Capítulo 24
California, Yosemite y Long Valley
Joey notó una mano en el hombro.
—Tienes que ver esto.
Abrió los ojos y se enderezó en el asiento, desorientado. Estaba soñando que jugaba al fútbol como delantero, le pasaban el balón y, tras regatear a un defensa, se quedaba solo ante la portería. Pero de repente la portería so había convertido en la salida de un túnel y las mallas do la red en un intrincado diseño de sombras y luces al fondo de su visión.
Las sombras y luces eran árboles.
—Bienvenido al parque nacional de Yosemite.
Joey se volvió a su izquierda. Randall conducía.
—Me he dormido un poco.
—Eso parece.
El todoterreno que Espinosa le había prestado a Randall, aparte de estar lleno de abolladuras, no tenía lector de MP5, ni siquiera algún antepasado como el MP4 o el antediluviano MP3. El equipo de música consistía en un viejo lector de discos compactos y una radio. Durante el camino, Randall había sintonizado una emisora de música country porque, según él, era la más apropiada para conducir a través de los bosques. No era extraño que Joey se hubiera quedado dormido nada más tomar la estatal 41.
Ahora, mientras avanzaban por el valle de Yosemite en busca del desvío que los llevaría a Long Valley, Randall se masajeó las sienes y su boca se torció en un rictus raro.
—¿Te duele la cabeza?
—Un poco. No es nada. Debe ser por el tiempo. Está un poco revuelto.
Joey miró a su derecha. El cielo que se veía sobre las abruptas paredes de roca era tan azul como los que él pintaba en el parvulario. ¿A qué le llamaba Randall «tiempo revuelto»?
—¿Por qué tienes tanta prisa por llegar a Long Valley?
—Quiero comprobar algo. ¿Recuerdas lo que te conté del supervolcán?
—Que puede explotar en cualquier momento —dijo Joey.
—Espero que no ocurra ahora. Si no, no te llevaría allí. —Randall volvió a quedarse callado un rato, y movió ligera mente la cabeza como si escuchara una voz interior—. Aunque no sé. Algo me dice que para arreglar las cosas debemos estar donde más feas se pongan.
—No entiendo nada, Randall.
—Yo tampoco entiendo mucho, Joey. Mi cabeza no funciona tan bien como querría. Cuando intenté recordar, yo…
Randall se quedó callado a mitad de la frase. Pasados unos segundos, dijo:
—Es igual. Vamos a estirar las piernas un rato.
Randall aparcó el coche junto a un prado. Aunque era lunes, había muchos vehículos estacionados y decenas de turistas que tomaban fotos y vídeos del paisaje. A la derecha el sol arrancaba destellos blancos de la gran catarata de Brideveil. Las aguas caían con estrépito casi doscientos metros hasta el fondo del valle levantando cortinas de espuma que dibujaban arcoíris en el aire.
Joey respiró hondo. Olía a pino, a hierba húmeda y a mil flores cuyos olores no sabía distinguir. Se le antojó que el color de los bosques y de la pradera era mucho más intenso y real del que estaba acostumbrado a ver en Fresno. Era como si aquí, en Yosemite, Dios hubiese utilizado una barra de cera verde de la marca más cara para pintarlo todo de modo que pareciera más auténtico.
Al otro lado del valle se veía la masa vertical del Capitán. Joey distinguió puntos de colores que subían por el acantilado. Por allí había escalado el almirante Kirk en la quinta película de Star Trek; una de las antiguas, de las que sólo veía él, el bicho raro de la clase.
Randall levantó el portón trasero del todoterreno. Dentro llevaba una nevera de la que sacó una coca-cola para Joey y una lata de té con limón para él. Después abrió una de las bolsas de lona. Como Joey sospechaba, estaba llena de libros.
—Todavía nos queda un rato de viaje —dijo Randall—. He pensado que podrías fotografiar estos libros con tu móvil.
—¿Fotografiarlos? ¿Por fuera? —respondió Joey, tragando saliva. ¿Se habría dado cuenta Randall de que el sábado había entrado en su caravana mientras él estaba en trance?
—No. Necesito imágenes de todas las páginas.
—¿De todas? Puedo tirarme horas y horas. Es un rollo.
—Es crucial para mí, Joey. Estos libros pesan mucho. Si las cosas se complican no sé si podremos llevarlos encima. Necesito que lo guardes todo, Joey. No quiero perder esa información.
De pronto, Joey se sintió importante.
—Puedo subir las fotos a Internet. Tengo memoria de sobra en mi VTeeny. Pero ¿por qué es tan crucial?
—Justo por lo que has dicho, Joey.
—No te entiendo.
—La memoria. Esos libros guardan mis recuerdos. He recuperado algunos, pero no todos. Y me temo que voy a tener que hacerlo en breve.
«Mi amigo está loco», pensó Joey. Pero eso era parte de su encanto.
* * *
Después de la parada se desviaron hacia el oeste, salieron del valle y, tras un largo rodeo en forma de C, volvieron a dirigirse al este por la carretera de Tioga Pass. El camino fue ascendiendo poco a poco y los lados de la carretera se llenaron de nieve. Aunque aquella ruta tenía poco más de 70 kilómetros, tardaron una hora y media en recorrerla. La carretera era sinuosa y en varios tramos se abrían precipicios más que inquietantes. Las cifras que aparecían en los carteles seguían subiendo, hasta que superaron los tres mil metros. «¡Una carretera a tres mil metros!», se asombró Joey al ver la señal.
Pese al vertiginoso panorama, procuraba asomarse a la ventanilla lo menos posible y concentrarse en su tarea. Nunca se había mareado en coche, pero llevar la cabeza baja y la mirada fija en los libros para fotografiar sus páginas acabó revolviéndole el estómago.
¿Aquéllos eran los recuerdos de Randall? ¿Por qué los había garabateado en letras ininteligibles? Y, sobre todo, ¿qué hacían los recuerdos de un hombre del siglo XXI escritos en libros de pergamino que parecían más pieza de museo que de biblioteca?
Por fin empezaron a descender, y poco después llegaron al gran lago de Mono. Allí giraron a la derecha por la 320, que pronto se convirtió en autovía. Joey respiró hondo después de las cuestas y las curvas del parque, y volvió a concentrarse en su tarea.
Cuando quiso darse cuenta, el coche iba más despacio. Levantó la mirada. Estaban llegando a Mammoth Lakes. Era el típico lugar al que muchos de sus compañeros iban a esquiar en navidades o en las vacaciones de primavera. El pueblo no llegaba a los ocho mil habitantes censados, pero gracias a los visitantes su población real se multiplicaba varias veces.
Sobre las casas de tejados rojos se levantaba la mole del monte Mammoth, coronado por tres cimas de las que bajaban pistas de esquí, telesillas y teleféricos. Joey la miró con el mismo anhelo irrealizable con que los niños de las novelas de Dickens pegaban la nariz a los escaparates de las pastelerías. Había esquiado en simuladores en el centro comercial y le había parecido emocionante. ¿Cómo sería hacerlo de verdad? Mucho se temía que el esquí no entraba en los planes de Randall.
—¿Esa montaña es el volcán?
—Sólo parte del volcán.
Joey silbó entre dientes.
—Ya te dije que la caldera mide más de treinta kilómetros de este a oeste por veinte de norte a sur. Ahora mismo nos encontramos sobre ella.
—¿Quieres decir que debajo de nosotros hay lava hirviendo?
—Bueno, técnicamente cuando está bajo tierra la llaman magma, pero sí. Estamos encima de una caldera de miles de kilómetros cúbicos.
Pararon en una gasolinera. Randall llenó el depósito del Renegade y se quejó de que aquel jeep bebía más que un cosaco. Con las restricciones al consumo de carburantes fósiles, pronto no quedaría más remedio que jubilarlo. Mientras echaba gasolina, el móvil de Joey empezó a sonar para indicar que había recibido un mensaje.
—¡Eh, chico! —le dijo otro conductor—. ¡Lárgate de aquí! ¿Es que quieres provocar una explosión?
—Entra en esa cafetería de ahí —le señaló Randall, que volvió a frotarse las sienes para aliviar el dolor de cabeza—. Ahora mismo voy, si es que consigo aparcar.
Joey apretó el paso, porque fuera hacía frío. Aunque lucía el sol, según los termómetros de la calle se hallaban a seis grados. Mientras caminaba hacia la cafetería, un bonito edificio de ladrillo pardo con tejado rojo a dos aguas, consultó el móvil.
Era un mensaje oficial, una especie de alarma que debían estar recibiendo todos los teléfonos activos en la zona.
ALERTA AMARILLA.
Por información recibida del USGS (Servicio de Inspección Geológica), el Departamento de Servicios de Emergencia de California informa de que ha iniciado una operación de campo centrada en Mammoth Lakes para monitorizar la actividad sísmica y la deformación del terreno en la zona de la caldera de Long Valley. Esta actividad es síntoma de movimientos magmáticos en la corteza. Lo más probable es que la actividad descienda a niveles normales dentro de unas semanas. Existe, sin embargo, una pequeña posibilidad de que la actividad pueda aumentar y evolucionar hasta convertirse en una erupción volcánica, por lo que queremos avisar a la población.
Cuando terminó de leerlo ya había llegado a la cafetería. Randall no tardó mucho en llegar.
—He conseguido aparcar antes de lo que esperaba. Había un par de coches con mucha prisa por marcharse.
Joey iba a enseñarle el móvil, pero no fue necesario. Al entrar, lo primero que vieron fue el mensaje de la alerta amarilla en una gran pantalla al fondo del local.
—¿Es muy grave? —preguntó Joey. Una alarma oficial parecía un asunto grave.
—¡Quiá! —dijo el camarero que se acercó a atenderlos. Era una especie de motero con larga barba gris, coleta trenzada a la espalda y barriga cervecera—. Es el mismo rollo de siempre. Al gobierno le encanta jodernos el negocio. ¿Qué va a ser?
Joey pidió una hamburguesa doble con queso y patatas fritas, y Randall un sandwich vegetal. Cuando venía a cenar a casa de los Carrasco, nunca quería carne ni pescado. Joey nunca le había preguntado la razón, pero ahora su pequeña aventura les otorgaba cierta complicidad.
