Capítulo 38
La Atlántida, en algún otro tiempo
—¡La Atlántida! ¡Ahí está, señora! —exclamó el capitán de la Mariposa Lunar.
Gabriel y Kiru volvían a ser uno.
El mar era azul oscuro y en el cielo brillaba un sol nítido y cortante, como si su luz poseyera la energía de las cosas recién inventadas.
Las olas rompían muy cerca. Los rociones de espuma que levantaba el viento y las salpicaduras de las olas contra la borda pintada de azul le(s) mojaban la cara y le(s) dejaban sabor a sal en los labios.
El dedo del capitán apuntaba más allá de la proa. Allí, en el horizonte, se levantaba una forma rocosa, la cima rota de una montaña.
«El volcán de la Atlántida», pensó Gabriel.
Kiru iba sentada bajo un toldo y protegida de las olas por pantallas de piel de vaca. En el centro de la nave se extendía otro largo dosel que cubría a los demás pasajeros. Eran habitantes de la Atlántida, orgullosos funcionarios y sacerdotes envueltos en largas túnicas y peinados con trenzas untadas de aceite que les caían sobre los hombros. Miraban a los tripulantes con desdén y, aunque hablaban el mismo idioma que Kiru, lo pronunciaban con un énfasis que sin duda creían aristocrático.
La Mariposa Lunar tenía una sola vela, pero aquel día no soplaba apenas viento y la propulsión la suministraban sesenta remeros de cuerpos atezados.
Aparte de los dignatarios, los remeros y los marineros, había otros seis pasajeros en la nave. Estaban armados con lanzas de punta de bronce y grandes escudos forrados de pieles. Llevaban los cabellos largos y barbas espesas y sin bigote. Hablaban entre sí un idioma extraño que Kiru no entendía más que parcialmente, y el que parecía ser su jefe lucía un lujoso casco adornado con decenas de colmillos de jabalí.
Y todos ellos eran tuertos del ojo izquierdo.
Kiru preguntó quiénes eran aquellos hombres. Algo que sorprendió a Gabriel, pues debían llevar muchas horas de travesía y seguro que ya había hecho esa pregunta antes. Pero en la visión anterior ya había comprobado que su anfitriona mental sufría lagunas de memoria.
El capitán, un tipo mantecoso cuya papada temblaba como gelatina cada vez que hablaba, miró a Kiru con cierta sorpresa, pero respondió.
—Son mercenarios aqueos, señora. Perros extranjeros procedentes de las tierras del norte. —Aunque su tono era de desprecio, hablaba en voz baja. Las armas de bronce de los guerreros debían infundirle un sano temor—. Impíos que sacrifican a su dios varón víctimas mejores que las que le ofrendan a la Gran Madre.
—¿Por qué son todos tuertos?
—Ningún extranjero que quiera entrar en la Atlántida merece disfrutar de su belleza con los dos ojos, señora.
Aqueos. Gabriel recordó sus recientes lecturas sobre el mundo de la Edad de Bronce. Los aqueos eran antepasados de los griegos, y hablaban una variante primitiva del griego clásico. Sin duda, los atlantes debían pagarles con bastante generosidad para que aceptaran sacrificar uno de sus ojos.
Kiru miró a los lados. La Mariposa Lunar viajaba en el centro de una pequeña flota. Kiru observó aquellas naves como si reparara en ellas por primera vez y preguntó:
—¿Por qué vienen tantos barcos?
—Ah, señora, me lo vuelves a preguntar para saber si le engaño. Jamás una mentira saldría de mis labios. Esos barcos vienen como escolta, pero en realidad son tan necesarios como lo sería la barba para una mujer.
—¿Por qué?
—Con la Mariposa Lunar te habría bastado para navegar segura hasta la isla sagrada, señora. Nadie se atreve a atacar a los barcos de la Atlántida. Todos saben cuáles son las represalias.
—¿Y cuáles son?
El capitán miró de reojo a los dignatarios que viajaban bajo el dosel, bajó la voz y dijo en tono misterioso:
—Terrible es la ira de la Gran Madre cuando ofenden a sus hijos. Si alguien se atreviera a atacarnos, su ciudad sería destruida. Pero no me corresponde a mí hablar de eso, señora.
* * *
La cima creció sobre el horizonte hasta convertirse en una montaña, y la montaña en una isla.
Casi veinte años atrás, Gabriel había visitado Santorini con su ex mujer. La estancia duró solo tres días, pero fue suficiente para grabar en su memoria la forma del archipiélago.
