Capítulo 18

Pozzuoli, cerca de Nápoles

Eyvindur Freisson amaba los volcanes. Por egolátrico que fuese, ya que el mundo debía terminarse para él, no le parecía mal que se acabara también para todos los demás y que la causa de aquel Menschendammerung fueran los monstruos de fuego y lava a los que había consagrado su vida.

Tal como había empezado su relación con los volcanes, su sentimiento hacia ellos debería haber sido de odio. Eyvindur había nacido en Heimaey, una isla de pescadores que medía poco más de diez kilómetros cuadrados y se hallaba a menos de una hora en barca de Islandia.

Una madrugada de enero, cuando tenía dieciséis años, Eyvindur soñó que se precipitaba por un acantilado mientras buscaba huevos de frailecillo. Al despertar, descubrió que se había caído de la cama y que todo el suelo temblaba como si un gigante de Jotunheim sacudiera la casa con sus manazas de roca.

Minutos después, con los ojos llenos de legañas, se encontraba en la calle junto con sus padres y su hermana. Al este de la ciudad, a apenas un kilómetro de su casa, un espectacular penacho de lava incandescente se recortaba contra la oscuridad de la noche. Por lo que supieron luego, en el suelo de la isla se había abierto de repente una grieta de más de kilómetro y medio de longitud que empezó a escupir lava, cenizas y gases ardientes.

Eyvindur se quedó boquiabierto contemplando aquel surtidor rojo. Estaba a más de mil metros de su casa, pero el calor de la roca fundida le llegaba a las mejillas y el fragor de la erupción retumbaba en el aire como diez tormentas juntas. Se habría quedado allí hasta que la lava lo alcanzara, pero su padre lo agarró del brazo y tiró de él.

—¿Estás loco? Tenemos que recoger todo lo que podamos y marcharnos de aquí.

Por suerte, como estaban en pleno invierno y hacía muy mal tiempo, todos los barcos y botes pesqueros de la isla se hallaban amarrados en el puerto. Apenas había pasado media hora cuando la mayoría de los cinco mil habitantes de la isla navegaban hacia Islandia en setenta embarcaciones.

Pero hubo doscientas personas que se quedaron atrás para luchar contra la erupción y salvar la ciudad. Entre ellas se encontraba Eyvindur, que saltó a última hora de uno de los botes, pese a que sus padres le gritaron y amenazaron para que volviera atrás. La mayoría de los ciudadanos que se quedaron en la isla de Heimaey lo hicieron por sentido del deber, por altruismo o por salvar sus propias casas. Pero Eyvindur actuó impulsado por la curiosidad. El espectáculo de los chorros de lava incandescente recortándose contra el cielo lo tenía hipnotizado, y cada vez que un nuevo estampido hacía retemblar la isla la adrenalina despertaba en sus venas un calor tan ardiente como el de la roca fundida.

La lucha contra el volcán fue una tarea épica que en parte fracasó y en parte logró su objetivo. Las mangueras que bombearon más de cinco millones de toneladas sobre la lava consiguieron enfriarla lo suficiente para detener su avance sobre el puerto, la clave de la economía de Heimaey. Pero la erupción destruyó casi cuatrocientas viviendas. La pared de roca candente avanzaba tan inexorable como Elli, la diosa de la vejez a la que ni el gran Thor había podido derrotar.

Cuando la lava llegó al barrio de Eyvindur, éste contempló cómo el techo de su casa se desplomaba y las paredes de madera ardían. Pero, en vez de llorar como tantos otros, se quedó fascinado ante aquella demostración del poderío de la Tierra y de la fragilidad del hombre. Mientras perdía su hogar, se juró a sí mismo consagrar su vida a aquella maravilla que al mismo tiempo que destruía, también creaba: cuando la erupción terminó en julio, la ciudad había perdido la tercera parte de sus casas, pero la isla medía dos kilómetros cuadrados más.

Tras terminar sus años de framhaldsskóli, Eyvindur estudió Ciencias de la Tierra en Islandia y después se especializó en Seattle, donde presenció y sufrió la erupción del Si. Helens, una experiencia que consideraba uno de los mayores privilegios de su vida.

Para él no había lugar mejor que las cercanías de un volcán. En Hawaii había dormido junto al Halema’uma’u de Kilauea, y en el Congo había trepado hasta el lago de lava ardiente de la cima del Nyiragongo. En 1991 había estado en la erupción del monte Unzen, en Japón, y sólo por cuestión de minutos se había salvado de la nube ardiente que mató a dos de sus ídolos, los vulcanólogos franceses Katia y Maurice Krafft.

