Capítulo 13

Madrid, La Latina

Cuando Gabriel le preguntó qué significaba la frase «Creo que los humanos vamos a desaparecer de la faz de la Tierra», Iris le brindó un curso acelerado de vulcanología.

—Los volcanes aparecen cuando las presiones y las tensiones del interior de la Tierra salen a la superficie, como el chorro a vapor de una olla. ¿Has oído hablar de la tectónica de placas?

La estudié. Pero me vendría bien refrescar la memoria.

La joven islandesa le pidió un folio y un bolígrafo, y dibujó un corte transversal de la Tierra. Ahora que estaba hablando de un tema que dominaba, se la veía mucho más relajada que mientras se movía a ciegas por los brumosos pantanos del tarot.

Por su parte, y casi sin darse cuenta, Gabriel se había despojado de la máscara de Ragnarok el Vidente. Ahora que era Iris quien hablaba, las convenciones del lenguaje corporal le permitían mirarla a los ojos sin apartar la vista de ellos.

—Esto que ves a la izquierda es una placa oceánica —explicó Iris—. La dé la derecha es continental. En la superficie de la Tierra existen unas veinte placas de diversos tamaños. Unas son oceánicas y otras continentales, pero todas ellas flotan sobre la parte exterior del manto.

—Las capas de la Tierra —recordó Gabriel—. Corteza, manto y núcleo, ¿no es eso?

—Cierto.

El manto se encuentra debajo de la corteza y, como la temperatura asciende con la profundidad, allí abajo todo es roca fundida.

—Eso ya no es tan cierto. Debido a la enorme presión, las rocas que normalmente estarían fundidas mantienen el estado sólido.

—Eso pasa por hablar sin saber —reconoció Gabriel.

Iris le disculpó con una sonrisa.

—No te has equivocado del todo. La astenósfera, la capa superior del manto que se encuentra en contacto directo con la corteza, sí está fundida. Al menos en parte. Las placas de la corteza flotan encima de esa capa semilíquida y se desplazan muy lentamente.

Un el dibujo, la placa oceánica de la izquierda chocaba con la continental y, al hacerlo, se hundía debajo de ella en un ángulo de unos cuarenta y cinco grados.

—Esto es lo que se llama un borde de subducción. La placa oceánica está compuesta por una roca más densa y pesada, principalmente basalto. En cambio la continental es sobre todo de granito, una roca más ligera.

Gabriel miró al pesado pisapapeles de granito que tenía a su derecha y deslizó sus dedos por su superficie pulida. Nunca habría pensado en aquella roca como algo ligero. Obviamente, todo era relativo.

—La placa más densa —continuó Iris— se introduce por debajo de la más ligera. De este modo, todo el material que antes formaba parte del fondo del mar se hunde paulatinamente. Y al hundirse…

—Se va calentando.

—Así es. Llega un momento en que toda esa roca se funde. Entonces se forman grandes burbujas de magma. Como son líquidas y tienen menos densidad que el resto de la roca, empiezan a subir. Es lo mismo que pasa con el gas en una copa de champán.

—Hasta ahí lo entiendo.

—Las burbujas de magma fundido y caliente llegan hasta el borde inferior de la placa continental. Su contacto hace que la roca inferior de la corteza se caliente y se acabe fundiendo, con lo que se convierte a su vez en magma que también intenta subir.

Iris dibujó cerca de la superficie un óvalo y lo rellenó de puntos.

—Cuando a pocos kilómetros por debajo de la superficie terrestre se acumula mucha roca fundida, forma lo que denominamos una cámara de magma. Ese magma se sigue calentando porque por debajo recibe la inyección constante de más material fundido.

—Y si se sigue calentando, se hará menos denso…

—… y querrá subir todavía más —completó Iris—. La presión del magma hace que busque fracturas o grietas entre las rocas, o si no las construye él mismo. Por esas chimeneas sube la roca fundida hasta que, por fin, llega a la superficie y sale al aire libre.

Y entonces tenemos un volcán.

Correcto. Siempre que tengamos en cuenta que por Loa volcanes no brota sólo lava fundida. El magma contiene vapor de agua y otros gases, comprimidos por las altísimas presiones del manto. Pero cuando el magma se acerca a la superficie, las burbujas de gas se expanden de forma brutal y… ¡pummmm!

La joven imitó una explosión con las manos, acompañada por un sonido onomatopéyico que le hizo hinchar las mejillas. Aunque un gesto así no solía favorecer a nadie, a Gabriel le resultó simpático.

No. Simpático no. En realidad, le pareció adorable. Había conocido chicas más guapas que Iris. C, sin remontarse apenas en el tiempo. Pero aquella joven llegada del Círculo Polar Ártico poseía una calidez especial en la mirada y en la sonrisa que contradecía todos los tópicos que Gabriel había aprendido sobre los nórdicos.

—El magma caliente revienta en infinitas partículas que se proyectan por los aires —continuó Iris—: Fragmentos de piedra a los que llamamos «bombas», cenizas, aerosoles. Eso es lo que forma el penacho volcánico que se eleva a veces a más de treinta kilómetros de altura.

—Pensé que ese penacho consistía sólo de humo.

—No, hay mucho material sólido que acaba cayendo al suelo. Pero cuanto más pequeño sea ese material, más lejos llega. Las cenizas pueden caer a cientos de kilómetros de un volcán. Los aerosoles, que son partículas aún más pequeñas, pueden dar la vuelta al mundo y quedarse años suspendidos en las capas superiores de la atmósfera. Absorbiendo luz solar y provocando que la tierra se enfríe, de paso.

Gabriel volvió a mirar el croquis. Le venía bien que Iris lo hubiera dibujado. Así tenía una excusa para apartar la vista de ella. Sin saber por qué, al mirarla, en lugar de dirigir sus pupilas a la parte superior del rostro y la frente, tendía a centrar el foco más abajo, en el triángulo íntimo que se formaba entre los ojos y los labios.

En realidad sí sabía por qué. Porque le gustaban sus ojos, porque le gustaba ella. Lo malo era que, si insistía en mirarla así, iba a darse cuenta.

Pensó que sería mejor enfriarse centrándose, paradójicamente, en el magma fundido.

—Entonces, todos los volcanes aparecen cerca de las zonas donde chocan las placas tectónicas.

—No todos, aunque sí muchos. —De pronto Iris enrojeció levemente y apartó la mirada—. Debo estar aburriéndote. Los volcanes me apasionan tanto que cuando me pongo a hablar de ellos pierdo la noción del tiempo.

—De ninguna manera-respondió Gabriel, con toda sinceridad. Además, había decidido que no quería que Iris se fuese todavía. Herman podía esperar.

—No te he ofrecido nada. ¿Quieres tomar un café, un refresco?

Ella pareció sorprenderse, pero fue sólo un instante.

—¡Claro! Un café me vendría bien. «Tampoco tiene muchas ganas de irse», pensó Gabriel.

—Ven conmigo —le dijo, levantándose de su trono de vidente.

Mientras recorrían el largo pasillo de camino a la cocina, Iris siguió explicándole.

—Como hemos visto, la corteza oceánica se hunde debajo de la continental en los bordes de subducción. Eso significa que tiene que levantarse por otra parte. De lo contrario, la Tierra encogería como una manzana vieja.