El paisaje que contemplaba ahora desde la Mariposa Lunar era distinto y, sin embargo, reconocible. Se estaban acercando a la isla desde el sur. En la costa se divisaba una ciudad. Por su situación, Gabriel pensó que aquella población no podía ser otra que Akrotiri, cuyas ruinas había visitado. Al comprobar el interés de Kiru en la ciudad, el capitán le dijo:
—Esa es Qwera. Pero Qwera no es tu destino, señora.
El capitán lo dijo señalando con el dedo a la mole que se alzaba por detrás de la ciudad. No era necesario, pues los ojos de Kiru ya se habían ido hacia allí.
Gabriel recordó que la mayor elevación de Santorini se hallaba en la parte sureste de la isla principal: Profitis Ilias, una montaña de mármol de seiscientos metros de altura. Pero el Profitis Ilias era poco más que una tachuela comparada con el enorme volcán que se alzaba en el centro del archipiélago. Gabriel calculó que la cima debía medir más de dos mil metros.
Y dos mil metros contemplados desde el nivel del mar eran una altura que encogía el aliento.
—La montaña de fuego —dijo el capitán, con tanto orgullo como si la hubiera plantado con sus manos.
La ladera meridional se abría en una enorme vaguada. Gabriel, que a raíz de su conversación con Iris había visto varios vídeos de volcanes, pensó que aquella palada gigantesca arrancada a la montaña debía ser fruto de una erupción. El St. Helens, uno de los volcanes más estudiados del mundo, había reventado también por un lado y su forma actual —o futura— era similar a la de la montaña que Gabriel tenía ante sus ojos.
Pero aquella erupción cuyos efectos contemplaba debía haberse producido mucho tiempo atrás, siglos o milenios, porque en la falda del volcán había una ciudad que llegaba prácticamente hasta la mitad de la ladera. De haberse hallado allí durante la catástrofe, la lava y los flujos piroclásticos la habrían arrasado. Y aquella ciudad no sólo no estaba en ruinas, sino que, aunque todavía se hallaban lejos de ella, saltaba a la vista que era mucho mayor y más próspera que Qwera.
Por encima de la ciudad, un penacho oscuro surgía de las profundidades del cráter. Tras ascender entre las paredes de roca que cerraban la chimenea por su parte norte, el humo se levantaba sobre la cima de la montaña, hasta difuminarse en las alturas en una columna casi vertical en aquel atardecer sin viento.
«El monstruo sigue despierto», pensó Gabriel. Los habitantes de la Atlántida estaban viviendo debajo de un volcán activo.
«No», se corrigió. Prácticamente vivían dentro de un volcán activo. No sabía a qué año ni a qué siglo pertenecían los recuerdos de Kiru. Pero empezaba a sospechar que se encontraban cerca de la erupción definitiva del volcán, la catástrofe que había hundido la Atlántida. Demasiado cerca para su tranquilidad. Y de nuevo se preguntó si podría morir dentro de aquel sueño que no era un sueño.
* * *
Rodearon la costa hasta llegar a la parte suroeste. Allí había una abertura estrechada por dos malecones que dejaban un espacio de poco más de cincuenta metros.
Cuando se acercaron a la bocana, Gabriel vio unas enormes cadenas recogidas en los dos espigones, que sin duda servían para cerrar el acceso a la Atlántida en caso de emergencia. Al lado de las cadenas había dos estatuas sentadas. La de la derecha representaba a una mujer ataviada con una falda y una chaquetilla abierta, y la de la izquierda a un varón con el torso desnudo y dos cuernos de toro en la cabeza.
Cada estatua debía medir veinte metros de altura, si no más. Como estaban pintadas, Gabriel no supo si las habían tallado en madera o en piedra. En cualquier caso, su peso debía ser colosal, por lo que supuso que los espigones se sostenían sobre sólidos pilotes clavados en el fondo del mar.
Cuando la Mariposa Lunar atravesó la bocana, un mecanismo interior hizo que las estatuas giraran la cabeza con un sonido chirriante. Sus miradas inexpresivas convergieron en los barcos que entraban a la bahía.
—¡Están vivos! —exclamó Kiru.
Gabriel sintió cómo se le ponía la carne de gallina. En ese momento, Kiru se miró a los antebrazos: también se le había erizado la piel. Las sensaciones de ambos habían coincidido.
