Capítulo 53
En vuelo sobre el Atlántico
—¿Qué estáis haciendo? —preguntó Joey.
Llevaba un rato despierto, viendo a los dos adultos sumidos en un extraño trance. La azafata le miró, sonrió y se llevó un dedo a la cabeza, como diciendo: «Están un poco locos». Después volvió a la cabina, donde llevaba casi todo el viaje.
Randall tenía cogidas las manos de Alborada, y ambos se miraban a los ojos, sin apenas pestañear. Era una de esas extrañas curaciones de su amigo, como cuando había liberado a William Ramírez de su adicción al crack.
¿De qué tenía que curar a Alborada? ¿Se trataba de que recordara algo o de que lo olvidara?
Ambos separaron las manos y parpadearon por fin.
Joey era demasiado joven para sentir auténtica empatía por adultos como Alborada. Sin embargo, se dio cuenta de que el español salía del trance como si le acabaran de quitar de la espalda una mochila cargada de piedras. Los hombros se le veían más rectos, movía el cuello a los lados con soltura y ya no apretaba la mandíbula como si estuviera todo el rato rechinando los dientes.
—Joey…
Joey apartó los ojos de Alborada y miró a Randall. Su amigo estaba palmeando el asiento que tenía al lado.
—Siéntate aquí. Hay una historia que quiero contaros antes de que lleguemos.
—¡Por fin recuerdas!
—Sí, por fin recuerdo. Pero te lo advierto, Joey. Voy a contar esa historia como se contaban antes las cosas, cuando no había prisas y los relatos se narraban al calor de una hoguera y…
—¿Es que es una historia muy larga?
—… y los jóvenes no interrumpían a sus mayores.
Joey bajó la mirada y ocupó su asiento.
—Vale. Ya capto la indirecta.
—Así está bien. Tened paciencia, pues, porque voy a narraros mi historia, que es también la historia de la Atlántida.
* * *
—No recuerdo cuándo nací. Por dos razones. En primer lugar, fue hace mucho tiempo. En aquella época, la gente no llevaba la cuenta de su edad, ya que no tenía demasiada utilidad. Los años no llevaban número. No había necesidad de fechar los acontecimientos.
»Pero calculo que desperté a la existencia en algún momento entre los años que llamarías 2200 y 1900 antes de Cristo.
—¡O sea, que tienes más de cuatro mil años!
Alborada se llevó un dedo a los labios para pedir silencio, y Joey pidió perdón con las manos.
—No soy como vosotros, Joey. Debes aceptar desde ahora que pertenezco a una especie emparentada con la vuestra, pero distinta. Llámame Homo immortalis, si quieres. No añadiré más explicaciones sobre eso, porque nos eternizaríamos.
»He dicho “desperté”, y ése es el segundo motivo de que ignore cuándo nací. En el momento en que abrí los ojos, no recordaba nada anterior. Pero no era un niño: mi cuerpo era, básicamente, el mismo que veis ante vosotros.
»Estaba desnudo, en un lugar cerrado y cálido, bajo una luz entre dorada y rojiza. Era una estancia circular, una especie de gran iglú de metal. Con el tiempo, ese lugar fue conocido como la cúpula de oricalco. Sus paredes y su suelo emitían un brillo que no deslumbraba, y su superficie mostraba diseños cambiantes, redes y filigranas muy finas que no dejaban de moverse.
»Ami lado, tumbada en el suelo, había una mujer, desnuda como yo.
»Era hermosa, y la deseé. Por un lado era como un recién nacido, pues no tenía recuerdos de mi vida anterior ni de cómo había llegado al interior de la cúpula. Pero sabía hablar, sabía pensar, sabía qué era una mujer y cómo debía comportarme ante ella, sabía que estaba desnudo cuando lo normal habría sido encontrarme vestido.
—O sea, que te habían borrado la memoria… Perdona, Randall.
Randall miró a Joey con fingida severidad y prosiguió.
—Es posible que yo mismo la hubiera borrado. Pero ahora no me interesa contaros lo que ocurrió antes de la cúpula, sino después.
«Desperté a la mujer, y ella me miró.
