Capítulo 42

Madrid, Coslada

«Inmortal», se repitió Celeste.

Si no era así, al menos la supuesta mendiga tenía un cuerpo con el que habría podido posar para la escultura de una diosa. Esbelta, con las líneas de los músculos insinuándose bajo la piel como en un suave boceto, sin ser masculina, podría haber sido Ártemis la cazadora.

Celeste estaba contemplando las formas de Kiru al otro lado de la mampara translúcida. Había tenido que entrar con ella al cuarto de baño de su casa, y ayudarla como hacía con Nadia, su hija de cuatro años. Kiru reconocía algunos objetos sencillos, como el peine. Pero el resto —los botes de champú y de gel con dispensador, el secador, la propia ducha— le resultaban desconocidos. Si estaba fingiendo esa ignorancia, lo hacía tan bien que ella misma debía creérselo.

Gabriel también había entrado al cuarto de baño. Al pronto, Celeste le había dicho que esperara fuera, pero la joven —si es que lo era— Kiru se negaba a alejarse de él.

Y no convenía contrariarla. Ya lo habían comprobado cuando subieron al coche para ir a casa de Celeste. Gabriel se había sentado delante, junto a Celeste, y le había dicho a Kiru que montara atrás, sola, mientras Herman los seguía en su propio vehículo.

—No. Gabriel con Kiru —dijo frunciendo el ceño. En ese momento, Celeste sintió un miedo intenso, un pavor instantáneo que le encogió las tripas e hizo que la frente se le perlara de sudor frío. Era la segunda vez que le ocurría.

—Kiru, no hagas eso —dijo Gabriel—. Celeste es amiga.

—Sí, amiga. Pero siéntate aquí con Kiru.

Cuando Gabriel accedió a viajar detrás, la sensación de miedo de Celeste desapareció como por ensalmo. Pero descubrió con cierto rubor que se le habían escapado algunas gotas de orina. «Podría haber sido peor», pensó.

Durante el trayecto desde la clínica hasta Coslada, habían tenido que contarle a Kiru qué era un coche, cómo funcionaba y por qué había tantos vehículos en la carretera. Si aquello no era el síndrome de Korsakov, se le parecía mucho. Kiru no sólo no recordaba su pasado, sino que era incapaz de fijar nuevos recuerdos en su mente. Todo lo que veía o escuchaba era tan fugaz para ella como si lo hubiera escrito en el agua o en el viento. Pero el Korsakov aparecía sobre todo en alcohólicos crónicos, mientras que Kiru tenía la sangre limpia y un aspecto tan lozano que podría haber personificado a la diosa de la salud.

Ahora, mientras se duchaba, Kiru sufrió una nueva amnesia, la segunda desde que recuperó la conciencia en el hospital. Tenía todavía el pelo enjabonado cuando se volvió hacia ellos, aporreó la mampara con la palma de la mano y empezó a gritar algo en ese extraño idioma que Gabriel parecía entender parcialmente. Después, por enésima vez en ese día, preguntó en español:

—¿Qué es esto? ¿Dónde está Kiru?

Celeste abrió la hoja deslizante y trató de tranquilizarla, pero Kiru sólo se calmó de nuevo cuando vio a Gabriel.

En realidad, fue algo más. Sus pupilas volvieron a dilatarse, sus mejillas enrojecieron y ensanchó las aletas de la nariz, al tiempo que sonreía. Sobre el olor de manzana del champú, Celeste captó un fugaz aroma almizclado, y para su desazón notó una oleada de excitación sexual.

Sin duda, Kiru era muy atractiva. Pero, aunque Celeste apreciaba la belleza de las formas femeninas, no se trataba de eso. Kiru parecía rodeada de una nube de estados de ánimo cambiante, como el campo eléctrico que rodea a las torres de alta tensión; sólo que, en su caso, aquel campo no erizaba el vello, sino que disparaba emociones primarias.

Tras explicarle dónde estaba y para qué servía la ducha, Celeste ayudó a Kiru a aclararse el pelo.

—¿Tú también lo has vuelto a notar? —le preguntó Gabriel.

—Sí. Me resulta cada vez más incómodo.

—¿A qué crees que puede deberse, Celeste? ¿Cómo altera nuestras emociones?

—No lo sé.

Alrededor de Kiru flotaban aromas fugaces, olores intensos, tan efímeros que Celeste no atinaba a definirlos. Sin embargo, sospechaba que no se trataba sólo del olfato, y que el cuerpo de la joven —si es que era joven— emitía algo que los sentidos conocidos no alcanzaban a percibir, pero que producía unos efectos casi sobrenaturales.

