Capítulo 35
Santorini
Las previsiones de Iris se habían cumplido en parte. El dolor que había empezado bajo su ojo izquierdo se convirtió, en efecto, en jaqueca. Por no agravarla, tan sólo tomó una copa de vino durante la cena. Spyridon Kosmos apareció ya al final, a la hora de partir la tarta. Por si no hubiera hablado ya suficiente, Sideris pronunció un elogio del magnate griego tan lisonjero que muchos de los presentes intercambiaron discretas miradas de vergüenza ajena.
Aunque no había más que dos velas, Kosmos tuvo que soplar varias veces para apagarlas. Cumplida la misión, probó un trozo de la tarta y se despidió de sus invitados. No había pasado con ellos ni quince minutos, pero Iris agradeció que se marchara. En aquel anciano que atesoraba más poder que muchos jefes de estado había algo que la inquietaba, una especie de aura maligna.
La previsión que no se cumplió fue la relativa a su inminente discusión con Finnur. Su novio no había esperado a quedarse a solas con ella en la habitación. En cuanto Kosmos abandonó la sala, Finnur empezó a reprocharle por haber contestado al mensaje de Eyvindur.
—Lo de antes ha sido una descortesía imperdonable. No se pueden perder los papeles así.
La primera vez se lo había dicho en susurros, pero conforme fue bebiendo más vino y más ouzo subió la voz. Finnur estaba obsesionado con su cuerpo, no comía pan ni grasas y apenas probaba el alcohol. Por eso, en cuanto bebía un poco más de lo habitual, se le subía a la cabeza. A veces se volvía simpático y divertido. Pero eso ocurría una vez de cada cinco. Y esa noche no tocó en suerte.
Durante la sobremesa surgieron varios temas de conversación, en los que Finnur, delante de todos, se opuso sistemáticamente a las opiniones de Iris. Tras hablar de la política griega, de arte e incluso de deportes, la joven decidió que lo mejor era callarse, echó atrás su silla y se dedicó a pensar en la conversación que había tenido con Eyvindur.
«¿Por qué es tan importante la velocidad de escape de la gravedad terrestre?», se preguntaba una y otra vez. Para desesperación de Iris, si ella misma no obtenía la solución de los acertijos que Eyvindur le planteaba, él jamás se la revelaba.
La velada se prolongó hasta las dos, y después los invitados se retiraron a las habitaciones. «Ahora viene la discusión», pensó Iris al cerrar la puerta. Sin decir nada, se sentó en la cama para quitarse los zapatos. Finnur se acercó por detrás y empezó a acariciarle los hombros y el cuello.
Normalmente a Iris le gustaba que su novio la masajeara; sobre todo si sufría dolor de cabeza, como ahora. Pero estaba muy enfadada con él y además no podía dejar de pensar en Gabriel Espada, aquel canalla cuyos ojos de fósforo la tenían obsesionada. Por una razón o por otra, sentía el contacto de los dedos de su novio como el de las escamas de una serpiente o la viscosa tripa de un sapo, y se le erizó el vello de la nuca.
—Se te ha puesto la piel de gallina —dijo Finnur, halagado, pensando que era por el placer que le provocaban sus manos.
Iris no quería decirle que en aquel momento la repelía su roce, de modo que se puso de pie y se dirigió al baño. Pero antes de que llegara a la puerta, Finnur la abrazó por detrás, aferrando un pecho en cada mano. Iris notó que a su novio se le estaba poniendo dura. «Pues esta noche tendrás que recurrir al autoservicio», se prometió, mientras le apartaba los brazos.
Finnur la obligó a darse la vuelta.
—¿Se puede saber qué te pasa?
—¿Que qué me pasa? Te has pasado toda la noche haciéndome de menos y ahora pretendes arreglarlo echándome un polvo.
Finnur frunció las cejas. ¿Haciéndote de menos? ¿De qué demonios estás hablando?
—No has perdido una sola ocasión de llevarme la contraria. ¡Dios!, y para una vez que cuento algo, me interrumpes «Esa historia de la erupción del Strómboli es demasiado larga. Vas a aburrir al personal». Si tanta vergüenza ajena te doy, ¿qué demonios haces conmigo?
—Lo siento. No sabía que eso te iba a molestar. Además, una pareja no tiene por qué coincidir en todas las opiniones.
—Tus opiniones me dan igual. Por mí, como si piensas que dos y dos son cinco. ¡Lo que no soporto es que me trates como si fuera inferior!