—¿Eres vegetariano?
—Más o menos.
—¿No te gusta la carne?
—No es por eso. Prefiero no acabar con ninguna vida. No existe nada en el Universo más importante que la vida. Cada vida es algo único e irrepetible, Joey.
—Ya, pero cuando te comes una lechuga o una coliflor primero las tienes que arrancar del suelo, así que es como si las hubieras asesinado.
—Muy agudo, Joey. Pero algo tengo que comer, ¿no crees? Al menos, las lechugas y las coliflores poseen menos grado de conciencia que las vacas y los cerdos, así que confío en que sufran menos por su muerte.
—Ya, pero algo sufrirán. Aunque sea muy poco.
—Si por mí fuera, me comería las piedras. Pero me temo que mi estómago no las digiere bien. Además —añadió Randall en tono misterioso—, incluso las rocas están vivas a su modo.
—Pero ¿y si te estuvieras muriendo de hambre en una isla desierta y sólo tuvieras a mano gallinas y cerdos?
—Esperaría a que las gallinas pusieran huevos y me los comería.
—Vale. ¿Y si fueran pollos?
—Entonces no tendría más remedio que comérmelos a ellos.
—Pues no eres vegetariano de verdad.
—Ya te he dicho que para mí lo más importante es la vida. El que ama la vida tiene que empezar por amar la suya propia, ¿no te parece?
—O sea, que matarías a un ser vivo por sobrevivir, ¿no?
—Si no me quedara otro remedio…
—¿Y si fuera una persona?
—Depende. Si se trata de una persona de catorce años que se dedica a hacer preguntas indiscretas…, me lo pensaría.
—Muy gracioso —dijo Joey, poniendo los ojos en blanco, un gesto que sacaba de, quicio a su madre—. Pero ¿alguna vez has matado a…?
—Chssss. Se acerca el camarero. No querrás que te escuche y me incrimine por homicidio, ¿verdad?
El camarero plantó ante ellos la hamburguesa y el sandwich, más una coca-cola y un vaso de té helado. En una mesa cercana, un hombre y una mujer miraban constantemente a la pantalla. Cuando se repitió la alerta, ambos se levantaron y salieron de la cafetería. Un matrimonio con dos niños imitó su ejemplo. Los pedidos de ambos aún no habían salido de la cocina.
—¡Lo que les decía! —gruñó el camarero, dirigiéndose a Randall y Joey—. Ya han empezado a fastidiarme el negocio. ¿Ustedes también van a salir corriendo?
—Sólo cuando tengamos el estómago bien lleno —respondió Randall.
—Mire a su alrededor. ¿Ve a toda la gente que está de pie en la barra?
Echaron un vistazo. Por la confiada familiaridad con que consumían sus cafés, sus hamburguesas y sus ensaladas, Joey pensó que la mayoría de los clientes de la barra debían de ser lugareños.
—Son de aquí, ¿verdad?
—Usted lo ha dicho. ¿Ve que alguno se ponga nervioso por lo que sale en esa maldita pantalla?
Si lo estaban, pensó Joey, lo disimulaban muy bien. Todo lo más, alguno miraba de reojo a la pantalla y hacía un comentario despectivo. Por fin, el anuncio de alerta desapareció, sustituido por imágenes de un campeonato de esquí.
—Mire —prosiguió el camarero—, yo ya he visto lo mío en este lugar. Acabo de cumplir sesenta años, ¿sabe?
—¿De veras? —preguntó Randall—. ¡Quién lo diría!
El tipo sonrió, halagado. Desde la cocina le gritaron algo, él contestó que le dejaran en paz y siguió hablando con Randall.
—Pues sí, señor. Me acuerdo perfectamente de los terremotos que tuvimos aquí en 1980. No se crea que fueron poca cosa: más de seis en la escala de Richmond.
—Se llama escala de… —empezó a corregir Joey, pero Randall le dio un codazo para que se callara.
—No llegó a pasar nada, porque aquí las casas están tan bien construidas como en la falla de San Andrés. Pero esto se llenó de geólogos que no hacían más que decir: «Es una señal. ¡Va a estallar el volcán!». Por cada geólogo que aparecía, se largaba un turista y las casas bajaban diez mil dólares. ¡USGS! ¿Sabe cómo lo llamamos aquí? United States Guessing Survey[4].
—Muy ingenioso —dijo Randall.
—Por cierto, ¿no será usted geólogo y ha venido aquí a gafarme el negocio?
—¡Dios me libre!
El camarero sonrió de medio lado, le rellenó el vaso de té helado y, por fin, se acercó a la cocina a recoger la siguiente comanda.
En ese momento empezó a sonar el móvil de Joey. Era su madre. Apagó el volumen y contestó con un mensaje. «No puedo hablar ahora, mamá. Estoy en clase». El truco todavía le serviría un par de horas más. Luego ella empezaría a escamarse.
Cuando se guardó el móvil en el bolsillo sintió una leve trepidación bajo los pies. A veces notaba lo mismo en el instituto, cuando los chicos de la clase del primer piso salían al recreo. Pero no creía que debajo de la cafetería hubiera un aula. Aquello tenía que ser un terremoto.
Randall también se había dado cuenta.
—Termínate la hamburguesa cuanto antes. No debería haberte traído aquí.
—Soy californiano. No me asusta un temblor de nada.
Randall se puso serio un momento, y después sonrió.
—Eres valiente. Pero siento no haber estado atento cuando tus padres se fueron el domingo.
—¿Por qué?
—De haber sabido que iban a San Diego, les habría dicho que te llevaran con ellos. San Diego puede ser un buen sitio si las cosas se ponen feas. Quizá deberías decirles que tengan preparado su equipaje por si tienen que bajar a México.
—Si les digo eso se preocuparán todavía más por mí.
—En eso tienes razón. Ya se lo dirás más tarde. ¿Has terminado? Vámonos.
Randall dejó veinte dólares encima del mostrador, hizo un gesto al camarero para despedirse y salió de la cafetería. Joey dio un último sorbo a su coca-cola y corrió tras él.
—¿Dónde vamos? ¿Volvemos a Fresno?
—No. Ya que hemos llegado hasta tan lejos quiero comprobar algo. No tardaremos ni media hora en llegar.
* * *
Tras montar en el coche, se dirigieron hacia la montaña, pero en lugar de acercarse a las pistas de esquí se desviaron hacia el sur dejando la mole de roca y nieve a su derecha. La carretera se adentró entre bosques de pinos y abetos y empezó a ascender poco a poco. Aunque se cruzaron con varios automóviles, resultaba imposible saber si sus ocupantes huían del lugar asustados por la alerta amarilla o simplemente bajaban al pueblo a comer. También se toparon con un coche de la policía, pero los agentes no les detuvieron ni les advirtieron de nada.
A pesar de que en los arcenes y debajo los árboles quedaban restos de nieve, los lagos que se encontraron por el camino se habían deshelado y parecían espejos azules en cuya superficie se reflejaban los árboles y las caprichosas formas de los picos que se alzaban sobre ellos. Comparado con Fresno y el SF Paradise, a Joey aquel lugar le parecía un paraíso de tranquilidad y aire puro. Le costaba creer que una amenaza letal latía semidormida bajo sus pies.
Miró el retrovisor por el rabillo del ojo y vio que había un vehículo detrás de ellos. Lo perdió de vista tras una curva, pero luego volvió a aparecer a la misma distancia que antes. Era un todoterreno azul, un híbrido que llevaba placas solares en el techo para complementar las baterías internas.
Por un momento Joey pensó que los estaban siguiendo. Pero al cabo de un rato, el todoterreno se detuvo en el arcén.
Siguieron entre los árboles, pasando junto a varios lagos. Randall, que conocía bien la zona, le fue diciendo los nombres. Primero los Lagos Gemelos, después el Mary y el pequeño lago Mamie. Por encima de éste y de la espesura se levantaba un picacho que destacaba entre los demás, solitario y afilado como un hacha gigantesca abandonada por un hombre prehistórico.
—Crystal Crag —dijo Randall.
—Hace rato que no nos cruzamos con ningún coche —dijo Joey, consultando su móvil con cierta aprensión. De momento, no había recibido más alertas.
—En esta zona vienen más pescadores y senderistas que esquiadores, y todavía hace algo de frío para ellos. Por eso hay tan poca gente.
Después de seguir un kilómetro más entre coníferas, llegaron junto a otro lago. En su lado norte, en una cuesta que preludiaba la ladera de la montaña, había un aparcamiento en forma de doble bucle. En él vieron otro todoterreno, pero estaba vacío.
—Deben ser excursionistas o pescadores que lo han dejado aquí para seguir hasta el lago McLeod —le explicó Randall, mientras paraba el Renegade y echaba el freno de mano, una acción que en los coches modernos ya era innecesaria.
—¿Y este lago como se llama?
—Horseshoe.
El móvil de Joey vibró en el bolsillo.
ALERTA NARANJA
La intensa actividad sísmica centrada actualmente en diversos focos de la caldera de Long Valley indica que cierto volumen de roca fundida está siendo inyectado en la corteza. Existe una alta probabilidad de que el magma alcance la superficie y produzca una erupción volcánica en las próximas horas o días.
No es posible predecir con precisión dónde saldrá el magma a la superficie, ni especificar la magnitud, duración o tipo de la erupción. Incluso es posible que el magma se detenga a cierta distancia de la superficie y no dé como resultado una erupción.
El mensaje seguía, mucho más largo que el de la alerta amarilla. ¿Cuántas palabras tendría la roja? Joey le pasó el teléfono a Randall, que leyó las primeras líneas con cara de preocupación.
—La verdad es que no entiendo por qué he venido aquí. —Randall meneó la cabeza. Después levantó la mirada hacia el lago y le devolvió el móvil a Joey—. Éste es un buen lugar para dar la vuelta. Pero antes quiero comprobar algo. Serán cinco minutos como mucho.
Ambos bajaron del coche. La brisa era gélida, pero los rayos de sol calentaban la ropa y lo poco de piel que Joey tenía expuesta al aire.
Estaban a unos cien metros del lago, que formaba una especie de triángulo cuyo vértice norte apuntaba hacia el aparcamiento. Pero lo que más llamó la atención a Joey se encontraba hacia el oeste, donde una flecha de madera anunciaba AL LAGO McLEOD.
