Capítulo 39
Clínica Gilgamesh, Madrid
… abrió los ojos y pensó que alguien le había pateado la cabeza. Le escocía el cuero cabelludo y lo veía todo tan borroso como si buceara en una piscina llena de cloro. Las pulsaciones se le habían desbocado y sentía un agudo dolor encima de los riñones.
Lo último que recordaba era el rostro de una mujer rubia y unas pirámides construidas sobre la ladera de un volcán.
Sin embargo, lo que tenía ahora delante de los ojos le resultaba irreconocible. Durante unos segundos, a Gabriel se le antojó que le habían puesto delante un cartel de neón de colores, rodeado por los rasgos demoníacos de una cara deforme.
Unas garras lo aferraron por la camiseta y tiraron de él para ponerlo de pie. Al enderezarse, Gabriel se encontró por encima de aquel rostro e intentó enfocar los ojos en el primer plano.
Lo que había creído un cartel de neón eran dientes. Postizos, perfectos y transparentes. Dentro de ellos corrían luces, como angulas de colores culebreando en un vivero. El dueño de aquella dentadura tenía la nariz en forma de porra, los ojos oscuros y tan juntos que parecían bizcos y el pelo engominado y tirante. Aunque no era un semblante tan grotesco como le había parecido de sopetón, no podía decirse que resultase tranquilizador.
«Chuloputas», fue la primera descripción que se le vino a Gabriel a la cabeza.
—Estabas hablando en sueños. ¿Qué has soñado?
La voz era tan desagradable como el rostro, o tal vez a Gabriel se lo parecía así por el dolor que le martilleaba las sienes.
Soñar.
Con una fuerza que sorprendió a Gabriel, el tipo de los dientes psicodélicos lo arrojó sobre la cama. Gabriel trató de detenerse con las manos, pero se topó con el muslo de la anciana que dormía en ella, resbaló y acabó golpeándola con la frente en la tripa. La mujer ni se inmutó.
Se corrigió. Aquella anciana no dormía. Estaba en un estado parecido a un coma. Era Milagros Romero, la enferma de Alzheimer cuyo cerebro demenciado, por alguna razón incomprensible, emitía vivencias de la Atlántida que Gabriel captaba como un receptor.
«No», se dio cuenta de repente, interpretando las imágenes de aquel sueño que no era sueño. No era exactamente como él y Celeste habían imaginado al principio. La explicación era otra, aún más inverosímil.
Pero también comprendió que no debía revelarla.
Junto a Milagros había una especie de araña negra y blanca: el prototipo del Morpheus.
Terminó de recordarlo todo. Era jueves y estaba en la clínica Gilgamesh.
Ahora se explicaba el escozor de su cuero cabelludo. El tipo de los dientes de luces debía haberle arrancado el Morpheus de un tirón. También entendía la repentina jaqueca y el dolor en todos sus músculos. Había salido de golpe de las profundidades de la fase delta como un buceador que ascendiera doscientos metros sin someterse a descompresión.
Unas manos lo agarraron por la camiseta y lo levantaron de la cama. Durante un instante creyó que se trataba del tipo de los dientes de cristal, pero no era así. Quien fuera, tenía tanta fuerza que lo manejaba como un guiñapo.
Ahora que la vista se le había aclarado, Gabriel comprobó que la habitación se había llenado de visitantes. Estaba Chuloputas, mirándolo de frente con cara de pocos amigos.
Llevaba un traje caro y bien cortado, y sin embargo no dejaba de parecer un proxeneta de película.
Junto a la puerta de la habitación había otro individuo vestido con un traje gris y con el cabello teñido de mechas blancas. Se le veía gordo, pero no fofo: daba la impresión de que, si alguien le golpeaba con un bate en la panza, sonaría como un enorme timbal.
El gordo, que llevaba la chaqueta abierta, no se molestó en mirar a Gabriel. Estaba vigilando a Herman, que se encontraba en la pared opuesta, junto a la cabecera de la cama donde dormía o descansaba la mendiga del ácido. Herman, por su parte, le devolvía al gordo una mirada igual de hosca, pero no hacía ademán de moverse.
«Debe de estar esperando el momento oportuno», pensó Gabriel, confiando en el adiestramiento en hapkido de su amigo y, sobre todo, en su agresividad innata.
Entre Gabriel y la puerta había otra persona. Una mujer pelirroja, de unos treinta años. Llevaba una chaqueta negra y una falda blanca bastante corta que dejaba ver unas pantorrillas bien torneadas.
