Capítulo 28

Madrid, La Latina

La erupción había empezado cuarenta y ocho horas antes, en un lugar de California llamado Long Valley. Gabriel estaba casi seguro de que Iris lo había mencionado.

Según el noticiario, a mediodía —ya de noche en España— se había abierto una boca eruptiva en un centro turístico conocido como Mammoth Lakes. Aquello había ocurrido sin apenas avisar. Tan súbita como una explosión nuclear y mucho más potente, la erupción había superado en pocas horas los efectos del monte St. Helens, hasta entonces el volcán más destructivo de la historia de Estados Unidos.

En realidad, no se trataba de una sola erupción: apenas unos minutos después se había abierto una segunda chimenea a diez kilómetros de la primera. Y, pasadas doce horas, había ya un tercer foco.

En una imagen por satélite, las tres bocas de la erupción aparecían señaladas con puntos rojos que palpitaban como diminutos corazones. Una línea de puntos marcaba un óvalo apaisado de más de 30 kilómetros de este a oeste. El reportaje era americano, pero lo habían traducido, y la locución en español se superponía a la voz de la periodista de color que lo presentaba.

«Esa línea señala el contorno de la caldera de Long Valley. Se trata de una gran depresión, el vestigio de una erupción gigantesca que se produjo hace 750.000 años.

»En la peor hipótesis posible, la mayor parte de las rocas que rellenan esa caldera pueden haberse fundido a miles de metros de profundidad. Se habría formado así un inmenso depósito de magma a presión, magma que estaría empujando para salir a la superficie».

El montaje dio paso a un hombre que hablaba delante de un atril. Estaba tan gordo que la corbata se hundía bajo la papada como el dogal en el cuello de un ahorcado. Bajo él se leía: Lewis Spawforth. Director de la FEMA, Federal Emergency Management Agency.

—¿Por qué no traducen también eso? —se quejó Herman.

—Agencia de gestión de emergencias federales —dijo Enrique.

—Chssss —dijo Gabriel.

«La prensa ha aireado con mucha ligereza el término “supervolcán”» declaró el tal Spawforth. «No hay por qué ser alarmistas. La erupción está siendo extremadamente violenta. Pero por eso mismo es más probable que la presión del magma fundido que hay en la caldera baje rápidamente y la erupción se detenga o adquiera proporciones más… manejables».

—¿Cómo se maneja una erupción? —comentó Gabriel.

«Aunque se ha declarado la condición de catástrofe en California, Nevada y Arizona, queremos tranquilizar a los ciudadanos. Pronto llegarán suministros a las zonas afectadas. Debemos añadir que en el resto de la nación no se prevé mayor peligro que, tal vez, una ligera caída de cenizas».

—¿No os da la impresión de que a ese tipo le está creciendo la nariz? —dijo Enrique.

—Los políticos son iguales en todas partes —comentó Herman—. Siempre mintiendo al pueblo.

—No le queda otro remedio —dijo Gabriel—. En este momento se debe estar desatando el pánico por medio país.

Como si los autores del reportaje le hubieran leído la mente, en la siguiente escena apareció un supermercado. Todos los estantes se habían quedado vacíos y la gente hacía cola ante las cajas con los carritos llenos a rebosar. Aquello estaba ocurriendo en Washington, a más de tres mil kilómetros.

Otras imágenes mostraron escaparates rotos. Un par de saqueadores se llevaban a cuestas una enorme pantalla de televisión. «¿Para qué querrán una tele gigante si se hunde la civilización?», pensó Gabriel.

«Como se puede ver», prosiguió la periodista, «las declaraciones del director de la FEMA no han tranquilizado a todo el mundo».

—Eso es evidente —dijo Enrique, que llevaba un rato trasteando con su móvil.

—¿A qué te refieres?

Enrique bajó la voz y se acercó a Gabriel.

—No se lo digas a nadie —susurró—. Pero me acaban de enviar un confidencial.

—¿Y qué dice?

—Que se van a suspender las cotizaciones en Wall Street. Indefinidamente.

Gabriel se apartó un poco y miró a su amigo. Era evidente que estaba muy preocupado.

—¿Y eso en qué te afecta a ti?

—En todo. Quieren evitar que la bolsa se hunda. Pero lo que va a ocurrir es que, en cuanto se sepa, los mercados de todo el mundo se van a venir abajo. Todo está interconectado.

Gabriel comprendió. La fortuna de su amigo se hallaba en la cuerda floja. Sus acciones, sus opciones, incluso sus cuentas bancarias: si se producía una catástrofe como la que había vaticinado Iris, la economía mundial se hundiría a tales profundidades que las crisis del 29 y del 2009 parecerían por comparación épocas doradas.

Y los que tenían números rojos en sus cuentas, como él, se encontrarían en la misma situación que los ricos como Enrique. Todos igualados en la miseria.

—No soy un gran consejero bursátil —dijo Gabriel—. Pero te recomendaría comprar cosas materiales, productos que se puedan tocar e intercambiar. Sobre todo comida. Mucha comida. Y un lugar seguro y alejado de la ciudad donde poder almacenarla.

—Puede que la crisis producida por ese volcán nos afecte económicamente, pero no creo que…

—Créeme, Enrique. Las cosas se van a poner mucho peores. Ese volcán es sólo el principio.

Enrique le miró a los ojos unos segundos. Después asintió.

—Voy a la calle un momento. Tengo que hacer unas gestiones.

Enrique salió del bar, tecleando en la pantalla del móvil con dedos frenéticos. En la televisión, la presentadora proseguía:

«También hay voces discordantes entre la comunidad científica. Veamos a continuación una entrevista con Eyvindur Freisson, miembro hasta hace pocos días del Osservatorio Vesuviano, que acaba de presentar su dimisión por una presunta falsa alarma de erupción en Nápoles».

En la siguiente imagen apareció un hombre con cabello y barba blancos. Gabriel recordaba haberlo visto en una breve entrevista durante el viaje en AVE de Málaga a Madrid. De modo que aquella alarma le había costado el puesto. Y, aun así los medios seguían recurriendo a él.

El personaje había despertado su curiosidad. Gabriel hizo una búsqueda en su móvil y descubrió que era vulcanólogo y biogeoquímico. El nombre le sonaba a islandés, lo que le impulsó a hacer una segunda búsqueda cruzada con el nombre de Iris Gudrundóttir.

¡Bingo! Eyvindur había sido profesor de Iris, y ambos habían publicado dos artículos a medias.

Inconscientemente, Gabriel se tocó la mejilla, donde le había besado Iris al despedirse.

«Olvídate de esa chica, gilipollas romántico», se dijo al darse cuenta de su gesto. En bastantes líos se había metido ya como para buscarse un amor al otro lado del Mediterráneo.

Sin embargo, mientras el reportaje seguía en la tele, sus dedos recorrieron la pantalla para abrir la carpeta de contactos y buscar el móvil de Iris.

Atlántida
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