Capítulo 27
Santorini, Nea Thera
Era la primera vez que Iris iba a visitar Nea Thera, la mansión minoica de Spyridon Kosmos. El magnate celebraba su nonagésimo cumpleaños, y por alguna razón desconocida, en lugar de rodearse de ministros, banqueros o estrellas del cine y el deporte, había invitado al equipo de las excavaciones de Akrotiri.
Estaban cruzando la bahía en un barco de madera cuyos esbeltos mástiles sólo servían de adorno, pues la propulsión la brindaba un ruidoso motor. Desde allí, podían ver el palacio de Kosmos, encaramado sobre las rocas volcánicas del islote. Y, por encima del palacio, el penacho blanco de la fumarola, una columna de humo que se elevaba a varias decenas de metros, como la chimenea de una central térmica.
No era la actividad geológica en el centro de la bahía lo más preocupante. La boca volcánica de Kameni sólo estaba eructando unos cuantos gases, como un bebé aquejado de cólicos. La propia Iris sabía que de momento el magma acumulado a miles de metros bajo ellos no intentaría salir a la superficie. Aunque «de momento» podía significar cuatro o cinco días.
La joven volvió la mirada hacia la popa. Por encima de los abruptos acantilados de Tera se levantaba otra nube, pero mucho más alta y oscura que la de Kameni. Provenía del volcán submarino de Kolumbo, a unos ocho kilómetros al nordeste de Santorini.
La última erupción de Kolumbo se había producido en el año 1650, y los gases y flujos piroclásticos mataron a más de setenta personas en Santorini. Desde entonces el volcán había dormido bajo las aguas.
El martes, sin embargo, se había producido un temblor de 5,4 mientras Iris y Finnur examinaban el fondo de la bahía con el Poseidón. Aquel seísmo fue el heraldo del inesperado despertar del Kolumbo, que los había pillado por sorpresa tanto a ellos como a los miembros del ISMOSAV.
Durante unos minutos, las aguas habían borboteado. Después, el volcán empezó a arrojar lava a más de quince metros por encima de las olas y la columna de gases sulfúricos se elevó hasta tres kilómetros de altura. El espectáculo atrajo a los turistas en masa a la parte este de Tera, sobre todo por la noche: en la oscuridad, la lava brillaba sobre las aguas como un corazón palpitante al rojo vivo.
Pero la misma noche del martes empezaron a caer cenizas sobre Santorini, y el viento trajo gases que irritaban los ojos y la garganta y se agarraban a los bronquios. Las autoridades decretaron la alerta naranja y la evacuación empezó el miércoles por la mañana. Durante todo el día no habían dejado de aterrizar y despegar aviones en el pequeño aeropuerto de la isla, y el tráfico de ferrys atestados de pasajeros era constante.
—Pandilla de cobardes… —mascullaba Sideris, sentado en la proa.
Se refería al resto del equipo. De las treinta personas a las que había invitado Kosmos, sólo diez acudían a la fiesta. De hecho, Iris sabía que muchos trabajadores de las excavaciones, incluyendo arqueólogos titulados, habían solicitado plaza en los vuelos de evacuación. Algunos ya ni siquiera estaban en la isla.
Por supuesto, eso no se aplicaba a ella ni a Finnur. Como vulcanólogos, se encontraban donde debían. Además, en teoría no corrían peligro. Aunque el volcán de Kolumbo produjera un tsunami, la masa de Tera, la isla mayor de Santorini, protegía a Kameni en una especie de abrazo.
No obstante, Iris no las tenía todas consigo. La erupción de Kolumbo parecía relativamente pequeña. Por ahora. Tal como se estaba comportando la Tierra en los últimos días, temía que en cualquier momento el volcán submarino recibiera una inyección suplementaria de roca fundida a modo de anabolizantes. Si eso ocurría y la presión aumentaba lo suficiente, la explosión resultante podría lanzar sobre Santorini una nube de gases tóxicos o, aún peor, flujos piroclásticos.
* * *
Cuando el barco llegó a Kameni, los invitados del señor Kosmos desembarcaron en una minúscula bahía. Después emprendieron la subida, rodeados por cenizas y rocas volcánicas agrupadas en zonas amarillas, rojizas, blanquecinas, negras; todas ellas, restos de erupciones independientes.
Sideris tenía que esforzarse para aguantar el paso de los demás. Su retraso no era sólo cuestión de edad, sino también de la abultada panza que cultivaba cenando asados de cordero y cerdo en Simos, la taberna donde cenaba casi todas las noches. Aprovechando que había que detenerse de vez en cuando a esperar al jefe, Iris se volvía y contemplaba el penacho de gases de Kolumbo. El fragor de la erupción se oía desde allí como una tormenta alejada, pero que no dejaba de tronar.
—Tranquila, kanina —le dijo Finnur—. No se va a convertir de repente en un supervolcán porque tú dejes de mirarlo.
—¿Quién ha hablado de supervolcán?
—Estás obsesionada con lo de Long Valley, lo sé.
«Parece mentira que un vulcanólogo no comprenda la gravedad de lo que está pasando en California», pensó Iris. Según las noticias, en Long Valley se habían abierto ya tres bocas volcánicas que no dejaban de vomitar rocas y cenizas en volúmenes que no se habían visto en tiempos históricos. Ni siquiera en 1815, cuando la erupción del Tambora provocó el llamado «año sin verano».