»Pero al tocarla ocurrió algo muy raro.
»De pronto me encontré hablando con ella, pero por dentro. Estaba en su mente, y ella estaba en la mía. No intentaré explicaros la sensación.
Joey observó que Alborada asentía, como si supiera de qué hablaba Randall. ¿Se habrían fundido mentalmente como dos vulcanianos?
—Lo más extraño fue que, gracias a ella, pude atisbar otra mente. Pero ésta era muy superior a la nuestra, muy diferente. Era una entidad colectiva, una especie de red inmensa, con tantos nudos como estrellas en el Universo, tal vez más.
—La Gran Madre —murmuró Alborada.
—Así es. La Gran Madre.
A Joey le daba rabia que Alborada tuviera secretos en común con Randall que él ignoraba, pero no dijo nada.
—Yo no llegué a fundirme con la mente de la Gran Madre. La percibía a través de mi compañera, que me hacía de puente, de médium. Pero gracias a ella podía captar sus pensamientos.
»Eran pensamientos muy distintos a los que los humanos pueden concebir, incluso superiores a los que los Homo immortalis alcanzamos. Había belleza en ellos, una mezcla de poesía y pintura en múltiples dimensiones que me llenaba de gozo, aunque no entendía por qué. Eran pensamientos grandes, ideas que hablaban de mundos que no existen ni existirán. La Gran Madre se contemplaba a sí misma, se hacía crecer, se dividía y se comunicaba entre sus partes, volvía a fundirse…
»Me hubiera quedado allí para siempre. La sensación era como sentarse a contemplar las olas o las llamas de una hoguera, sólo que multiplicada de forma infinita: la paz de contemplar hermosos diseños que cambian sin cesar y que despiertan en el alma armonías que ni ella misma sabe que existen.
Randall suspiró, como si añorara aquel momento.
—Pero me di cuenta de que la conexión se estaba debilitando. Lo que ocurría era que ella, mi compañera, se estaba perdiendo dentro de la Gran Madre. Tuve que tirar de ella para sacarla de allí. Era…
»Sólo puedo recurrir a metáforas. Era como si ella fuese una buscadora de perlas sumergiéndose con una cuerda atada a la cintura, y yo estuviese en un bote sujetando el otro extremo de la cuerda. Las perlas eran tan bellas que ella no podía dejar de sacar una y otra y otra, así que si yo no hubiese tirado de la cuerda a tiempo, ella se habría ahogado.
—Creo que lo entiendo —dijo Alborada.
«¿Por qué a él no le regaña cuando le interrumpe?», se preguntó Joey.
—Volví a encontrarme dentro de la cúpula. Ella me miraba. Aunque no recordábamos conocernos, ahora nos unía una intimidad mayor de la que puede brindar una vida humana entera. Y pasó lo que tenía que pasar, y de lo que no pienso dar detalles porque hay menores delante —dijo Randall.
«Después de eso salimos de la cúpula, que se había abierto. Y descubrimos que estábamos en la ladera de un volcán, cerca de la cima. A nuestros pies se abría una bahía circular que rodeaba el volcán, y había otra isla que rodeaba la bahía.
»En esa segunda isla, la exterior, vivía gente desde hacía mucho tiempo. Nunca habían puesto el pie en el volcán, pues lo consideraban tabú, un lugar prohibido y sagrado.
»Pero cuando supieron de nuestra presencia, cruzaron las aguas de la bahía y se establecieron en la montaña de fuego. Fueron ellos quienes la bautizaron basándose en mi nombre. Pues ese nombre era una de las pocas cosas que recordaba al despertar en la cúpula.
Al hacer una pausa tan dramática, Joey pensó que era casi obligatorio preguntarle.
—¿Y cuál era tu nombre?
—Atlas. Por eso llamaron a la isla «Atlántida».
* * *
Randall prosiguió su historia. Aunque ignoraba de dónde procedían sus recuerdos, lo cierto era que poseía muchos conocimientos prácticos que transmitió a los isleños. En pocas generaciones, la Atlántida prosperó y extendió su influencia, y su cultura se mezcló con la de gran isla que había al sur, que entonces se llamaba Widina y luego se convirtió en Creta.