En cualquier caso, saltaba a la vista que existía un vínculo entre Kiru y Gabriel, y que ella se había encaprichado de él.

Celeste se corrigió: no se había encaprichado, se había enamorado. O más bien se enamoraba de él constantemente. ¡Qué historia tan romántica y a la vez tan triste! Una joven que conocía a un hombre, se prendaba de él, lo olvidaba antes de una hora y, al volver a conocerlo, se enamoraba de nuevo.

Celeste se preguntó, y no por primera vez, qué tendría Gabriel Espada que atraía a las mujeres como una trampa luminosa a los insectos. No era una comparación gratuita. Ella misma había experimentado esa llamada. Y, al acercarse a la supuesta luz que emitía Gabriel, había terminado achicharrada.

Mientras terminaba de aclararle el pelo a Kiru, recordó con tristeza lo que había pensado al conocer a Gabriel: «Este hombre puede ser mi perdición». Fue una profecía a medias excitante y a medias romántica, pero que luego se cumplió de forma devastadora y literal. Después de conocer a Gabriel, el corazón de Celeste no había vuelto a ser el mismo.

De estar tanto tiempo de pie sin apoyarse en la muleta, le dolía la rodilla. El dolor sacó al primer plano de su memoria algo que nunca desaparecía del todo.

El accidente.

Aunque Celeste había retirado de la vista todas las fotos de su marido y había regalado su ropa, su ausencia llenaba la casa. Era como esos globos que los cirujanos introducen en el cuerpo de algunos obesos mórbidos y que se hinchan hasta chocar con las paredes del estómago para reducir su capacidad. Así percibía Celeste su hogar: el vacío que había dejado Iñaki latía desde el centro de cada habitación, presionaba contra las paredes y al hacerlo retiraba el oxígeno. A veces Celeste no podía respirar y tenía que salir al jardín a tomar aire y a gritar en silencio.

Sin embargo, al pensar en la muerte de su esposo, Celeste sentía más culpa que dolor. Culpa por no haberle entregado del todo su amor, por traicionarlo en lo más recóndito de su alma. Pues jamás había querido desalojar el rincón que tenía reservado en su corazón a Gabriel Espada.

Y ahora que estaba de nuevo al lado de Gabriel, aquel vacío se había llenado. No de oxígeno, sino de algún gas que no debía ser del todo respirable, pues Celeste seguía notando opresión en el pecho. Se preguntó si no sería como el dióxido de carbono, un vapor inofensivo en apariencia, pero que acababa intoxicando.

«No. No caeré otra vez», se dijo, resuelta a no quemarse de nuevo en la trampa.

—¡Qué bien se ve! —dijo Kiru, arrobada ante su propia imagen mientras Celeste le secaba el pelo.

—Eso es porque en su época no había espejos tan pulidos como éste —dijo Gabriel.

—¿En su época? —preguntó Celeste.

—Ya te lo he dicho. Hace más de tres mil quinientos años.

—Por más que me lo digas, no me lo voy a creer.

—¿Al menos te crees lo que estás viendo? Tú misma me has enseñado sus fotos. ¿Te parece que un destrozo así se arregla espontáneamente en unos pocos días?

Celeste tenía ganas de gritar con todas sus fuerzas: «¡Esto no está pasando!». Pero negar la realidad, por más que ésta pareciera imposible, no la llevaría a ninguna parte.

Cuando el cabello de Kiru quedó seco, Celeste se lo recogió en un moño. Tenía un pelo espléndido, negro, denso y brillante. Después la ayudó a vestirse con la ropa que le había comprado Herman en un centro comercial cercano a la clínica Gilgamesh.

—Espero que sepas lo que estás haciendo —le dijo a Gabriel—. Esto me puede costar el puesto.

—Si las cosas se siguen poniendo feas, ésa será la menor de tus preocupaciones —respondió Gabriel.

—¿Qué cosas se están poniendo feas? —dijo Kiru, que no dejaba de mirarse al espejo para ver qué tal le sentaban los vaqueros y la camiseta—. Kiru no ve nada feo. —Con una sonrisa de coquetería ingenua, añadió—: Todo es muy bonito.