En esa zona se veían tocones cortados y árboles caídos en el suelo. A partir de ese punto se levantaba todo un bosque fantasmal, cientos, tal vez miles de pinos con las ramas peladas, flacos y desnudos como prisioneros de un campo de concentración vegetal. La parte inferior de los árboles se veía blancuzca e insana, descolorida como si los hubieran sumergido en lejía durante años, y bajo ellos no crecía ni una brizna de hierba.
Tampoco se oían pájaros.
Joey se acercó al borde del bosque muerto. En el suelo había un cartel de metal, boca abajo. Joey le dio la vuelta. Bajo una calavera roja, unas grandes letras negras advertían: «Peligro. Zona de riesgo. CO2».
Su profesora de biología les había dicho que el dióxido de carbono era peligroso, pero a largo plazo, porque provocaba el calentamiento global. ¿Qué riesgo inmediato podía suponer allí, junto al lago? Joey pensó que como los árboles se habían muerto ya no debían producir oxígeno, por lo que tal vez en esa zona había un exceso de CO2. Su madre le había dicho una vez que era malo dormir en una habitación con plantas, porque de noche absorbían el oxígeno.
Olisqueó el aire. No sabía si era por culpa del CO2, pero en el aire se percibía un ligero tufo a huevo podrido.
Se volvió hacia Randall para comentárselo. Su amigo estaba arrodillado, con los ojos cerrados y el cuerpo inclinado hasta el suelo, como un musulmán mirando a La Meca. O más bien, pensó al verlo con la oreja pegada a la arena, como un guía indio en las películas del Oeste.
Antes de que pudiera decirle nada, Joey oyó ruido de neumáticos. Por el primer bucle del aparcamiento acababa de entrar el todoterreno azul que había visto antes.
El coche aparcó a poca distancia del Renegade. De él salieron tres hombres. Había uno más, pero se quedó dentro, sentado en el asiento del copiloto.
Aquellos tipos le dieron mala espina a Joey. No tenían aspecto de turistas ni se comportaban como tales. Iban abrigados con chaquetones y gorras, pero por debajo llevaban pantalones de traje y zapatos de vestir.
Los tres hombres se separaron, formando un abanico. En el centro iba el que parecía ser el líder, un tipo con coleta que era el único que llevaba la cabeza al descubierto.
Joey no tardó en comprobar que su primera impresión había sido acertada. Los recién llegados se detuvieron a unos veinte metros, buscaron bajo sus chaquetones durante unos segundos y los encañonaron con tres pistolas.
—Randall —murmuró Joey—. Randall…
Su amigo se incorporó lentamente y se giró. Al hacerlo, un punto rojo apareció en su frente y otro en su pierna derecha.
Joey notó una especie de mosca luminosa sobre su propia nariz. Bizqueó, y descubrió que la tercera mirilla lo estaba apuntando a él.
Tenía entendido que una pistola no era un arma de gran precisión. Pero si aquellas armas tenían dispositivos láser…
Sonó un disparo, seco como un estacazo. Joey cerró los ojos y oyó algo que silbaba a su lado. Cuando se atrevió a mirar de nuevo, vio que habían disparado a Randall. Su amigo había caído de rodillas y tenía una herida en el muslo. La sangre le manchaba el pantalón corto, pero la hemorragia no parecía tan abundante como para poner en peligro su vida.
—¡Ese he sido yo! —gritó el hombre de la coleta. Empuñaba la pistola en ambas manos, delante de su cara, con las piernas separadas como un tirador profesional. Hablaba con acento extranjero, tal vez hispano—. La próxima bala irá a su cabeza. Levante los brazos para demostrar que me ha entendido.
Randall hizo lo que le ordenaban. Joey, por si acaso, se arrodilló y levantó los brazos también.
—Sabemos de lo que es capaz, señor Randall —siguió el hombre de la coleta—. Uno de nosotros se va a acercar a usted para esposarle y taparle la cabeza. Si intenta utilizar el Habla con él dispararemos a matar. Ahora, ponga las manos detrás de la nuca. El chico también.
—¡Deje que se marche! ¡Él no tiene nada que ver conmigo!
Otro estacazo. El tipo de la coleta apenas se movió para disparar. Joey miró de reojo a Randall. Entre sus piernas se había levantado una pequeña columna de polvo.
—Esta vez he fallado. O tal vez no. Si vuelve a hablarme, no habrá más advertencias. Tengo que llevármelo conmigo, pero no es imprescindible que sea vivo. Ahora, las manos tras la nuca. ¡Los dos!
Ambos obedecieron. Joey casi agradecía estar de rodillas y con los glúteos apoyados sobre los talones. Con el tembleque que le había entrado tras los dos disparos no habría aguantado de pie.
Uno de los hombres se adelantó, con la pistola en la mano derecha y unas esposas y una bolsa de lona en la izquierda. Aprovechando que sus pisadas crujían en la arena y amortiguaban un poco su voz, Randall susurró:
—Va a ocurrir algo. Cuando pase, tírate al suelo y no respires. Luego me sigues. Sin respirar.
Joey tragó saliva, aterrorizado. ¿Que iba a ocurrir algo? ¿Y qué otra cosa podía ser sino que los iban a freír a tiros?
Por otra parte, si los desconocidos actuaban así era porque ellos también tenían miedo. ¿Qué le habían dicho a Randall? «Si intenta utilizar el Habla…». Joey no tenía la menor idea de a qué se referían. Pero, si su amigo se guardaba un as, era un momento inmejorable para sacarlo de la manga.
El tipo de la bolsa ya había llegado junto a ellos. Tenía la corpulencia de un culturista y medía cerca de dos metros. Sin contemplaciones, le retorció las manos a Randall detrás de la espalda y se dispuso a colocarle las esposas.
—No necesito pistola para romperte las vértebras, así que procura no abrir el pico —dijo. Por sus músculos, parecía capaz de cumplir la amenaza.
En ese momento el suelo volvió a trepidar. Joey captó algo con el rabillo del ojo y miró a su derecha. La superficie del lago se estaba levantando en una única e inmensa burbuja, como si un niño gigante jugase a hacer pompas de jabón debajo del agua.
—¡Toma aire, Joey! —gritó Randall.
Joey se tiró boca abajo y llenó los pulmones como si fuera a bucear en la piscina. Durante una fracción de segundo esperó oír la seca detonación de un arma y, después, el chasquido de su propio cráneo al romperse antes de la negrura y el olvido total.
Pero lo que escuchó fue un ruido enorme, un estruendo como jamás en su vida había oído. Una vez habían llevado a los chicos de su clase a ver cómo demolían con dinamita un centro comercial. Pero este estrépito fue mucho más fuerte, una explosión ensordecedora que acalló cualquier otro ruido. El suelo tembló, una especie de huracán que parecía brotado de la nada sacudió a Joey y una lluvia caliente le salpicó la espalda.
«No respires», se repitió, muerto de pánico.
Una mano se cerró sobre su chaquetón y tiró de él. Joey se puso de pie y corrió detrás de Randall, que incluso cojeando por la herida se movía a una velocidad sorprendente. Una niebla sobrenatural los rodeaba, arrastrada por un viento que empujaba a Joey hacia la izquierda como si lo quisiera alejar del lago. Enseguida tuvo que cerrar los ojos, porque aquella niebla era corrosiva, y siguió a ciegas a Randall, que tiraba de él con fuerza hacia el coche.
«Estamos perdidos», pensó, notando ya cómo los pulmones le ardían por el esfuerzo y la falta de oxígeno. Pero aunque se estaba asfixiando no se atrevió a inhalar ni una brizna de aire. Debían encontrarse dentro de una nube de ácido. En el remoto caso de que llegaran vivos al coche, estaba convencido de que cuando se mirara en el espejo vería cómo la piel y la carne de la cara se le caían a tiras.
La aventura con Randall había dejado de parecerle tan emocionante.
* * *
Para Alborada, todo aquello era una especie de sueño absurdo.
Adriano Sousa y él habían salido de Madrid la noche del domingo al lunes en un reactor privado, un lujoso Gulfstream propiedad de Sybil Kosmos. Durante el vuelo, Alborada se enteró de que su destino era Fresno, en California.
Llegaron el lunes poco antes de amanecer. Alborada no había dormido apenas. Le costaba conciliar el sueño en los aviones, aunque fueran de lujo.
En el aeropuerto de Fresno los recibieron dos individuos de aspecto poco tranquilizador. No podría decirse de ellos que tuvieran aspecto patibulario, ya que venían afeitados y vestían trajes a medida con corbatas de seda, pero jamás los habría invitado a una fiesta en su casa. El mayor de los dos, un tal Monroe, les dijo que, gracias a la señal del móvil que había fotografiado los códices, tenían localizado al «objetivo» en la zona sur de Fresno. Al parecer, la zona era un parque de caravanas.
—Allí vive escoria de todo tipo —les explicó—. Habrá que andar con cuidado.
«El objetivo», pensó Alborada. Aquello parecía casi una operación militar. Según Sybil, el tipo al que buscaban tenía algo que le pertenecía a ella: su ADN. ¿Alguna mutación que quería patentar? No iba a ser fácil: el asunto de las patentes de genes humanos estaba sometido a discusión en varios tribunales internacionales.
«Como si a Sybil le importara lo que pueda decir la ley», pensó Alborada. Y el mercado de la genética movía cantidades indecentes de dinero.
Cuando llegaron al parque de caravanas, la señal del móvil que rastreaban se había alejado de allí. El pertenecía a un usuario llamado Joey Carrasco. Sabían que la persona a la que buscaban se ocultaba tras un nombre falso. Pero no podía ser Joey Carrasco, pues según la base de datos se trataba de un crío de catorce años.
Animado por unos cuantos billetes, el dueño del parque de caravanas les dijo que Joey Carrasco había salido de viaje con un tal Randall. Por su descripción, bien podía ser el individuo al que buscaba Sybil.
Al parecer, Randall y el muchacho se dirigían a Mammoth Lakes, un destino típico de vacaciones para los californianos. Se hallaba a más de cuatro horas en coche; pero no muy lejos del pueblo se encontraba el pequeño aeropuerto de Mammoth Yosemite, y en el reactor apenas necesitarían una hora para llegar.