Y, por último, estaba el tipo que lo sujetaba por los codos, tirándole de los brazos hacia atrás, invisible por el momento. Gabriel trató de zafarse de él, pero el ch.p. le agarró del cuello, apretando lo justo para causarle dolor sin cortarle la respiración.
—Mejor será que te estés quieto. Te puedes hacer daño. Tu amigo el gordo nos ha dicho que ese aparato sirve para soñar. —Para sorpresa de Gabriel, Herman no protestó ante el comentario acerca de su sobrepeso—. ¿Qué estabas soñando?
—¿Es que he dejado de soñar? Al ver tu careto pensé que seguía dentro de una pesadilla.
El ch.p. sonrió, en una mueca tan exagerada que sus dientes parecieron chisporrotear. Aunque era cinco o seis centímetros más bajo que Gabriel, por la forma en que la ropa se le ceñía a los pectorales saltaba a la vista que tenía músculos bien trabajados.
—¿Has visto El padrino?
Gabriel tragó saliva y pensó, demasiado tarde, que podía haberse ahorrado el chiste malo. El ch.p. se frotó los nudillos de la mano derecha, mientras el otro matón juntaba con más fuerza los codos de Gabriel. A éste le vino en un fogonazo la imagen de Al Pacino con la mandíbula rota tras recibir el brutal puñetazo del capitán de policía.
Pero el ch.p., pese a sus palabras, no debía haber visto la película, porque el puñetazo se lo descargó en la boca del estómago.
El golpe pilló desprevenido a Gabriel, que no tuvo tiempo de contraer los abdominales. Primero sintió un dolor penetrante que le hizo resoplar con violencia. Luego se arrepintió de haber expulsado aquel aire, porque se dio cuenta de que era incapaz de absorber más.
Las piernas le fallaron. El tipo que le sujetaba hasta ahora le soltó. Gabriel cayó de rodillas, intentando respirar. El dolor crecía por momentos. Tuvo que tumbarse en el suelo y doblarse como una alcayata para conseguir al menos una pequeña bocanada de aire.
Desde el suelo, vio cómo los tacones de la pelirroja se acercaban un par de pasos.
—Soy Julia Gómez Romero, sobrina segunda de Milagros Romero.
Gabriel levantó la mirada. En otras circunstancias, le habría parecido atractiva. Pero ahora la única palabra que se le vino a la cabeza fue «arpía».
—Vengo a hacerme cargo de mi tía, visto que en este centro la someten a maltratos.
Gabriel se sentó en el suelo. Aún no se sentía capaz de ponerse en pie.
—¿Y usted habla de maltratos? —jadeó—. Mis abogados se pondrán en contacto con usted para pedirle una indemnización por esta agresión gratuita.
La pelirroja soltó una carcajada desdeñosa.
—«Gratuita», señor Espada. Usted lo ha dicho bien. Conocemos sus finanzas, y el único abogado que puede permitirse es el de oficio. Yo sí soy abogada —dijo la mujer, Sacando una tarjeta de visita que le enseñó a Gabriel de lejos—. Y pienso denunciarle por someter a mi tía a experimentos que violan sus derechos constitucionales.
—¿De qué demonios está hablando? Ni siquiera le he puesto un dedo encima a su tía. Sólo estaba probando el inductor del sueño que su amigo me ha arrancado a lo bestia. Algo que ha podido producirme daños mentales irreversibles, y que añadiré a mi demanda.
—Usted no va a demandar a nadie, y lo sabe.
Gabriel miró a Herman. Llevaba un rato esperando que soltara hiciera o dijera algo. Pero su amigo tenía los labios apretados, y no hacía más que mirar de reojo al gordo de la puerta.
«¿Cuándo demonios piensa utilizar su puñetero hapkido?», se preguntó Gabriel. Después giró el cuello para mirar al tipo que lo había sujetado por los codos y al que hasta ahora no había podido ver. Unos músculos de culturista le abombaban la chaqueta, tenía el cráneo afeitado y una nuca con un morrillo en el que se podría romper un tablón.
Suspiró. Poco a poco, sus pulmones volvían a recibir aire. Puesto que no podía confiar en las artes marciales de Herman para salir del apuro, tendría que arreglárselas solo. Al menos, mientras siguieran pensando en Milagros, la abogada y sus tres matones se fijarían en la persona equivocada.
—Está bien —le dijo a la pelirroja—. Pongamos que lo arreglamos todo por las buenas, sin pleitos. Pero ¿qué experimento cree usted que llevaba a cabo con su tía?