* * *

Cuando salieron del baño y bajaron la escalera, vieron a Herman en el salón, jugando con los niños a la videoconsola en una enorme pantalla de pared. Mientras él manejaba a un encantador dragoncito rosa que recorría las piala formas del juego, Nadia y Alfonso le daban instrucciones. Aunque a los dos les encantaba jugar, eran tan pequeños que incluso un juego tan inofensivo como aquél les daba miedo y preferían que fuera un mayor quien arrostrara los peligros.

—¡Métete a la derecha! —dijo Nadia, señalando a la izquierda. Solía confundirse con la orientación—. ¡A la dedecha, que hay amapolas mágicas!

Gabriel insistió en informarse sobre la erupción de Long Valley, como si tuviera algo que ver con aquella extraña historia de Kiru y la Atlántida. Celeste, que no quería asustar a los niños con noticias de catástrofes, se lo llevó a la cocina, donde tenía otra televisión más pequeña. Por supuesto, Kiru siguió a Gabriel.

Celeste buscó la NNC. El último reportaje sobre el volcán se había empezado a emitir media hora antes, pero Celeste lo descargó para reproducirlo desde el principio.

Se alegró de que los niños no hubieran visto nada, ya que el noticiario empezó hablando de muertes. En Nevada, Utah y Arizona ya se habían producido miles de fallecimientos. Había personas que no tomaban la precaución de usar filtros para respirar al aire libre, y los pulmones se les llenaban de cenizas que se mezclaba con la humedad interior, creando una especie de hormigón que las mataba por asfixia. También se habían producido muchísimas silicosis, la misma enfermedad que solía afectar a los mineros después de años de exposición al polvo de sílice, pero en una forma aceleradísima. Muchas de esas personas estaban condenadas a morir en breve tiempo, y otras a sufrir incapacidad permanente. Y estaban, además, los casos de ceguera producidos por la abrasión de la ceniza en las córneas.

«En teoría», explicó la presentadora, «lo más seguro es quedarse en casa y no salir al exterior. Pero sólo en teoría, porque las chimeneas del volcán de Long Valley no dejan de escupir ceniza ni un segundo»

En la pantalla apareció la imagen de un cuerpo rocoso, plagado de agujeros y de aristas afiladas. Tenía el aspecto de un asteroide capaz de destruir la Tierra, pero según la escala que se veía al lado no medía ni una décima de milímetro.

«Éste es un fragmento de ceniza», continuó la presentadora. «La mayoría son tan diminutos que se cuelan por todas partes. Muchas atraviesan los filtros del aire acondicionado, y otras se acumulan en ellos y los saturan, de modo que al final no queda más remedio que abrir puertas y ventanas para que entre el aire exterior, que también está cargado de ceniza».

Celeste respiró hondo. Le bastaba con ver las imágenes de la gente tosiendo y tapándose la boca con pañuelos para que le picara la garganta. Había personas que caminaban por la calle con bolsas de plástico en la cabeza, anudadas en la garganta como si se estuvieran dedicando a extrañas prácticas sexuales.

Otra amenaza de la ceniza era su peso. Aquella nevada constante se depositaba sobre los edificios hasta formar capas de varios palmos de espesor. Los tejados, sobre todo los planos, acababan hundiéndose y aplastando a los moradores de las casas. Era un peligro del que las autoridades habían alertado por todos los cauces, pero la alternativa que se le ofrecía a la gente era diabólica: quedarse dentro de los edificios escuchando los crujidos que presagiaban el derrumbamiento o salir al exterior para respirar aquellas partículas cuyas microscópicas aristas acababan destrozando las mucosas internas y los pulmones.

—Dios mío —musitó Celeste al ver imágenes de soldados protegidos con máscaras de gas que sacaban cadáveres de entre los escombros, todo ello bajo la luz fantasmagórica que dejaba pasar la nube de cenizas—. Es horrible. Menos mal que eso no puede pasar aquí.

—Seguro que esa gente pensaba lo mismo que tú —dijo Gabriel en tono lúgubre—. Y por supuesto que puede pasar aquí.

La ceniza no sólo era una asesina implacable: además, poseía recursos variados para matar. Al caer sobre los campos y los pastos, arruinaba las cosechas y dejaba sin alimento al ganado. También se introducía en el circuito de agua potable, contaminándola toda.

«La situación en las zonas afectadas es dramática…».

Celeste pensó que decir «las zonas» era un eufemismo. Por lo que mostraba el mapa, las cenizas habían producido ya daños irreparables en una extensión mayor que España y Francia juntas.

