Capítulo 63

Santorini, Nea Thera

Iris no podía conciliar el sueño. Había hablado con Eyvindur a las cuatro, tapándose bajo la sábana y pegándose el micro a la boca. Cuando la comunicación se cortó, Iris esperó un rato a que él volviera a llamar. Por lo que contaba, no corría un peligro inmediato. La erupción había estallado finalmente en el Vesubio, a más de veinte kilómetros de donde se hallaba Eyvindur.

«Vamos, vuelve a llamarme y cuéntame de una maldita vez qué tienen que ver los nanobios con todo esto», pensó.

Media hora después, seguía sin tener noticias suyas. Por más que insistía, lo único que conseguía era escuchar una locución que le repetía: El teléfono solicitado está apagado o fuera de cobertura.

Decidió entrar en el servidor de noticias de la NNC, que solía ser el más puesto al día. Habían dedicado todo un portal a informaciones relacionadas con los volcanes. Yellowstone todavía no había entrado en erupción, pero la altura media de la caldera había subido cinco centímetros en las últimas horas. El Krakatoa estaba lanzando al cielo una columna eruptiva de más de treinta kilómetros de altura, y se temía que en cualquier momento se derrumbara sobre su propia caldera como había ocurrido en 1883.

No tardó en encontrar lo que buscaba.

Posible supererupción en los Campi Flegri.

De momento, la noticia era sucinta como la de un teletipo. Se había perdido prácticamente todo contacto con la zona de Nápoles y los satélites habían detectado un gran incremento en el volumen de la nube de cenizas; incremento que no parecía deberse al Vesubio.

Iris entró en la página del IVI, el Instituto Vulcanológico Internacional, donde podía acceder a imágenes por satélite en tiempo real. Debía de estar muy solicitada: el servidor le pidió seis euros por la conexión en lugar de los dos habituales, y cuando ella introdujo su contraseña de acceso le dio error. «Qué granujas», pensó, pero no le quedó más remedio que pagar los seis euros.

Una imagen del centro de Italia mostraba una gran sombra negra sobre el golfo de Nápoles. En otra, procesada por ordenador y combinada con fotografías infrarrojas, se apreciaba un círculo rojo en la zona oeste de los Campi Flegri. El círculo medía más de un kilómetro de diámetro y su color revelaba que la temperatura era muy superior a la de la zona que lo rodeaba.

Eso significaba que se había abierto una boca volcánica en los Campi. Una boca de tamaño colosal. Por el tamaño de la nube que el viento arrastraba ya hacia el norte, Iris no lo dudó.

Acababa de estallar otro supervolcán. «Dios mío, Eyvindur…».

Iris apretó la cabeza contra la almohada para ahogar los gemidos y empezó a llorar.

Unos minutos después la cama se sacudió, como si alguien la meciera. Era el séptimo temblor que notaba esa noche. Obviamente, en aquella habitación Iris no disponía de instrumentos. Pero estaba acostumbrada a percibir las trepidaciones del suelo, y supo que el origen de aquel seísmo no se hallaba en el volcán submarino de Kolumbo, sino directamente debajo de ella, en la cámara de magma del volcán de Santorini.

Cuando el lecho dejó de moverse, se dio cuenta de que algo seguía vibrando al lado de su cabeza. Era el móvil. Miró la pantalla con la absurda esperanza de que fuese Eyvindur. «No seas ridícula», se dijo. El lugar desde donde le había llamado su antiguo mentor se hallaba muy cerca del cráter recién abierto. El primer estallido de la erupción habría sido tan brutal como el de una bomba termonuclear. Lo más probable era que Eyvindur ni se hubiera dado cuenta.

«Ojalá haya tenido tiempo para ver la explosión», pensó. Conociendo a Eyvindur, si los dioses le habían permitido contemplar un segundo de supervolcán, habría muerto feliz.

El móvil seguía vibrando. Era un número de España, de un teléfono fijo. ¿Quién llamaría a aquellas horas? ¿Alguna de sus primas de Madrid?

¿Y si era Gabriel Espada? Ella le había rechazado la última llamada. Era lógico que probara de nuevo con un teléfono fijo. «Sí, seguro que es él», pensó.

Su corazón, que se había calmado un poco después de llorar, volvió a acelerarse. Su primera idea fue rechazar la llamada, o mandar un mensaje insultando a aquel falsario.

Pero estaba encerrada en la mansión de un millonario loco que, al parecer, pensaba asesinarla cuando saliera la luna llena. Las cosas no podían empeorar por hablar con Gabriel Espada.

—Dígame.

—Hola, Iris. Soy Gabriel Espada. —Antes de que ella pudiera decir nada, añadió—: Por favor, esto es muy importante, no me cuelgues.

—¿Vas a hacerme una oferta para leer las cartas por teléfono? ¿Cuál es el precio hoy? ¿Trescientos euros?

—Escucha, eso lo aclararemos otro día. Ahora…

—No habrá otro día. Voy a colgar.

—¿Sabes algo de la cúpula de oricalco?

Iris se detuvo cuando tenía el dedo a un milímetro de la tecla de colgar.

—¿Por qué me preguntas eso?

—Eso significa que sí sabes algo…

—¿Te estás haciendo el adivino?

—Escucha, Iris, esto es muy importante. Hablo de una cúpula de metal o de algo que parece metal. Es dorada por fuera, pero tiene unos extraños diseños verdes que cambian ante la vista. Mide…

—… entre cuatro y cinco metros de diámetro.

—¡La has visto! ¡Tú también la has visto! ¿Dónde está?

—Aquí, en Nea Thera, en Santorini.

—¿Qué es Nea Thera?

—El palacio de Spyridon Kosmos.

Hubo un instante de silencio. Después, Gabriel dijo:

—Claro. Kosmos es Minos.

—No te entiendo.

—Escucha, por favor, Iris. La otra vez te engañé. Soy un fraude como tú dijiste, un tirado que tiene que trampear para llegar a fin de mes. Pero esto, por increíble que parezca, no tiene nada que ver con el dinero. Prométeme que no vas a colgar hasta que termine, por favor.

A su pesar, Iris estaba más que interesada. Pero esperó unos segundos haciéndose la dura, y por fin contestó:

—Está bien. Habla.

Atlántida
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