Por culpa de los trámites necesarios, esa hora se había convertido en dos y media. Alborada, que apenas había pegado ojo durante el vuelo desde España, consiguió dar por fin una cabezada, pero fue tan breve que se despertó aún peor.
De modo que, cuando por fin localizaron a su presa, Alborada se encontraba de un humor perruno. Tenía Bueno, acidez de estómago y dolor de cabeza, y su cazadora no era lo bastante gruesa para el frío que hacía en aquel lugar. «La soleada California», pensó con sarcasmo.
El paraje donde encontraron al tal Randall era tranquilo y solitario. Cosa que no resultaba extraña teniendo en cuenta que los móviles de todos ellos habían recibido una alerta por posible erupción volcánica.
—No se ponga nervioso —le había dicho Monroe—. En California estamos acostumbrados a las alarmas. Cuando no es un terremoto es un incendio.
—Pero no es lo mismo. Ahora se trata de un volcán —respondió Alborada, mientras leía el largo mensaje de un organismo geológico yanqui cuya existencia desconocía hasta entonces.
—Dentro de una hora estaremos despegando de vuelta a España —le dijo Sonsa—. Tranquilícese.
Aunque Alborada siempre se había considerado un tipo con temple, era difícil estar tranquilo. Cuando vio que Sousa y sus dos secuaces americanos bajaban de los coches armados con pistolas de mirilla láser, pensó que, si la policía los detenía, sus alegaciones de que él no tenía nada que ver no resultarían nada convincentes.
Además, el muchacho que acompañaba a su «objetivo» era un crío. ¿Qué pretendían hacer con él? ¿Pegarle un tiro, secuestrarlo, llevárselo de Estados Unidos como si tal cosa?
—Yo me quedo en el coche —le dijo Alborada a Sousa—. No contéis conmigo para esto.
—¿Qué te pasa? ¿No tienes nervio?
—Piensa lo que quieras. No voy a jugar a comandos.
«Y menos cuando no tengo a Sybil delante para manipular mi mente», pensó.
Desde el coche, Alborada observó cómo Sousa y los dos mercenarios se desplegaban con disciplina de paramilitares y apuntaban a Randall y al niño. Después oyó un disparo y vio a Randall caer de rodillas. ¿Tan peligroso era aquel individuo que tres tipos musculosos y armados no se atrevían a acercarse a él y tenían que dispararle desde lejos?
Alborada decidió cambiarse de asiento y ocupar el puesto del conductor. Si las cosas se ponían demasiado feas, siempre podía largarse de allí.
«De hecho —pensó—, debería salir pitando ahora mismo».
Fue entonces cuando llegó la locura.
Primero se oyó un runrún sordo en el subsuelo y el coche empezó a moverse a los lados como una cuna agitada por un epiléptico. Apenas unos instantes después sonó una explosión que hizo a Alborada dar un respingo y cerrar los ojos. Lo primero que pensó fue que Sousa y los matones habían disparado contra Randall y el chico, pero que lo habían hecho utilizando una batería de cañones antiaéreos.
Las ruedas del lado izquierdo del todoterreno se levantaron en el aire. Alborada se agarró al volante como pudo, temiendo que el vehículo de dos toneladas y media volcara. Pero tras unos segundos de indecisión, el coche volvió a posarse en el sitio y Alborada se golpeó con la cabeza en el techo.
Delante de él, todos habían caído al suelo, pero Alborada no pudo distinguir demasiados detalles. Tras el estampido sónico, el coche recibió una segunda embestida, esta vez un fuerte turbión de viento y agua que lo zarandeó. Alborada miró hacia el lago. De él había brotado una espesa nube blanca, una niebla fantasmal como las que salían de las ciénagas en las películas de miedo. Aquella bruma cubrió el descampado del aparcamiento con la velocidad de un vendaval.
«No se te ocurra salir del coche», le avisó una voz a la que estaba más que decidido a obedecer.
La puerta del copiloto se abrió, y por ella se colaron gruesos cuajarones de niebla. De entre ellos apareció una sombra que se abalanzó contra Alborada, le dio un cabezazo y lo estrelló contra la puerta. Tardó un segundo en darse cuenta de que era el chico. Después el tipo al que buscaban, Randall, entró a toda prisa y cerró la puerta con violencia.
—¿Qué demonios está pasando? —preguntó Alborada en inglés. La bruma que había entrado en el vehículo empezó a disolverse en jirones, pero olía a pólvora e irritaba la garganta.
El muchacho intentó contestarle, empezó a toser y escupió en el suelo. Él y Randall venían empapados de agua maloliente.
—Arranque el coche y vaya hacia allí —dijo Randall, señalando hacia el bosque—. Cuesta arriba.
Pese a tener cierta pinta de homeless, aquel hombre hablaba con la seguridad de quien estaba acostumbrado a que lo obedecieran. Alborada, que no sabía qué estaba ocurriendo, decidió que lo más conveniente era seguir sus instrucciones. Arrancó el motor, encendió las luces y pisó el acelerador, dirigiendo el vehículo hacia los árboles que se intuían entre la niebla. Mientras, el chico seguía tosiendo y escupiendo.
El lado derecho del vehículo se levantó, como si la rueda pasara sobre algo blando. Alborada comprendió que acababan de atropellar a alguien. Luego oyó un porrazo en el cristal. Al girarse vio a sólo unos centímetros el rostro de Sousa, que golpeaba con la mano en la ventanilla mientras emitía un ronco estertor. Tenía el rostro amoratado y los ojos hinchados como dos huevos duros. Pero el vehículo siguió adelante, Sousa cayó al suelo y se perdió en la bruma.
—¿Qué está pasando? —volvió a preguntar Alborada.
—Tenemos que salir de aquí si queremos seguir vivos —contestó Randall. Pese a que lo habían amenazado, le habían disparado en una pierna y además había tenido que correr cojeando a través de una nube tóxica, parecía tan tranquilo como si viajara en un vagón de metro.
Habían salido del aparcamiento y avanzaban por la arena, entre escuálidas sombras de árboles que con la niebla parecían huesos clavados en el suelo.
—¿No debería volver a la carretera? —preguntó Alborada, temiendo chocar en cualquier momento con algún obstáculo surgido de la bruma.
—La carretera baja. Tenemos que subir —dijo Randall.
Alborada dio un volantazo para esquivar un pino que se les venía encima. No iban a más de cuarenta kilómetros por hora, pero con aquella visibilidad se le antojaba una velocidad suicida.
El muchacho seguía tosiendo. Alborada vio que en la guantera de su puerta tenía agua. Soltó la mano izquierda del volante apenas un segundo y le pasó la botella. El chico bebió, aunque con los tumbos del vehículo la mitad del líquido cayó al suelo. Volvió a escupir, pero después empezó a respirar mejor.
—Gracias —le dijo. Era delgado y tenía rasgos indios, con unos ojos grandes y oscuros que ahora se veían irritados y rojos por aquella niebla asesina.
Alborada siguió avanzando en medio de aquella pesadilla, con árboles que brotaban de entre la niebla extendiendo hacia ellos sus ramas muertas como brazos de zombis. Las ruedas patinaron en el suelo y el todoterreno se atrancó en una pendiente. Era evidente que le faltaba potencia.
—¿Por qué no entra el motor de gasolina? Con la batería no saldremos de aquí —se quejó Alborada, pisando y soltando el acelerador alternativamente.
—No puede funcionar con tan poco oxígeno —respondió Randall.
Alborada empezó a balancearse hacia delante casi sin liarse cuenta, como si quisiera contribuir al empuje del coche. El muchacho hacía lo mismo. Poco a poco, aunque seguramente no por sus movimientos, el vehículo salió del atasco con un agudo rechinar de goma y arena.
El panorama empezó a despejarse. Cuando los jirones de niebla se abrieron un poco, el motor de gasolina entró en funcionamiento y el todoterreno dio un tirón, animado por el nuevo empuje. En su camino aparecieron una mujer y un hombre negro equipados con mochilas, que empezaron a hacer aspavientos para que se detuvieran. Alborada estuvo a punto de atropellarlos, pero los vio a tiempo y dio un frenazo que lanzó a Randall y al chico contra el salpicadero.
—¡Suban, rápido! —les dijo.
El hombre y la mujer abrieron las puertas de atrás, entraron en el coche a toda prisa y volvieron a cerrar. Aunque la bruma era mucho menos espesa, algo de aquel olor pungente se coló de nuevo. Alborada, que ya traía dolor de cabeza por la falta de sueño, se dio cuenta de que empezaba a marearse. «Necesito aire puro», pensó. Pero, obviamente, aún no estaban en el sitio indicado para abrir las ventanillas.
—¿Vienen de allí abajo? —preguntó la mujer.
—Sí —contestó Alborada.
Nosotros teníamos el coche en el aparcamiento. Menos mal que la explosión nos ha pillado más arriba. Si no…
—Siga hacia arriba —dijo el hombre—. Cuanto más subamos, más seguros estaremos. Ese gas es más pesado que el aire y tiende a bajar.
—¿Hasta dónde tenemos que subir? —preguntó Alborada.
—Por aquí se llega al lago McLeod. Está cien metros más alto que el Horseshoe. Allí deberíamos estar a salvo.
El hombre sacó su móvil e hizo una llamada. Mientras, la mujer les explicó que ella se llamaba Suzette y él Derrick, y que ambos trabajaban para el USGS, el Servicio Geológico. Estaban haciendo mediciones sobre el terreno. Eran ellos los que apenas unos minutos antes habían activado la alerta naranja.
—Pero nos hemos quedado cortos —reconoció.
Su compañero, Derrick, les hizo un gesto para que se callaran.
—¿LVO? Aquí Derrick. Di a todos que… No, es mucho mejor que… ¡Escúchame, joder! Ha habido una explosión de CO2 en el lago Horseshoe.
—¿No puede explotar también el lago McLeod? —preguntó Randall.
Derrick tapó su auricular un momento. Alborada dio otro volantazo y se coló entre dos pinos tan juntos que el espejo de la derecha se metió para dentro con un sonoro golpetazo.