Al oír lo de la manzana, Gabriel se acordó por un instante de los contenidos de su propio frigorífico y arrugó la nariz. «Espero que Herman tenga su cocina más limpia que yo la mía», pensó. Pero cuando entraron en ella comprobó que se hallaba en perfecto estado de revista. No gracias a su amigo, que no era precisamente un estajanovista del hogar, sino a la señora Petro, que venía dos veces a la semana para limpiar.

Mientras Gabriel encendía la cafetera exprés y cargaba el filtro, Iris continuó con su explicación. Cuando decía que el tema la apasionaba, no mentía: por más que la interrumpieran, no perdía el hilo.

—Los lugares donde se crea corteza nueva son las llamadas dorsales oceánicas. Hay una de esas dorsales que atraviesa el centro del Atlántico, y de ella brota una placa hacia el este y otra hacia el oeste.

—Por eso Europa y África se alejan cada vez más de América —comentó Gabriel, que iba recordando poco a poco lecciones del libro de ciencias naturales.

—Justo. Esas dorsales son auténticas cordilleras submarinas, y a veces las montañas son tan altas que se levantan por encima del agua. Es lo que sucede con Islandia. Mi país está partido en dos por la fosa atlántica, y por eso no deja de crecer tanto hacia el este como hacia el oeste.

—O sea, que el que posea terrenos justo encima de esa fosa sólo tiene que sentarse para ver cómo crece su inversión.

—Si tiene mucha paciencia, sí.

—Ajá.

—Además, Islandia sufre más actividad volcánica que otros lugares porque está situada encima de una pluma del manto.

—Una pluma del manto. Eso es nuevo. ¿Entra también para el examen, profesora?

—Lo siento. —Iris sonrió y se le volvieron a marcar los hoyuelos—. Intento simplificar todo lo que puedo. No sabemos muy bien por qué, pero hay ciertas zonas fijas del interior de la Tierra en las que, independientemente de los movimientos de la corteza, se levantan gigantescas burbujas de roca fundida a las que llamamos plumas. ¿Has visto alguna lámpara de lava?

—Sí.

Pues las plumas son como esas burbujas de cera coloreada que suben por el aceite cuando se calientan. Es posible que las plumas sirvan como mecanismo de disipación del calor del núcleo de la Tierra.

—Calor del núcleo. Sube formando corrientes de convección, ¿no?

—Así es. Pero cuando las plumas del manto suben cerca de la superficie, aunque sea en una zona donde no existan bordes de placas, también crean volcanes. Por ejemplo, los de las islas Hawaii, que fue donde estudié la carrera.

—Después de los fríos de Islandia, debió ser todo un contraste estudiar junto a las playas del Pacífico —dijo Gabriel.

Sin querer, se imaginó a Iris en biquini tumbada junto a una palmera. O paseando por una playa aún más paradisíaca y solitaria en la que ni siquiera le haría falta el biquini.

«Pon las neuronas a refrigerar», se ordenó a sí mismo.

Iris debió captar algo en su mirada, porque apartó los ojos, nerviosa. Gabriel aprovechó para apretar el botón de la cafetera. El ruido del vapor y de los chorros de café que caían sobre las dos tazas sirvió para romper aquel pequeño instante de tensión.

—A ver si he asimilado la lección. Tenemos volcanes en tres sitios: en los bordes de choque de placas, en las regiones donde aparece placa nueva y también encima de las plumas del manto, ¿es así?

—Bien resumido. En términos más precisos, diríamos los bordes de subducción, las dorsales oceánicas y los hotspots, los «puntos calientes» situados encima de las plumas del manto. Por lo demás, perfecto.

—Y en todo esto, ¿dónde aparecen los supervolcanes?

Al hacerle esa pregunta, Iris dejó de sonreír. Al parecer, se tomaba aquella amenaza muy en serio.

—Hay algunos geólogos a los que no les gusta ese nombre. Finnur… Mi novio dice que el nombre de «supervolcanes» sólo sirve para la televisión y la prensa sensacionalista.

«Prefiere decir “mi novio” que individualizarlo con su nombre», pensó Gabriel. Era una forma de alejarlo de ella. Algo así como quitarse el anillo de casada si lo hubiera llevado.

«Estás extrapolando demasiado, señor Ragnarok», se dijo Gabriel, mientras le ofrecía a Iris la taza de café.

—¿Tienes leche?

—En el frigorífico.

Gabriel se arrepintió de haberlo dicho en cuanto Iris lo abrió. El frigorífico de Herman era el ideal de un soltero, en las baldas superiores se hallaban las fiambreras de la señora Petro, y en las inferiores había un surtido de cervezas tan variado y abundante como para que diez varones sedientos como cosacos sobrevivieran durante una final entera del Mundial de fútbol con prórroga y penaltis.

—A Herman le gusta cuidarse —se apresuró a decir.

—¿Herman?

—Es el que te abrió la puerta. La casa es suya.

«No vayas a pensar que yo soy un borrachuzo como él», sugería el tono de Gabriel. Luego se dio cuenta de que sus palabras implicaban otras preguntas. ¿Vives con tu amigo? ¿A tus años tienes que compartir piso con alguien? ¿O es que tu casa es peor que ésta y te avergüenza recibir a tus «clientas» en ella?

El catastrofismo geológico acudió en su ayuda. Al tiempo que sacaba la leche y se apresuraba a cerrar la nevera, Gabriel preguntó:

—Aunque a tu novio no le guste el nombre, ¿a qué llamáis un supervolcán?

—Un supervolcán es un volcán a una escala mucho mayor —continuó Iris—. Increíblemente mayor, de hecho. La erupción más potente de la historia fue la del monte Tambora en 1815. Las cenizas y los gases que expulsó el Tambora cambiaron el clima de toda la Tierra, hasta tal punto que al año siguiente lo llamaron «el año sin verano».

—Parece una amenaza grave, pero no creo…

—No me he explicado bien. La de Tambora fue una erupción devastadora, pero no un supervolcán. Un supervolcán puede ser diez, veinte, treinta veces más potente que el Tambora y expulsar miles de kilómetros cúbicos de magma y material volcánico. Ya no estamos hablando de un año sin verano, sino de muchos. ¿Qué crees que ocurriría si, durante varios años seguidos, las nieves de las montañas y los hielos de los casquetes polares no llegaran a fundirse en verano y siguieran avanzando en invierno?

—Una glaciación —aventuró Gabriel.

Iris asintió con gesto serio.

—O sea —dijo Gabriel—, que después de tanto preocuparnos por el calentamiento global, al final la peor amenaza podría ser el frío.

—No sabes hasta qué punto. En realidad, en los tres últimos millones de años los periodos cálidos como el que vivimos han sido más una anomalía que la regla general.

—Si el hombre de Neanderthal supo adaptarse a los hielos, no veo por qué no podríamos hacerlo nosotros.

—¿Que por qué no? Entre otras razones, porque ahora somos más de siete mil millones de habitantes y hemos llenado todos los rincones de la Tierra como una plaga de langosta. Si los hielos cubren el norte de Europa y de Asia, Canadá, Estados Unidos…, ¿dónde crees que irá toda esa gente?

—Al sur, claro —murmuró Gabriel. De pronto se imaginó a casi trescientos millones de estadounidenses llamando a las puertas de México. Una ironía histórica. Pero algo le decía que los mexicanos no iban a recibir a sus vecinos gringos con los brazos abiertos. Simplemente, no tendrían sitio ni recursos para todos ellos.

¿Y qué pasaría en España cuando se produjera una nueva invasión de los bárbaros del norte, cientos de millones de refugiados desesperados huyendo del avance de los hielos?