—Eso nos lo tiene que explicar usted.
—Ni siquiera le he puesto la mano encima. Esos tubos que lleva puestos son los normales: sondas, suero, qué sé yo. Como amantísima sobrina suya, sabrá usted que su tía está en las últimas fases del Alzheimer.
—Este tío es un bocazas —dijo el ch.p.—. Lo que no sabe es que los bocazas también se mueren.
Gabriel lo miró de reojo. Sospechaba que aquel tipo no poseía un CI demasiado elevado, pero la experiencia reciente le hacía sentir un gran respeto por su zurda.
La «sobrina» de Milagros hizo un gesto con la mano para contener a su lacayo.
—Por desgracia, he conocido demasiado tarde el estado de mi tía. Al menos haré lo que esté en mi mano para que viva sus últimos días con la dignidad que se merece.
—No creo que encuentre un sitio donde esté mejor atendida que aquí —dijo Gabriel.
En realidad, se estaba oponiendo a la abogada por disimular. Cuanto antes se llevaran a Milagros, mejor.
—Aquí atentan contra su dignidad. Usted estaba atentando contra su dignidad hace un momento.
—¡Pero si no la he tocado!
—Le estaba usted leyendo la mente a mi tía.
—¿Leyéndole la mente? ¡Eso es ciencia ficción!
La abogada le hizo una seña al ch.p. Este se movió con tal rapidez que Gabriel ni vio venir la patada. La recibió en plena mejilla, pero casi se hizo más daño al caer de lado y golpearse en la sien con las baldosas.
Cuando quiso levantarse, el calvo del morrillo de toro le plantó el pie en la cara y apretó. Gabriel pensó que si hacía suficiente fuerza podría zafarse, pero eso sólo serviría para llevarse más golpes. «Estos animales son capaces de matarme», pensó. De momento, más le convenía quedarse quieto.
La abogada se acuclilló junto a él, girando pudorosamente las rodillas para no mostrarle lo que había debajo de la falda.
—¿Qué ha visto en la mente de mi tía, señor Espada?
—¡Nada! ¿Cómo iba a verlo? La telepatía no existe.
La presión del zapato en su mejilla aumentó. Sin querer, Gabriel se había mordido el interior del carrillo entre las muelas. Ahora ya no podía separarlas, y notó el sabor metálico de su propia sangre.
«Maldito Herman, haz algo de una puta vez», pensó.
—Señor Espada, me está haciendo perder el tiempo —dijo la abogada—. Sus respuestas dejaron de hacerme gracia hace cinco minutos.
—No pretendía hacerle gracia. No soy su chimpancé.
El gesto de la abogada cambió. Fue como si alguien hubiera cortado los cables que sostenían sus rasgos. Su rostro, desprovisto de toda expresión, presagiaba una amenaza mayor que los puños de los matones.
—Hablemos claro. ¿Es cierto que ha visto en la mente de mi tía algo relacionado con la Atlántida?
¿Cómo lo sabía? Gabriel sólo se lo había contado a Valbuena y a Herman. ¿Quién lo había traicionado?
—La Atlántida no existe —articuló a duras penas.
El pie apretó aún más. Gabriel apenas podía abrir el ojo izquierdo.
—¿Qué sabe usted de Kiru?
«Sé quién es, pero no te lo voy a decir», pensó Gabriel. Aunque él mismo se preguntó cuántos golpes más aguantaría antes de confesarlo.
La respuesta le llegó enseguida. El ch.p. le dio una patada en el vientre. Gabriel se encogió para protegerse de la siguiente, pero en ese momento el calvo le quitó el pie de la cara, sólo para tomar impulso y clavárselo en la espalda.
—¡Herman! ¡Haz algo! —gritó Gabriel.
De las patadas del ch.p. consiguió protegerse mal que bien, aunque una de ellas le dio con tal violencia que, al intentar detenerla, su propia mano le golpeó con fuerza en la nariz. Pero los punterazos del matón que tenía detrás eran como coces de mula. «Me va a romper una costilla», pensó. Eso, si no le partía antes la columna y lo dejaba inválido.
—¿Qué está pasando aquí?
Los golpes cesaron. Durante unos segundos, Gabriel siguió encogido en el suelo con los ojos cerrados. Luego comprendió que debía aprovechar el momento para ponerse de pie y no seguir a merced de sus agresores. Se levantó a duras penas, sintiéndose como un cajón de platos de cristal arrojado desde un tercer piso.