«Es cierto que, por mucho que piense en ello, no voy a remediarlo», se dijo Iris.
El camino pasó junto a una elevación de basaltos negros y quebrados, un tipo de lava que los vulcanólogos llamaban aa. Allí giraron a la izquierda. El olor a huevo podrido se hizo más intenso, pues se acercaban a la chimenea del volcán. Pero lo que más saltaba a la vista en aquel lugar no eran las fumarolas blanquecinas que brotaban del suelo, sino la mansión de Kosmos, que trepaba terraza tras terraza sobre el abrupto relieve.
—Esa reconstrucción no es más que una falsificación hortera —le había dicho Rena en una ocasión, refiriéndose a Nea Thera.
No siendo arqueóloga, Iris no era ni de lejos tan purista. Cuando entraron en la mansión no pudo evitar una emoción casi infantil. Por un instante se sintió la joven princesa Ariadna recorriendo el laberinto encargado por su padre Minos para contener al Minotauro. Caminaron entre columnas rojas y ocres que sustentaban un artesonado de madera pintado en vivos colores. En las paredes se veían frescos donde sacerdotisas vestidas con faldas de volantes enseñaban los pechos y jóvenes acróbatas brincaban sobre los cuernos de grandes toros.
—¿Te gusta, kanina? —preguntó Finnur. Como pelotillero número dos de Kosmos, había visitado muchas veces Nea Thera.
—Es muy bonito —reconoció Iris.
—El señor Kosmos siempre ha tenido un gusto exquisito —dijo Sideris, el pelotillero número uno. Todo en una clasificación que había inventado Iris y que sólo compartía con Rena. O que había compartido, se corrigió.
El sirviente que vino a recibirlos vestía tan sólo un faldellín enrollado a la cintura, como los jóvenes de los frescos.
—El señor Kosmos los espera en el mirador —les dijo. Tras cruzar varias estancias decoradas con el mismo estilo, llegaron a una escalera interior que salvaba los desniveles entre Las diversas plantas del palacio, adaptadas al relieve de la ladera. Junto a la escalera había un detalle anacrónico, el único que Iris había visto hasta ahora: una rampa con una barandilla eléctrica preparada para subir una silla de ruedas.
La escalera desembocaba en una amplia azotea. Desde allí bastaba con girar sobre los talones para contemplar todo Santorini: a un lado los acantilados de Tera, al otro los de su hermana pequeña Terasia, e incluso el islote de Aspronisi en la bocana suroeste de la bahía. Hacía años las autoridades habían puesto en venta Aspronisi. Todos los habitantes de Santorini se rieron. ¿Quién iba a estar tan loco de comprar aquel pegote de roca?
No podían sospechar entonces que alguien lo bastante loco y con suficiente dinero compraría una isla mucho más grande y peligrosa: Kameni, el corazón del volcán.
El loco en cuestión, Spyridon Kosmos, estaba asomado a una balaustrada decorada con pinturas de delfines y pájaros. Al oír las pisadas de los invitados, accionó el mando de la silla de ruedas para dar la vuelta.
Iris no conocía en persona a Kosmos, y apenas había visto fotos de él. Cuando el millonario se acercó, acompañado por el leve zumbido del motor eléctrico de su silla, Iris pensó que no envejecía con demasiada dignidad. Se había teñido el pelo de un color negro que más parecía betún para zapatos y llevaba el rostro maquillado como un actor de cine mudo.
Para completar el cuadro, Kosmos llevaba un traje blanco de lino tan arrugado y mal puesto que lo hacía parecer aún más contrahecho. La impresión que ofrecía el anciano era de suma debilidad, como si cualquiera de las fuertes rachas de viento que solían soplar en Santorini pudiera levantarlo sobre el pretil y arrojarlo a la bahía tras destrozar aún más su cuerpo contra los picudos relieves del basalto.
—Bienvenidos a mi morada —les saludó. Su voz sonaba más limpia y enérgica de lo que su aspecto habría hecho sospechar.
—Es un honor para nosotros compartir con usted una fecha tan especial —dijo Sideris, haciendo una reverencia más propia de un japonés que de un griego.
Tras tan breve salutación, Kosmos se despidió de ellos hasta la cena. El sirviente acompañó a los invitados escaleras abajo, y procedió a repartir las habitaciones.
Los dormitorios también estaban decorados al estilo minoico, y disponían de cuartos de baño que mezclaban detalles antiguos con instalaciones modernas. Había varios candiles encendidos, pero la iluminación principal provenía de luces eléctricas tan disimuladas que apenas se veían. La ilusión de encontrarse en un auténtico palacio de la Edad de Bronce era casi completa.
Mientras Finnur se lavaba los dientes y orinaba, complaciéndose en el potente gorgoteo de su chorro sobre el agua de la taza, Iris se sentó en un taburete y abrió su tableta para buscar información sobre la erupción de Long Valley. Al parecer, la NNC iba a emitir un reportaje especial en menos de media hora.
«Justo durante la cena», pensó Iris. Tenía que buscar la forma de verlo. Lo que estaba ocurriendo en Long Valley era mucho más importante que cualquier fiesta de cumpleaños, por muy rico e importante que fuera el homenajeado.