—Espero que no lo haga por ahora. No tenemos otra salida. —Después siguió hablando por el móvil—. La nube de CO2 baja hacia el pueblo. Por la fuerza de la explosión, creo que puede moverse a cien kilómetros por hora. Dad la alarma. Que la gente se meta en las casas y cierre todas las ventanas.
El aire parecía limpio ahora. La mujer bajó su ventanilla y olisqueó.
—Ya se puede respirar mejor.
Alborada abrió también su cristal y sacó la cabeza. Inspiró hondo, y al captar el olor de los pinos se dio cuenta de lo cargada que estaba la atmósfera del coche.
«Hemos salido vivos de ésta», pensó. Pero sospechaba que aquella locura no había hecho más que empezar.
* * *
—¿El CO2 es venenoso? —preguntó Joey, que había recuperado el aliento. Había comprobado en su garganta y en sus propios pulmones que el dióxido era tóxico, pero no entendía la razón.
—En pequeñas cantidades no —le respondió Suzette, una chica rubia y algo rellenita, pero muy guapa—. Con más de un uno por ciento en el aire, empiezan los mareos. Más de un ocho por ciento hace perder el conocimiento. La nube que ha brotado del lago era de dióxido de carbono casi puro, que puede matar en menos de un minuto por asfixia.
—¿Por eso olía así?
—No. El dióxido de carbono es inodoro, pero también hay gases sulfúricos en la mezcla. ¿Qué tal te encuentras?
—Estoy bien. Pero me pica todo —dijo Joey, tocándose los ojos y la garganta.
—Eso es porque cuando el CO2 se mezcla con la saliva y los fluidos corporales forma ácido carbónico. La sensación es como la de esos polvos picantes que estallan en la boca.
El estrecho sendero por el que subía el todoterreno se abrió. Ante ellos había otro lago, más pequeño que el anterior y rodeado de nieve. Lo bordearon hasta la orilla oeste, sobre la que se alzaba un peñasco casi vertical. Allí aparcaron el coche y salieron.
Los pinos y los abetos que circundaban el lago no permitían ver lo que habían dejado atrás. Pero los inspectores del Servicio Geológico querían contemplar el panorama, de modo que empezaron a trepar por la pendiente nevada que subía hasta el pie de la pared de roca. Randall los siguió, y Joey, aunque todavía le dolían las piernas tras aquella carrera sin respirar, subió tras él. El tipo moreno y delgado que venía con los malos, pero que le había dado agua cuando se estaba ahogando, también los acompañó.
Pasado un rato, se encaramaron a una roca que les sirvió como mirador. Aunque la nube blanca seguía flotando sobre el lago Horseshoe, ya se atisbaban huecos en ella. El gas mortífero había seguido su camino entre los árboles y formaba una especie de río vaporoso que bajaba hasta cubrir los Lagos Gemelos y más allá. El pueblo no se divisaba desde allí, pero Joey recordaba perfectamente que estaba a menos altura que los lagos. Si el dióxido de carbono tendía a descender…
—Que Dios les proteja —murmuró Derrick, como si le hubiera leído el pensamiento.
—¿Tan malo es? —preguntó el desconocido.
—En los años ochenta ocurrió algo parecido en un lago de Camerún. Murieron casi dos mil personas. Espero que el aviso haya llegado a tiempo.
—Pero ¿la gente no sabía que había peligro de CO2? —preguntó Joey—. He visto el cartel.
—Eso lleva allí más de veinte años. Hace mucho tiempo que empezó a filtrarse dióxido de carbono en el suelo del lago, pero sólo afectaba a las raíces de los árboles. Mientras uno no se quedara dormido en una tienda de campaña cerrada y con la cabeza pegada al suelo, no había problema.
—La última semana el nivel de CO2 había subido —dijo Suzette—. Pero era imposible prever… Dios mío, ¿cómo íbamos a saberlo?
—Todo ha ido demasiado rápido —dijo Derrick—. Era imposible predecirlo. Estas cosas siempre van más despacio.
—Además, la gente nunca quiere escuchar. Hace muchos años se construyó una carretera de evacuación para la zona norte de Mammoth Lakes. La gente del pueblo dijo que llamarla Vía de Evacuación ahuyentaba el turismo, así que le cambiaron el nombre. ¿Saben cómo la llamaron? Ruta Panorámica de Mammoth Lakes. ¡Nunca han querido ver el peligro!
A Joey le dio la impresión de que los dos se sentían culpables y trataban de justificarse. Mientras tanto, Randall se quitó el chaquetón y desgarró una manga de su camiseta para improvisar una venda.
—¿Qué le ha pasado en la pierna? —preguntó Suzette.
—No tiene importancia.
—Eso es una herida de bala —dijo Derrick.
—Ya les he dicho que no se preocupen.
La voz de Randall sonó con un filo metálico poco habitual en él. Miró a los geólogos sin parpadear, y ellos no tardaron en apartar los ojos para dirigir su atención de nuevo al este, como si se hubieran olvidado de la herida.
—Es como ella —murmuró el desconocido.
Randall se volvió hacia ellos. Cuando lo hizo, Joey sintió un extraño temor que lo alcanzó casi de refilón. El tipo moreno se encogió, como si Randall lo hubiera amenazado con un arma.
—No es momento —dijo Randall, y aquel miedo se desvaneció como una nubecilla de humo—. Ya hablaremos de ello.
En ese instante el suelo empezó a sacudirse. El temblor duró apenas unos segundos y no fue demasiado fuerte, poro algunas piedras rodaron por la pendiente y una de ellas golpeó a Joey en la pantorrilla.
—Aquí tampoco estamos seguros —dijo Suzette—. Tendremos que bajar al pueblo.
—¿Hablan en serio? —dijo el desconocido—. Allí está el gas venenoso.
—Escuche… ¿Cómo se llama usted? —preguntó Derrick.
—Alborada. Soy ciudadano español.
«Un gachupín», pensó Joey, pues así llamaba su padre a los españoles de Europa. Ahora comprendió por qué le sonaba raro su acento.
—Señor Alborada —dijo Derrick—, el CO02 no tardará en disiparse en el aire. Y nosotros tenemos que alejarnos do aquí cuanto antes.
—¿Por qué?
—Porque estamos encima de un volcán. Y puede entrar en erupción en cualquier momento.
En ese momento, el móvil de Joey le avisó de que había recibido un mensaje.
—Es la señal de alerta roja —dijo Suzette.
—¿Cómo lo sabes? —preguntó Joey.
—Porque la he mandado yo.
* * *
Los geólogos les informaron de que el único camino para salir de allí era el mismo por donde habían venido. Al oeste y al sur sólo había bosques y montañas en los que no encontrarían otro sendero asfaltado en más de cuarenta kilómetros, y eso a vuelo de pájaro, pues por los caminos forestales el rodeo sería mucho mayor.
Cuando llegaron de nuevo al lago Horseshoe, el panorama que encontraron era tétrico. Las aguas, que antes de la explosión de CO2 parecían un espejo azul, se veían ahora de color rojizo. Además, el tsunami en miniatura había derribado pinos y abetos en todo el perímetro del lago.
Había otros cadáveres de aspecto más siniestro que los árboles muertos. Los tres hombres que habían amenazado a Joey y a Randall yacían entre la arena del bosque fantasma y el asfalto del aparcamiento, retorcidos en extrañas posiciones junto a sus pistolas.
—Dios mío —dijo Suzette, tragando saliva.
A Joey no le impresionó tanto. A sus catorce años, había visto más de un cadáver: drogadictos muertos junto a las vías del tren y un par de víctimas de un tiroteo en el parque de caravanas. Además, esa gente les había amenazado y le habían pegado un tiro a Randall en la pierna. Si no hubiese sido por la explosión de CO2, tal vez serían ellos dos los que estarían muertos ahora.
«Sobre todo yo», pensó Joey. Estaba claro que habían venido a buscar a Randall y que él no les servía para nada.
En algún momento tendría que preguntarle a Randall qué tenían o habían tenido en su contra aquellos tipos. Pero ahora no era buen momento, en presencia de los dos geólogos y, sobre todo, de Alborada. Aunque parecía buena persona, había venido con los malos.
—Esos hombres tenían armas —dijo Derrick—. No me diga que…
Randall frenó junto al vehículo de los geólogos.
—Ya no hay nada que puedan hacer por ellos —dijo—. Creo que es mejor que intenten ayudar en el pueblo.
Aunque Derrick y Suzette fueran funcionarios del gobierno, era evidente quién mandaba allí. Sin decir más, se bajaron del coche con gesto aturdido y se dirigieron a su propio vehículo. Alborada volvió a decirle a Randall:
—Usted es como ella. No lo niegue.
—¿A quién se refiere?
—A Sybil Kosmos. Cuando ella habla, los demás obedecen.
—Eso da igual ahora. ¿Cómo ha llegado aquí?
—En un reactor privado. Está en el aeropuerto.
—Pues llévenos allí cuanto antes. ¡Rápido!
Alborada pisó el acelerador y salió del aparcamiento. Al darse cuenta de que dejaban allí el Renegade con los libros en el maletero, Joey pensó que Randall debía ver la situación realmente mal para salir con tanta prisa, y se estremeció.
Siguieron por la carretera que los había traído hasta allí. En la superficie del lago Mary y de los Lagos Gemelos vieron piraguas vacías a la deriva, o con los dueños tendidos en ellas y con los brazos colgando flácidos por la borda. También encontraron algunos ciclistas tirados en el suelo, uno de ellos en el centro de la carretera, por lo que Alborada se vio obligado a dar un volantazo para no aplastar el cadáver.
—Conduce usted muy bien —le dijo Joey. Sospechaba que Randall ya se habría estrellado diez veces, y su padre no menos de veinte.
Alborada le miró y le sonrió. Era la primera vez que le veía hacerlo. Joey pensó que al sonreír se quitaba de golpe diez años.
Cuando dejaron atrás los lagos y tomaron el tramo de carretera que conducía al pueblo, Joey miró hacia la izquierda. No se veía a nadie esquiando en las pistas. Por lo que contaban los geólogos, la nube de CO2 no podía haber llegado tan arriba, pero era obvio que los esquiadores que estuvieran en la cima de la montaña se habían quedado allí, sin atreverse a bajar por la ladera.
