Capítulo 15
Clínica Gilgamesh, al norte de Madrid
El taxi tomó una salida lateral de la carretera de La Coruña poco antes de llegar a Villalba. Después paró ante la clínica Gilgamesh.
—Son ochenta y cuatro euros, señor.
«Para qué le habré devuelto el dinero a Enrique», pensó Gabriel.
—Por ese dinero, podría haberme ido a la playa en tren.
—Es la tarifa.
Cuando Gabriel dejó en la bandeja dos billetes de cincuenta, el taxista los miró como si le hubiera ofrecido una muestra de heces.
—¿No tiene electrocash o tarjeta, señor?
—Lo siento. La policía me tiene bloqueadas las cuentas.
Gabriel se acercó a la mampara de plexiglás y añadió en susurros:
—Tráfico de armas.
—Señor, este taxi incorpora una cámara conectada con la policía.
—¡Pues dese prisa! ¡Cóbreme antes de que aparezca el coche patrulla!
A regañadientes, el taxista le devolvió un billete de diez, otro de cinco y un euro en calderilla. Gabriel, que no estaba para dispendios, lo recogió todo y salió del coche.
La clínica Gilgamesh era una instalación de aire moderno, con dos edificios de tres plantas unidos por un pabellón alargado. Los techos estaban sembrados de placas fotoeléctricas y las ventanas también eran solares. Ahora emitían una suave luminiscencia azul; una manera de malgastar la energía acaparada durante el día, pero ofrecían una imagen muy vistosa. «Aquí hay dinero», pensó Gabriel.
Se acercó a la verja de entrada y llamó al portero automático. En la pantalla apareció el rostro moreno de una empleada de seguridad.
—Vengo a ver a Celeste del Moral.
—¿Su nombre?
—Gabriel Espada.
La mujer tecleó algo en una terminal y, al cabo de un rato, dijo en tono adusto:
—Espere un momento. La doctora del Moral saldrá a buscarle.
«Qué hospitalidad». Gabriel se arrebujó en la cazadora. El viento parecía arreciar cada vez más y traía consigo la seca gelidez de la sierra. No debía haber mucho más de diez grados. Se metió las manos en los bolsillos y encogió los hombros. Enrique le había regalado en navidades uno de sus gadgets, unas bolsitas de nanotejido que se guardaban en los bolsillos y que, al apretarlas varias veces, desprendían un calor muy agradable. Quién le iba a decir que le habrían venido bien en el mes de mayo.
Se acordó de que Enrique le acababa de dar otro regalo. Abrió el paquete y dentro encontró un llavero plateado. Tenía un botón y una especie de pantalla circular. Gabriel pulsó el botón y, para su sorpresa, apareció ante él, flotando en el aire, un holograma de la Tierra de unos dos palmos de diámetro. España y Europa estaban sumidas en las sombras, pero en la parte occidental de América aún no había anochecido. Conociendo a Enrique, el holograma estaría recibiendo en aquel preciso instante datos en tiempo real de toda una red de satélites.
«Es preciosa», pensó, extasiado ante el majestuoso giro del planeta virtual.
La Tierra. La Gran Madre.
«Creo que los humanos vamos a desaparecer de la faz de la Tierra».
Por una parte, a Gabriel le había gustado tanto la joven islandesa que deseaba creerla y no pensar que se trataba de una histérica con arrebatos paranoicos.
Por otra, de aceptar sus palabras, el fin del mundo era inminente. Una perspectiva poco prometedora. Aunque en los últimos tiempos Gabriel había pensado más de una vez «que paren el mundo, que me bajo», los detalles desagradables concretos que podían acompañar a una catástrofe global —frío glacial, hambrunas, guerras, canibalismo— no le atraían en absoluto.
Mientras esperaba a Celeste, Gabriel activó una búsqueda con las palabras clave «alerta», «volcanes» y «cámara de magma». Después refinó resultados y comprobó que varios artículos científicos mencionaban actividad geológica no sólo en los Campi Flegri de Nápoles, como había visto por la mañana en el tren, sino también en otros volcanes de Estados Unidos, Japón y Java. En las primeras frases se repetían términos como new magmatic injections, que hablaban por sí solos, o resurgent domes, que se referían a cúpulas de lava cada vez más altas. Sin embargo, nadie parecía estar poniendo en común esos datos. ¿Existía algún tipo de autocensura o de silencio oficial para evitar un pánico general?
