Capítulo 57
En vuelo sobre el Atlántico
—Decidí huir de la Atlántida. No me encontraba con fuerzas para enfrentarme a mis hijos. Quise que Kiru me acompañara, pero ella, pese a que me había liberado, se negó. No quise forzarla más después del daño que había ocasionado a su mente.
»El mercenario que me había vigilado durante los últimos años y que acababa de romper mis cadenas me ofreció sus servicios.
»—Después de haberte liberado me torturarán, señor —me dijo—. Pero si contratas mi hacha, te llevaré conmigo a mi ciudad, donde te recibirán con la hospitalidad que te mereces.
»—¿De dónde eres, guerrero?
»—Me llamo Idomeneo, señor, y soy de la noble ciudad de Atenas.
«Acepté su oferta. Antes de que amaneciera, Idomeneo y yo nos las arreglamos para llegar al anillo exterior. Una vez allí convencí a los tripulantes de un barco para que me llevaran con ellos. Recorrimos las Cicladas y tres días después llegamos a la ciudad de Atenas.
—¿Atenas ya existía entonces? —preguntó Joey.
—Sí, aunque no era como la que has visto en documentales. No existía el Partenón, ni templos griegos al estilo clásico. La Acrópolis era una fortaleza y la ciudad estaba muy separada de su puerto.
»Allí fui recibido por el rey, Erecteo, que me ofreció su hospitalidad.
»No habían pasado ni cuatro días cuando llegó la flotilla de la Atlántida. Como todos los años, venía para exigir tributo material y, sobre todo, humano.
»Los atenienses, como los demás vasallos de la Atlántida, debían entregar catorce jóvenes sin tacha, siete de cada sexo, para que fueran sacrificados junto a la cúpula, cerca de la cima del volcán.
—¿Por qué tenían que ser jóvenes? ¿Por qué no podían elegir viejos que ya estuvieran muy enfermos y se fueran a morir de todas formas? —preguntó Joey.
—Tal vez quienes crearon la cúpula eran así de crueles. O tal vez querían advertirnos de que utilizar la cúpula para comunicarse con la Gran Madre era un asunto muy serio que no debía tomarse a la ligera, y por eso le pusieron un precio tan alto.
Randall se peinó la barba, pensativo.
—Aunque sospecho que no es ésa la verdadera razón, que hay un malentendido básico. No creo que la sangre sea necesaria para abrir la cúpula. Ha de ser otra cosa…
»En fin. El caso es que los atenienses se negaron esta vez, y contestaron a los enviados: «El legítimo señor de la Atlántida está con nosotros y es nuestro huésped. No obedeceremos a los usurpadores». Yo no quise animarlos, pues sabía que por salvar catorce vidas podían perder muchas más, pero tampoco los disuadí.
«Conocía lo suficiente a mis vástagos para saber que su ira era instantánea. Cuando calculé que la flotilla había regresado a la Atlántida con las malas noticias, advertí al rey Erecteo de que debía evacuar la ciudad esa misma noche y ordenar a los moradores de la costa que también se alejaran.
—¿Por qué? —preguntó Alborada.
—Porque sabía lo que iban a hacer. Desde la primera vez que penetraron en la cúpula, Isashara y Minos habían perfeccionado sus artes. Si la primera vez provocaron sin quererlo el terremoto que devastó Creta, ahora lo hacían voluntariamente.
—¿Cómo?
—En aquella época te habría hablado de espíritus subterráneos y poderes mágicos. Ahora puedo expresarlo de otra forma. Tiene que ver con los nanobios.
Joey se apresuró a preguntar qué eran los nanobios. Tras explicárselo de modo bastante sucinto, Randall continuó.
—La cúpula de oricalco era un artefacto diseñado para unirse con la Gran Madre, y ésta no era más que la inmensa mente-colmena formada por la unión de los nanobios.
»La red de nanobios controla vastas fuerzas. Por sí mismos, los nanobios manipulan las energías que fluyen por el manto en forma de gases e hidrocarburos y que a la vez son su fuente de alimentos. Los movimientos de esos gases pueden provocar terremotos, y además causan desequilibrios y movimientos internos que desencadenan cambios de temperatura y migraciones masivas del magma.