Celeste acababa de entrar en la habitación. Su bata blanca y su tarjeta de identificación debieron imponer algo de respeto a los matones, porque se apartaron de Gabriel, y el que montaba guardia en la puerta retrocedió un par de pasos.
—Soy Julia Gómez Romero, sobrina segunda de Milagros Romero —dijo la abogada, exactamente en el mismo tono con que se había presentado a Gabriel, como si fuera una locución—. He venido para llevármela.
Sin esperar la respuesta de Celeste, el ch.p. y el calvo le quitaron a la anciana los electrodos que monitorizaban sus ondas cerebrales. Después la levantaron sin miramientos y la sentaron en la silla de ruedas que había junto a la puerta del baño. Milagros pareció despertarse con aquellos tejemanejes, pero tan sólo emitió un leve gruñido y dejó caer la barbilla sobre el pecho.
—¡Pero eso es imposible! —objetó Celeste—. Esta mujer necesita cuidados que sólo se le pueden ofrecer aquí.
Como respuesta, la abogada sacó de su bolso un papel impreso y se lo tendió a Celeste. Ésta se cambió la muleta al brazo izquierdo para coger el documento y lo examinó.
—Es un permiso firmado por la directora de la clínica —explicó la pelirroja—. Como verá, todo está en regla.
—Esto es de lo más irregular. Antes de que se vayan, hablaré de este asunto con la directora.
—Por mí, como si quiere hablar con ella de ese horrible tinte que lleva en el pelo. Nosotros nos vamos.
El matón calvo ya empujaba la silla de ruedas hacia la puerta, mientras el ch.p. arrastraba tras ella el gotero. Al pasar al lado de Gabriel, le sonrió con una mueca lobuna, luciendo sus dientes de cristal. Corroborando aquella amenaza muda, la abogada se volvió hacia Gabriel antes de salir por la puerta.
—Señor Espada, pronto nos pondremos en contacto con usted para ultimar la conversación que hemos dejado pendiente.
Gabriel pensó en una réplica venenosa, pero se mordió la lengua. Las anteriores ocurrencias le habían costado varias contusiones. Cuanto antes salieran de la clínica aquellos indeseables, tanto mejor.
* * *
¿Cómo tiene la cara de meterse con mi tinte una individua que lleva el pelo de color zanahoria? —dijo Celeste en cuanto se cerró la puerta de la habitación.
Gabriel se dio cuenta de que le temblaban las piernas. Se sentó, o más bien se dejó caer, sobre la cama que un minuto antes ocupaba la anciana. Después se palpó bajo el brazo derecho, después en la escápula izquierda y también en una rodilla. Finalmente renunció. Para tocarse en todos los sitios donde le dolía habría necesitado más brazos que un pulpo.
Celeste se acercó a él, clavando la muleta en el suelo con rabia.
—¿Qué ha pasado aquí?
Como respuesta, Gabriel se volvió hacia Herman.
—Pregúntale a ése, que no se ha perdido una coma de lo que pasaba. Sin mover un dedo, eso sí.
—No podía hacer nada —respondió Herman en un tono suave muy poco frecuente en él.
—¿Cómo que no? Pero ¿tú has visto la paliza que me han dado?
—No podía hacer nada.
—¿Para qué te vale tanto hapkido y tanta leche? ¿Para pegar a los camareros y que nos echen de los bares?
Herman puso los ojos en blanco.
—No siempre se puede recurrir a las artes marciales.
—¡Ah, claro! Deberían haberme pegado una somanta dentro de una cabina telefónica o en un coche hundido en el Manzanares. Seguro que así me habrías echado un cable.
—¡Tenían una pistola, coño! ¡El de las mechas llevaba una puta pistola debajo de la chaqueta y me tenía enfilado todo el rato!
Gabriel comprendió la pose del matón gordo que estaba en la puerta con la chaqueta entreabierta. Aun así, no estaba dispuesto a rendirse.
—Me estás vacilando. ¿Cómo han podido entrar con una pistola en un sitio que tiene un vigilante jurado en la puerta?
Herman se encogió de hombros.
—Yo qué sé. Lo mismo era un arma fabricada en fibra de carbono.
—Aquí no tenemos detector de metales —dijo Celeste, mientras levantaba la camiseta de Gabriel para examinarle las contusiones—. A nadie se le pasa por la cabeza que alguien entre en este sitio para llevarse a una anciana a punta de pistola. Esto es una clínica de investigación geriátrica, no un laboratorio secreto del ejército. ¿Te duele aquí?
—¡Auu! Pregúntame mejor dónde no me duele.
Gabriel apartó las manos de Celeste y se colocó la camiseta.