Aunque, seguramente, Gabriel se había emocionado más que ella. ¡Estaba entrando en la fabulosa Atlántida! Para Kiru, aquel nombre representaba un lugar lejano y misterioso, el centro de un poder que no alcanzaba a comprender.
Para Gabriel suponía mucho más. Se trataba del mito que había narrado Platón casi cuatro siglos antes de Cristo, y que desde entonces había inspirado a filósofos y visionarios, historiadores, científicos, novelistas, ilustradores, músicos y cineastas.
Y no sólo lo percibía con los ojos. Su nariz captaba el olor de la sal del mar, la brea que recubría la tablazón, el sudor acre de los remeros y la empalagosa mezcla de perfumes del adiposo capitán. Sus dedos rozaban la suave madera de cedro del asiento tallado, y bajo sus nalgas sentía los movimientos de las olas. Sus oídos captaban el rechinar de las estatuas al girar, el crujido del maderamen del barco, el hueco chapoteo de los remos rompiendo el agua y el son metálico de las trompetas que saludaban a la flotilla desde el malecón.
Mientras entraba en la bahía, Gabriel se dijo que ningún sueño podía albergar tanta riqueza de sensaciones. Habrían sido demasiados gigas de información. Aquello no podía ser una visión. Estaba de verdad en la Atlántida, transportado de una forma incomprensible a través de tres mil quinientos años.
A una época, se dijo sin saber muy bien por qué, en que los dioses todavía convivían con los humanos. Y aquel pensamiento le produjo un extraño temor. Porque comprendió que él, un simple mortal del siglo XXI, se estaba atreviendo a ocupar el cuerpo de una divinidad del pasado.
* * *
Tal como las recordaba Gabriel, las aguas de la bahía interior de Santorini eran oscuras, y tan profundas que los barcos no podían anclar allí, sino que se amarraban a enormes bidones flotantes situados a cierta distancia del acantilado y unidos al fondo del mar por gruesas cadenas.
En cambio, las aguas que contemplaba ahora tenían un tono verde claro, casi fosforescente, como si bajo las aguas palpitara un inmenso enjambre de luciérnagas. En aquella Atlántida anterior a la gran catástrofe, la bahía era mucho más somera, tanto que en algunos lugares se veían las rocas del fondo.
El volcán central estaba rodeado por pasarelas de madera sostenidas sobre pilotes, a modo de larguísimos palafitos. Desde la escasa altura de la Mariposa Lunar no se veía bien cuántas eran, pero el capitán le explicó a Kiru que las pasarelas eran dos y formaban otros tantos anillos que circundaban la isla. A su manera se trataba de ciudades alargadas, pues estaban sembradas de casas, almacenes, tenderetes y amarraderos.
—En esos dos anillos viven los extranjeros que comercian con la Atlántida, señora.
No tardaron en llegar al anillo de madera exterior. Sobre él se alzaban dos torres de madera en las que montaban guardia decenas de arqueros. Cuando la Mariposa Lunar se acercó, los vigilantes tendieron los arcos. Al oír el crujido de la madera al tensarse, Gabriel se preguntó qué pasaría si a alguno se le aflojaban los dedos y se le escapaba una flecha. Pero no sucedió.
Se veía un gran tráfico de barcas entre ambos anillos. Las que se dirigían al círculo central llevaban ovejas y cabritos, aves enjauladas, grandes ánforas que debían de contener vino o aceite, retales de tejidos de colores y espuertas de mimbre llenas de grano, frutas y verduras. Y también baúles cerrados con cadenas.
—En ellos se guardan los productos más valiosos —explicó el capitán, y añadió como en un recitado—: Perfumes, marfil, vajillas de vidrio, lingotes de cobre y estaño, gemas y joyas de plata y de oro.
La mayoría de las barcas volvían vacías del interior, lo que hizo sospechar a Gabriel que la economía de la Atlántida era más bien parásita.
—Aquí se reciben las mercancías del resto de las tierras —corroboró el capitán, cuyo tono implicaba «sin entregar nada a cambio».
Gabriel no dejaba de preguntarse en qué se basaba el poder de la Atlántida. Sin duda, no en su superioridad militar. Si los soldados que llevaban a bordo eran mercenarios griegos, significaba que los habitantes de la Atlántida no eran muy aficionados a empuñar las armas.
Todas las naves de la comitiva se quedaron en el segundo anillo. Ya sola, la Mariposa Lunar atravesó el último foso, llegó a la isla central y atracó en un muelle de madera.