Pero el centro espiritual de aquella civilización se hallaba en la Atlántida, junto al volcán y la cúpula de oricalco, que Atlas sentía como el origen de su fuerza.
Sin embargo, ni Atlas ni su esposa volvieron a entrar en la cúpula para comulgar con la mente de la Gran Madre. Aquel artefacto permanecía cerrado. Ningún ritual conseguía abrirlo. Atlas captaba de vez en cuando destellos de la mente de la Gran Madre, pero siempre eran ecos lejanos, reflejos del esplendor que había captado en toda su plenitud. Lo cual provocaba en él una gran nostalgia.
Como era de esperar, la pareja de Homo immortalis tuvo hijos. Los embarazos duraban veinte meses. Siempre nacían parejas de mellizos, niño y niña.
—Eso me hizo sospechar que mi esposa y yo éramos también hermanos.
—¿De dónde habíais salido? —preguntó Joey.
—Lo ignoro. En aquel entonces, pensé que éramos hijos de unos dioses que habían bajado a la tierra. Hoy no hablaría de divinidades, sino tal vez de seres inteligentes que, más que engendrarnos, nos diseñaron con algún propósito que nunca llegué a conocer. Tal vez si vuelvo a entrar a la cúpula… Pero ésa es otra historia.
Atlas y su esposa reinaron en la Atlántida en una auténtica edad de oro. Para ellos el poder de influir en las emociones de los demás era tan natural que lo llamaban simplemente Habla. Podían inspirar amor, temor, obediencia o confianza entre sus súbditos. Pero Randall estaba convencido de que había sabido utilizar aquellos dones con responsabilidad.
De hecho, los griegos del continente le dieron otro nombre en su propia lengua: Prometeo, «el que se preocupa».
—Cuando comprobé que los humanos eran más débiles que nosotros, que envejecían y morían mientras mi esposa y yo seguíamos eternamente jóvenes y que no poseían el poder del Habla, los vi como si fueran niños y decidí protegerlos. Al principio los protegí de sí mismos, y después…
Randall hizo una pausa. Alborada y Joey se miraron, como preguntándose «¿qué le pasa ahora?», pero él arrancó de nuevo.
—Después tuve que protegerlos de mis propios hijos.
»Del mismo modo que tardaban veinte meses en nacer, nuestros vástagos también maduraban más despacio. Por lo que he comprobado, la duración de la infancia en una especie tiene mucho que ver con su tiempo de vida. Ya que nosotros no teníamos fecha de caducidad, era lógico que nuestro periodo de crecimiento fuese más largo que el de los Homo sapiens.
»Pero algo debía estar mal diseñado en nosotros, porque los genes que transmitimos a nuestros hijos demostraron ser defectuosos. No externamente. Todos fueron niños de una gran belleza, de miembros perfectos, piel intachable, voces musicales. Nadie habría pensado al verlos que sus almas escondían tanta podredumbre.
»Cuando los mayores, Isashara y Minos, tenían más o menos el mismo aspecto que un adolescente de la edad de Joey ya habían nacido otras cuatro parejas de mellizos, y la sexta estaba en camino.
»Fue entonces la primera vez que abrieron la cúpula.
* * *
La esposa de Atlas sufría los dolores de su sexto parto, que estaba resultando más complicado que los cinco anteriores. Ser Homo immortalis no significaba no experimentar dolor, de modo que Atlas la estaba acompañando para hacérselo más sencillo mediante su dominio del Habla.
—Era una noche de luna llena. Mientras mi esposa daba a luz, mis hijos mayores realizaron la primera gran atrocidad de la Atlántida, el pecado original que a la larga justificaría su destrucción.
»Por simple diversión, Isashara y Minos obligaron a los sirvientes de nuestro palacio a pelear entre sí. Espolearon en ellos un odio tan primario y visceral que se mataron entre sí con palos, piedras y cuchillos, y cuando estaban malheridos siguieron clavándose las uñas y los dientes.
»A sus hermanos pequeños el espectáculo les resultó divertido. Entraron en liza y manejaron a otros sirvientes a modo de peones de ajedrez. La lucha se convirtió en una batalla campal en la que participaron casi cien hombres.