Eyvindur siempre había pensado que el destino le reservaba morir en una erupción, igual que los Krafft. Pero ahora empezaba a sospechar que no sería así. Cuatro semanas antes le habían diagnosticado un tumor cerebral. El nombre de aquella hidra maligna era «glioblastoma multiforme». Eyvindur le había pedido a la doctora una opinión sincera.

—Con su edad, la esperanza de vida media es de siete meses.

—¿Y con tratamiento?

—El plazo que le he dado es con tratamiento. Sin él, es posible que muera antes de tres meses.

Después de informarse de todas las opciones, Eyvindur había decidido que no se sometería a una operación. Si había de morir, prefería hacerlo con el cerebro intacto, sin verse reducido a una silla de ruedas y, sobre todo, sin perder los recuerdos que había atesorado persiguiendo volcanes por todo el mundo. Por eso se las había ingeniado para conseguir una cápsula de cianuro que llevaba siempre encima.

Ahora abrió la cajita donde la guardaba junto a las pastillas de viagra y la revolvió entre los dedos. «Siempre hay tiempo para morir», pensó. Pero sabía que no era así. Lo malo de las enfermedades que afectan al cerebro es que es el propio cerebro el que sufre sus efectos y a la vez debe detectarlos. ¿Y si su mente se deterioraba sin que él lo percibiera y llegaba a un punto sin retorno en el que no ya no tendría el valor ni la lucidez necesarios para ingerir el cianuro?

El móvil sonó. Eyvindur, que estaba sentado en una silla de camping delante de la caravana, se volvió a la derecha. El teléfono estaba encima de la nevera portátil. Para cogerlo tenía que levantarse, y en ese momento no le apetecía.

Eyvindur se cruzó los dedos sobre el vientre y dejó que el móvil sonara un rato, mientras observaba el paisaje que lo rodeaba. El resol que reverberaba en la explanada blanca de la Solfatara le hizo entornar los párpados. Sus ojos nórdicos, evolucionados para ver bajo la mortecina luz del Septentrión, no acababan de acostumbrarse a los brillos duros y cortantes del Mediterráneo.

El teléfono seguía sonando. Ya debía llevar más de un minuto dando timbrazos. Eyvindur suspiró, se levantó de la silla y miró la pantalla del móvil. Quien llamaba era Adriana Mazzella, directora del Osservatorio Vesuviano. Su jefa.

—Hola, Adriana.

—¿Dónde estás, Eyvindur?

—Al pie del cañón. Como siempre.

Adriana y él habían sido amantes durante un mes. Era la única persona del Osservatorio que sabía que Eyvirndur padecía un cáncer incurable. En otras circunstancias, ella tal vez le habría sugerido que dejara de trabajar un domingo y se dedicara a disfrutar del tiempo de vida que le quedaba. Pero ahora su voz sonaba tan sulfurosa como los chorros de gas que brotaban del suelo del cráter.

—Quiero que vengas ahora mismo a las oficinas.

—Me encantaría complacerte, Adriana, pero los antiinflamatorios me están volviendo impotente.

—No estoy para bromas, Eyvindur. Si no he hablado contigo hasta ahora es porque no he parado de hacer llamadas para apagar los fuegos que has encendido con esa entrevista tan irresponsable. ¿Cómo se te ocurre recomendar a la gente que evacué la región sin encomendarte a nadie?

Eyvirndur reprimió una sonrisa. Le encantaba ver a los directivos en apuros burocráticos.

—¿Cuánta gente crees que ha abandonado la región? En la radio he oído que cerca de doscientas mil personas.

—Lo dices como si estuvieras orgulloso de desatar el pánico.

BRRROARRRR.

El suelo trepidó bajo sus pies durante unos segundos y las latas de cerveza repiquetearon al sacudirse dentro de la nevera. Eyvindur abrió los brazos como un funambulista, aunque el temblor no fue tan potente como para hacerle perder el equilibrio. Cuando el pequeño seísmo se calmó, los turistas que contemplaban los charcos de lodo, a unos cien metros de la caravana de Eyvindur, empezaron a gritar y a bracear, como si pidieran explicaciones a la agencia de viajes.

—¿Has notado eso, Adriana?

—¿Qué ha pasado?

—Un temblor. —Eyvindur entró en la caravana y miró el sismógrafo—. Tres coma cinco. Y el foco está a sólo nueve kilómetros de profundidad.

—¿Crees que eso te da la razón? ¿Que es motivo suficiente para provocar el pánico entre la gente?

—Lo que menos quiero es llevar la razón. Prefiero equivocarme y que no ocurra nada, aunque yo quede como un viejo tonto.

Eyvindur no era del todo sincero. A una parte de él le horrorizaba la perspectiva de una catástrofe que podría matar a cientos de miles de personas. Pero otra parte quería presenciar una erupción colosal como grandioso colofón a sus días sobre la Tierra.

