Capítulo 64

Madrid, Moratalaz

Cuando Gabriel colgó, cuarenta minutos después, Valbuena le miró con severidad. Ya eran casi las cinco, pero seguía de pie, con las manos entrelazadas a la espalda, como hacía en clase, y sin dar muestras de cansancio ni sueño.

Aunque no tenía televisión, la radio sí parecía gustarle. Estaba escuchando un viejo transistor. Al comprobar que Gabriel había terminado de hablar, desconectó la clavija del auricular.

—Escuche esto. Está hablando Pauline Chantraine, premio Nobel por sus estudios sobre el clima. Para hablar con propiedad, quien habla es su traductora. Pero lo que dice es revelador.

«… además del Krakatoa. Hay datos preocupantes que revelan que la erupción de Italia puede haberse convertido también en un supervolcán. Si un milagro no detiene esas erupciones cuanto antes, será inevitable una glaciación.

»La vida como fenómeno sobrevivirá, sin duda. La vida vegetal y animal que conocemos sólo saldrá adelante en un pequeño porcentaje. La mayoría de las especies se extinguirán. Y eso nos incluye a nosotros».

Valbuena apagó el transistor y lo dejó sobre un estante.

—¿No tiene nada que decir, señor Espada?

—Supongo que somos nosotros quienes tenemos que llevar a cabo ese milagro y detener las erupciones antes de que sea tarde.

—La cuestión es sencilla. Ahora sabemos que la cúpula de oricalco ha salido a la luz. Esa cúpula es un artefacto que sirve no sólo para ponerse en contacto con la mente colectiva de la Tierra, sino incluso para modificar su conducta.

—¿Cree que podría utilizarse para detener lo que está pasando?

—Ésa es mi hipótesis, en efecto.

Gabriel meneó la cabeza.

—Habría que intervenir en extremos muy alejados del planeta. Los Atlantes lo estropearon todo por intentar manipular a la Tierra de forma engañosa y para sus propios fines. Si se intentara algo así a mayor escala, el desastre podría ser infinitamente mayor que el de la Atlántida.

—Adelante, señor Espada. Creo que su razonamiento discurre por el mismo sendero que el mío.

—Sólo hay una solución. No podemos manipular a esa mente, es demasiado peligroso. Tenemos que intentar convencerla. Negociar con ella.

—Así es.

—Pero hay un problema, profesor. ¿Qué podemos tener los humanos que desee la Gran Madre Tierra?

—Cada cosa a su tiempo, señor Espada. De momento, es imprescindible que la señorita Kiru viaje a Santorini y entre de nuevo en esa cúpula.

Gabriel suspiró.

—Muy bien, profesor. Me temo que voy a tener que hacerle más gasto a su teléfono.

* * *

—¿Diga?

—Enrique, soy Gabriel.

—Por Dios, vaya horas. Qué susto me has dado.

—Eso te pasa por no poner el móvil en silencio. Pero me alegro. Tengo que hablar contigo.

—¿Por qué me llamas desde un fijo? ¿Te han cortado la…? —Enrique, siempre tan delicado, se interrumpió.

—Escucha, esto es urgente. ¿Ese jet de segunda mano que compraste está en condiciones de volar?

—Sí, claro. ¿Por qué lo preguntas?

«Esto es surrealista», pensó Gabriel. No sabía cómo abordarlo sin que sonara absurdo.

—Estupendo. Necesito que nos lleves a Santorini.

—¿A Santorini precisamente? Si quieres huir de los volcanes, creo que no es el mejor lugar del mundo.

Gabriel suspiró y, por segunda vez en menos de una hora, pidió a su interlocutor que, por absurdo que le sonara lo que tenía que contarle, no colgara el teléfono.

La diferencia era que Enrique no había visto la cúpula de oricalco ni había experimentado en sus propias carnes el aterrador poder del Habla. Era inevitable que toda la historia le sonara inverosímil.