»Pero disponen de otros recursos más poderosos. Pueden influir en el magnetismo de nuestro planeta a todas las escalas y originar flujos de energía que proceden desde el mismísimo núcleo de metal fundido de la Tierra.
»Algo que, me temo, es lo que está ocurriendo ahora.
—¿Lo han provocado tus hijos? —preguntó Joey.
—No lo sé. En aquel entonces no se atrevían a tanto, y desde luego yo tampoco me atreví. Trastear a ese nivel podría suponer el desencadenamiento de unas fuerzas que quizá ya no podría controlar ni la Gran Madre.
—Lo que significaría…
—La destrucción del planeta entero. No sólo la extinción de la vida que conocemos, sino una explosión desde el núcleo que rompería la Tierra en fragmentos.
—¿Puede haber alguien tan loco que quiera destruir el planeta viviendo en él? —preguntó Joey.
—¿Loco? Sí. No sé con qué designio fuimos creados los Homo immortalis. Pero, básicamente, somos humanos. Y la mente humana no está preparada para la inmortalidad.
—Eso no me lo creo. ¡Yo estaría preparado!
Randall soltó una carcajada.
—Son demasiados recuerdos, demasiado tiempo encerrado aquí dentro con uno mismo. —Randall hizo toc-toc con los nudillos en su propio cráneo—. El ser humano no es como la mente colectiva de la Gran Madre. Básicamente está solo. La soledad acaba llevando a la locura. Y la locura… puede llevar a cualquier parte, incluso a la destrucción total.
»Con todo, no creo que estas erupciones sean cosa de ellos. Hace unos días percibí una alteración en el flujo magnético de la Tierra y capté un fragmento de los pensamientos de la Gran Madre. Sin una mujer de mi especie y sin la cúpula no puedo interpretarlo. Pero fue entonces cuando decidí ir a Long Valley.
»Incluso mientras lo hacía pensaba que estaba corriendo un gran peligro al acercarme al corazón de un supervolcán. No obstante, el destino o el azar decidieron que justo allí encontrara la forma de huir —dijo, señalando con un amplio gesto el reactor en el que viajaban.
* * *
—Mis hijos preferían manipular la cúpula en noches de luna llena, pues se habían dado cuenta de que la Gran Madre era más moldeable entonces. Ahora sospecho la razón. En el plenilunio, cuando la luna está a un lado de la Tierra y el Sol al contrario, las fuerzas de marea, que no sólo afectan a los océanos, sino también a la roca fundida del interior del planeta, son más poderosas.
»Pero no era imprescindible que hubiera luna llena. Estaban indignados por mi huida y por la insolencia de los atenienses, y decidieron actuar cuanto antes.
»Cuando apenas faltaban unas horas para amanecer, sentimos cómo el suelo temblaba. La gente gritó de pavor, pero nadie murió, pues gracias a mi consejo el rey había congregado a todo su pueblo en la llanura del río Céfiso, al aire libre. Más de la mitad de los edificios de Atenas se derrumbaron: de haber estado durmiendo en sus casas, miles de atenienses habrían perecido.
—De modo que salvaste muchas vidas —dijo Joey.
—Así es. También me ayudaron Isashara y Minos, que en su rabia y precipitación no fueron lo bastante precisos. El epicentro del seísmo se hallaba en el mar. Un tsunami azotó la costa oeste de la región donde se encuentra Atenas, el Ática. Con el tiempo, los mitos hablarían de cómo Poseidón, señor de los terremotos, había enviado contra Atenas un monstruoso toro del mar, como llamaban a los tsunamis.
»Pero la flota ateniense estaba varada en la costa este del Ática, donde la ola gigante no la afectó.
»Los atenienses siempre fueron un pueblo orgulloso, audaz y a veces temerario, como demostraron siglos más tarde cuando se enfrentaron al poderoso imperio persa.
»Ahora, indignados por la destrucción de la ciudad, decidieron que estaban hartos de sufrir el yugo de la Atlántida y que era hora de sacudírselo. De modo que planearon lo que nadie se había atrevido a hacer jamás: invadir la Atlántida.
