Capítulo 2

Italia, Pozzuoli (cerca de Nápoles)

A la misma hora en que Gabriel Espada se despertó, también lo hizo en su caravana el vulcanólogo islandés Eyvindur Freisson. Tenía casa en Nápoles, muy cerca de las oficinas del Observatorio Vesubiano, pero a menudo se quedaba a pasar la noche en el remolque que le servía de laboratorio móvil.

Hacía un tiempo que no dormía bien. Exactamente, desde que le diagnosticaron el cáncer. Por eso aquella pesadilla no le extrañó demasiado. La ira ajena que Gabriel Espada no había sabido descifrar, Eyvindur la juzgó como expresión onírica de su propia furia ante la sentencia de muerte que le habían dictado los médicos. En cuanto a las inmensas burbujas rojas que Gabriel imaginaba como bolsas de gas en Júpiter u otro planeta gigante, Eyvindur las interpretó como visiones normales de algo que lo obsesionaba en sus horas de vigilia: los movimientos del magma fundido en el corazón de la Tierra.

Se incorporó en la cama y se quitó el antifaz de fieltro. Dormía con los ojos tapados porque en la caravana había un sinfín de aparatos y monitores siempre encendidos. Después consultó el medirreloj que, con cierta malicia, le habían regalado sus compañeros del Observatorio por su sesenta y dos cumpleaños.

No era extraño que notara el corazón como un tambor. La pesadilla había elevado sus pulsaciones a ciento cincuenta y su tensión sistólica a veinte.

Aparte de medir el ritmo cardíaco y la tensión, el medirreloj desempeñaba la anticuada función de dar la hora. Eran las 03:11. Mal momento para ir a ningún sitio. Pero el sueño había provocado en él un impulso inconsciente de huida, y lo calmó saliendo al exterior.

La caravana estaba situada en un extremo de la Solfatara, en el corazón de la gran zona volcánica conocida como los Campi Flegri. Se trataba una serie de estructuras circulares similares a los cráteres de la Luna que hacían que en las imágenes por satélite el terreno pareciera un queso de gruyer. Algunos de esos círculos, como el de Astrosi, estaban cubiertos de vegetación, mientras que otros se habían convertido en lagos, como el Averno, un nombre infernal que a Eyvindur le parecía de lo más apropiado.

El más conocido de esos cráteres era la Solfatara, una gran elipse cuyo fondo yermo y blanquecino estaba sembrado de fumarolas que expulsaban gases sulfurosos y dióxido de carbono, y también de charcos de barro hirviente en los que las burbujas de lodo reventaban con sonoros plop.

Bajo la luz de la luna, la explanada de la Solfatara se veía bañada en una luz fosforescente, casi fantasmagórica. En el aire flotaba el olor a huevo podrido característico del azufre. Para la gente normal, los civiles, como llamaba Eyvindur a la inmensa mayoría de la humanidad que no se dedicaba a la vulcanología, aquel hedor resultaba desagradable. Pero dentro de la Solfatara él se sentía en su hogar.

De hecho, pasaba muchas noches en el pequeño laboratorio de la caravana, analizando los datos obtenidos de la torre de perforación instalada a veinte metros del remolque.

Eyvindur encendió uno de los porros de marihuana que guardaba ya liados por prescripción médica y se lo fumó poco a poco dando un paseo bajo las estrellas. Para cuando terminó, se notaba mucho más tranquilo y volvió a la caravana.

Antes de acostarse de nuevo, examinó las lecturas de los diversos monitores. Así descubrió que unos minutos antes se había producido una anomalía magnética. Algunos aparatos incluso se habían reiniciado por culpa de aquel fenómeno. Según los magnetómetros, el campo magnético había saltado de 40 a más de 800 microteslas en cuestión de un segundo, luego se había hundido hasta casi desaparecer y por último había vuelto a la normalidad.

Eyvindur pensó que, si esa alteración magnética era local, algo muy extraño debía estar ocurriendo bajo sus pies, en la inmensa cámara de magma de los Campi Flegri. Pero enseguida comprobó que la perturbación se había producido en todo el mundo.

—¿Vamos a tener una inversión del campo magnético terrestre? —se preguntó en voz alta.

Si era así, esperaba que aquel fenómeno ocurriera antes de su muerte. La última inversión se había producido hacía 780.000 años. Nadie sabía muy bien qué efectos tendría que el polo norte magnético se convirtiera en el sur y viceversa, pero Eyvindur sospechaba que serían espectaculares.

Después verificó los monitores que mostraban las lecturas de las sondas de la torre de perforación. Las más profundas se hallaban a seis mil metros bajo el suelo.

¡Helvitis!

Esas sondas eran la niña de los ojos de Eyvindur, su carísimo capricho, y para conseguirlas había tenido que emplear todos sus encantos otoñales con Adriana Mazzello, la directora del Osservatorio. Pero gracias a ellas disponía de lecturas en tiempo real de la actividad biológica en la corteza terrestre: era como consultar un microscopio electrónico incrustado en la roca a cinco kilómetros de profundidad.

Y ahora ese microscopio le mostraba que el número de nanobios se había duplicado. Aquellos minúsculos organismos, diez veces menores que las bacterias más diminutas, eran capaces de vivir en ambientes extremos, desde las profundidades ardientes de la Tierra hasta meteoritos procedentes de Marte.

—¿Celebráis una fiestecita, pequeños? —murmuró Eyvindur, mientras consultaba las lecturas de sondas situadas en otros lugares del mundo. La más profunda se halaba en la depresión de Nankai, a nueve mil metros bajo el fondo marino, en las primeras capas del manto.

Allí, a más de trescientos grados de temperatura, donde no deberían existir formas de vida, había también nanobios, pululando en los diminutos poros de las rocas.

Eyvindur calculaba que la biomasa de los organismos microscópicos que habitaban bajo la superficie terrestre superaba entre cuatro y diez veces la de las formas de vida que moraban al aire libre y en los océanos. Aquellos minúsculos desconocidos eran, en cierto modo, los amos del planeta.

A menudo, otros científicos lo tildaban de excéntrico por considerar que la vida primigenia se había desarrollado bajo el suelo, lejos de los rayos del sol, y que esa vida subterránea seguía siendo la forma biológica dominante. No sólo en puro volumen: Eyvindur —y aquí lo habrían tachado directamente de loco— sospechaba que la inmensa biomasa de los nanobios controlaba la vida terrestre en otros aspectos insospechados.

Los datos de la sonda de Nankai parecían confirmarlo. Allí también había crecido la actividad nanobiana. Para que aquellos diminutos microorganismos pudieran multiplicarse, necesitaban una fuente de energía. Y esa energía en aumento sólo podía provenir de las profundidades de la Tierra.

Eyvindur empezaba a sospechar que en sus últimos días de vida iba a presenciar algo mucho más grande que una erupción volcánica. Al parecer, la Gran Madre Tierra les tenía reservada una sorpresa a sus hijos.

Pero dudaba de que esa sorpresa fuera agradable para aquellos que moraban sobre la superficie. Sobre todo, para la especie conocida como Homo sapiens. Pues tal vez no sobreviviría a lo que estaba a punto de pasar.

Atlántida
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