Finnur volvió a agarrarla por la cintura y tiró de ella para que sus caderas se tocaran.
—Vamos, ¿no crees que lo mejor para arreglar una discusión es un poco de sexo?
—¡Qué típico masculino! En el momento en que más enfadada me tienes y en que menos atracción siento por ti, se te ocurre que me puede apetecer tirarme en la cama y abrirme de piernas para que me la metas.
La misma Iris pensó que estaba siendo demasiado agresiva, pero parecía que su lengua hubiera tomado el control por sí sola.
—No estoy hablando de follar con una prostituta, sino de hacer el amor con mi pareja. No seas tan vulgar, Iris.
—Y tú no finjas ser romántico de golpe.
Iris se intentó apartar, pero él la agarró de los hombros con más fuerza y le acercó los labios al oído.
—Llevamos casi un mes sin hacerlo —susurró Finnur. El cosquilleo del aire en su oreja le resultó insoportable. «¿Qué demonios me está pasando? —pensó—. Sigue siendo mi novio. No debería darme asco».
Finnur la intentó besar. Los labios y la lengua le sabían a vino. Cuando ella también estaba achispada le resultaba incluso agradable y excitante. Pero en aquel momento fue como probar vinagre revenido.
—Ya que llevas la cuenta de cuándo fue la última vez que hicimos el amor, ¿recuerdas también cuándo fue la última vez que hiciste algún comentario elogioso hacia mí o hacia mi trabajo?
Se estaba disparando. No quería provocar una pelea. Si por ella fuera, habría esperado a que Finnur empezase a roncar, cosa que solía ocurrir un minuto después de que cerrara los ojos, y sólo entonces se habría metido en la cama, en silencio.
Pero la chispa se había encendido ya. Y no era la del amor precisamente.
—Estás obsesionada con que te hago de menos. Eso es porque tienes complejo de inferioridad.
—¿Qué complejo voy a tener? Los dos hemos hecho los mismos estudios, y yo saqué notas más altas que tú. Si te han nombrado a ti jefe del equipo es porque Sideris y Kosmos son dos machistas.
—Ya estás de nuevo con lo del machismo. En el fondo, creo que estás deseando saber lo que es un auténtico macho, kanina.
Finnur la hizo girar y la empujó hacia la cama. Iris cayó do espaldas, la nuca le rebotó en el colchón y por un momento se mareó. El aprovechó para tenderse encima de ella, estirarle los brazos por encima de la cabeza y apresarle las muñecas con la mano derecha. Era un hombre fuerte por naturaleza, pasaba muchas horas en el gimnasio y además sus dedos eran duros como tenazas. Con la otra mano le abrió la camisa de un tirón, haciendo saltar un botón por los aires. Después le estrujó los pechos como si quisiera sacar zumo de ellos y empezó a lamerla en el escote.
«Si me dejo se quedará dormido y acabaremos con esto de una maldita vez», pensó Iris.
Pero al sentir la lengua de Finnur se imaginó que una babosa reptaba entre sus senos. No podía soportarlo. Aprovechando que él había aflojado la presión sobre sus manos, liberó la derecha y le dio un palmetazo en la oreja.
Finnur se incorporó con un grito de dolor y la miró entre enfadado y perplejo.
—¡Vamos, kanina! Me has dicho muchas veces que tienes la fantasía de que te violen.
—No confundas una fantasía con hacerlo de verdad.
—¿Ahora me estás llamando violador? ¡Claro que sí! ¡Vean aquí a Finnur el machista, el que desprecia a las mujeres, el violador!
—No des esas voces. Se va a enterar toda la mansión.
El respiró hondo y respondió en voz más baja, conteniendo la ira a duras penas.
—¿De qué se van a enterar? ¿De que estás loca?
—Si no te das cuenta de que en este momento lo último que quiero es satisfacer tus fantasías, es que eres incluso más majadero de lo que pareces.
Al momento se arrepintió de las palabras que acababa de pronunciar. Finnur podía aguantar que lo llamaran «egoísta», «frío», «insensible», porque en el fondo esos calificativos coincidían con la imagen que quería dar de sí mismo como hombre racional y calculador que controlaba su entorno. Pero los insultos a su inteligencia o a su dignidad le provocaban estallidos de cólera.
Una luz peligrosa se encendió en los ojos de Finnur. Agarró la muñeca de Iris con la mano izquierda y apretó con tanta fuerza que ella pensó que se la iba a dislocar. Al mismo tiempo, levantó el brazo derecho con el puño cerrado y lo echó hacia atrás para tomar impulso. La violencia de su ademán y, sobre todo, el odio de su mirada aterraron momentáneamente a la joven, que cerró los ojos esperando el golpe.
