Capítulo 26

Madrid, La Latina

Eran las siete de la tarde cuando Gabriel entró en el bar Luque. Tenía los ojos irritados y le dolía la cabeza. Llevaba dos días pegado a la pantalla, empapándose en un curso intensivo sobre las culturas egeas de la Edad de Bronce. ¿Por qué les habrían puesto unos nombres tan parecidos? A la de Creta la llamaban «minoica» y a la de Grecia continental «micénica»: no era extraño que los estudiantes de historia las confundieran.

Había acordado con Celeste que el jueves volvería a la clínica Gilgamesh para grabar las palabras de la anciana enferma de Alzheimer. Aunque la visita sería por la mañana, como Milagros se pasaba casi todo el día dormitando, era muy probable que en algún momento entrara en fase de sueño profundo y volviera a sufrir aquellas extrañas visiones del mundo de la Atlántida.

Lo que Gabriel no le había confesado a Celeste era que él también las había compartido. Y su intención era repetir la experiencia.

Había recibido las visiones mientras dormía. Al parecer, en el estado de sueño su mente era más permeable a las «emisiones» de Milagros. Sabía que, desde que se quedó dormido en el sofá de la habitación hasta que Celeste volvió y lo despertó, no había pasado mucho tiempo. Eso le hacía sospechar que no había llegado a entrar en la laso REM, sino que se había sumido en el sopor de las ondas delta, el primer estadío del sueño y el más profundo, donde no se producían los procesos mentales conocidos como «sueños». (Cuando había escrito algo sobre el asunto, Gabriel se lamentaba a menudo de que el español no tuviese dos términos distintos como el inglés: sleep para el acto de dormir y dream para el acto de soñar).

Si quería unirse de nuevo con la mente de Milagros, tendría que sumergirse en sueño profundo a media mañana. ¿Cómo conseguirlo? Las dos primeras ideas que se le vinieron a la cabeza, emborracharse y empastillarse, no le convencieron. Mientras vivía las extrañas memorias de Kiru, su mente había conservado una extraña lucidez. No sabía en qué podrían afectarla el alcohol o los barbitúricos, pero no quería correr el riesgo.

Por suerte, Enrique tenía la solución y había prometido traérsela hoy.

Enrique y Herman estaban sentados en su mesa habitual, situada en el centro del bar, el punto estratégico para ver los partidos de fútbol en la pantalla grande. Ambos estaban discutiendo; lo contrario habría sorprendido a Gabriel.

—El problema de los chavales de ahora es que no hacen la mili —sostenía Herman, clavando su dedazo en la mesa—. Ahí sí que nos enseñaban respeto y disciplina. Y también aprendíamos a dominar nuestro cuerpo, en lugar de dejarnos dominar por él. ¡Ah, esas marchas de cincuenta kilómetros bajo el sol! ¡Qué bien les vendrían a estos gandules de ahora!

Al ver a Gabriel, Herman se volvió y sonrió, como si evocara algún recuerdo placentero.

—¿Os había dicho que me enseñaron cinco formas distintas de matar a alguien sin que llegue a emitir ni un sonido?

—Sin duda es lo que les haría falta a los jóvenes de hoy día —dijo Enrique, en tono resignado. Tenía un maletín de cuero sobre la mesa—. Hola, Gabriel —saludó, estrechándole la mano—. Te lo he traído. Te recuerdo que es un prototipo. Prefiero no decirte cuánto cuesta, no sea que te pongas tan nervioso que se te caiga al suelo.

—Tranquilo. Lo cuidaré.

Enrique abrió el maletín. Dentro había un extraño aparato, una especie de araña de cuerpo negro y brillante y patas blancas y elásticas rematadas por electrodos.

—Ésta es la correa para sujetárselo a la barbilla. No te olvides de abrochártela, por favor.

—El nombre para esa correa es «barbuquejo» —precisó Herman, recordando de nuevo sus tiempos de la mili.

—Éste es el mando a distancia. Tiene varias posiciones. La alfa es para ondas relajantes. La theta para un sueño ligero. La delta para pasar a sueño profundo, y la REM es por si el usuario quiere soñar.

Aquél era el Morpheus, el aparato inductor del sueño en el que Enrique había invertido varios millones de euros, incluyendo camisetas con logos en tres dimensiones.

—También puedes programar la duración del sueño —dijo Enrique, señalando la pantalla del mando a distancia—. Marcas por ejemplo las ocho, y unos minutos antes el Morpheus empieza a activar tus ondas cerebrales para que estés despierto, alerta y descansado a la hora elegida.

—¿Y para qué coño quieres ese cacharro, Gabriel? —preguntó Herman—. No será para…

Gabriel clavó los ojos en Herman y entrecerró los párpados. Su amigo comprendió el mensaje y se calló. A Enrique sólo le había dicho que estaba realizando un estudio sobre el sueño (en sus dos facetas, dream y sleep) para escribir un libro por el que le iban a pagar un suculento anticipo. Nada de telepatía ni visiones de la Atlántida: se sentía ridículo hablando de aquello en voz alta.

No obstante, Enrique debió darse cuenta de algo, porque miró a Herman con suspicacia.

—¿Qué ibas a decir, Herman?

En ese momento, la televisión acudió en ayuda de Gabriel.

noticias nnc. última hora sobre el posible supervolcán de california.

—¡Dale voz, Luque! —dijo Gabriel.

—A ver si ahora nos va a cortar el partido de fútbol —rezongó Herman.

—Calla, Herman —le espetó Enrique, en un tono brusco muy poco habitual en él. Acababa de consultar algo en su móvil que le había demudado el rostro. Gabriel se preguntó qué podía ser.

Atlántida
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