Para empezar, que Herman podría despedirse de sus cervezas.

—¿De verdad un volcán puede causar una glaciación?

—Ya ha ocurrido en el pasado. Hace 70.000 años se produjo una supererupción en la isla de Sumatra, en un lugar llamado Toba. Las temperaturas de toda la Tierra bajaron cerca de ocho grados, y de resultas de ello murió el noventa y cinco por ciento de la población humana mundial. En realidad, nuestra especie estuvo a punto de extinguirse.

Gabriel hizo unos cálculos mentales.

—Si ocurriera ahora algo parecido, morirían siete mil millones de personas y quedarían vivas poco más de trescientos millones.

—No es la única vez que ha ocurrido algo así. Los supervolcanes han provocado extinciones aún mayores. Hace 250 millones de años, a finales del periodo pérmico, desaparecieron el 95 por ciento de las especies marinas y el 70 por ciento de las terrestres. La razón fue una inmensa erupción en Siberia que alteró de forma drástica el clima de la Tierra.

«Cincuenta millones de años después, más de la mitad de las especies se extinguieron, y dejaron un hueco que ocuparon los dinosaurios como animales dominantes. Esta vez la causante fue la llamada Provincia Magmática del Atlántico Central.

»Pero a los dinosaurios también les tocó su turno, y abandonaron el escenario hace sesenta y cinco millones de años.

—Un momento —la interrumpió Gabriel—. Que yo sepa, los dinosaurios se extinguieron por el impacto de un meteorito en el Yucatán.

—Muchos científicos siguen aceptando esa hipótesis, pero cada vez hay más pruebas de que la verdadera causa fue la actividad volcánica en la llanura del Decán, en la India.

—De modo que es un modelo que se repite cíclicamente. Supervolcán y extinción.

Iris asintió.

—Así es. Es como si la Tierra mudara su piel cada cierto tiempo. Al hacerlo, aunque no lo intente, acaba con sus parásitos. Que somos nosotros, los seres vivos.

—No resulta muy halagador imaginarnos a los humanos como piojos…

—Pero así es, desde el punto de vista de la Tierra. ¿Qué crees que va a ocurrir ahora?

Iris suspiró y se cruzó de brazos, como si quisiera protegerse de algo.

—Mi temor es que se avecine algo mucho peor que todo lo anterior. Normalmente los movimientos geológicos son muy lentos, pero ahora se están acelerando. Las plumas están subiendo del manto a mucha más velocidad de la prevista, y han aparecido otras nuevas. Las cámaras que hay bajo Long Valley, Yellowstone, los Campi Flegri, el Krakatoa y Santorini están recibiendo inyecciones de magma fundido. Todas a la vez. Es como si la Tierra entera estuviera acumulando presión, igual que una caldera gigante a punto de estallar.

—¿Qué está ocurriendo allí abajo?

Gabriel empezaba a preocuparse de verdad. Iris llevaba un rato sin sonreír. Era evidente que se tomaba muy en serio lo que decía, y la corriente inconsciente de feromonas que flotaba entre ambos se había interrumpido.

—El flujo de energía de la Tierra se ha acelerado de forma exponencial. No es normal que disipe calor con tanta rapidez como ha empezado a hacerlo. Algo… algo extraño está pasando en las profundidades, más abajo incluso del manto. Es como si el núcleo de la Tierra fuera un corazón, y ahora le hubiera entrado taquicardia.

Gabriel recordó las noticias que había visto en el tren.

—¿La perturbación magnética de esta noche tiene algo que ver?

Iris asintió, y volvió a coger la taza para dar un sorbo de café.

—Sin duda. El campo magnético de la Tierra se debe a los movimientos del metal fundido que forma el núcleo externo. La Tierra es una dinamo gigante que se ha vuelto errática.

—He oído que, si se invierte el campo, se producirá una gran extinción.

—Una inversión del campo magnético puede causar enfermedades, y seguramente problemas en nuestra tecnología. Pero ésa será la menor de nuestras preocupaciones.

—A mí no me parece tan menor…

—La verdadera extinción masiva se producirá cuando la Tierra expulse de golpe decenas de miles de kilómetros Cúbicos de magma. Prácticamente todo el planeta quedará cubierto por una capa de cenizas. No se podrá cultivar nada. Cuando respiremos, las cenizas se mezclarán con las mucosidades de nuestros pulmones para convertirse en cemento dentro de nuestro cuerpo. Las tinieblas se extenderán por todo el mundo y las temperaturas se desplomarán.

—El final de la vida en la Tierra…

—Eso es casi imposible. Las bacterias sobrevivirán, y tal vez algún que otro organismo pluricelular. Los nanobios que viven bajo la superficie no se verán afectados.

—¿Los nanobios? —se extrañó Gabriel.

Pero Iris, ensimismada en sus lúgubres pronósticos, no le escuchó y prosiguió.

—Pero nosotros… La humanidad sobrevivió a duras penas al supervolcán de Toba. Contra la combinación de varios supervolcanes no tenemos nada que hacer.

Los dedos de Gabriel repiquetearon sobre la taza como si rasgueara una guitarra. Como Ragnarok, se suponía que era él quien tenía que ofrecer respuestas sobre el futuro, pero no pudo evitar preguntar:

—¿Cuándo ocurrirá todo eso?

—No lo sé. Puede que se produzcan varias crisis volcánicas separadas a lo largo de unos meses. Pero, por la forma en que se está acelerando el flujo de energía, sospecho que las erupciones van a estar mucho más concentradas. Puede ser cuestión de semanas…, quizá de días. No nos queda mucho tiempo.

—Tiempo ¿para qué?

Iris volvió a sonreír, pero esta vez no había la menor alegría en su gesto.

—En realidad, para nada. Si la amenaza procediera del espacio, si fuera un asteroide o un meteorito gigante, podríamos intentar desviarlo con cohetes nucleares.

—Como Bruce Willis… Ella negó con gesto triste.

—Ante una reacción en cadena de supervolcanes y un cambio climático como jamás se ha visto en este planeta, no hay nada que hacer. O algo desconocido hace que la dinámica de la propia Tierra cambie, o estamos condenados. Aquí no hay Bruce Willis ni héroes que valgan.

Una lástima, pensó Gabriel. Cuanto más se abismaba en aquellos ojos azules, más le habría apetecido ser el héroe que salvara al mundo para ganarse un beso de la protagonista.

Cuando Gabriel iba a salir de casa, recibió un mensaje de Herman.

Estoy con Enrique en el ruso. Nos invita a cenar. Aprovecha.

El restaurante ruso se encontraba a unos cuatrocientos metros de su casa, en una calleja escondida. Gabriel, que vivía en el barrio, había oído rumores sobre los negocios turbios del cocinero y dueño, un tal Vassily. Pero la comida era buena y abundante, y siempre disponía de mesas libres.

El local era una especie de laberinto, con varios comedores pequeños unidos en ángulos desconcertantes. Al no encontrar a sus amigos, Gabriel tuvo que bucear hasta el fondo culebreando entre las mesas. Por fin los vio solos en el último comedor, un lugar penumbroso y tan recóndito que los móviles perdían la cobertura.

—El hapkido es mucho más útil que el karate —estaba diciendo Herman. No encontrarlo discutiendo habría sorprendido y decepcionado a Gabriel—. El karate es una chorrada. Por eso lo dejé. En cuanto empecé a entrenar con mi maestro de hapkido me enseñó técnicas útiles de verdad para sobrevivir en la calle.