«… y se ve empeorada porque los aviones no pueden sobrevolarlas para llevar ayuda. Apenas hay visibilidad, y además la abrasión producida por la ceniza estropea los motores y produce otros daños en la aviónica y en los instrumentos de navegación».

La imagen se alejó para mostrar un mapa completo de los Estados Unidos, sircado por una tupida red de líneas rojas.

«Éstos son los vuelos que han tenido que suspenderse hasta el momento», dijo la presentadora. La mitad izquierda del entramado de líneas desapareció, y la derecha quedó reducida a una tercera parte de lo que se había visto antes. «Lo más grave es que, si la situación sigue así, es muy posible que antes de cuarenta y ocho horas tengan que suspenderse todos los vuelos sobre los Estados Unidos».

Gabriel silbó entre dientes.

—Madre mía, qué caos. Es el fin de la civilización.

—Será el fin de la civilización americana.

Celeste quería creer lo que ella misma acababa de decir, pero en la mirada de Gabriel encontró una tristeza y una resignación tan sinceras que la sangre se le heló en las venas.

«En las zonas de las que aún recibimos noticias hablamos de decenas de miles de muertos», prosiguió la presentadora. «Pero en las regiones más cercanas al volcán, de las que no se sabe nada desde hace más de 24 horas, los expertos calculan que se pueden haber producido millones de muertos. A estas alturas, la erupción del supervolcán de Long Valley es seguramente la peor catástrofe natural de la historia de la humanidad».

—Ya lo llaman abiertamente «supervolcán» —dijo Gabriel.

—¡Millones de muertos! —exclamó Celeste. De pronto se imaginó a toda la población de Madrid muerta en un solo día, y se le revolvió el estómago—. Pero eso es… es imposible.

«Sin embargo, las consecuencias de esta erupción pueden ser aún peores y causar efectos globales. Hace unas hora hemos hablado de nuevo con el científico Eyvindur Freisson».

—Hombre, el vulcanólogo cañero —dijo Gabriel.

—¿Lo conoces? —preguntó Celeste.

—Como si fuera de mi familia.

En la pantalla apareció un hombre de unos sesenta años, de barba blanca y unos agradables ojos azules. Tras él se veía la silueta del Vesubio.

«Las cenizas y aerosoles que el volcán está expulsando han llegado a la estratosfera e incluso más arriba, hasta la mesosfera, a más de cincuenta kilómetros de altitud», explicó. «Una vez allí, pueden rodear la Tierra en poco más de diez días y cubrir todo el hemisferio norte».

Como si lo vieran desde un satélite, la pantalla mostró la imagen de un gran surtidor negro que se elevaba sobre las nubes y esparcía las cenizas a modo de sombrilla, primero sobre los Estados Unidos, después sobre Canadá y el Atlántico y más tarde sobre España y Europa occidental. En la siguiente imagen, más alejada, una gran sombra cubría ya medio planeta.

«Pero esa nube no se detendrá allí. Las cenizas no tardarán en saltar la divisoria del ecuador para extenderse hacia el hemisferio sur», dijo el vulcanólogo.

«¿Con qué resultados?», le preguntó un periodista.

«Si la erupción se desarrolla según mis cálculos, la temperatura en este mismo verano puede bajar como media casi cinco grados en todo el mundo».

«¿Y eso es mucho?», preguntó el reportero. Gabriel comentó entre dientes algo sobre los «periodistas anuméricos». El vulcanólogo debía compartir su opinión, pues miró al entrevistador sin molestarse en disimular su desdén.

«Mucho no. Es una barbaridad. Una bajada de temperaturas tan brusca causará todo tipo de desastres climáticos, arruinará las cosechas y provocará una hambruna generalizada. Eso si no estalla ningún volcán más».

«¿Qué ocurriría entonces? Quiero decir, si hubiera más volcanes como el de Long Valley».

«Que se produciría una glaciación más brutal que ninguna que haya sufrido la Tierra. Eso supondría la extinción de nuestra especie».

«Pero… los hombres de las cavernas sobrevivieron a las glaciaciones. Nosotros somos superiores a ellos, ¿no?».

El científico miró al reportero de arriba abajo.

«¿Realmente se considera usted superior a un hombre de las cavernas, joven? ¿Cree que sobreviviría a una sola noche en plena montaña?».

«Bueno, con un equipo adecuado…».

«De eso se trata. Dependemos por completo de nuestras herramientas, pero esas herramientas ya no las obtenemos directamente de la naturaleza, como hacían los neandertales o los cromañones. Ahora todos nuestros bienes los conseguimos a través de procesos de elaboración muy complicados que constan de infinitos pasos y que nadie domina en su totalidad».