Tal vez no fuese algo voluntario. Recordó unas líneas de La llamada de Cthulhu que se le habían quedado grabadas. Según Lovecraft, los humanos vivimos engañados en una isla de ignorancia y evitamos juntar los fragmentos dispersos de nuestro conocimiento, porque la visión total de la realidad que descubriríamos bastaría para enloquecernos.
Un fantasma pálido apareció en la periferia de su visión. Gabriel casi dio un respingo, pero al apartar la vista del móvil comprobó que no era ninguna criatura lovecraftiana, sino Celeste, que venía andando hacia la verja. El viento hacía revolotear su bata blanca y le agitaba el cabello teñido de rubio. Lo que más le llamó la atención era que cojeaba y se apoyaba con el brazo derecho en una muleta de codo. Algún problema con el menisco o los ligamentos de la rodilla, pensó. A Celeste siempre le había gustado el deporte, jugaba muy bien al tenis y el pádel, y esquiaba siempre que podía. «Ya no tenemos edad para ciertas cosas», pensó Gabriel.
Estudió su figura con ojo crítico. Las caderas se veían un poco más anchas. Comprensible después de tener dos hijos.
Gabriel no los conocía. Tampoco había asistido a su boda. Habría sido una situación incómoda. Había empezado a acostarse con Celeste cuando ella, que por entonces llevaba el pelo de color natural, empezaba a plantearse romper con Pedro, su pareja. Se trataba de la típica crisis de los treinta que Gabriel había utilizado durante la lectura en frío de Iris. Sólo que, en el caso de Celeste, ella había salido de su encrucijada vital reforzando su relación. Al menos, desde el punto de vista legal.
En parte, si Celeste había emprendido la huida adelante casándose con su novio era porque Gabriel no se había atrevido a seguir con ella. Una noche, después de hacer el amor, Celeste encendió un cigarrillo, se tumbó boca arriba en la cama y le dijo:
—Se lo he contado todo a Pedro.
Aquello hizo dar marcha atrás a Gabriel, y más aún cuando ella añadió: «Te quiero». Una de Las primeras cosas que ella y Gabriel habían pactado era que estaba prohibido enamorarse. Típicas palabras que a la larga nunca servían para nada.
Celeste plantó la mano izquierda sobre una cerradura dactilar y la verja se abrió. Después aguardó sin trasponer el límite, mientras trataba de arreglarse el peinado. Ahora comprendía Gabriel por qué había tardado tanto en aparecer. Venía maquillada como quien sale a cenar, no como quien tiene guardia en una clínica.
—Tienes buen aspecto —dijo ella.
—El tuyo es mucho mejor que bueno —respondió Gabriel, con sinceridad.
Se besaron. Ella seguía haciéndolo igual que cuando se conocieron en aquella fiesta: le besó en las mejillas, pero rozándole las comisuras de los labios. Olía al mismo perfume de Verino que usaba diez años antes, y Gabriel se dio cuenta al instante de que seguía habiendo química entre ambos.
«Danger, danger, danger», le avisó su alarma interior.
—Hace frío —dijo Celeste, apoyando un momento la muleta en la verja para cerrarse mejor la bata—. Vamos dentro.
Cuando vio que volvía a coger la muleta, Gabriel se decidió.
—¿Cómo ha sido, esquiando o jugando al tenis?
—Oh, no pasa nada. Ya está mucho mejor. Voy recuperando poco a poco, con rehabilitación.
Atravesaron un camino asfaltado con una especie de tartán rojizo y rodeado por un jardín muy cuidado. Las puertas de cristal se abrieron. Al ver a Gabriel junto a Celeste, la guardia de seguridad le saludó con más amabilidad.
—Si hubieras venido mejor vestido, a lo mejor te habría dejado pasar —susurró Celeste con una sonrisa traviesa.
Todo en el vestíbulo se veía nuevo, luminoso y de tonos alegres. Más que un centro para estudios geriátricos podría parecer una maternidad. Había mármol brillante, cuadros minimalistas de colores vivos y un par de estructuras retorcidas de metal plateado que quizá representaran algo. O quizá no.
—No conocía esta clínica —dijo Gabriel.
—Pertenece a la fundación del mismo nombre. El Proyecto Gilgamesh nació para combatir la mayor enfermedad del siglo XXI: el envejecimiento. Este es su primer centro en España, y uno de los más importantes que tiene en el mundo.