—¿Como cuáles?

—Por ejemplo, ¿a que a ti en karate no te enseñaron a pelear en una cabina usando el cable del teléfono para estrangular al rival?

—Hombre, pues no.

—¿Y a luchar dentro de un coche que se ha caído al agua?

—¡Por favor, Herman! —Enrique levantó las manos en gesto de desesperación—. ¡Ya ni siquiera hay cabinas telefónicas! ¿Y quién quiere pelear en un coche dentro del Manzanares?

Tras decir esto, Enrique se volvió hacia Gabriel y le estrechó la mano por encima de la mesa. Siempre lo hacía al saludar y al despedirse, aunque se vieran tres días seguidos. También devolvía instantáneamente las llamadas, los mensajes y los correos electrónicos, se acordaba de los cumpleaños de todo el mundo y a los amigos que tenían hijos les preguntaba por sus pañales y sus biberones y, cuando se hacían mayores, por sus estudios.

En suma, todos aquellos detalles sin importancia que a Gabriel siempre se le olvidaban.

—Bienvenido de nuevo a la urbe.

—Me gusta tu camiseta —respondió Gabriel.

Sobre el pecho de Enrique se movía un cartel con efectos 3D creado por nanofibras luminiscentes o alguna otra tecnología que, en cualquier caso, empezaba por «nano». Unas letras explotaban como bengalas. Morpheus. Después las sustituía un eslogan, frase por frase, cada una en un color diferente. «Haz el sueño realidad. Sueña. Cuando quieras. Donde quieras».

—Veo que ya habéis empezado con el marketing —añadió Gabriel—. ¿Cuándo pensáis comercializarlo?

—Aún tenemos que pasar un par de pruebas, y luego conseguir la autorización sanitaria. Pero creo que estará listo para navidades.

—¿Se puede saber de qué estáis hablando? —preguntó Herman. Al parecer, llevaba más de una hora viendo la camiseta de Enrique y no se le había ocurrido preguntarle por ella.

—El Morpheus es el mayor avance científico que verás en los próximos diez años —aseguró Enrique.

Mejor que así fuese, pensó Gabriel. El Morpheus era un proyecto de Onirocorp, una empresa cuyo fundador era íntimo amigo de Enrique, y éste había invertido un dineral en su desarrollo.

Y la palabra «dineral» referida a Enrique no tenía el mismo significado que si se hubiera tratado de Gabriel.

—Vale, muy bien —dijo Herman—. Pero ¿para qué sirve?

—Ya lo dice la camiseta —contestó Enrique, señalándose al pecho—. Para soñar.

—No lo entiendo.

—A ver, ¿cuánto dinero te gastas al año en pastillas para dormir?

—¿Yo? Ni un euro. Esas mariconadas son para las tías y la gente fina como tú.

—El único somnífero que conoce Herman es la birra —intervino Gabriel, que a veces había tenido que despertarlo a pescozones para sacarlo del bar.

—Pues hay gente que no es tan afortunada y tiene que tomar barbitúricos —dijo Enrique—. Ahora, gracias al Morpheus, pasarán a la historia. ¡Adiós a las adicciones y a los intentos de suicidio de los adolescentes que asaltan el botiquín de mamá!

—Entonces, ¿no se trata de una pastilla?

—No. Es un aparato que induce ondas cerebrales para que el usuario se quede dormido al instante. Basta con ajustarse el Morpheus y programarlo para disfrutar en menos de un minuto de un sueño profundo y reparador, o echarte una cabezada más ligera si sólo quieres sacudirte el sopor.

Gabriel aplaudió.

—¡Bravo! Veo que te tienes bien aprendido el rollo para venderlo.

—Y se venderá. Puedes estar seguro. Y si era así, se dijo Gabriel, su amigo se haría aún más rico.

Diez años atrás, Enrique había atravesado una crisis personal cuando salió del armario y tuvo que confesárselo a sus padres, unos señores encantadores, pero de derechas de toda la vida. Ahora, aunque él no lo reconociera, se hallaba en pleno proceso de abandonar un segundo armario y reconocer abiertamente que era rico.

Aparte de invertir en los proyectos de otros, como el Morpheus, Enrique poseía su propia empresa, V20, dedicada a crear efectos especiales más reales que la vida misma. Hacía tan sólo cuatro años la había sacado a la venta en bolsa y le había ido tan bien que, por el simple acto de firmar un documento, se había convertido en millonario entre las doce y veinte y las doce y veintiuno del mediodía. A sus amigos se lo había contado poco a poco, siempre enmascarando las cifras. Gabriel y Herman le calculaban un patrimonio de sesenta millones de euros, pero Gabriel empezaba a sospechar que se habían quedado cortos y que tal vez la cifra tenía tres dígitos más los seis ceros de los millones.

Enrique quería seguir viviendo como siempre, o al menos fingía quererlo. De ahí que todavía tuviera pendiente su segunda salida del armario. Por el momento, le daba miedo vivir con demasiado lujo y atraerse la envidia ajena, y además se sentía culpable cuando pagaba por lujos en los que antes ni siquiera había soñado.

Gabriel sabía que Enrique empezaba a concederse ciertos caprichos. Por ejemplo, comprarse un jet privado, aunque fuese de segunda mano. Tras sonsacarlo, Gabriel había averiguado que le había costado cinco millones de euros.

¡Cinco millones! Gabriel sabía que esas cifras existían. Al menos, en teoría. Desde que se divorció, los mayores números que había visto en sus cuentas tenían cuatro dígitos, y el primero de ellos raras veces había subido de 5.

Al pensar en dinero, se palpó el bolsillo y notó el bulto de los billetes plegados y apretados.

Cuatrocientos euros, un dinero más negro que el alma de Stalin. Al recibirlo, Gabriel le había devuelto a Iris una moneda de cincuenta céntimos.

—Es simbólica —le dijo con el tono solemne de Ragnarok.

No mentía del todo: esos cincuenta céntimos tenían algo de simbólico. Si a Iris o cualquier otra clienta se le ocurría denunciarlo por considerar que sus vaticinios eran una estafa, los tribunales tan sólo lo podrían condenar por falta, ya que el valor del dinero estafado sería inferior a 400 euros, frontera a partir de la cual se habría adentrado en el terreno mucho más peligroso del delito.

«Cuatrocientos euros en el bolsillo y ahora una cena gratis», hizo cuentas Gabriel. Al menos, sobreviviría un par de días.

Sus amigos ya habían acabado con un par de entrantes. Gabriel sabía positivamente que el ochenta por ciento reposaban en el estómago de Herman. Enrique, que medía menos de uno setenta y no era de complexión fuerte, comía con mucha más moderación que ellos.

—¿Quieres que pidamos otros dos entrantes, Gabriel? —preguntó Enrique.

—Yo ya no tengo tanta hambre —dijo Herman.

—Me ha preguntado a mí. Además, al final te los vas a comer igual.

Herman se palmeó la barriga, como diciendo «Tengo que ponerme a dieta», y luego meneó la cabeza procrastinando la decisión. La historia de siempre.

Finalmente, Enrique pidió unos blinis de caviar de beluga y unas setas con nata y huevo. De segundo, Herman pidió un solomillo.

—¿Hecho, en su punto o poco hecho, señor? —preguntó el camarero, que efectivamente tenía acento ruso.

Muy poco hecho. Quiero que cuando llegue al plato suelte un mugido, ¿de acuerdo? —dijo Herman.

—Como quiera el señor.