«Muy interesante, profesor. Pero las exigencias de la televisión…».

Eyvindur no se dejó cortar y tiró de la mano del periodista para acercarse el micrófono a la boca. Gabriel soltó una carcajada. Celeste se dio cuenta de que, por alguna razón, aquel científico prepotente le caía bien.

«Nuestra economía y nuestra tecnología siguen teniendo sus cimientos en la naturaleza, pero por encima de esos cimientos hemos construido un edificio gigantesco, cada vez más alejado del suelo. Casi todos habitamos en las últimas plantas. Sólo un puñado de personas siguen trabajando en los sótanos de ese edificio. Son los pocos que mantienen el contacto con la naturaleza, los que saben plantar y recoger cosechas, cazar y pescar y construir refugios sin apenas herramientas. Sólo ellos podrán sobrevivir por sus propios medios cuando todo lo demás se derrumbe».

«Una imagen muy sugerente, profesor, pero…».

«Porque el edificio está a punto de derrumbarse, de eso podemos estar bien seguros», insistió el vulcanólogo. Hablaba casi sin parpadear, con más mirada de fanático que de científico. «La civilización hipertecnológica de la que tanto nos ufanamos es un gigante con los pies de barro. Y la Madre Tierra está a punto de rebanarnos esos pies a la altura de los tobillos».

—Da la impresión de que ese hombre se alegra de que llegue el fin del mundo —dijo Celeste.

De repente, la imagen empezó a temblar. Durante unos segundos, Celeste creyó que se debía a una avería de la televisión o a un fallo de la emisora. Pero tanto el científico como el periodista se tambalearon, y sus palabras quedaron ahogadas en medio de un estrépito que saturó el sonido de la grabación. La propia cámara se cayó al suelo, y con un chasquido la imagen se convirtió en un borrón de estática.

A continuación volvió a aparecer la presentadora del programa, ahora recortada sobre un mapa del centro de Italia.

«Estas son las últimas noticias que hemos tenido hasta ahora de nuestro reportero Jim Bradt y del vulcanólogo Eyvindur Freisson. Hace unos veinte minutos hemos perdido el contacto con ellos. Aunque las noticias son confusas, parece que se ha producido un gran terremoto cuyo epicentro se sitúa muy cerca de Nápoles. Ignoramos todavía si el seísmo está acompañado de actividad volcánica».

—Dios mío, ¿qué ha pasado ahora? —dijo Celeste.

—Me temo que aquello que decías que aquí no puede pasar ya se nos está acercando —respondió Gabriel en tono lúgubre.

Más que inquieta, Celeste estaba realmente asustada.

«También se ha perdido toda comunicación con la ciudad de Las Vegas. Según ciertas fuentes, es posible que haya sido destruida por flujos piroclásticos. De ser así, la cifra de…».

En ese momento sonó su móvil. Celeste casi agradeció la interrupción para apartar la mirada de los horrores que enumeraba la televisión.

En la pantalla aparecía el nombre de Diana Gálvez, vicedirectora de genética molecular de la clínica Gilgamesh.

Debía ser la segunda vez que Diana llamaba a Celeste en su vida. No podía ser casualidad que ocurriera el mismo día en que habían sacado a Kiru de la clínica. Reprimió la tentación de rechazar la llamada, aunque sospechaba que de allí no podía salir nada bueno.

—Sí —contestó en el tono más neutro posible.

—Hola, Celeste. Tengo algo importante que quiero comentar contigo.

—Mañana podemos vernos a la hora del café.

—No. No quiero hablar en la clínica, y además tiene que ser hoy.

Diana era una persona de la que convenía precaverse. Un menos de un año había conseguido que expulsaran a todos los demás miembros de su departamento. Sólo se había salvado el director; pero según las malas lenguas tenía los días contados, pues Diana le estaba segando la hierba bajo los pies.

—Mira —dijo Celeste en tono suave—, es tarde, estoy en casa y tengo que dar la cena a mis hijos. Mejor lo hablamos mañana. Si quieres que comamos…

—Es urgente, Celeste.

—¿Qué puede ser tan urgente como para sacarme de casa ahora?

—¿Qué te parece darle el alta de forma irregular a una paciente tutelada por la Comunidad de Madrid? Celeste suspiró.

—Está bien. ¿Dónde quieres que nos veamos?

Atlántida
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