«Cuando apenas quedaban ya supervivientes, Isashara y Minos se dieron cuenta de que la cúpula se había vuelto verde y se había abierto.
»De modo que entraron en ella y se fundieron con la mente de la Gran Madre como lo habíamos hecho mi esposa y yo. Isashara como médium, Minos sujetando la tenue soga que unía a su hermana con la realidad exterior para evitar que fuera absorbida por la vasta mente.
«Mientras la partera me ayudaba a lavar a los mellizos y cortarles el cordón umbilical, La tierra tembló, y aunque no estaba en la cúpula sentí la presencia de la Gran Madre. Unos segundos tan sólo, pero capté de nuevo aquel diseño tan hermoso y rico. Sólo que en el vastísimo tapiz multidimensional se habían mezclado unos hilos sucios, una nota de corrupción.
«Habían sido ellos. En vez de limitarse a contemplar y admirar, se atrevieron a intervenir, a manipular. Y eso provocó el terremoto. Pero el que sufrimos en la Atlántida fue apenas un estremecimiento.
»En Creta, la “travesura” de mis hijos provocó tal seísmo que destruyó todas las ciudades y aldeas de la isla. Los hermosos palacios de Cnosos y Festos quedaron reducidos a escombros. ¿Cuántas personas pudieron morir? Nadie llevaba la cuenta entonces. Tal vez treinta mil, tal vez cien mil. Quizá más.
* * *
—Ya había captado la crueldad de mis hijos. En los niños, la maldad puede ser pura como el diamante. Cuando jugaron con las vidas de aquellos hombres junto a la cúpula dorada, sólo buscaban divertirse, como críos que descubren un hormiguero y se dedican a exterminar a las hormigas. Ellos se habían dado cuenta de que eran superiores a los mortales, pero la conciencia de esa superioridad, en lugar de infundirles sentido de la responsabilidad y amor a los más débiles, los llenó de soberbia y desprecio.
»Y todos eran así. Pensé que tal vez los recién nacidos… Pero tenían diez hermanos cuyo lado más oscuro se había revelado a la luz. No cabía duda de que el defecto estaba en nosotros, sus progenitores, así que no confiaba en que la sexta pareja de mellizos fuera mejor.
«Tenía que evitar que causaran más daño. Pero cuando le expliqué el plan a mi esposa, ella no quiso saber nada. Eran sus hijos, los había llevado en su vientre y los había parido con mucho sufrimiento. Eso es algo que los varones no podemos entender.
»Pero que no lo pudiera entender no significaba que me resignara.
Randall hizo una pausa. Por su gesto, Joey se dio cuenta de que los recuerdos eran cada vez más dolorosos.
—A la noche siguiente, drogué a mi esposa. Cuando dormía, entré en contacto con ella, buceé en su mente, en los lugares más recónditos. Y a la vez que lo hacía utilicé el Habla.
»Me llaman el Primer Nacido. Tengo habilidades que no sé cómo adquirí. Tal vez quienes me crearon ya me diseñaron así.
»Entré en los recuerdos de mi mujer. Para mí, lo que veía era una estructura, un tapiz mucho más simple que el de la mente de la Gran Madre. No obstante, seguía siendo complejo. Me dediqué a deshacer nudos, a cambiarlos de lugar, a mover una hebra aquí y otra allá.
»Ahora sé que lo que hice fue modificar sus conexiones neuronales. Pero era la primera vez que lo hacía, y me temo que no fui demasiado sutil. Queriendo obrar bien, como suele ocurrir cuando se utiliza un gran poder, hice un mal. Provoqué un gran daño en su mente, y la convertí en una persona infantil, clavada a un presente perpetuo.
»Al despertar, no me reconocía. Pero cuando intenté arrebatarle a los pequeños, los abrazó y se enfrentó a mí como una leona. Ella era muy fuerte, de modo que preferí apartarme. Ya tendría tiempo de vigilar a esos niños en el futuro.
Randall volvió a suspirar y murmuró para sí:
—Siento lo que te hice, Kiru.