El suelo volvió a temblar. La sacudida era relativamente débil, pero constante, acompañada por un sordo fragor que poco a poco iba aumentando de volumen. A pesar de que todo se movía a su alrededor, Alborada siguió pisando el acelerador con decisión. Al cabo de unos segundos, el temblor remitió.
—¿Qué está pasando? —preguntó Alborada.
—Se acerca la erupción —contestó Randall.
—Pero ¿dónde está el volcán? —Alborada se volvió a los lados. Joey se imaginó que andaba buscando el típico volcán de los dibujos y las fotos—. ¿Es esa montaña? —dijo, señalando la mole de Mammoth Mountain.
—Todo esto, en muchos kilómetros a la redonda, es una caldera volcánica. Puede estallar por cualquier parte, pero creo que va a empezar aquí abajo. Si no queremos aparecer en la estratosfera, tenemos que acelerar.
—¿Quién es usted? ¿Cómo sabe todo eso?
—Lo sé, simplemente. Y usted debería saber quién soy yo, ya que estaba dispuesto a secuestrarme.
«Bien dicho», pensó Joey, mirando a Alborada para ver cómo respondía a aquello. El español sacudió la cabeza, sin soltar el volante.
—Yo sólo sé que Sybil Kosmos está interesada en usted por causa de un manuscrito que nadie ha conseguido descifrar, conocido como el Códice Voynich. Me dijeron que usted poseía otros textos similares, escritos en un alfabeto desconocido.
«Oh, oh», pensó Joey. ¿Quién había subido la foto de aquel libro a Internet? Él. ¿Quién tenía la culpa de lo sucedido? Él.
Decidió desviar la atención.
—¿Por eso su amigo el de la coleta le disparó a Randall en la pierna?
—Te doy mi palabra de que ese individuo no era amigo mío, chico.
—Me llamo Joey.
En el mismo momento en que Joey terminó de pronunciar su nombre, el suelo se estremeció de nuevo. Pero esta vez el fragor fue mucho más sonoro, como si detrás de ellos estallara una gran bomba, y después otra y otra. En el retrovisor de dentro Joey pudo ver cómo una sombra negra aparecía de la nada. Se retorció como pudo en el asiento para mirar atrás.
Junto a la ladera izquierda de la montaña, en la zona de los lagos, una enorme nube negra había brotado del suelo. Pero en vez de bajar hacia el valle como había hecho la niebla tóxica, aquella nube subió disparada hacia el cielo, hasta que pronto ocupó toda la ventanilla trasera. Alborada aceleró aún más, mientras todo a su alrededor oscurecía.
—¿Eso es la erupción? —gritó Alborada.
—¡Sí! —respondió Randall.
Era casi imposible escuchar nada en medio de aquel estruendo. Apenas habían pasado unos segundos cuando empezó a llover.
Joey se corrigió. Lo que repiqueteaba sobre el techo y el capó del coche no era agua, sino piedrecillas. Pronto empezó a caer también ceniza oscura sobre ellos. Por encima de sus cabezas, la nube del volcán apareció en el cielo. Los había adelantado.
Cuando llegaron a Mammoth Lakes, la sombra de la erupción ya se cernía sobre el pueblo como un gigantesco manto de algodón negro. Alborada había puesto los limpiaparabrisas para quitar la ceniza del cristal. El rugido seguía en aumento, como si se encontraran metidos dentro de las cataratas del Niágara, y el cristal trasero parecía una ventana abierta a la boca de las tinieblas.
Al entrar en el pueblo encontraron decenas de cuerpos tendidos tanto en los arcenes como sobre el asfalto. Al parecer, la llegada de la nube tóxica había sorprendido a mucha gente en la calle. Alborada iba tan rápido que no pudo esquivar el cadáver de una mujer, y el todoterreno dio un bote al pasar sobre ella. Aun así, Joey observó que seguía reaccionando con la rapidez y la sangre fría de un piloto profesional.
«Hemos tenido suerte de que esté aquí», pensó.
Tras las ventanas de las casas y hoteles se veían luces encendidas y rostros aterrorizados pegados a los cristales. Muchas de las personas que habían sobrevivido al CO2 salían ahora y se apresuraban a montar en sus coches para huir de la erupción, aunque aún quedaban jirones e hilazas de aquella niebla mortal, escondidas en las concavidades del suelo como siniestros ectoplasmas extraterrestres.
Más adelante, la avenida se encontraba bloqueada por un choque entre varios vehículos. Alborada giró bruscamente a la derecha y tomó una calle lateral, aunque era de dirección prohibida. Otro coche venía de frente hacia ellos tocando el claxon. El español dio un nuevo volantazo para esquivarlo, y al hacerlo pasó tan cerca de otro vehículo aparcado que arrancó de cuajo el espejo retrovisor de la derecha.
—¡Cuidado! —gritó Joey.
—Confía en él —dijo Randall.
—Me temo que no les queda otro remedio —respondió Alborada.
El todoterreno derribó una alambrada y entró en un campo de golf. Allí había más cadáveres, tal vez veinte o treinta, gente que no había recibido a tiempo el aviso sobre la nube asfixiante o que no había encontrado un lugar cercano donde refugiarse. Alborada atravesó el césped a más de ochenta kilómetros por hora, mientras la lluvia volcánica seguía repiqueteando sobre la chapa.
Tras salir del campo, entraron de nuevo por las calles del pueblo. Se oían gritos, cláxones, sirenas de bomberos y de ambulancias, todo ello ahogado por el ronco estruendo del volcán. Por delante del coche, el borde de la nube oscura seguía avanzando en el cielo: sólo al este se divisaba algo de azul, como una promesa de salvación cada vez más lejana.
Los limpiaparabrisas no descansaban, y producían un desagradable rechinar al arrastrar la ceniza sobre el cristal. Alborada recurrió un par de veces al chorro de agua, pero procuraba ahorrarla por si la lluvia de ceniza espesaba. Delante de ellos, una roca negra del tamaño de una sandía cayó sobre un coche aparcado y le destrozó el capó. Otras piedras, grandes corno puños, caían silbando al rojo vivo. Una golpeó en la cabeza a una cría de tres o cuatro años, y la madre que la llevaba de la mano tiró de ella varios metros sin darse cuenta de que su hija estaba muerta.
Al verlo, Joey se encogió en el asiento. Pensó que en las películas de catástrofes los niños solían salvarse. Pero al volcán que había despertado de su letargo bajo Long Valley no le conmovía la edad de sus víctimas.
—Dios Santo… —musitó Alborada. Joey se volvió hacia él. Tenía los ojos empañados y la boca tan apretada que los labios casi no se le veían.
«Seguro que tiene hijos», pensó Joey, sin saber muy bien por qué.
Quedaba poco para salir del pueblo, pero se encontraron otro atasco. Un choque o los propios temblores de tierra habían derribado un par de semáforos en un cruce, y se había organizado el caos. Alborada dio otro volantazo, derribó un cubo de basura y entró en la acera. Aunque redujo la velocidad, sembró el pánico entre un par de familias que salían de un hotel cargados con las maletas. Uno de ellos, un tipo gordo, saltó con una agilidad insospechada, mientras el todoterreno se llevaba por delante su maleta y la reventaba. Una camisa blanca quedó por un instante pegadla al cristal como un fantasma, y luego salió volando.
«¿Es que la gente quiere salvarse con todas sus posesiones?», pensó Joey. Entonces volvió a recordar los manuscritos de Randall, con su letra indescifrable y sus minuciosas ilustraciones. Probablemente ya habían volado por los aires junto con el Renegade. Se palpó el bolsillo para comprobar que seguía llevando el móvil. En su tarjeta de memoria estaban los recuerdos de su amigo.
Debía conservarlos como fuera.
Por fin salieron del pueblo. Aún no había muchos coches delante de ellos: el impulso con el que habían entrado en Mammoth Lakes huyendo de la erupción les había hecho cobrar ventaja. Joey se dio la vuelta. La lluvia de ceniza emborronaba todo su campo de visión, pero aun así alcanzó a ver que algo se movía en las pistas de esquí.
Era la nieve. El monte Mammoth se la estaba quitando de encima, como un perro que se sacude el agua al volver de un paseo. El fragor general amortiguaba el ruido de la avalancha, pero Joey vio cómo toneladas y toneladas de nieve se precipitaban ladera abajo hacia las casas más cercanas a la montaña.
De pronto, un pedrusco cayó sobre el parabrisas. Joey dio un bote en el asiento y gritó. El cristal se había convertido de pronto en una superficie blanquecina y agrietada que apenas dejaba ver lo que había al otro lado. Alborada soltó el volante y dio un puñetazo a la luna. Al ver lo que pretendía, Randall y Joey le ayudaron. Los minúsculos trozos de cristal cayeron sobre el capó, en el salpicadero y dentro del vehículo.
El aire entró como un huracán gélido. Alborada no tuvo más remedio que levantar el pie del acelerador. Los ojos de Joey empezaron a llorar por el frío y la ceniza. Recordó que tenía unas gafas de sol en la cazadora, y se las puso. Pese a ellas, el aire se colaba entre el cristal y las mejillas y le hacía lagrimear. Alborada también se puso unas gafas, más grandes que las de Joey, casi como las de los policías de las películas.
Joey miró a Randall, que llevaba los ojos entrecerrados. Su melena, llena de cenizas, parecía la cola de una cometa al viento, y la barba se le pegaba al pecho ondeando como una banderola gris.
El aire olía a pólvora y dejaba un regusto amargo en el fondo de la garganta. Compartieron lo poco que quedaba de agua en la botella, apenas unos sorbos. Joey pensó que la próxima piedra que les lanzara el volcán ya no se encontraría con el cristal, sino que podía caer directamente dentro y abrirles la cabeza como a aquella pobre niña. Recordó sus oraciones y empezó a rezar en español: Dios te salve, María, llena eres de gracia, el Señor es contigo…
* * *
No sabían muy bien cómo, pero llegaron al aeropuerto, que estaba a menos de diez kilómetros del pueblo. En realidad, más que aeropuerto era una especie de aeródromo grande, con dos pistas y sin torre de control. Mientras se acercaban por la autovía, Joey vio cómo despegaba un pequeño jet con hélices.
—¿Ése era el nuestro? —preguntó. Mentalmente ya se había apoderado del avión, su única vía de escape rápida si la erupción, como sugería Randall, empeoraba.