Pero no llegó.
Iris abrió los ojos. El puño de Finnur temblaba en el aire.
—No vuelvas a hablarme así —dijo él, rechinando los dientes—. En tu puta vida se te ocurra volver a hablarme así.
Iris reaccionó por fin. De un tirón se soltó el brazo, y luego empujó con todas sus fuerzas a Finnur. Éste cayó de espaldas en el colchón, rebotó y rodó por los pies de la cama hasta el suelo. Iris no se lo pensó un segundo, salió corriendo de la habitación y cerró de un portazo.
* * *
Una vez fuera, se detuvo sin saber adonde ir. Los pasillos de la mansión estaban iluminados con antorchas que desprendían olor a resina. Las sombras cambiantes proyectadas por las llamas convertían en figuras amenazantes a los mismos personajes de los frescos que de día sonreían optimistas y joviales. Las sacerdotisas de pechos desnudos parecían de repente arpías sanguinarias, y los alegres diseños de plantas se antojaban criaturas lovecraftianas provistas de tentáculos.
«Respira hondo, Iris», se dijo a sí misma. En el silencio del pasillo, su corazón palpitaba como un timbal. Pero aquella quietud duró un instante. La puerta de la habitación se abrió y en el hueco apareció la silueta de Finnur, perfilada contra la luz del fondo.
Cuando se conocieron, a Iris le encantó que Finnur fuera tan alto y musculoso. Ahora, de pronto, se le antojó un oso enfurecido a punto de atacar, y deseó haberse emparejado con alguien más bajito que ella.
—¡Iris! ¡Vuelve ahora mismo!
A la izquierda, al fondo del pasillo, había una escalera. Iris corrió hacia ella, agradecida de no haberse descalzado ni cambiado de ropa para acostarse. A ambos lados había puertas de madera que daban a las habitaciones de los demás invitados. No sabía quién dormía en cada una, pero tampoco quería presentarse a esas horas en el cuarto de nadie pidiendo socorro por lo que podía parecer una vulgar pelea de pareja. Los gritos de Finnur le hacían sentir tanto bochorno que pensó en volver a la habitación con él para que se callara. Pero al recordar su mirada de odio, que la había asustado incluso más que su puño levantado, apretó el paso.
Los escalones apenas se distinguían entre las sombras. Iris los bajó de dos en dos, y cuando creyó llegar al final todavía se encontró con tres peldaños más. Al chocar con el suelo tras aquel último salto inesperado, su rodilla derecha crujió y la joven ahogó un gruñido de dolor. El impulso la lanzó adelante, pero manoteó como una funambulesca y para su propia sorpresa, después de unas cuantas zancadas sin control, logró recuperar el equilibrio y no caer de bruces al suelo.
—¡Iris! ¡Deja de hacer tonterías! ¡Ven aquí!
La voz de Finnur sonaba más arriba, lo que significaba que no había bajado todavía las escaleras. Iris dobló hacia la derecha, y luego siguió por un pasillo tortuoso como una greca. Avanzó a trompicones, chocando con las paredes y usando las manos para cambiar de dirección y tomar impulso, como una nadadora haciendo largos en una piscina minúscula.
Las llamadas de Finnur se oían cada vez más lejanas. Iris encontró otra escalera y la bajó, y después recorrió más pasillos y cruzó varias estancias, muchas de las cuales estaban a oscuras. En aquel laberinto, se sintió como un Teseo que hubiera extraviado el hilo de Ariadna.
No tardó en perder toda orientación, mientras atravesaba zonas cada vez más lóbregas. Su intención era salir de Nea Thera.
Estaba dispuesta a dormir fuera, acurrucada entre las rocas, o bajar hasta el embarcadero y pedir que la dejaran acomodarse en alguno de los veleros amarrados allí.
Por lo que recordaba, la entrada principal se hallaba en la parte más baja de la mansión. Ignoraba cuántas escaleras tenía que bajar, puesto que el palacio estaba construido sobre un terreno abrupto y empinado. Su alzado se adaptaba a él en un diseño de terrazas y niveles ascendentes, de tal modo que, aunque ninguna pared tenía más de tres pisos, la diferencia de altura entre la puerta principal y la azotea más alta debía ser de unos treinta metros.