—Gilgamesh era un héroe babilonio, ¿no?
—Sumerio —le corrigió Celeste mientras llamaba al ascensor—. Gilgamesh tenía tanto miedo a la muerte que atravesó el mundo buscando al único hombre inmortal, un anciano llamado Utnapishtim que había sobrevivido al diluvio universal.
Al oír mencionar aquella catástrofe mítica, Gabriel tuvo una sensación de deja vu. La puerta del ascensor se abrió. Celeste siguió hablando, de forma casi automática. Debía de ser un discurso ensayado para los visitantes a los que querían sacar donativos.
—Utnapishtim le dijo que no podía enseñarle el secreto de la vida eterna, pues él sólo era inmortal por voluntad de los dioses. A cambio, le hizo un regalo: una planta con la que podía recuperar la juventud.
—Qué detalle.
—Nosotros intentamos hacer lo mismo. De momento, no tenemos una fórmula mágica para convertir a los humanos en inmortales. Pero podemos paliar los efectos de la vejez mientras esa fórmula llega.
—¿Cuántos años vivió Gilgamesh?
—Por desgracia, cuando se estaba bañando una serpiente le robó la planta. Por eso las serpientes se renuevan cambiando la piel. —Celeste sonrió con cierta melancolía—. La mayoría de la gente no me pregunta el final de la historia. Me la has estropeado un poco.
Salieron del ascensor en el piso 3 y recorrieron un pasillo impoluto, decorado con más cuadros minimalistas y con plantas.
—Parece que aquí hay dinero.
—Lo hay. Uno de nuestros principales patrocinadores es Spyridon Kosmos. Tiene casi noventa años, así que está más que interesado en que hallemos cuanto antes una forma de detener el envejecimiento. Aunque no creo que a él le llegue a tiempo.
—Spyridon Kosmos. Qué curioso —murmuró Gabriel. Habían hablado de él esa misma noche. Las coincidencias parecían acumularse.
—¿Por qué lo dices?
—Por nada. Pero entonces no tenéis dinero sin más, sino muchísimo dinero.
—¿Te molesta?
—¿Y por qué iba a molestarme?
—Hay gente que critica que se invierta dinero en estudios geriátricos. He llegado a leer artículos de periodistas que aseguran que existe un nuevo lobby de ancianos adinerados, y que por su culpa se desvían fondos que serían más útiles tratando otras enfermedades. Lo más gracioso es que esos tipos hablan como si no fueran a pasar por el mismo trance.
—A lo mejor pretenden suicidarse cuando cumplan los sesenta y cinco. Sería un gran alivio para el erario público.
—No lo sabes tú bien.
Se cruzaron con un enfermero, y Celeste cruzó unas breves palabras con él. Después, siguió dándole explicaciones a Gabriel, como si fuera un inversor ante el que justificara los gastos.
—Ya ha empezado a jubilarse oficialmente la vanguardia de nuestro babyboom. Ahora mismo hay un veinte por ciento de la población española que tiene más de sesenta y cinco años.
—Un país de jubilados.
—Todavía no. El grueso de los babyboomers se encuentra en edad de cotizar, como tú. De hecho, estrictamente hablando perteneces a la última generación del babyboom.
—Siempre llegué el último a todo.
—Lo cual significa que dentro de veinte años te tocará jubilarte.
«No sé de qué me voy a jubilar», pensó Gabriel.
—Para entonces —siguió Celeste—, nuestra pirámide de población parecerá más bien una seta. Además, el número de octogenarios superará al de mujeres de entre cuarenta y cinco y sesenta años.
—¿Y eso qué tiene que ver?
—¿Quién cuida a los ancianos? —preguntó Celeste, abriendo la puerta de la habitación 321.
«Las mujeres», pensó Gabriel, pero no dijo nada, temiéndose que le cayera de rebote algún comentario sobre la inmadurez o el egoísmo masculinos.
—En ese caso, no entiendo por qué tanto empeño en alargar la vida. No es que defienda la eutanasia, pero si me lo pintas tan negro…
—No se trata de prolongar la vida sin más. Lo que queremos es retrasar el envejecimiento lo bastante como para que todos tengamos vidas activas más largas.
—¿Pretendéis hacerme trabajar hasta los setenta y cinco años?
—Aquí sólo hacemos milagros, Gabriel. Lo imposible se lo dejamos a Dios —dijo Celeste. «Touché», pensó Gabriel.