—¡No, no es ése! —gritó Alborada para hacerse oír.
—¿Estará esperando? —preguntó Randall.
—¡Conociendo a Sybil Kosmos, el piloto no se habrá atrevido a despegar sin usted!
Alborada aparcó el coche junto a la terminal. Cuando salieron de él, Joey comprobó que el todoterreno estaba lleno de arañazos y abolladuras, y la flamante pintura azul había desaparecido, tapada por una capa de polvo gris.
Randall le estrechó la mano a Alborada.
—Gracias por habernos traído vivos hasta aquí. Tiene usted dos pelotas.
El español esbozó una sonrisa.
—No exactamente, amigo. Pero le acepto el cumplido.
Otro avión despegó de la pista con todas las luces encendidas, como si fuera do noche, Era de pasajeros, pero de tamaño mediano; no debía llevar ni siquiera a cien personas.
—¿La ceniza no es mala para los motores? —preguntó Alborada.
—Sospecho que buena no es —respondió Randall.
Al menos, el viento soplaba del norte y se llevaba lo peor de la nube volcánica hacia el valle de Yosemite y más al sur. Allí de momento se respiraba bien, aunque en el aparcamiento ya había una fina capa de polvo.
Cuando entraron en la terminal y se quitaron las gafas, Joey comprobó que a Alborada y a él se les habían marcado unos antifaces blancos en la costra de ceniza. En cuanto a Randall, se le veía sucio hasta el pliegue de los párpados, con lo cual las venillas enrojecidas de sus ojos llamaban aún más la atención. No estaban precisamente como para asistir a una cena de gala. Al menos, Joey agradeció el calor de la terminal. Por debajo de la ceniza, la cara se le había quedado como un témpano.
La sala de espera se encontraba atestada. Dentro se seguía oyendo el fragor de la erupción, pero ni siquiera el volcán conseguía acallar las voces de cientos de personas que hablaban y gritaban a la vez. En los mostradores no quedaba nadie: el personal de tierra debía haberse escondido para evitar las iras de la gente. En las puertas acristaladas que daban a las pistas había cuatro policías armados que habían abierto a su alrededor un semicírculo de seguridad de cuatro metros. La única persona que lo había atravesado yacía en el suelo, sobre un charco de sangre.
Al otro lado de las puertas se veía la pista, y en ella el único avión que quedaba en el aeropuerto.
—Ése es —dijo Alborada—. Pero creo que no va a ser fácil subir a él. ¿No podríamos continuar en coche?
Randall meneó la cabeza.
—Ya había mucho tráfico en la autovía, pero antes de media hora todas las carreteras desde aquí hasta San Bernardino y Las Vegas estarán colapsadas. Además, no basta con alejarse cien kilómetros. La erupción va a empeorar.
—¿Cómo lo sabe?
—Lo sé.
Como si la tierra quisiera darle la razón a Randall, sobre el rugido de la erupción se escuchó un nuevo estallido aún más fuerte. El suelo de la terminal tembló, los cristales de las puertas se sacudieron amenazando con romperse y los gritos de pánico se redoblaron.
—¿Qué ha sido eso? —preguntó Joey.
Randall le puso la mano en el hombro y le hizo girar hacia la puerta por la que habían entrado. Al otro lado del cristal, una nube oscura se levantaba hacia el cielo, hinchándose como una seta monstruosa a la que le iban brotando nuevos bulbos que desde allí parecían copos de algodón negro. En la base de la nube se veían luces rojas que a ratos se levantaban en llamaradas mezcladas con el humo y la ceniza.
—Debe estar a unos ocho o diez kilómetros —dijo Randall—. Por allí, en el lago Crowley, se encuentra el extremo oriental de la caldera. Así que ahora la erupción tiene dos bocas, una en el borde oeste y otra en el este.
—¿Estamos rodeados? —preguntó Alborada.
—De momento sí. Pero en cualquier momento se puede abrir otra chimenea bajo nuestros pies. Cuando eso ocurra, me temo que ni siquiera nos daremos cuenta.
Joey se volvió hacia Randall y le miró angustiado. Su amigo observaba la nueva erupción con la misma frialdad con que podría haberla contemplado en un documental de televisión. Con la cara y la barba llenas de cenizas parecía un venerable patriarca bíblico abstraído en sus pensamientos.
—¡Haz algo, Randall! ¡Sácanos de aquí!
Randall parpadeó, y después miró a Joey.
—Tienes razón. Hay que actuar ya.
* * *
Intentaron abrirse paso entre la gente para llegar a las puertas donde estaban apostados los policías. Pero era casi imposible, porque varias de las personas a las que tuvieron que apartar so revolvieron. Un hombre corpulento amenazó con el puño a Randall.
—¡Deje de empujarme! ¡No pienso dejarle pasar!
—¡Ese avión que está en la pista es nuestro! —dijo Alborada—. ¡Está esperando por nosotros!
—Y a mí me está esperando el Air Forcé One, ¿no te digo? ¡Si quieren adelantarme, tendrán que hacerlo por encima de mi cadáver!
«Pronto todos seremos cadáveres», pensó Alborada.
A poca distancia de ellos se oían llantos angustiados. Alborada miró a su derecha. Allí había un grupo de veinte o treinta niños, que habían formado un corro rodeados por un hombre y dos mujeres que debían de ser sus monitores. Los críos tendrían seis o siete años como mucho. Llevaban puestas las ropas de abrigo, como si acabaran de salir de la pista de esquí. Al parecer habían llegado al aeropuerto antes de la lluvia de ceniza, porque estaban bastante limpios. Los monitores intentaban mantener la calma y tranquilizar a los niños, pero era evidente que estaban tan asustados como ellos. La mayor de los tres, una joven rubia de mejillas coloradas, intentaba convencer a la gente para que les dejaran acceder a la pista.
—¡Dejen al menos que los niños monten en el avión! ¡Son sólo críos! ¡Nosotros tres podemos quedarnos aquí!
—¡Nosotros también tenemos niños! —le dijo una mujer que sujetaba de la mano a un crío incluso más pequeño que los del grupo.
La discusión proseguía. Los cuatro policías parecían incapaces de organizar aquel caos. Bastante tenían con proteger la puerta y evitar que la gente los aplastara. El jefe era un negro muy corpulento que no pesaría menos de ciento cuarenta kilos y que, al igual que sus compañeros, mantenía en todo momento la pistola empuñada en ambas manos y apuntando a la multitud. El cadáver que yacía en el suelo era la prueba palmaria de que estaba dispuesto a disparar.
—¡Que nadie se acerque! —gritaba—. ¡Hasta que no se calmen no saldrá nadie de aquí!
Pero con el fragor de una segunda erupción sumándose a la primera, era imposible que la gente se calmara.
—De un momento a otro van a embestir contra ellos para abalanzarse sobre el avión —dijo Randall—. Lo que no entiendo es cómo el piloto del jet no ha despegado todavía.
—No le habrán dado permiso en la torre de control.
—Este aeropuerto no tiene torre de control. Además, ¿usted esperaría permiso para despegar?
—No —reconoció Alborada—. Pero ya le he dicho que el temor a Sybil Kosmos es una fuerza muy poderosa.
—Llega un momento en que el pánico a lo inmediato es más fuerte. Tenemos que hacer algo ya. ¿Cree que todos esos niños podrían montar en el avión?
Alborada los miró y echó cálculos. El avión en el que habían venido era un Gulfstream 650. En teoría, tenía capacidad para 18 pasajeros. Cada uno de aquellos niños pesaba como mucho la mitad que un adulto. Si se apretaban bien, tal vez conseguirían entrar. No podrían ponerse los cinturones, pero en aquel momento ése parecía el menor de los riesgos.
—Sí. Caben todos.
Se acercaron al grupo escolar. Mientras no intentaran aproximarse a las puertas, abrirse paso entre la gente era más o menos factible. Randall se dirigió a la monitora rubia:
—¿Cuántos niños traen?
—¡Treinta! ¿Es que usted…?
—Síganme. Vamos a montar ahora mismo.
La mujer pareció dudar, pero fue sólo un segundo. El mismo Alborada, que estaba al lado de Randall, notó de pronto una cálida oleada de confianza que parecía subir desde su estómago. De pronto, estaba convencido de que iban a salir vivos de allí. ¿Por qué no? Él tenía derecho a montar en el avión y nadie podía disputárselo. ¿Acaso no había venido en él?
Randall se giró y caminó hacia la puerta. Esta vez no necesitó usar los brazos para empujar. Simplemente, se abrió paso como un cuchillo caliente entre mantequilla. La gente se apartaba dejando una distancia de al menos dos metros con él, y las voces y los gritos cesaban a su paso.
Randall los llevó a las puertas de cristal como un nuevo Moisés. Joey y Alborada caminaban detrás de él, abriendo una cuña que se prolongaba en el triángulo formado por los niños y sus monitores.
Para Alborada, la experiencia resultó onírica, casi delirante. Detrás de Randall se sentía capaz de dominar el mundo. Si le hubiera ordenado cargar a caballo contra una horda de cien mil enemigos, le habría obedecido sin dudar. Sin embargo, bastaba con que adelantara un poco el brazo y lo sacara del triángulo protector para que el vello de la mano se le erizara y un violento temblor le corriera hasta el codo.
Cuando era niño y se despertaba de noche en mitad de una pesadilla le ocurría algo parecido. Procuraba abrir mucho los ojos para no caer de nuevo en el sueño que le había aterrorizado y, aunque hiciera calor, se arrebujaba bajo las sábanas y escondía los brazos de modo que los poderes de la oscuridad no pudieran apoderarse de ellos.
Ahora, al adelantar la mano, sintió algo igual, como si hubiera metido los dedos en el reino de las tinieblas y el terror. La sensación era tan escalofriante y desazonadora que enseguida retiró el brazo, y la confianza volvió a recorrer todo su cuerpo.
Pero ahora comprendía por qué la gente se apartaba delante de Randall, y por qué incluso se empujaban y algunos tropezaban y caían para alejarse lo más posible de él. Todo ello en medio de un silencio sobrecogedor en el que sólo se oía el grave rugido de la doble erupción.