Cuando ya hacía rato que había dejado de oír las llamadas de Finnur, dio con una escalera más larga y empinada que las demás. Al llegar abajo, pensó que estaba en un callejón sin salida. En vez de un rellano que se bifurcaba en dos o tres galerías, como hasta ahora, se había topado con una puerta metálica, cerrada con una barra. Dudó un segundo, y después empujó la barra hacia abajo, con la absurda idea de que al abrir se encontraría ante el garaje de un centro comercial.
En cierto modo, aquella gran sala recordaba a un aparcamiento. Estaba iluminada por bombillas que dibujaban un círculo de luz en el centro, había varias columnas cuadradas que sustentaban el techo y el suelo era de cemento gris. Aunque no podía saberlo con seguridad, sospechó que aquella especie de hangar era un subterráneo excavado en la roca.
Pero enseguida dejó de pensar en ello, porque dentro del círculo de luz había algo que reclamaba toda su atención.
Una semiesfera perfecta de unos cinco metros de diámetro.
Iris recordó la cúpula que habían detectado el día anterior con el perfilador de fondos. No podía ser casualidad que la forma y el tamaño coincidieran. ¿Por qué se habían dado tanta prisa en sacarla del mar y traerla aquí?
No sólo la habían traído, sino que la habían limpiado a conciencia. Las luces le arrancaban brillos de oro entreverados con destellos verdosos. Aunque las bombillas encastradas en el techo emitían una luz estable, su reflejo sobre la cúpula metálica parecía vivo, como si la superficie del objeto fuera de mercurio.
Iris se acercó más. Al hacerlo, se le erizaron la nuca y los antebrazos y creyó oír una vibración, un zumbido casi imperceptible. Por lo que recordaba, aquel artefacto emitía un campo magnético.
Tocó la cúpula. Al hacerlo sintió en los dedos un cosquilleo inquietante. Aunque la superficie era lisa, le pareció palpar bajo ella un relieve. Sí, se sentía lisa y rugosa a la vez, como si sus dedos se hubieran duplicado y estuvieran en dos sitios simultáneamente.
El metal de la cúpula ondeó como un líquido. Sobre el fondo dorado apareció una especie de filigrana trazada con finísimos hilos verdes. Los hilos se extendieron y trenzaron tejiendo una red que rozó los dedos de Iris. El cosquilleo se hizo más intenso y las falanges se le tiñeron de verde, como si aquella especie do alga estuviera contaminando su piel. Al mismo tiempo escuchó un susurro casi imperceptible en su cabeza, un coro de infinitas voces fantasmales.
Iris apartó la mano como si la hubiera mordido una cobra. Cuando se miró las yemas de los dedos, le pareció ver cómo el trazado de líneas verdes se desvanecía ante sus ojos.
«¿Qué demonios es esto?», se preguntó, fascinada y asustada a la vez.
—Así que ha descubierto la cúpula de la Atlántida.
Al oír la voz a su espalda dio un respingo y se volvió, levantando las manos como si la apuntaran con una pistola.
Era Sideris, con cara de pocos amigos.
—Es usted. Qué susto me ha dado.
—No debería estar aquí, señorita.
«¿Desde cuándo es usted el portero de la mansión Kosmos?», pensó Iris, pero se mordió la lengua. Había algo en el gesto de Sideris que no presagiaba nada bueno.
—Lo siento, salí a dar una vuelta y me he extraviado. ¿Ha dicho usted que ésta es la cúpula de la Atlántida? ¿Qué quiere decir?
Sideris se acercó al artefacto y extendió la mano, sin llegar a rozar su superficie. Sus dedos tenían las uñas curvadas hacia abajo. «Dedos en palillo de tambor», pensó Iris. Era síntoma de que el sistema circulatorio de Sideris no conducía suficiente oxígeno. Lo sabía porque su padre los tenía igual.
—Hace unos días, el terremoto en el que murió la doctora Christakos nos hizo descubrir una cripta secreta. En ella había unas pinturas que representaban esta cúpula. ¿Sabe dónde estaba originalmente?
—¿Cómo puedo saberlo?
Sideris se volvió hacia ella.
—En la ciudad que se alzaba en la isla central de la Atlántida, al pie del volcán. Es tal como sostenía yo. Esas pinturas y esta cúpula demuestran que tenía razón.
—Pero, aunque hubiera una ciudad, ¿cómo puede saber que se trataba de la Atlántida?
—Porque había signos escritos en lineal A. Justo al lado de la cúpula se lee «A-ta-ra-na-ti-da». Teniendo en cuenta que en lineal A la l y la r se escriben igual, sólo hay una lectura posible. Atlántida.