Gabriel eligió un steak tartar, mientras Enrique, que procuraba cuidar su silueta, pidió un bacalao.

La discusión había cambiado sin que Gabriel se diera cuenta. A él no le gustaba el fútbol, pero sus dos amigos eran madridistas acérrimos. Al parecer, la polémica se centraba en un delantero centro del Real Madrid. Llegaron los blinis y los huevos con setas, y Herman, que supuestamente no tenía mucha hambre, se las arregló para zamparse más de la mitad de cada plato sin parar de hablar.

—Pero ¿qué sabrá de fútbol alguien como tú, a quien le gustan los tíos? —dijo.

Enrique puso los ojos en blanco y musitó: «Ay señor, señor». Mientras, Gabriel se dio cuenta de que la segunda ronda de entrantes había desaparecido y él tan sólo había conseguido ensartar una triste seta. El camarero se llevo los platos, mientras el estómago de Gabriel emitía unos ruiditos similares a los gemidos de Frodo.

—Ya que no me dejáis opinar de tíos musculosos que corren en pantalón corto porque soy marica, hablaré de mujeres atractivas. Ayer estuve en la presentación de la última película de James Bond y ¿adivináis con quién tomé una copa de champán? ¡Con la mismísima SyKa!

—¡Dios da pañuelo a quien no tiene narices! —exclamó Herman.

Gabriel asintió. SyKa, alias de Sybil Kosmos, era jefa suprema de Kosmovisión, división audiovisual del imperio Kosmos a la que pertenecía la productora que realizaba Ultrakosmos, el antiguo programa de Gabriel. El no la conocía en persona, y por supuesto Sybil tampoco debía saber quién era él. Probablemente se había limitado a rascarse una oreja antes de firmar la autorización de su despido cuando se la pusieron delante.

—¿Está tan buena en directo como en pantalla? —preguntó Herman.

—¡Mucho más! Incluso a mí me estaba poniendo nervioso. —Enrique miró a Gabriel y bajó la voz, ligeramente ruborizado—. No hacía más que rozarme el brazo, y os juro que empecé a notar cómo… Vamos, que casi tengo una… Ya me entendéis.

—¿Que te empalmaste con una tía? —dijo Herman—. No jodas, a ver si te estás curando de tu perversión.

Normalmente, a Enrique le excitaban tanto las mujeres como a Gabriel las canciones de Julio Iglesias. Pensando que una hembra que había conseguido tal proeza debía tener algo especial, Gabriel quiso saber más sobre ella, y Enrique le puso en antecedentes.

Sybil Kosmos era nieta del multimillonario griego Spyridon Kosmos. Y, en teoría su única heredera, pues Kosmos sólo había tenido una hija: Alexia, madre (soltera) que murió al dar a luz a Sybil, algo casi inverosímil en las postrimerías del siglo XX. Hasta los dieciocho años, el señor Kosmos había tenido a su nieta oculta y encerrada, como una perla exquisita a la que trató de cultivar educándola con los mejores profesores, entre ellos un par de premios Nobel.

Al llegar a la mayoría de edad, la joven Sybil había irrumpido en la jet-set mundial con el fulgor de un bólido; con la diferencia de que siete años después su brillo todavía no se había apagado.

SyKa era una exhibicionista nata. Había desfilado como modelo en las mejores pasarelas luciendo transparencias que no dejaban nada a la imaginación y había aparecido en la portada de varias revistas, como el Vogue, donde posó ataviada tan sólo con un bolso de Hermès y unos zapatos de tacón decorados con diamantes.

Al ver precisamente las fotos del Vogue en el móvil de Herman, Gabriel comentó:

—Vaya con la presidenta de Kosmovisión. Tiene un cuerpazo.

—En realidad, Sybil es directora general —dijo Enrique—. Su abuelo ejerce la presidencia de todas las divisiones de sus empresas.

—¿Y qué opina el abuelito Kosmos de que su nieta se exhiba?

—Que yo sepa, no dice nada. —Enrique se encogió de hombros—. Los megarricos tienen una moral y una mentalidad que no podemos entender.

—¿Y lo dices tú, que estás forrado? —preguntó Herman.

Enrique torció el gesto. Le molestaba más que Herman sacara a relucir sus millones que sus comentarios homófobos.

—Kosmos no tiene nada que ver conmigo, con vosotros o con el resto de los mortales. Ahora mismo está en el puesto número 4 de la lista Forbes. Se le calculan casi cien mil millones de dólares de patrimonio personal.

«Y yo tan contento con mis cuatrocientos euros en el bolsillo», pensó Gabriel.

—A ver cuánto le duran a su nieta —dijo Herman.

—No creo que ella dilapide la fortuna familiar. Aunque tenga pinta de modelo, no es ninguna cabeza hueca. Cuando habla en las reuniones del consejo de administración de Kosmovisión, nadie se atreve a rechistarle.

Enrique miró a los lados y bajó la voz, aunque no había nadie más en el pequeño comedor.

—Hace unas semanas nuestra joven y frívola SyKa tuvo una agarrada nada menos que con un ex ministro que pertenece a veinte consejos de administración.

—Un chupóptero, vamos —dijo Herman.

—SyKa lo puso firme delante de todo el mundo. Al final, al ex ministro tuvieron que sacarlo de allí entre otros dos consejeros, porque sufrió tal crisis de ansiedad que creyeron que le había dado un infarto. Perdonad, porque estamos cenando, pero me han contado que se le soltaron los esfínteres.

—¡Se cagó encima! —dijo Herman—. Esos parásitos arrogantes se quedan en nada en cuanto les quitan el coche oficial.

Gabriel se quedó pensativo. Así que Sybil era una mujer que conseguía que un gay tuviera una erección y que un antiguo ministro se ensuciara los pantalones.

Cuando empezó a indagar sobre la telepatía, una de las pistas que había seguido era la emisión de feromonas. No había tardado en abandonarla, porque tenía la impresión de que aquellas sustancias químicas transmitían mucha emoción, pero muy poca información. En cambio, en sus brevísimas experiencias telepáticas —eran dos con la de Iris— él siempre había recibido datos muy concretos.

Aun así, se preguntó si Sybil Kosmos no tendría la capacidad innata de emitir feromonas capaces de provocar en otros humanos emociones tan primarias como deseo sexual o pánico. Aquel procedimiento un tanto primitivo equivaldría, en la práctica, al control mental.

—Disculpadme un momento —dijo Enrique, levantándose—. Voy al baño.

Aprovechando su ausencia, Gabriel bajó la voz y dijo:

—Me ha vuelto a pasar.

—Que te ha vuelto a pasar, ¿qué?

—Lo mismo que cuando estábamos en COU, ¿no te acuerdas de que te lo conté?

—Vamos, hombre, no jodas. Eso es imposible.

—Te lo digo yo, Herman. Le he leído la mente a esa chica.

* * *

Gabriel, Herman y Enrique habían estudiado en el Galileo, un colegio privado del centro de Madrid. Se antojaba incoherente que Gabriel, hijo del director de un instituto público, recibiera clases en la enseñanza privada. Pero, como nunca había sido un estajanovista de los estudios, sus padres habían decidido matricularlo en un centro donde lo tuviesen más controlado.

En COU les había tocado como profesor de Historia del mundo contemporáneo César Valbuena, conocido simplemente como «el Valbuena» o, más a menudo, como «el cabronazo del Valbuena». Aquel hombre sabía un poco de todo, pero su verdadera pasión era la historia de Grecia. Para su desgracia, el programa oficial sólo le permitía explicarla durante poco más de una semana a los alumnos de primero de BUP, cuyas mentes eran todavía inmaduras para captar las excelencias de la cultura helénica.