—¿Usted no trató de disuadirlos? —preguntó Alborada.
—No sabía muy bien qué hacer. Quería evitar el derramamiento de sangre. Pero salvar ahora diez mil vidas podría significar en el futuro cientos de miles de muertes.
»El rey Erecteo llamó a todos sus guerreros, armados con lanzas de punta de bronce y con grandes escudos forrados de piel de vaca. Y también convocó a los de las ciudades vecinas, como Eleusis, y a los de las islas más cercanas, como Egina o Salamina.
«Mientras los atenienses y sus aliados sacrificaban cien bueyes a su dios del cielo, Zeus, el suelo de la Atlántida empezó a temblar.
—¿Cómo lo supiste? —preguntó Joey.
—No lo supe entonces. De lo contrario, tal vez habría disuadido al rey de aquella expedición. Me enteré mucho más tarde, cuando fui recopilando relatos de supervivientes.
»Mis hijos estaban tan enrabietados que no habían sido lo bastante cuidadosos. En realidad, llevaban demasiado tiempo usando de forma irresponsable un inmenso poder que apenas conocían y que, en su soberbia, creían dominar por completo.
»Isashara y Minos no comprendían que, al obligar a la red de nanobios a descargar tensiones en ciertas zonas de la corteza terrestre, las acrecentaban en otras. El volcán que dormitaba bajo la bahía de la Atlántida despertó. De la noche a la mañana empezó a escupir llamaradas, rocas ardientes y chorros de gas. No fue una erupción muy potente. Duró medio día a lo sumo. Pero bastó para sembrar la alarma en la Atlántida.
»En la isla exterior había una ciudad llamada Qwera, que ahora se conoce como Akrotiri. Sus habitantes, asustados, recogieron sus pertenencias más preciadas y evacuaron la isla. Al día siguiente de la erupción, Akrotiri era una ciudad fantasma. Y así lo sigue siendo hoy día. Por eso los arqueólogos no han encontrado en ella nada de valor.
»Pero en la Atlántida no sucedió lo mismo. Minos e Isashara no estaban dispuestos a permitir que sus habitantes huyeran. Ordenaron cerrar las grandes cadenas que bloqueaban la bocana del puerto. Los heraldos recorrieron la ciudad, pregonando que estaba prohibido abandonarla, y que de todos modos los habitantes no debían temer, pues los hijos predilectos de la Gran Madre garantizaban que nada malo podía ocurrirle a la ciudad sagrada de la Atlántida.
»Los estaban condenando a muerte sin saberlo. En cualquier caso, les habría dado igual.
La azafata, que llevaba casi todo el vuelo en la cabina de mando, salió para preguntarles si querían comer. A Joey le sonaban las tripas de hambre, pero Alborada se adelantó.
—Preferimos que no nos molesten por el momento. Gracias, señorita —añadió con una sonrisa que venía a decir «Largo de aquí».
«Maldita sea», pensó Joey, pero no dijo nada.
Randall reanudó su relato.
—Isashara y Minos decidieron esperar hasta que llegara el plenilunio. Supongo que pensaron que aquella pequeña erupción se debía a que no habían respetado sus propios rituales.
«Pasaron cinco días. En ese tiempo, la flota ateniense zarpó y se dirigió hacia la Atlántida.
»Con ella viajaba yo. La excusa era que los atenienses iban a devolverme el trono. En realidad, yo quería reducir la matanza lo más posible. Sabía que, una vez entraran en el fragor de la batalla, si los atenienses triunfaban, la sed de sangre y de botín haría que se abatieran como lobos sobre la población.
»No diré que los habitantes de la Atlántida fueran inocentes. Si se convertían en esclavos de los atenienses, no sería porque no se lo hubieran merecido. Durante mucho tiempo se habían beneficiado de los sacrificios humanos y del mal uso del poder de la cúpula de oricalco. Gracias a eso eran ricos y estaban acostumbrados a vivir sin trabajar, y muchos tenían panza y las manos tan suaves como bebés.
»Pero yo había reinado allí, y no quería que mi antiguo pueblo fuese masacrado.
«Obviamente, no lo conseguí. Pero no fue el acero lo que los mató.