—Tú siempre has querido llevar la razón, incluso cuando defiendes teorías inverosímiles.

—No quiero hacerte perder el tiempo, Adriana. Si lo que quieres es que me presente allí para firmar mi dimisión, puedes aceptarla por teléfono.

—No es lo que yo habría querido, y lo sabes.

—No te preocupes por mí. Si crees que ser expulsado de una organización burocrática supone un borrón para terminar mi carrera, es que no me conoces.

—Eyvindur, eres injusto y…

«Y lo sabes», repitió mentalmente Eyvindur mientras apretaba el botón rojo para cortar la llamada.

Sí, había sido injusto con ella. Como directora del Osservatorio, Adriana tenía que terciar entre los políticos, con sus corruptelas y sus servidumbres, y los científicos, con sus teorías contradictorias y sus egos muchas veces más hinchados que las burbujas de barro que reventaban en las charcas ardientes de la Sulfatara.

En noviembre de 2012, se había producido en Pozzuoli un seísmo de 5,2 en la escala de Richter. En aquel entonces el director del Osservatorio Vesuviano era Aldo Baressi. Cuando un periodista le preguntó si los Campi Flegri podían entrar en erupción, Baressi cayó en la trampa de ofrecer respuestas ambiguas como «no es imposible», «si se cumplieran las condiciones que usted dice podría ocurrir», «no podemos descartarlo al cien por cien».

Los titulares de los medios más sensacionalistas rezaron: «La catástrofe de 2012 empezará en los Campi Flegri». Sin encomendarse ni al Osservatorio ni a Protección Civil, la alcaldesa de Pozzuoli decretó la evacuación inmediata. Casi cien mil personas trataron de abandonar la ciudad a la vez. Las carreteras se colapsaron y se produjeron saqueos, suicidios, asesinatos y todo tipo de desmanes. Al final, cuando no ocurrió nada, los medios —los mismos que habían provocado la alarma— hablaron de una «grandiosa scorreggia» o «colosal flatulencia» que había costado decenas de muertos. Baressi fue despedido; pero, curiosamente, la alcaldesa (ir)responsable mantuvo su puesto.

La primera consecuencia de aquella falsa alarma fue que Adriana Mazzella, hasta entonces jefa de geodesia, se convirtió en nueva directora del Osservatorio. La segunda, que desde entonces nadie del centro vulcanológico estaba dispuesto a ser el primero en dar la voz de alarma a no ser que se abriera bajo sus pies una grieta conectada directamente con el centro de la Tierra.

Para Eyvindur, la moraleja de aquella historia era muy clara, el público exige certezas a los científicos y no puede entender que, aunque el mundo se rija por leyes más o menos conocidas, su conducta es tan compleja y depende de tantas variables que es imposible prever con exactitud lo que va a ocurrir en cada momento. ¿Cómo hacer comprender que, por mucho que se mejoren las previsiones del clima, el tráfico, la economía o la propia vulcanología, siempre hay elementos que, con una mínima variación, pueden causar un comportamiento impredecible y aparentemente caótico y desatar un tornado, un atasco o una crisis financiera? O una erupción.

Eyvindur estaba convencido de que la catástrofe iba a producirse en cuestión de días. Pensó que, ahora que ya no tenía trabajo, podría alejarse de la zona. Pero ¿para qué? Llevaba diez años en el Osservatorio. ¿Iba a huir ahora que se acercaba la erupción que había estado esperando durante todo ese tiempo? Además, si las cosas se ponían muy feas y se veía en peligro de morir abrasado por un flujo piroclástico o ahogado en sus propias flemas por culpa de las cenizas y los gases, siempre podía recurrir a la cápsula de cianuro.

Todo apuntaba a un final inminente. En un momento así, uno debía pensar en los herederos. Eyvindur tenía dos hijas y un hijo de dos ex esposas y una amante. A todos les había pagado las pensiones correspondientes, los llamaba una vez al mes y los visitaba de vez en cuando. Ya se repartirían sus cuentas y sus propiedades, que no le aportarían a cada uno más de cincuenta mil euros. Pero lo que realmente importaba a Eyvindur era su herencia intelectual.

Tenía una hipótesis sobre lo que estaba a punto de ocurrir, sobre el motivo por el que el corazón de la Tierra se había puesto a bombear magma fundido como si estuviera al borde del infarto. De todas las teorías peregrinas que había defendido en su vida, ésta era la más descabellada. Sólo se le ocurría una persona a la que sugerírsela.

Pero, por supuesto, no se la iba a exponer así, sin más ni más. Como cuando era su estudiante de postgrado, Iris tendría que llegar a la respuesta por sí misma.

Atlántida
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