Capítulo 33
Madrid, la Castellana
Cuando Sybil Kosmos recibió el correo de un tal Enrique Hisado, estuvo a punto de borrarlo, como hacía con la mayoría de los que recibía. Pero su móvil tenía activado un programa que rastreaba palabras clave. Y en ese mensaje había varias de ellas.
Atlántida.
Santorini.
Kiru.
Tras leer el correo, dejó el móvil en el borde de la bañera y pensó, mientras los chorros de agua masajeaban su cuerpo.
No estaba sola en el cuarto de baño. Fabiano Sousa, vestido con un traje gris, aguardaba junto al lavabo, con las manos cruzadas como un soldado en posición de descanso. A su lado, en una pose similar, se encontraba Luh, una joven de asombrosos ojos negros a la que Sybil había contratado en su último viaje a Bali. Ambos la contemplaban sin apartar la mirada de su cuerpo desnudo, apenas tapado por los islotes do espuma que flotaban en el agua.
Pese a lo que se contaba sobre SyKa en muchos programas del corazón, no se trataba de exhibicionismo gratuito. Sybil necesitaba que la miraran. Constantemente. Cuando no sentía unos ojos posados en ella, todo se volvía negro en su interior, como si su mente fuera un televisor apagado.
¿Quién había dicho «El hombre creó a los dioses a su imagen y semejanza»? A Sybil, que no era mujer de muchas lecturas, le sonaba la frase, pero no el autor. Hasta cierto punto, enunciaba una verdad. Los verdaderos dioses habían llegado al mundo después que los hombres, una versión mejorada del Homo sapiens.
Más, a pesar de ser superiores, los dioses se habían acostumbrado a depender de los humanos. No podían existir sin ellos, sin sus miradas de adoración, sin sus sacrificios, sin el tributo de sus vidas. Lo contrario habría sido como volver a aquella isla pequeña y mísera en la que sus parientes y ella tenían que competir por la comida y el agua como náufragos famélicos.
No obstante, tampoco era necesario que existieran tantos humanos. Ya había más de siete mil millones, una plaga de cucarachas que infestaban la Tierra. Con un millón, incluso menos, había más que de sobra. Sobre todo, ahora que quedaban tan pocos del linaje de Sybil. Durante un tiempo había llegado a pensar que su hermano y ella estaban solos.
Pero en los últimos días había recibido una pista sobre el Primer Nacido, el odiado padre de todos ellos. Y ahora también sobre Kiru.
«Kiru ugundukwa», la insultó en un idioma tan antiguo que hasta las lenguas que descendían de él se habían perdido en el olvido.
Sybil se levantó y salió de la bañera. Mientras Luh la secaba con una toalla gruesa y esponjosa, le dijo a Fabiano Sousa:
Tengo un trabajo para ti. Espero que no te pierdas por el camino como tu hermano.
Fabiano hizo una mueca, enseñando sus dientes de cristal. No sentía ninguna inquietud por el destino de su gemelo. En la isla sin nombre habría sido tan despiadado con su propia sangre como lo habían sido los miembros del linaje de Sybil.
Mientras Luh untaba de crema de seda el cuerpo de Sybil, ésta caviló sobre lo que debía hacer. Según el mensaje, Kiru se encontraba internada en la clínica Gilgamesh, uno de los centros médicos de la fundación del mismo nombre. Sybil y Spyridon Kosmos eran accionistas mayoritarios del Proyecto Gilgamesh, pues pensaban que la mejor forma de evitar que los humanos dominaran el secreto de la inmortalidad era patrocinar y controlar sus investigaciones.
Siendo así, entrar en la clínica para llevarse a Kiru, alias Milagros Romero, no debía suponer ningún problema. Pero el tiempo había enseñado a Sybil que en la sociedad occidental era conveniente respetar las apariencias legales.
—Avisa a Julia para que te acompañe —le dijo a Sousa.
Este torció el gesto un instante. No se llevaba bien con la abogada de Sybil. Probablemente había intentado ligar con ella y, conociendo a Julia, se habría llevado una negativa más que contundente.
Cuando Sousa salió del baño para llamar, Sybil pensó: «Debería conocer también a ese tal Gabriel Espada». Si era capaz de conectarse con la mente de Kiru, tal vez él mismo llevara en sus venas sangre del Primer Nacido.
Mientras Luh la vestía, Sybil sonrió al pensar que al día siguiente tendría en su poder a Kiru.
Kiru. La mujer a la que ella misma había perdonado la vida, en el único impulso de amor desinteresado que recordaba. ¿Y cómo se lo había agradecido ella? Provocando el fin de su largo reinado y desencadenando el hundimiento de la Atlántida.