Iris volvió a mirar a la cúpula. A cierta distancia, la filigrana era tan fina que apenas se intuía como una mancha cambiante que teñía de verde la superficie dorada.
—Entonces la Atlántida existió…
—Es algo de lo que yo siempre he estado convencido. Los frescos y esta cúpula lo demuestran. ¿Ha oído hablar del oricalco?
Iris hizo memoria.
—¿No era un metal con propiedades desconocidas?
—Eso se ha dicho a menudo. En realidad, oricalco no significa más que «bronce de la montaña» en griego clásico. Como ya le he dicho, esta cúpula estaba situada bajo la cima del volcán, según demuestra el fresco que hemos hallado en la cripta. Ignoramos de qué material está construida esta semiesfera, pero de lejos se parece al bronce. ¿Lo entiende? Bronce más montaña nos da oricalco.
—Ya veo.
—Así que aquí tenemos la auténtica cúpula de oricalco, el metal secreto de la Atlántida. El descubrimiento más importante de la historia de la arqueología.
El rostro de Sideris resplandecía. Sin duda, ya se veía, apareciendo en informativos de máxima audiencia.
De pronto su gesto cambió. Frunciendo el ceño, se volvió hacia Iris.
—No puede contarle a nadie nada de lo que ha visto aquí. Aún es demasiado pronto para decir nada.
—No se preocupe por mí. Siempre he respetado la cláusula de confidencialidad.
—Eso no me basta.
—¿Cómo que no le basta?
Sideris avanzó un paso hacia ella. Su mirada era inquietante. ¿Pensaba atacarla? Era un hombre corpulento, pero duplicaba en edad a Iris y, por su barriga, el color sanguíneo de su cara y sus dedos, daba la impresión de que cualquier esfuerzo podía provocarle una angina de pecho.
«¿Con cuántos hombres tendré que pelearme hoy?», pensó.
—Escuche, Sideris. Soy vulcanóloga, no arqueóloga. No pretendo llevarme ninguna gloria por redescubrir un artefacto de la Atlántida. Se la dejo toda para usted —dijo, retrocediendo para alejarse de la cúpula.
—¿Cree que es la gloria personal lo que me mueve, jovencita? —dijo Sideris, enrojeciendo—. ¡Soy un científico! ¡Mi único afán es descubrir la verdad y ofrecérsela a la humanidad!
—Tranquilícese —dijo Iris, poniendo las palmas por delante y sin dejar de recular—. Le prometo que no le diré nada a nadie, ni siquiera a Finnur. Seré una tumba.
—¡Las promesas de una mujer no me sirven! —dijo Sideris, sin dejar de avanzar hacia ella.
«Dios mío, se ha vuelto loco», pensó Iris. Se dio la vuelta y, por segunda vez esa misma noche, se dispuso a correr.
Entre las sombras que rodeaban el círculo de luz oyó un rechinar metálico que le era familiar. Primero la pelea con Finnur y después la extraña actitud de Sideris la habían asustado. Pero ahora la invadió un pánico inexplicable, tan intenso que se agarró a su pecho y a su estómago y le arrugó las entrañas. Al igual que un conejo que cruza la carretera y se topa con los faros de un coche, Iris cayó de rodillas y se quedó paralizada.
—Usted no va a ir a ninguna parte, señorita —dijo una voz áspera como esmeril.
Iris se volvió hacia su derecha. La silla de ruedas del señor Kosmos entró en el círculo iluminado. El anciano tenía el cuello ladeado sobre la hombrera de la chaqueta, que formaba bolsas sobre su cuerpo. Pero toda la fuerza que les faltaba a sus miembros les sobraba a sus ojos duros y negros como obsidiana.
Iris no habría tenido más miedo aunque hubiese viajado en un avión con los motores ardiendo y cayendo en picado hacia el mar. Aquel oscuro temor que la poseía emanaba de Kosmos, como un olor putrefacto que no se captaba por la nariz, sino por algún sentido más antiguo conectado directamente con las vísceras. Iris pensó que aquel anciano maligno era capaz de descuartizar su cuerpo y después devorar su alma.
—Yo no… no le diré nada a nadie, lo juro —balbuceó.
—De eso estoy seguro —dijo Kosmos, cada vez más cerca.
—Señor Kosmos, por favor, no me haga nada… —suplicó. Los ojos se le habían llenado de lágrimas. ¿Por qué? ¿A qué se debía ese miedo innatural?
