó Valbuena—, estamos viajando sin instrumentos, sin contacto con el control de tierra y en medio de una nube de ceniza. El aparato que ha estado a punto de colisionar con nosotros debe volar tan a ciegas como nosotros.

Después de las sacudidas sufridas al atravesar la turbulencia creada por el otro avión, el pequeño reactor se estabilizó. Gabriel volvió a pegar la nariz a la ventanilla.

De pronto vio el mar, más gris que azul. Y la mole de la isla destacándose negra sobre él. Habían atravesado un manto de ceniza y gas, o una simple nube, o lo que fuese. Allí estaba Santorini. A Gabriel le pareció ver la línea alargada de la pista. ¿A qué distancia? ¿Cinco kilómetros? Para recorrerlos iban a perder… ¿Cuánto había dicho el piloto? Mil pies de altura de caída por cada dos kilómetros de vuelo. Dos mil quinientos pies. Unos ochocientos metros.

¿Estaban a ochocientos metros de altitud? A Gabriel no se lo parecía. Podía distinguir perfectamente la espuma en las crestas de las olas.

«No vamos a llegar».

—¡Esto es una mierda! —gritó Herman—. ¡Es una puta mierda!

—Señor Gil —dijo Valbuena, sin levantar la voz—. Es posible que antes de un minuto estemos muertos, en cuyo caso sus exabruptos no van a servirle de nada. O es posible que sobrevivamos y, si eso ocurre, seguramente cuando se acuerde lamentará haber perdido la compostura delante de testigos.

—¡Me da igual la puta compostura! ¡¡Esto es una mierda!! —Herman aferró el respaldo del asiento que tenía delante con tanta fuerza que los nudillos se le pusieron blancos.

—Herman no debe gritar —dijo Kiru, apretándose al cachorro contra el pecho—. Frodo se asusta.

Gabriel volvió a mirar. Ahora veía cómo las olas rompían contra la costa pedregosa de la isla. Más allá se hallaba el aeropuerto. Trazó dos líneas mentales, una roja que llevaba al aparato contra las rocas y otra verde que lo unía con la pista. «No sigas la línea roja, sigue la línea verde —ordenó mentalmente al avión—. La roja no, la verde».

—¿Cuándo coño pensáis sacar el tren de aterrizaje, Enrique? —gritó Herman. Gabriel llevaba un rato pensando lo mismo.

—¡Silencio ahí atrás! —contestó el piloto.

—Seguramente el hecho de sacar el tren de aterrizaje aumenta la resistencia al aire y, por ende, provoca un descenso en un ángulo más acusado —dijo Valbuena.

Pasaron por encima de una playa negra, tan cerca que Gabriel pensó que iban a clavarse en la arena. «Nos estrellamos, nos estrellamos». Un golpe bajo sus pies. ¿Ya habían chocado? No, era el tren de aterrizaje.

Volvió a pegar la nariz a la ventanilla. Veía la pista tan horizontal como una carretera desde un coche, pero aún no estaban encima de ella.

Una sacudida fuerte. El silbido del viento se convirtió en un sonoro traqueteo y el aparato empezó a balancearse de un lado a otro. «Vamos campo a través», comprendió Gabriel. Un segundo después, aquel ruido se transformó en otro más suave, el de ruedas sobre asfalto, y al momento se oyó el zumbido del aire chocando contra los spoilers de frenado.

—¡Bienvenidos a Santorini! —gritó el piloto desde la cabina.

Herman contestó con un grito ronco y gutural y palmeando el respaldo del asiento con todas sus fuerzas. Kiru, aunque parecía no haberse enterado de gran cosa de lo que ocurría, aplaudió.

Cuando el avión se detuvo por fin, el suelo tembló durante unos segundos, como si la propia isla quisiera darles la bienvenida. Aunque la maniobra de aterrizaje sin motores le había recordado durante más de un cuarto de hora su mortalidad, Gabriel volvió a pensar que ya no estaba experimentando una vivencia de Kiru. Lo que le pasara, le pasaría a él.

Atlántida
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