Capítulo 55
En vuelo sobre el Atlántico
Randall prosiguió su relato.
—No terminé ahí. También drogué a mis hijos, a los otros diez. Después entré en sus recuerdos y borré la memoria de la atrocidad que habían cometido. Con ellos quizá fui más sutil, o tenía menos que borrar. No creo que sus mentes fueran mucho peores después de aquello.
»Pero no bastaba. La ponzoña anidaba en la misma raíz de sus almas. Siempre serían peligrosos para los demás humanos, para quienes deberían haber sido sus hermanos pequeños.
»De modo que, sedados como estaban, los embarqué y me los llevé de la Atlántida.
»En los mitos antiguos hay historias de padres o abuelos que tratan de desembarazarse de sus descendientes para evitar algún peligro, pero que por miedo a mancharse las manos de sangre no los asesinan de forma violenta, sino que los abandonan en algún lugar remoto. Así hizo Layo con su hijo Edipo, así obró Acrisio con su nieto Perseo. Ninguno de ellos consiguió escapar de su destino; algo que habrían conseguido se hubieran atrevido a matarlos ellos mismos.
»Eso mismo me ocurrió a mí. Me equivoqué. Por no derramar la sangre de mis diez hijos, provoqué a la larga muchísimas más muertes. A veces hay que tomar decisiones difíciles.
—Pero ¿se puede matar a los inmortales? —preguntó Joey. Ya tenía fantasías en las que le trasplantaban el ADN de Randall como si fuera una córnea o un riñon. No le hacía ninguna gracia pensar que ni siquiera eso le garantizaba la vida eterna.
—Quizá no hice bien al denominarme Homo inmortalis. Tal vez Homo durabilis, «hombre duradero», sería más apropiado. Puedo resistir mucho más que un humano mortal, Joey. Pero no puedo sobrevivir a todo. Si separas mi cabeza de mi tronco y no vuelves a unirlos enseguida, te aseguro que estaré bien muerto.
«Así que cuando me done su ADN, tendré que conseguirme una armadura indestructible», pensó Joey. Todavía no era inmortal, y ya empezaba a encontrarle pegas a su futura condición.
Randall llevó a sus hijos a una isla perdida en el centro del Egeo. La conciencia le impedía abandonarlos sin más, así que se cercioró de que todos terminaran de madurar sexualmente. Después, en la fecha convenida, un barco vino a buscarlo de noche y se lo llevó. Como soberano de los mares, Atlas ordenó que ninguna otra nave se acercara a esa isla. Entre los marineros corrieron relatos escalofriantes sobre los monstruos que habitaban en ella.
—Cuando volví a casa, la situación había cambiado. No encontré a mi esposa. Pocos días después de mi marcha había desaparecido, abandonando a los recién nacidos.
»Me dijeron que su conducta se había vuelto excéntrica y que constantemente olvidaba las cosas, y que a ratos ni siquiera reconocía a los bebés. En alguno de esos olvidos debió embarcar en alguna nave, y no se supo más de ella. Según me dijeron, los niños habían muerto de inanición, pues ninguna nodriza se había atrevido a amamantar a los hijos de los inmortales.
»En mi ausencia, privados también de Kiru, mis súbditos cayeron en la infamia de realizar sacrificios humanos para pedir el regreso de los dioses.
»Con eso consiguieron abrir la cúpula, lo que demostró que la única forma de hacerlo era ofreciendo vidas humanas. Pero una vez dentro de la cúpula no conseguían nada. La gente normal no percibía más que un tenue cosquilleo eléctrico, y las escasas personas con potencial telepático enloquecían allí dentro, pues no estaban preparadas para el contacto con la Grán Madre.
«Cuando volví, prohibí de raíz esos sacrificios. La cúpula permanecería cerrada para siempre. Aunque echaba de menos contemplar la mente de la Gran Madre, comprendía que los peligros eran demasiado grandes.
»Reiné solitario durante mucho tiempo. Algunos dirían luego que ésa fue la segunda edad de oro de la Atlántida. Sobre todo, comparada con los horrores que vinieron luego.
»Porque cuando uno no acaba de raíz con sus pesadillas, éstas acaban regresando. »Y mis hijos regresaron. Randall meneó la cabeza.
—No es mi recuerdo favorito, sin duda. Durante tantos años que perdí la cuenta, estuve encadenado bajo la cima del volcán, sufriendo el frío y el calor, el viento y las emanaciones sulfurosas del cráter. Me daban de comer y beber lo justo para que sobreviviera, pues querían eternizar mi martirio. Después les pareció poco, y mi hija Isashara añadió un nuevo refinamiento a la tortura.
—¿Cuál? —preguntó Joey, con curiosidad morbosa.
Randall se puso el dedo bajo las costillas del lado derecho y trazó una línea hasta su ombligo.
—Me abrieron una raja aquí, y separaron los bordes con tenazas de bronce. Después, Isashara trajo un águila amaestrada, y le enseñó a devorar mi hígado crudo. De noche, me cosían la herida y mi hígado se regeneraba.
«Aquella águila murió, y su cría también, y la cría de su cría. Perdí la cuenta de cuántas águilas se nutrieron a costa de mi hígado y de cuántos años pasé encadenado a la roca. Tal vez cincuenta, tal vez cien o doscientos.
»Como ya he dicho, los griegos me llamaban Prometeo. Con el tiempo, contaron que a Prometeo lo liberó Heracles, rompiendo las cadenas y matando al águila. Pero en realidad no fue él quien lo hizo, sino una mujer.
»Mi esposa. Kiru.