—¿Qué interés tendría yo en hacerle daño? Soy yo quien paga su seguro. —El anciano soltó una carcajada—. Pero tendrá que aceptar mi hospitalidad unos cuantos días más. Después de lo que ha visto, no puedo dejar que salga de Nea Thera.
La sensación de pavor era tan intensa que Iris se agarró el pecho, temiendo que el corazón le estallara como una granada de mano.
«Dios mío —pensó—. ¿Será así como murió Rena?».
Para asombro de Iris, el señor Kosmos se enderezó en la silla, apoyó las manos en ella y se puso en pie sin ningún esfuerzo. Al hacerlo, aquel traje que le formaba bolsas en los hombros y el pecho resbaló y se colocó por sí solo sobre su cuerpo. Aunque le quedaba grande, su caída revelaba que el cuerpo del anciano, lejos de estar contrahecho, era el de un atleta.
«¿Qué locura es ésta?», pensó Iris, respirando en bocanadas tan breves y apresuradas que apenas le llegaba oxígeno a los pulmones.
Kosmos avanzó hacia ella, muy despacio pero con el paso elástico y seguro de un hombre joven. Mientras lo hacía, se llevó la mano a la barbilla y tiró de la piel hasta arrancársela.
Piel no, se corrigió Iris. Era una máscara de látex o algún material parecido. Ahora comprendía el exceso de maquillaje. Era, en efecto, para disimular la edad, pero no del modo que ella había creído al principio. El rostro del hombre que seguía acercándose a ella no tenía apenas arrugas, aunque por lo serio de su gesto y lo duro de sus rasgos no lo habría calificado como joven.
«Si ha revelado delante de mí este secreto, es porque no me considera una amenaza», pensó Iris. Lo que significaba que pensaba matarla. ¿No habría hecho algo parecido con Rena?
Ella estaba en las excavaciones aquella noche. ¿Y si descubrió la cripta? Por eso Kosmos acabó con Rena provocándole un infarto.
«Eso es imposible», se rebatió a sí misma. Pero el pecho le dolía cada vez más, como si hurgaran bajo sus costillas con un picahielos.
—Déme su móvil —dijo el millonario, tendiéndole la mano.
Iris seguía tan aterrorizada que, aunque intentaba controlar sus esfínteres, se le habían escapado unas gotas de orina. Sin embargo, conservaba una mínima chispa de lucidez. Su única posibilidad de seguir viva era mantener una vía de comunicación con el exterior.
Se metió la mano en el bolsillo derecho de su pantalón y palpó un instante. El móvil extraoficial tenía una pequeña pegatina transparente. Tanteó hasta coger el otro, lo sacó del bolsillo y se lo entregó a Kosmos.
—No pienso contar nada, señor Kosmos. —No le hacía falta fingir para que su voz sonara con un trémolo de miedo—. Puede confiar en mí.
—Desde luego que no va a contar nada —respondió Kosmos, guardándose el teléfono. Sus ojos eran tan oscuros que el iris no se distinguía de la pupila.
Iris se llevó la mano al pecho. Hacía rato que los pinchazos eran tan insoportables que ya ni sentía el dolor de la mandíbula. Su corazón debía estar acercándose a las doscientas cincuenta pulsaciones. «Voy a morir», comprendió. No pudo evitarlo y cayó de rodillas ante Kosmos.
—¡No me mate, por favor! —sollozó—. ¡No sé qué he hecho, pero no me mate! ¡Por favor, por favor…!
El le puso la mano en la cabeza. De su palma emanaba un calor seco que, por contraste con la gelidez que sentía en su interior, hizo que Iris se estremeciera. Pero la sensación de pánico desapareció de repente. La ausencia de aquel miedo animal era casi equivalente a la felicidad absoluta, e Iris estuvo a punto de abrazar las rodillas de Kosmos para darle las gracias.
Pero aunque él estaba dominando sus emociones como un titiritero, en el fondo de su mente la razón de Iris seguía funcionando, y le decía: «No vas a salir de ésta».
Para confirmar aquel pensamiento, Kosmos le dijo:
—Aún no ha llegado el momento de eso, Iris. Cuando el la llegue tendremos que abrir la cúpula de oricalco. Y eso no puede hacerse sin derramar sangre.
»El viernes, cuando salga la luna llena, hablaremos.
Y, aunque ella misma no podía creer lo que le estaba pasando, cuando oyó aquellas palabras Iris sintió que una cálida felicidad se apoderaba de su cuerpo.