—Y no se crean que las suyas están mucho más formadas —les decía a los de COU, mientras se atusaba las guías de su bigote imperial.

En clase, el profesor Valbuena solía hacer largos paréntesis para hablar de Alejandro Magno, las guerras médicas y, sobre todo, Platón, de quien era un fanático. Mientras que al explicar la asignatura oficial de Historia lo hacía con tanta desgana que contagiaba su aburrimiento a los alumnos, Gabriel aún recordaba la impresión que le habían dejado sus apasionadas versiones del mito de Er, el de la caverna y, sobre todo, de la Atlántida.

Con aquellas digresiones, Valbuena perdía casi un tercio de las clases. Después, cuando recordaba que la Selectividad se cernía sobre los alumnos como la sombra de un patíbulo, pisaba el acelerador y explicaba el reparto de África o la política de alianzas de Bismarck a más velocidad que un copiloto de rallys dando instrucciones al conductor.

A la hora de hacer exámenes, Valbuena era partidario de plantear preguntas breves que se pudieran responder en apenas diez palabras.

—Bastante tiempo intelectual me hacen perder ustedes intentando desembrutecer sus mentes —les decía a sus alumnos—. No pretenderán que, cuando regreso a la paz de mi hogar, deje de leer al divino Platón para sufrir las necedades que acostumbran escribir en los folios de examen.

Los exámenes de Valbuena demostraban un matiz de refinado sadismo. Siempre hacía diez preguntas, y para corregirlas utilizaba la lógica implacable de un circuito eléctrico. Todo o nada. O se acertaba o no. Con cinco aciertos, como era de esperar, se obtenía un cinco. Con cuatro, se suspendía.

Pero el toque magistral de Valbuena era que dictaba las preguntas de una en una, con una separación de dos minutos cronometrados. De esa manera, el alumno podía ir contando las cuestiones que había contestado bien, las que no, las dudosas…, y sufrir hasta el final de lo que, más que un examen, era una ordalía.

En aquella ocasión estaban en mayo. Gabriel quería aprobar COU y la Selectividad porque, si lo conseguía, sus padres le darían permiso para ir a la playa con Herman y otros dos amigos.

El último examen de todos era el de Valbuena. Los minutos fueron pasando y, para cuando llegaron a la novena pregunta, a Gabriel las cuentas no le salían demasiado bien. Tenía cuatro cuestiones en las que estaba seguro de que había acertado y había dejado cinco en blanco. Todo dependía de la última.

En aquel examen, Valbuena se había cebado especialmente con la época del colonialismo. Gabriel no dejaba de preguntarse para qué tenían que aprenderse de memoria el reparto de África si a España no le había correspondido casi nada.

Él, en concreto, se había saltado aquel tema. Tenía prisa y le costaba mucho memorizar las correspondencias entre países africanos y europeos. Como haría siempre a lo largo de su vida, había decidido racionar su esfuerzo. Tan sólo era una lección entre cinco más. ¿Quién iba a prever que Valbuena elegiría la mitad de las preguntas de allí?

Se cumplieron los dos minutos. Valbuena seguía de pie, con las manos enlazadas tras la espalda, y miraba fijamente a Gabriel. Podía ver que se había dejado en blanco todas las preguntas sobre África.

Por fin llegó el momento.

—¿Qué explorador de origen italiano fundó Brazzaville, la capital del Congo?

Ranilla, el empollón de la clase, levantó del papel sus gafas de culo de vaso para exclamar:

—¡Oiga, que eso no entraba!

Sonó un murmullo de indignación. Si lo decía Ranilla, que se estudiaba hasta los pies de las fotos, era indudable que no entraba. Pero Valbuena frunció el ceño, lo señaló con el dedo como Zeus tonante y dijo:

—Señor Ranilla, fuera del examen.

—¡Que yo no he hecho…!

Fuera.

Ranilla, conteniendo unas lágrimas de rabia, le entregó el examen a Valbuena, quien lo rompió de forma ostentosa y lo tiró a la papelera.

Más tarde, la directiva del colegio aprobó a Ranilla puenteando a Valbuena, porque nadie quería verse en problemas con el padre. Pero de momento, al ver lo que acababa de hacer, a Gabriel le pareció ver cómo a Valbuena le crecían cuernos y rabo y le brotaba un tridente en la mano, e incluso le pareció notar el olor a huevo podrido del azufre infernal.

«No me voy a poder presentar a Selectividad», pensó, y un reguero de sudor frío empezó a correr por su espalda. Si aquel inconcebible desastre caía sobre él, le esperaba un verano entero encerrado en casa con los libros.

—Repito. ¿Qué explorador de origen italiano fundó Brazzaville, la capital del Congo?

Valbuena volvió a mirar fijamente a Gabriel, como si quisiera taladrarlo con los ojos.

Fue entonces cuando algo inexplicable pasó entre ellos, como una chispa eléctrica entre los hilos de una bujía. De pronto, un nombre penetró en la cabeza de Gabriel. Ni entonces ni después habría sabido explicar cómo. Simplemente, apareció en su mente, prístino y esencial como las ideas platónicas de las que solía hablarles Valbuena, y él se apresuró a escribirlo antes de que se borrara.

PIERRE SAVORGNAN DE BRAZZA.

Estaba seguro de que no lo había oído mentar en su vida. Al ver que lo escribía, Valbuena dejó de parpadear durante unos segundos.

—Me suena por un documental de la segunda cadena —dijo Gabriel, que se sentía culpable de no sabía qué pecado.

Aquel examen acarreó consecuencias trascendentales para su vida. No por la nota: Valbuena reculó —«Es verdad, eso no entraba», reconoció, aunque no por ello se molestó en pegar con papel celo los fragmentos del examen de Ranilla—, y la décima pregunta envió a Gabriel a septiembre y lejos de la playa.

Pero lo ocurrido lo había obsesionado. Gabriel decidió estudiar Psicología para comprender por qué había sentido aquel contacto mental. Allí no averiguó nada fiable ni consistente sobre la telepatía, de modo que abandonó la carrera y decidió indagar por otros conductos que lo llevaron a la parapsicología y el periodismo de investigación.

Convencido de que la telepatía existía, puesto que él la había experimentado, fue volviéndose cada vez más intolerante con los falsarios que pretendían ejercerla. La búsqueda de la verdad en un terreno tan propicio a las mistificaciones estancó y acabó hundiendo una carrera que, de haber sido más cínico, podría haberlo convertido en un personaje famoso y haber multiplicado los ceros de su cuenta corriente.

No, Gabriel no le guardaba ninguna gratitud al profesor Valbuena. A la larga, aquel instante de telepatía había arruinado su vida, haciéndolo correr detrás de una quimera tan inalcanzable como el rayo de luna que perseguía el joven Manrique en la leyenda de Bécquer.

Pero ahora el rayo de luna había vuelto a asomar entre las ramas del bosque.

* * *

—¿Cómo iba yo a saber que trabajaba en Santorini?

—Casualidad.

—¡Casualidad! Como si no hubiera lugares en el mundo. Sólo en el Egeo hay decenas de islas. ¡Te digo que lo vi en su mente! ¿Es que no me crees?

Herman le miró a los ojos unos segundos. Por fin, agacho la cabeza y asintió.