La habitación no era muy grande, pero se veía tan limpia y nueva como el resto del edificio. Había una cama con una mujer durmiendo, y una mampara extensible tras la que se recortaba la sombra de otro lecho.
—No se trata sólo de trabajar más años —dijo Celeste—, sino de que los ancianos puedan valerse solos durante más tiempo. De lo contrario, la Seguridad Social será inviable. Ahora mismo hay grandes dificultades para mantenerla en pie, y mucha gente se está quedando fuera del sistema. Como estas dos mujeres.
Se acercaron al pie de la primera cama. La mujer tenía la cara cubierta por una máscara blanca de un material brillante que la hacía parecer un androide de película de ciencia ficción.
—¿Ésta es tu octogenaria con Alzheimer?
—No. Es una indigente a la que apalearon en un paso subterráneo. Después, por si era poco, le arrojaron ácido en la cara.
—Qué hijos de Satanás. —Por el moldeado que dibujaba la sábana sobre su cuerpo, Gabriel dedujo que no era ninguna anciana. De hecho, parecía tener buena figura—. No parece mayor. ¿Qué hace aquí?
—Tengo una amiga en Urgencias del Gregorio Marañón. Allí siempre están colapsados. Cuando mi amiga intentó averiguar quién era esta mujer, le fue imposible averiguar incluso su nombre. Tiene amnesia global. No sólo no se acuerda de nada de su pasado, sino que es incapaz de fijar los recuerdos recientes.
—¿Síndrome de Korsakov? —Al ver que Celeste enarcaba las cejas, añadió—: Recuerda que empecé Psicología.
—Se parece mucho a un Korsakov. De hecho, sufre amnesia retrógrada y anterógrada. Pero el Korsakov auténtico suele ser resultado de alcoholismo crónico, así que esta mujer debería tener las transaminasas y otros indicadores por las nubes. Sin embargo, su sangre está limpia. Es un caso interesante.
—No acabo de entender qué pinta esta paciente en un centro de estudios sobre el envejecimiento.
—No es tan complicado de entender.
—Ilumíname.
—Mi papel en la clínica Gilgamesh es estudiar el deterioro de la memoria. Un Korsakov o un pseudoKorsakov en una persona joven pueden ayudarnos a comprender mejor los mecanismos del recuerdo y el olvido. Mi amiga sabe que me interesan esos casos, y por eso me ha derivado a esta mujer. Sólo lleva aquí tres días, pero cuando se cure un poco le pondremos los electrodos para monitorizar sus ondas cerebrales y le haremos una resonancia.
—Muy bien, madre Teresa. ¿Por qué no me enseñas a tu otra paciente, la que sueña con la Atlántida?
* * *
Pasaron al otro lado de la mampara. La mujer que dormía en la segunda cama era realmente anciana, y olía a la mezcla inconfundible de la edad y los hospitales, aunque la habían perfumado con una colonia de bebés que tenía un toque a limón.
—Se llama Milagros Romero. Alzheimer terminal, como te dije. Ni se levanta ni habla. Tampoco tiene medios económicos, así que ahora está bajo la tutela del Estado, que paga su estancia aquí gracias a un convenio con la clínica.
—¿No tiene familia?
—Vivía con un hijo, su único pariente vivo, que sufría una psicosis depresiva y se tiró de un sexto piso.
Milagros tenía en la cabeza unos electrodos que monitorizaban su sueño y mostraban las ondas cerebrales en una pantalla situada sobre el cabecero de la cama.
—Éstas son ondas theta. Y esto de aquí son los complejos K —dijo Celeste, señalando unos picos que destacaban del trazado general—. Nos indican que Clara se encuentra en la fase 2 del sueño. Si ocurre como anoche, cuando entre en la fase 4 y aparezcan las ondas delta, empezará a hablar en sueños.
—Un momento. Si no recuerdo mal, el sueño se produce en la fase REM[3], no cuando uno está en la fase 4, durmiendo como un tronco.
Celeste sincronizó la pantalla con su móvil. El electroencefalograma quedó minimizado en una ventana lateral, mientras la imagen principal mostraba un vídeo de Milagros. Por la fecha, Celeste lo había grabado la noche anterior.
La cámara hizo un zoom muy rápido sobre los párpados de la anciana. Estaban cerrados y bajo ellos no se apreciaba movimiento ninguno de los globos oculares, como habría ocurrido en sueño REM. En un barrido que mareó a Gabriel —Celeste no tenía futuro como directora de cine—. La imagen se centró en el electro.