—Gabriel, por favor. Te he dejado hablar. Pero ¿tú te has escuchado a ti mismo?

—Suelo hacerlo, Enrique.

—¿Te das cuenta de que has caído en el delirio del Emperador de Todas las Cosas?

No se le había ocurrido enfocar la situación de ese modo.

«El Emperador de Todas las Cosas» era un artículo escrito por Norman Spinrad en los años ochenta o noventa. En él se mofaba de muchas obras de fantasía en que los protagonistas, adolescentes que normalmente vivían en lugares recónditos o eran de condición muy humilde, resultaban ser herederos secretos del trono de algún poderoso imperio universal o poseedores de increíbles superpoderes físicos o mentales. Gracias a esos dones latentes, el Destino los señalaba con su dedo, y después de sufrir mil penalidades salvaban al mundo y se casaban con la princesa.

—¿Es que te crees el Elegido, como Luke Skywalker o Frodo? —continuó Enrique, ahondando en la llaga.

En palabras del autor de la teoría, aquélla era la fantasía masturbatoria definitiva para adolescentes.

Gabriel Espada. El adolescente perpetuo.

—Yo… No sé qué decir.

Gabriel se dio cuenta de que estaba sudando frío. El no pretendía ser el Emperador de Todas las Cosas, ni siquiera el Emperador de Unas Cuantas Cosas. No deseaba gobernar el mundo. En realidad, ni siquiera sabía muy bien qué quería. Sólo se había dejado llevar por la inercia de una serie de sucesos descabellados que lo habían arrollado a su paso como la lava de un volcán.

Penoso. Había seguido adelante sin pensar, hasta el punto de llegar a creer que él, un cuarentón sin familia y sin trabajo fijo que vivía en un cuchitril y gorroneaba a los amigos, poseía la fórmula mágica para salvar al mundo.

—Déme eso.

Gabriel se volvió hacia Valbuena. El profesor seguía de pie, tieso como un clavo, pero ahora había desenlazado la mano derecha y la tenía extendida hacia él.

—¿Quiere el teléfono?

—¿Tiene usted alguna otra cosa a la que pueda referirme con el demostrativo «eso»?

«Mi cabeza —pensó Gabriel—. Me va a estallar…».

—Venga, túmbese ahora mismo en mi cama y duerma un rato.

Mientras Valbuena tomaba el teléfono y saludaba a su antiguo alumno, el «señor Hisado», Gabriel se arrastró como un zombi hasta el dormitorio y, sin encender la luz ni quitarse los zapatos, se dejó caer sobre la colcha.

«Yo me rindo», pensó. Esta vez sí que le daba igual que el mundo se parara o no. Iba a bajarse en la próxima.

* * *

—Despierte, señor Espada.

Una mano le estaba sacudiendo el hombro. Gabriel se incorporó a duras penas. El cuerpo le dolía más que antes de acostarse, aunque la migraña parecía haberse reducido.

—¿Qué ocurre? ¿Cuánto he dormido?

—Una hora. Más que suficiente para sentirse fresco, ¿no?

—¿Está de guasa?

Al ver el rostro hierático de Valbuena comprendió que no lo estaba.

—Al parecer, he sido más convincente que usted, señor Espada. Su amigo el señor Hisado va a ponerse en contacto con el piloto de su reactor particular para que presente cuanto antes el plan de vuelo. Calcula que entre las doce y la una del mediodía podremos volar a Santorini.

—¿Podremos?

Valbuena enarcó una ceja.

—Como comprenderá, no pienso quedarme aquí mientras usted y el señor Gil tratan de desentrañar el secreto de la Atlántida y lo echan a perder todo con su proverbial torpeza.

—Pensé que no le gustaba viajar.

—Lo que más me gusta es viajar en el tiempo, señor Espada. Y eso es precisamente lo que vamos a hacer. Ahora, siento echarle de la habitación, pero tengo que hacer preparativos.

Gabriel exhaló un suspiro que sonó casi a estertor y se levantó.

Atlántida
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