—Tengo que comprobar si te han roto una costilla. Aunque creas que no te…
—Ahora no tenemos tiempo, Celeste.
Gabriel se acercó a la otra cama, donde reposaba la mendiga a la que le habían quemado la cara con ácido. La máscara blanca que cubría su rostro le daba cierto aire de fantasma de la ópera. Por lo que le había explicado Celeste, en la cara interior de aquella máscara había un mecanismo inteligente que administraba un tratamiento de neopiel para curar las heridas.
Gabriel levantó la cabeza de la mujer para desabrochar los cierres que le sujetaban la careta a la nuca.
—¿Que estás haciendo? —dijo Celeste.
Gabriel interpuso su propio trasero para impedir que ella le agarrara los brazos. Cuando Celeste le agarró por la cintura y tiró de él, sintió un ramalazo de dolor, pero no se movió.
—Déjame.
—¡No se le puede retirar la máscara hasta dentro de tres días!
Haciendo eco a Celeste, una vocecilla interior le salmodio: «Estás loco, estás loco». Al empezar su maniobra, Gabriel estaba convencido de lo que hacía. Pero cuando levantó la careta, hubo un segundo aterrador en el que temió arrancar con ella jirones de piel y colgajos de carne ensangrentada.
El rostro de la mujer se hallaba intacto. Aunque Gabriel lo había visto en espejos de metal que deformaban ligeramente la imagen, aquellos labios carnosos, los pómulos altos y la nariz larga y de anchas aletas eran inconfundibles.
¡Kiru! ¡Kiru! ¡Despierta!
Ella abrió los ojos. Eran verdes y rasgados.
—Dios santo —musitó Celeste—. Cuando llegó aquí tenía la cara destrozada. Mira esto.
Celeste tecleó algo en su tableta y se la tendió a Gabriel, En la pantalla aparecía una fotografía frontal que acompañaba al historial de Kiru. Al verla, Gabriel se estremeció. La parte izquierda de los labios había desaparecido dejando al descubierto los dientes, la nariz había quedado reducida a la mitad, con las fosas abiertas como una grotesca calavera, y el ojo izquierdo era una masa ulcerada.
Aquellos daños sólo se podían reparar con cirugía. Incluso un trasplante de cara sólo habría conseguido otorgarle un aspecto menos espantoso. Pero Kiru parecía recién salida de una limpieza de cutis. Las únicas arrugas que se veían en aquel rostro ligeramente cobrizo eran los surcos que bajaban de las aletas de la nariz a las comisuras de los labios.
Si Gabriel albergaba alguna duda de que las visiones eran reales, aquel milagro las disipó.
—¿Qué está pasando aquí? —preguntó Celeste.
—Es una historia complicada. Si te la cuento en voz alta, no sé si yo mismo me la creeré.
—Pues inténtalo.
Kiru sonrió a Gabriel. Su sonrisa era como la de un bebé que ve por primera vez a un desconocido que le cae bien: un puro gesto de agrado, sin más connotaciones, sin las segundas intenciones que suelen ocultarse en las sonrisas de los adultos.
—¿Hablas español? —le preguntó Gabriel.
—¿Y por qué no iba a hablarlo? —dijo Herman.
—Dejadme a mí, no la aturdáis. ¿Entiendes lo que digo, Kiru?
Ella frunció el ceño.
—Kiru te entiende. Kiru entiende lo que tú dices.
Había contestado en español, pero su acento estaba teñido de un deje extraño que no se parecía a ninguna lengua que Gabriel conociera.
Salvo, tal vez, a la que hablaban en la Atlántida.
Kiru sacó la mano de debajo de la sábana. Gabriel la reconoció al instante, pues durante las visiones había sido su propia mano. Tenía los dedos largos y finos, con las puntas casi afiladas.
Kiru extendió la mano y la acercó al rostro de Gabriel.
—Eres guapo —dijo con una mezcla de inocencia y deseo, como una niña que acaricia una muñeca en el estante de una tienda un segundo antes de decir: «Es para mí».
Herman soltó una carcajada.
—¿Con esa boca que le da un mordisco a un cartón y saca un abanico? Vamos, no jodas.
La mano de Kiru se posó en la mejilla de Gabriel. Una corriente eléctrica unió los dedos de la mujer con algún lugar situado tras los ojos de Gabriel, como si el cerebro de éste se hubiera convertido en una lámpara de plasma.
La habitación se convirtió en un borrón y Gabriel volvió a hundirse en el pozo del tiempo.