—Ahora no me lo puede negar —le susurró a Randall—. Usted es igual que Sybil.
—Siempre existe un aire de familia entre un padre y una hija.
Alborada se quedó de piedra. Había investigado sobre Sybil Kosmos. Nieta del magnate Spyridon Kosmos, nunca se había sabido quién era su padre, ya que su madre se negó a decir nada durante el embarazo y después murió al dar a luz. ¿De modo que una especie de hippy que vivía en una caravana era el progenitor de una de las mayores herederas del planeta?
«Él tiene algo que me pertenece», había dicho Sybil.
Su ADN…
Indudablemente, Randall sabía ejercer sobre los demás un influjo tan poderoso como el de Sybil, si no más.
«Así debe sentirse un dios», pensó Alborada al ver cómo algunas personas incluso se arrodillaban al paso de Randall. De pronto, concibió una absurda esperanza. Tal vez una divinidad podría absolverlo de sus pecados y de los crímenes que había cometido junto a Sybil Kosmos.
Cuando llegaron ante los policías, éstos se apartaron. Aunque siguieron encañonando a la gente, en ningún momento apuntaron al grupo de Randall.
—¡Pasen rápido! —dijo el policía negro—. ¡No sé cuánto tiempo podré contener a la multitud!
Pero no hacía ninguna falta que la contuviera. Nadie se atrevió a seguirlos cuando las puertas se abrieron.
* * *
Cuando salieron a la pista, Joey miró su reloj. Sólo habían pasado treinta minutos desde que empezó la gran erupción. Durante esa media hora que le había parecido tan larga como un curso escolar, habían recorrido poco más de diez kilómetros por la carretera y unos cuantos metros en la terminal del aeropuerto que resultaron casi más difíciles de atravesar que todo lo anterior.
Más allá del avión que los llevaría a la tierra prometida se levantaba la inmensa columna del volcán que había estallado cerca de Mammoth Lakes. Era diez veces más alta que la montaña, tanto que a Joey le dolía el cuello de torcerlo para ver dónde terminaba aquel penacho negro o, más bien, dónde se juntaba con el dosel de tinieblas que cubría el cielo.
Mientras corrían hacia el avión, se giró un instante para ver lo que dejaban atrás. Al otro lado de la terminal se alzaba la segunda nube, que poco a poco crecía para alcanzar la misma altura que su hermana. Ambas parecían dos pilares que sujetaran la bóveda del firmamento, sólo que el humo, los gases y la ceniza que vomitaban habían sustituido la cúpula cristalina y sembrada de estrellas que se veía por las noches por otra igual de negra, pero sucia, turbia y cuajada de relámpagos que estallaban por doquier.
En la pista soplaba un viento racheado y caótico. El aire olía a azufre y traía turbonadas calientes. En general, la temperatura había subido algunos grados. A Joey no le asombró. La tierra estaba expulsando la fiebre de sus entrañas.
El reactor tenía unos treinta metros de largo, demasiado pequeño para la tranquilidad de Joey, que jamás había montado en avión. Su fuselaje era de un suave color crema que se apreciaba sobre todo en la panza y en la parte inferior de las alas, ya que por arriba la fina lluvia de ceniza lo había teñido del mismo gris sucio que poco a poco iba convirtiéndolo todo en una deprimente fotografía en blanco y negro.
Algo cayó delante de Joey. Se agachó a recogerlo por curiosidad. Era una piedra pequeña, de color claro. Estaba llena de poros y apenas pesaba. Sin saber muy bien por qué, se la guardó en el bolsillo. Aunque lo ignoraba, aquella piedra pómez sería el último fragmento de tierra de California que volvería a tocar en mucho tiempo.
Por la escalerilla del avión bajaba una azafata morena y muy guapa que se plantó delante de ellos.
—¿Qué hacen? Estamos esperando al señor Sousa y a…
—¡Nos estás esperando a nosotros! —gritó Alborada.
Sólo entonces la azafata pareció reconocerlo por debajo de la ceniza; pero no se apartó hasta que Randall se acercó a ella y le hizo un gesto imperioso con la mano.
Los monitores y los niños subieron en tropel por la pequeña escalerilla. Los críos gritaban con una mezcla de júbilo y nerviosismo, pero todos se portaron bien y obedecieron a sus cuidadores. Randall se quedó el último. Joey le esperó abajo. Aunque tenía tanta prisa como cualquiera por salir de allí, eran compañeros de aventura, y no quería dar la impresión de cobarde.
Además, de pronto había recordado las palabras de Randall en la cafetería del pueblo. «No existe nada en el Universo más importante que la vida».
Durante un instante, en la terminal, Joey había pensado que su amigo utilizaba a los niños como una especie de salvoconducto sentimental para convencer a la gente y a los policías de que los dejaran pasar. Luego, cuando observó o más bien sintió el efecto que causaba en todos el aura de Randall, se dio cuenta de que aquellos críos no le hacían falta. Quería salvarlos porque sí.
«Cada vida es algo único e irrepetible».
Era fácil comprender la lógica de Randall. Treinta niños eran treinta vidas por el mismo peso y volumen de quince adultos. Además, cada uno de ellos tenía al menos ochenta años por delante. Ochenta por treinta eran dos mil cuatrocientos.
Joey temía que su amigo hubiera decidido quedarse en la pista y sacrificarse a cambio de salvar para el futuro esos dos mil cuatrocientos años de vida. Por eso se quedó a su lado al pie de la escalerilla. No para acompañarlo si decidía no subir, sino para recordarle algo más que había dicho en la cafetería. «El que ama la vida tiene que empezar por amar la suya propia».
Además, algo le hacía sospechar que iba a tardar en ver a sus padres. Algunos días Joey se sentía muy mayor e independiente. Pero hoy no. ¿Qué sería de él sin Randall?
Pero se tranquilizó al oír lo que le preguntaba a la azafata.
—¿En cuánto tiempo podemos despegar?
«Podemos». No «pueden». Joey suspiró de alivio. Se le había incrustado en la mento la absurda idea de que Randall se iba a sacrificar por los demás.
—Ya deberíamos haberlo hecho. Mejor será que suban cuanto antes, por favor. Las condiciones son cada vez peores —añadió la azafata, en tono casi sumiso.
Arriba, los niños atestaban la cabina de pasajeros. El interior estaba forrado en maderas claras y el tapizado de cuero era de color crema, a juego con el fuselaje. Pero, aunque los tonos pretendían sugerir amplitud y espacio, el avión era más pequeño que un autobús escolar. Los monitores colocaron a dos niños en cada asiento y, apretándolos un poco, consiguieron ponerles los cinturones de seguridad por parejas.
Randall se acercó a la cabina del piloto, y Alborada le siguió. Joey, decidido a enterarse de todo, se pegó a ellos.
Más que la cabina de un avión le pareció el puente de mando de la Enterprise, pues estaba llena de aparatos, visores, pantallas y luces de todos los colores. Sin embargo, Joey observó con cierta alarma que en dos de las pantallas más grandes aparecía constantemente el mensaje: error. No se reciben datos suficientes. Error. No se reciben datos suficientes.
—¿Dónde está Sousa? —preguntó el piloto, volviéndose hacia ellos. La piloto, se corrigió Joey. Era una mujer rubia y delgada que hablaba inglés con acento extranjero, pero no español—. Nadie contesta al móvil.
—Ni contestará —respondió Alborada—. Antes de la erupción explotó una nube tóxica. Yo me he salvado de milagro.
Mientras hablaban, el copiloto trasteaba con los mandos. El zumbido de fondo de los motores del avión se aceleró y subió de tono sobre el grave fragor de las erupciones.
—Esto no puede ser —dijo la piloto—. Sé que son niños, pero este avión es propiedad de Sybil Kosmos y tengo que responder ante ella si no…
—Deje que yo responda ante Sybil —la cortó Randall—. Usted despegue. Le sugiero un rumbo noroeste para salir cuanto antes de las cenizas.
La mujer pareció a punto de responder, pero se mordió los labios. Aunque esta vez no la percibió, Joey pensó que Randall debía estar usando de nuevo su aura.
—Está bien —dijo la piloto—. Vamos a despegar. Siéntense y abróchense los cinturones.
Joey se volvió. Todos los asientos estaban ocupados por los niños. Sus monitores pasaban entre ellos, intentando tranquilizar a los más asustados.
—¡Me parece que vamos a tener que ir de pie! —dijo. Para su disgusto, su propia voz le sonó tan aguda como las de los críos.
La piloto meneó la cabeza, sin volverse.
—Pues agárrense a lo que puedan. Este viaje puede ser movido.
Joey no tardó en comprobar que la piloto tenía razón.
Mientras el pequeño jet recorría la pista, el suelo empozó a temblar de nuevo. Ahora sí que se sintió de verdad en el puente de la Enterprise, en una de esas escenas en que los klingon u otros enemigos disparaban sus proyectiles contra la nave y todo se sacudía y Kirk, Spock y los demás salían volando sobre los asientos. Joey se agarró con fuerza al respaldo de un sillón de la primera fila. Aun así se vio proyectado contra Alborada. El español le rodeó los hombros con fuerza. Entre el zumbido ensordecedor de los motores y el estruendo que provenía de la tierra, oyó cómo Alborada le gritaba al oído:
—¡Tranquilo, Joey! ¡Vamos a salir de ésta!
Por alguna razón, oír su nombre le tranquilizó un poco.
Pese al terremoto que sacudía la pista, la piloto aceleró la nave con decisión, y el zumbido de los motores subió de volumen como una taladradora que diera vueltas cada vez más rápido. De pronto, el avión se levantó en un ángulo que a Joey le pareció inverosímil. Algunos niños aplaudieron, pero a él no le quedaron ganas, porque la aceleración le eslava apretando el pecho contra la parte posterior del sillón.
Mientras subía, el avión seguía zarandeándose como un coche que viajara por una carretera plagada de baches y socavones. De pronto, en la zona de la cola sonó una terrible explosión, tan fuerte como la que Joey había escuchado en el lago. Si hasta ese momento el reactor parecía moverse, ahora se convirtió en una hoja arrastrada por el viento. Joey se acuclilló entre el sillón y la pared que separaba la cabina del compartimento de los pasajeros, se tapó las manos con la cara y volvió a rezar.