—Vale, te creo.

—Menos mal.

—Pero ¿de qué te vale? Si ni siquiera la primera vez te sirvió para aprobar aquel examen. Olvídate de ello.

—¡Ahora es distinto! Esto significa que las cosas van a cambiar.

—¿Por qué?

Gabriel se quedó pensativo. Ni él mismo lo sabía, pero albergaba la convicción de que tenía que ser así, de que la experiencia que acababa de sufrir suponía una especie de cierre en bucle. Como si ambas intromisiones telepáticas, la que recibió a los dieciocho y la que acababa de sentir el día en que cumplía cuarenta y cinco, fueran dos paréntesis que clausuraban una etapa larga e improductiva de su vida.

Enrique volvió del servicio. Gabriel se calló. Aunque Enrique era más sensible que Herman y seguramente más inteligente, prefería no contarle nada. Si invirtieran la situación y Enrique le contara que había tenido no una, sino dos experiencias telepáticas, Gabriel no lo creería. Puestos a elegir entre la palabra de un amigo y las leyes físicas más ortodoxas, tenía bien claro dónde estaban sus prioridades.

—Os he pillado —dijo Enrique al captar aquel embarazoso silencio—. Estabais hablando de mí.

Pero su comentario era jocoso, y él mismo inició otra conversación. En ese momento, con un cuarto de hora de retraso, el camarero trajo los platos de Herman y Enrique. Gabriel empezó a salivar al oler las salsas que acompañaban al solomillo y al bacalao.

—Id comiendo, que se enfría —dijo—. No esperéis por mí.

Como era de esperar, Enrique se negó tan siquiera a coger los cubiertos por más que Gabriel insistió en lo contrario. Herman debió hacer propósito de imitar a su amigo, pero la buena intención le duró apenas quince segundos y enseguida se aplicó a la autopsia del solomillo.

—Oh, oh.

Al ver que fruncía el ceño, Gabriel auguró problemas.

—¿Qué pasa ahora? —preguntó en tono resignado. Herman pinchó un trozo de carne y se lo enseñó a Gabriel.

—Le he dicho al camarero que quiero que el filete muja. ¿Se lo he dicho, o no se lo he dicho? ¿Vosotros me habéis oído?

Enrique y Gabriel reconocieron que sí.

—¿Le veis pinta de mugir a esta carne?

Aunque no estaba quemado, el solomillo, de dos dedos de grosor, mostraba en el centro tan sólo una estrecha franja de color levemente rosado. Ni el comensal más optimista habría podido etiquetarlo como «poco hecho».

—Vamos, Herman, no es para ponerse así —dijo Enrique.

—Dame a mí el solomillo y te comes mi steak tartar —se ofreció Gabriel—. Más crudo que eso no vas a encontrar nada.

—¡A mí no me gusta la carne cruda! ¡La quiero poco hecha, que no es lo mismo! ¡Por treinta euros tengo derecho a exigir matices!

Herman no hacía más que mirar hacia la puerta de la cocina, esperando que volviera a salir el camarero.

—Ahora, encima, tendré que esperar a que venga ese incompetente. ¡Pues no estoy dispuesto!

—No creo que tarde tanto. Tiene que traer mi segundo —dijo Gabriel.

Sin hacerle caso, Herman se levantó de la mesa con el plato en la mano y empezó a llamar con los nudillos a la claraboya de la puerta que daba a la cocina.

—Oh, Dios mío, qué vergüenza —dijo Enrique, tapándose los ojos.

El camarero que los había atendido salió con cara de pocos amigos.

—¿Qué ocurre, señor? ¿Algún problema?

—¿Cómo que qué ocurre? ¿Te acuerdas de cómo te pedí el solomillo?

—Perdón, señor, si me deja pasar…

El camarero, que llevaba en la mano izquierda el plato con el tartar, intentó sortear a Herman. Pero éste se movió a un lado y lo interceptó con su corpachón.

—¡Muy poco hecho! ¡Y subrayé el «muy»!

—Señor, si no le importa, tengo que hacer mi trabajo.

—Ah, ¿ahora pretendes hacer tu trabajo? ¿Ahora?

El camarero, desesperado de abrirse paso por las buenas, extendió la mano derecha para apartar a Herman.

Fue un error. Herman lo agarró por la muñeca y, en un movimiento increíblemente fluido para su corpulencia, cerró la llave sobre el hombro con la otra mano. Se oyó un crujido de huesos, y en un abrir y cerrar de ojos el camarero apareció estampado contra una pared, el plato acabó hecho añicos en el suelo y el steak tartar de Gabriel desparramado como comida para perros.

De pronto, Herman pareció darse cuenta de lo que había hecho y retrocedió unos pasos. El camarero, que había caído sentado, se levantó agarrándose la muñeca.

—¿Qué coño has hecho, animal? ¡Me la has dislocado!

Herman se volvió hacia Gabriel.

—El me ha agredido. Lo habéis visto. Yo sólo he repelido la agresión. Es un gesto automático en artes marciales.

Al ver que la ira se había desvanecido, Gabriel agarró a su amigo del codo y tiró de él. Los batientes de la puerta volvieron a abrirse y apareció Vassily, el dueño del local, blandiendo un cuchillo de carnicero. Era un tipo enjuto, con el pelo muy rubio y corto y los ojos de un azul tan claro que daban miedo. Sobre todo si estaban abiertos de ira como ahora.

—¡Tú, fuera de aquí! —dijo, señalando con el cuchillo a Herman. Luego se volvió hacia Gabriel y Enrique—. ¡Y tú y tú, también! ¡Todos, fuera de aquí, españoles gilipollas!

Enrique, muy colorado, se levantó y dejó dos billetes de cincuenta junto a su bacalao, que seguía intacto en el plato.

—¡Que no os vuelva a ver aquí! ¿Habéis entendido? ¡No volváis a asomar cara vuestra por restaurante!

Al pasar junto a la mesa, Gabriel cogió los billetes y se puso a pensar a toda velocidad. ¿A quién se los estaba quitando, a su amigo o a Vassily? Enrique ya se había desprendido de ellos como pago por la cena interrumpida, ergo como símbolo de intercambio ya no le pertenecían. Habían entrado a formar parte de la economía de Vassily el ruso. El mismo personaje que les estaba prohibiendo la entrada en su restaurante in aeternum y al que, probablemente, Gabriel no volvería a ver.

De modo que se guardó los cien euros en el bolsillo mientras seguía a Enrique.

En los dos comedores más cercanos a la puerta exterior había varias mesas ocupadas cuyos comensales se giraron para ver la retirada, no demasiado digna, del trío. Enrique trataba de taparse el pecho para que no se viera el logo luminiscente de MORPHEUS y no dejaba de musitar: «Qué bochorno, qué bochorno». Cuando salieron del restaurante, cruzó la calle y no paró de andar hasta llegar a la siguiente esquina. Allí recompusieron filas.

—Esta vez sí que te has superado —dijo Gabriel. No estaba avergonzado como Enrique, sino furioso porque apenas había conseguido meterse cincuenta calorías en el cuerpo.

—Él me ha agredido, lo habéis visto. La culpa ha sido suya.

—¡Qué demonios va a haberte agredido! Lo único que quería era quitarte de en medio para pasar.

—Bueno, todavía podemos ir a comer unas raciones al Luque. Os invito yo, ya que os empeñáis en echarme la culpa.

