Capítulo 20

California, Fresno

Los domingos por la mañana Joey solía dormir hasta las once, aprovechando que su madre trabajaba en el restaurante y que a su padre también se le pegaban las sábanas. Por eso, cuando empezaron a aporrearle la puerta con violencia, se despertó con el corazón en la boca.

—¡Levanta, Joey! —gritaba su madre—. ¿Qué horas son éstas de seguir en la cama?

No eran más que las diez. ¿Qué hacía su madre en casa a esa hora? Lo curioso era que, pese a la premura de su voz, no parecía enfadada. Más bien acelerada.

Joey salió de la habitación frotándose los ojos. Su padre, que la noche antes había bebido alguna cerveza de más, apareció en el pasillo bostezando y rascándose el trasero.

—¿Se puede saber qué haces tan temprano de vuelta, Teresa? —preguntó.

—Pues resulta que se inundó el restaurante —contestó la madre de Joey.

—¿Pero cómo? Si últimamente no llovió nada…

—Pues ya ves. Reventaron unas cañerías y quedó todo hecho una porquería. El dueño tiene que cerrar diez días. ¿Adivinaron qué? —añadió la madre, mirándolos a los dos.

Joey se lo había imaginado. Su madre quería visitar a Linda. Después de casarse, la hermana de Joey se había mudado a San Diego. Su marido Charlie trabajaba en la base naval como personal de mantenimiento y Linda había conseguido un puesto como maestra en un parvulario. La pareja incluso había comprado una casa de verdad, no un móvil cuyas paredes se podían atravesar con una patada.

Sin embargo, el reclamo irresistible que atraía a la madre de Joey no era aquella casa, sino su nieta Andrea, que tenía quince meses. La habían visto durante las vacaciones de primavera, ya que Linda y su marido habían venido a visitarlos; pero aquel permiso improvisado era una ocasión que la abuela Carrasco no iba a dejar escapar, máxime cuando su esposo estaba en paro.

—Mamá, yo no puedo ir —dijo Joey.

Aquello provocó una breve discusión. Joey explicó que tenía que entregar varios trabajos y que tanto el jueves como el viernes le esperaban exámenes importantes. Su madre titubeó. Su deber materno exigía que se preocupara sobre todo de su hijo de catorce años, pero su instinto de abuela la llevaba a San Diego a ver a una criatura que, por otra parte, se encontraba perfectamente atendida.

Luisa lo organizó todo con rapidez. Pasó revista al congelador, habló con Rosa Moral, la vecina del 115, que prometió echarle un ojo a Joey, y pegó un papel sobre la nevera con todo lo que debía comer y no comer su hijo durante esos días.

—Tranquila, mamá —dijo Joey—. Además, está Randall.

A Joey también le apetecía ver a su hermana. Más, por otra parte, no tardaba en aburrirse de las absurdas conversaciones que sostenían los mayores delante de Andrea, compuestas de monosílabos, balbuceos y palmadas, todo ello aderezado con sonrisas bobaliconas, gestos exagerados y ojos abiertos como platos. Además, la perspectiva de quedarse solo unos días le resultaba emocionante.

El resto de la mañana se pasó en preparativos frenéticos. A mediodía, los padres de Joey ya tenían listo el equipaje. Una vez cargado el viejo coche familiar, su madre le regaló unos cuantos consejos e instrucciones más ya en la puerta.

—Me portaré bien, mamá. No te preocupes.

—Una coca-cola al día no más, que te conozco, ¿eh?

—Sí, mamá.

Joey ya tenía sus planes. Se frotaba las manos por dentro pensando en sus noches temáticas de Star Trek, Dune y El señor de los anillos en 3D, regadas con coca-cola y alimentadas con varios sabores de pizza. Ya procuraría luego hacer desaparecer los cartones de las pizzas y reponer las latas de refresco.

De pronto su madre se quedó mirándolo muy seria, y Joey se temió: «Me ha leído el pensamiento».

Creo que deberías venir con nosotros.

Mamá, que tengo el instituto.

Ella lo abrazó con fuerza.

—No sé, de pronto he tenido un mal presentimiento, como si no fuéramos a volver a vernos en mucho tiempo.

—Sólo os vais una semana, mamá. Ya verás qué pronto se pasa.

Cuando por fin montaron en el coche, la madre de Joey tenía los ojos húmedos. No mucho después, Teresa Sánchez comprendería que la inundación del restaurante les había salvado la vida a ella y a su marido.

La suerte que pudiera correr Joey era otra cosa.

Atlántida
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