Capítulo 21
Madrid, La Latina
Gabriel pasó la mañana del domingo durmiendo a saltos. No era capaz de conciliar un sueño profundo, pero cuando se despertaba tampoco conseguía estar lo bastante alerta. Sus pensamientos vagaban en asociaciones libres, a veces absurdas, de tal manera que luego le resultó difícil recordar cuándo había estado dormido y cuándo en vigilia. Sus propias vivencias se mezclaban con las de Kiru, a la que en un momento dado llevó a un cóctel ofrecido por Sybil Kosmos en el palacio más chic de la Atlántida. «Hola, Kiru. Te presento a Sybil. Mira, ésta es Iris. Seguro que os lleváis muy bien».
Entre cabezada y cabezada, consiguió que la compañía eléctrica le restableciera el suministro, aunque a costa de entramparse más con la tarjeta de crédito. Si la fortuna no le sonreía con un buen golpe en cuestión de dos o tres semanas, Gabriel se veía haciendo el hatillo y escapando de Madrid.
«Que paren el mundo, que me bajo», pensó por enésima vez en los últimos días. Y luego recordó que, según Iris, tal vez él y todos los demás habitantes del planeta se iban a ver apeados en marcha.
A la una y media bajó a la tienda de la esquina por provisiones. Entre otros víveres, compró leche y galletas para Frodo, que había pasado la noche en su casa. Gabriel había oído en algún sitio que a los cachorros les tranquilizaba dormir oyendo el tictac de un reloj, porque se parecía a los latidos del corazón de su madre. Antes de salir de casa para leerle las cartas a Iris, había sacado de un cajón un viejo despertador, lo había envuelto en una toalla de tocador y lo había metido en la caja de cartón que se había convertido en la cama de Frodo.
Al parecer, el arreglo había sido satisfactorio. También lo fue la nueva ración de leche y galletas desmenuzadas, a juzgar por la forma en que el cachorro agitaba la cola mientras comía.
A las dos le llamó Herman.
—Ya he localizado a Valbuena. Vive en la calle Arroyo de Fontarrón, en Morátalaz. También he conseguido su telefono.
Al ver el prefijo 91, Gabriel preguntó:
—¿No tiene móvil?
—Se ve que no.
—Debe ser uno de los pocos humanos desmovilizados que quedan sobre la Tierra.
—Tampoco tiene correo electrónico ni está en el Socialnet. He tenido que buscar en la guía de teléfonos.
—¿Y cómo sabes entonces que es él y no cualquier otro C. Valbuena?
—Porque le llamé a mediodía para venderle una enciclopedia y me dijo: «Señor mío, aquí en mi hogar guardo más de quince mil libros selectos y perfectamente catalogados. ¿Qué le hace a usted pensar que necesito su refrito do saberes estereotipados y superficiales de segunda mano?»
—Ese es nuestro Valbuena. Voy a hablar con él ahora mismo. Luego te cuento.
Gabriel colgó y después marcó el número de Valbuena. Mientras oía las señales, tragó saliva, y se dio cuenta de que se le había acelerado el pulso. «El que es tu profesor lo sigue siendo siempre», pensó.
—Dígame —respondió una voz neutra.
—¿Don César Valbuena? —preguntó Gabriel. Por más años que hubieran pasado, no se atrevía a apearle el tratamiento.
—Sí. Dígame.
Con muchos rodeos, Gabriel le explicó que era un antiguo alumno del centro al que no había dado clase, pero que gracias a terceros había oído hablar de él y de sus conocimientos del mundo antiguo. Puesto que estaba escribiendo precisamente una monografía, ¿le importaría recibirle para una entrevista sobre los mitos de Platón y, en particular, la Atlántida?
—¿Cómo se llama usted? —preguntó Valbuena.
—Eh… Guillermo Escudero.
Gabriel había leído en alguna parte que los humanos somos incapaces de librarnos del todo de nuestro nombre, incluso cuando queremos ocultarlo. Ahora se dio cuenta de que había improvisado un alias con las mismas iniciales que el suyo.
—Tuve un alumno que se llamaba así.
«Vaya por Dios, qué maldita casualidad».
—No era yo. —En eso no mentía.
—Venga a verme esta tarde. A las cinco. Puedo hablar con usted una hora.
Gabriel le dio las gracias a la nada, pues Valbuena colgó directamente. Respiró hondo. Se sentía como si hubiera concertado una cita con el dentista. Después llamó de nuevo a Herman para que lo acompañara. Podría haber ido a Moratalaz en metro o en autobús, pero no le apetecía enfrentarse solo a su ex profesor.