—¿Ves? Ésas son ondas delta, así que cuando Milagros empezó a hablar estaba en la fase 4. El sueño más profundo de todos. Pero observa estos picos.
Alternando con las delta, que eran muy amplias, se veían episodios muy breves de ondas que parecían los dientes de una sierra diminuta.
—¿Eso es normal?
—No. Nunca había visto esta mezcla de ondas —respondió Celeste—. Ahora, escucha lo que pasó.
La grabación volvió a centrarse en el rostro de la anciana, que había empezado a hablar. Lo que decía resultaba ininteligible, pero parecía un lenguaje articulado. A ratos cambiaba de tono, como si varios personajes dialogaran en su interior. Gabriel pensó en los endemoniados de la Biblia —«Mi nombre es Legión»— y sintió un escalofrío. Habia visto supuestos casos de posesión diabólica, pero esto era mucho más estremecedor.
—Impresiona un poco, ¿verdad? —dijo Celeste.
—Es como si hablara desde el más allá.
Celeste aceleró un poco la imagen.
—Vamos al minuto 16. Escucha esto.
Gabriel acercó la oreja al pequeño altavoz de la pantalla. Pudo distinguir por dos veces, claramente pronunciada, la palabra Atlántida, separada por diez segundos de más jerigonza incomprensible.
—A ver si sé resumirlo —dijo, enderezándose y apartándose un poco de la anciana—. Una mujer que hace semanas perdió la capacidad de hablar se dedica a soltar parrafadas en la fase más profunda del sueño, cuando según todos los manuales no debería ser capaz de soñar. Además, lo hace en un idioma desconocido y mencionando un lugar que nunca existió.
Así es. Investigue lo oculto, señor Espada. Es su trabajo. Yo no sé qué pensar.
—¿Se lo has contado a alguien?
—No. Ya te he dicho que esta grabación la tomé anoche. Aún no lo he comentado con nadie, más que contigo.
—¿Has hecho dos guardias seguidas?
—Y hasta tres. —Celeste puso cara de circunstancias—. Quiero mudarme de casa.
—Entiendo. Así que a tu marido le toca cuidar de los niños.
Celeste suspiró. Gabriel observó que apretaba la empuñadura de la muleta con fuerza, hasta que los nudillos se le ponían blancos.
En ese momento, el móvil de Celeste emitió un pitido.
—Perdona, tengo que dejarte un momento.
—Tranquila. Si alguna de las dos sufre una crisis le haré un bypass modular sinérgico. Es mi especialidad.
—No lo dudo. —Celeste le tiró de la oreja, en un gesto muy suyo—. Madura, Gabriel Espada. Madura.
—Sí, mami. Por cierto, ¿no tendrás una chocolatina? El restaurante donde he cenado era algo tacaño con las raciones.
—Veré lo que puedo hacer.
Frente a ambas camas había un sillón tapizado en color crema que estaba pidiendo a gritos que alguien lo usara. Cuando Celeste salió de la habitación, Gabriel se sentó en él, pulsó un botón que tenía junto al brazo derecho y comprobó que al hacerlo salía una extensión para estirar las piernas. Habían diseñado el asiento para alguien más bajo que él y el reposapiés apenas le llegaba por debajo de las rodillas, pero resultaba bastante cómodo.
Gabriel cerró los ojos. Mientras pensaba en ondas del sueño, las beta propias de la vigilia se convirtieron en alfa y su respiración empezó a acompasarse. Sus pensamientos empezaron a vagar en asociaciones libres, apenas controlados por su voluntad. Iris, Celeste y la jovencísima C le hablaban de volcanes que hundían continentes perdidos, mientras el camarero le traía una y otra vez un steak tartar achicharrado y se lo volvía a llevar.
Sus ondas se hicieron más lentas y amplias, su respiración se volvió más profunda y su cabeza se venció sobre la mullida oreja del sillón. Cuando aparecieron los complejos K, Gabriel ya no podía pensar en ellos. Se había hundido en las oscuras aguas de Morfeo, y estaba tan cansado que siguió buceando en picado hasta las ignotas profundidades de las ondas delta.
Y fue entonces, en el momento en que su mente debía hallarse en vacío y reposo absolutos, cuando empezó a soñar.
O algo parecido a soñar.