En ese momento, recuperada la cobertura, el teléfono de Gabriel sonó. Tienez un videomenzaje, gorunko. Lo miró de reojo, sin prestarle mucha atención, pero al darse cuenta del nombre que aparecía en pantalla se quedó tan extrañado que volvió a comprobarlo.

Celeste del Moral. Era una amiga psiquiatra con la que había estado liado una temporada, poco después de divorciarse. ¿Cuánto había pasado de aquello? Nueve o diez años. Desde entonces, sólo se habían visto un par de veces, y siempre acompañados por otras personas.

—Esperad un momento —dijo.

Se apartó unos pasos. Herman seguía explicando que todo había sido un automatismo provocado por el movimiento del propio camarero. Enrique, que nunca quería hurgar en las heridas ajenas, decía que sí, que lo comprendía, pero que se olvidara ya de aquel asunto tan desagradable.

En el videomensaje, Celeste aparecía con el pelo suelto sobre el cuello de una bata blanca. De pronto se había vuelto rubia, pero no le quedaba mal.

—Gabriel, tengo algo que creo que te puede interesar. Una mujer de ochenta años, demenciada y en fase terminal de Alzheimer, ha empezado a hablar en sueños en un idioma desconocido.

Celeste hizo una pausa ante la cámara de su teléfono y sonrió.

—Y esto es lo que te llamará la atención, don «Investigador de lo oculto». De las palabras que dice, sólo hay una que entiendo. Atlántida. Llámame cuando quieras. Chao.

En el cerebro de Gabriel se encendió un diodo luminoso:

Atlántida.

Gabriel había pensado en la Atlántida al leerle las cartas a Iris y al acordarse de Valbuena. Ahora, el nombre del continente perdido se le presentaba por tercera vez en el mismo día. ¿Casualidad?

«Algo me dice que mi suerte va a cambiar», se dijo. Quería pensar que para bien, pero lo cierto fue que sintió un escalofrío.

Era de suponer que Celeste lo llamaba porque él había escrito Desmontando la Atlántida y otros mitos. En realidad, sólo había dedicado a la Atlántida un capítulo de poco más de diez páginas, pues nunca le había concedido demasiada importancia a aquella historia. Pese a las enseñanzas de Valbuena, estaba convencido de que la Atlántida no era más que un invento de Platón, un juego intelectual que con el tiempo había hecho correr tantos ríos de tinta que casi se había convertido en una broma pesada.

Que una anciana con la mente devastada soñase con la Atlántida tal vez no significara nada. Si la buena señora había sido aficionada a las lecturas esotéricas, el nombre «Atlántida» podía habérsele grabado en la memoria. Por eso ahora brotaba de sus labios, mezclado con balbuceos inconexos que alguien podría tomar por un idioma desconocido.

Pero Celeste era una persona inteligente y de pensamiento compacto, poco dada a fantasías. Como psiquiatra, debía haber visto de todo. Si ella pensaba que allí había algo interesante, sin duda tenía razones fundadas.

Quizá se debía al desazonante sueño de la noche anterior, al momento de comunicación mental con Iris o a la acumulación de referencias y recuerdos sobre la Atlántida en un mismo día. O, simplemente, a que estaba a dos velas y necesitaba sacar dinero de cualquier parte. Lo cierto era que Gabriel se encontraba en un estado de lo más receptivo, así que, mientras caminaba tras sus amigos de regreso a sus cuarteles de invierno en el Luque, llamó a Celeste.

—¡Hola! —contestó una voz alegre tras apenas tres pitidos—. No esperaba recibir tu llamada tan pronto.

«Porque siempre has sido un impresentable y un informal», comunicaba el subtexto.

—Te habría contestado incluso antes, pero es que el restaurante no tenía cobertura.

—¡Qué excusa más buena para no coger el teléfono!

«Cuando uno tiene mala fama, no hay remedio», se resignó Gabriel.

—He visto en el mensaje que llevabas la bata. ¿Estás de guardia? Por cierto, se te ve estupenda.

—Gracias. Pues sí, estoy de guardia este fin de semana. Trabajo en la clínica Gilgamesh. Cuando quieras, puedes venir a verme.

—¿Qué te parece ahora mismo?

—¡Caramba! Sí que te interesa la Atlántida. Te mando la dirección.

Gabriel no sabía muy bien en qué podía desembocar aquello. Pero si el caso de aquella anciana con Alzheimer resultaba interesante, o al menos lo parecía, tal vez podría sacarle provecho.

Recordó la melodramática frase de Alborada: «Para volver a trabajar en televisión tendrás que hacerlo por encima de mi cadáver».

Cierto era que Gabriel no había dejado muy buena fama en el mundillo de la comunicación. Demostrar en directo que los poderes telepáticos de una estrella mediática como Sbarazki eran una patraña no había sido una de sus mejores ideas. Pero todo se olvida, y los medios tan poderosos como Kosmovisión siempre tenían enemigos. Alguno de ellos podía darle trabajo si le llevaba un reportaje interesante.

—Chicos, me voy a casa —dijo a sus amigos cuando ya se veía el cartel luminoso del Luque. La calle estaba llena de grupos que salían de cenar o de tomar cañas y se dirigían a los locales de copas.

—¡Pero tío, que llevamos un montón sin verte! —dijo Herman.

—Estoy hecho polvo, de verdad. Anoche no pegué ojo. Pero no has comido nada —dijo Enrique—. Por lo menos pica algo.

—Tranquilo, se me ha quitado el hambre —respondió Gabriel, aunque tenía un agujero negro en el estómago.

De pronto se le ocurrió algo. Fuera verdad o mentira la existencia de la Atlántida, había una persona que lo sabía todo sobre ella: Valbuena.

—Herman, tú sigues en el Socialnet del instituto, ¿verdad?

—¿Qué marrón me quieres colocar ahora? —Averigua si nuestro querido profesor Valbuena sigue vivo.

—¿Para qué demonios quieres saberlo? —preguntó Herman sin pensar. Luego añadió—: Ah, es por lo de la chica islandesa…

Gabriel habría querido fulminarlo con los ojos. Pero Enrique también le estaba mirando, así que interrumpió a Herman antes de que revelara más.

—Tú búscalo. No creo que esté en el Socialnet, pero seguro que hay algún antiguo profesor que te puede dar su dirección.

—¿Por qué no entras tú mismo?

—Porque yo no estoy en el Socialnet.

—Pues apúntate —respondió Herman, y añadió con cierto retintín—: Es gratis.

—¿Para qué? ¿Para humillar a todos mis ex compañeros cuando vean que soy el único de la clase que ha triunfado en la vida? Mañana te llamo para preguntarte.

Gabriel se despidió con un cabeceo de Herman. Este no dejaba de refunfuñar, pero Gabriel estaba seguro de que lo primero que haría al día siguiente sería entrar en el Socialnet para buscar la información que le había pedido.

A Enrique le estrechó la mano, y al hacerlo le dio los cien euros que había recogido de la mesa, mientras pensaba: «Mira que soy idiota».

—¿Qué haces?

—Si te parece, después de que el ruso nos haya amenazado en plan Jack el Destripador todavía le dejamos propina.

Enrique meneó la cabeza, pero se guardó el dinero. Después rebuscó en su bandolera y le dio a Gabriel un paquetito envuelto en papel burdeos.

—¿Y esto?

—Feliz cumpleaños.

Enrique se dio la vuelta y se alejó hacia el Luque, siguiendo a Herman. A Gabriel le pareció ver que se había vuelto a poner colorado.

Atlántida
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