Junto al muelle había una pequeña explanada de cenizas grises. Teniendo en cuenta la flotilla que había escoltado a Kiru hasta la Atlántida, Gabriel esperaba un comité de recepción más numeroso. Sin embargo, sólo había tres mujeres, y junto a ellas una litera cargada por cuatro jóvenes con los cuerpos depilados y untados de aceite.
—Ha sido un honor traerte hasta la bendita Atlántida, señora —se despidió el capitán con una reverencia servil—. Que tu vida aquí sea próspera y feliz.
Con Kiru bajaron de la nave los seis mercenarios tuertos, que en ningún momento le dirigieron la palabra. Kiru caminó por una alfombra azul que llevaba hasta la litera. Pero antes de que subiera, se acercó a ella una mujer cuyo aspecto le sorprendió. Sus ojos eran de un azul casi transparente y sus cabellos amarillos como el heno en verano.
«¿Una esclava traída del norte?», se preguntó Gabriel.
La mujer rubia hizo una reverencia.
—Bienvenida a Atlántida, mi señora Kiru. Soy Nun, y desde ahora mis ojos son tus ojos, mi boca es tu boca y mis manos son tus manos.
Kiru levantó la mirada. La ladera subía en una pendiente muy empinada, y la cima estaba a tal altura que para verla tuvo que torcer el cuello hasta que le dolió.
Para salvar aquel desnivel, la calle principal de la ciudad subía en zigzag. Aquella ancha avenida estaba rodeada de edificios, tan apretados que apenas quedaba sitio entre ellos para angostos callejones. Gabriel trató de contar las revueltas del zigzag, pero se perdió. ¿Siete, ocho, nueve? ¿Tal vez más? Lo cierto es que la ciudad era grande, mucho más de lo que Gabriel habría esperado para una población de aquella época. Calculó, a ojo, que podía albergar a más de cuarenta mil habitantes: una Nueva York de la Edad de Bronce.
Aunque tuviera más kilómetros cuadrados que en el siglo XXI, la isla no podía sustentar tantas bocas. Gabriel comprendió que la Atlántida era un auténtico imperio que necesitaba de sus colonias sometidas para recibir alimentos.
—Debemos subir allí arriba, señora, a la ciudadela sagrada —dijo Nun.
Las edificaciones se interrumpían a cierta altura. Más allá se extendía un gran espacio de roca y ceniza, la ladera desnuda. Pero después volvían a divisarse casas y templos que, a juzgar por los reflejos, estaban adornados con láminas de metal o piedras muy pulimentadas.
Sobre aquellos edificios descollaba una construcción que Gabriel no habría esperado ver en el Egeo. Se trataba de una pirámide escalonada, un zigurat o teocali o como demonios quisieran llamarlo los expertos. Por comparación con las casas que la rodeaban, Gabriel calculó que debía medir cerca de treinta metros. Considerando la pendiente sobre la que se elevaba, supuso que su cara norte, que no alcanzaba a ver desde allí, se fundía prácticamente con la empinada ladera del volcán.
—Ésa es la mansión de la suprema Isashara y del supremo Minos. Ellos te esperan con impaciencia, señora —informó Nun.
Kiru tenía la vista muy aguda, algo que agradecía Gabriel. Gracias a eso, pudo contar en la pirámide siete terrazas de piedra gris unidas por una escalera roja. Sobre la última terraza había un templete, y coronándolo otra estructura que, según había estudiado Gabriel, suponía un imposible arquitectónico en la cultura minoica.
Una cúpula metálica.
«Debes ir a la montaña de fuego y soñar los sueños de la Madre Tierra bajo la cúpula de oro de la Atlántida», había dicho la madre de Kiru. Ahora ella estaba pisando el volcán y tenía ante sus ojos la cúpula. Alumbrada por los rayos del sol que empezaba a declinar, más parecía de sangre.
«Sangre», pensó Gabriel, y sin saber por qué sintió un estremecimiento mental.
—Sube a la litera, señora —dijo Nun, en tono suave—. El camino hasta la cúpula es largo y tedioso.
—¿Por qué Kiru no puede subir andando? —preguntó Kiru, en tono caprichoso.
—Seguro que notas cómo el suelo se tambalea bajo tus pies.
—Así es. Toda esta isla se mueve. ¿Es que la Atlántida no tiene raíces en el suelo?
Nun esbozó una sonrisa que reprimió enseguida.
—Las raíces más firmes del mundo, mi señora. Éste es el ombligo de la Tierra, el lugar donde la suprema Isashara, con la ayuda del supremo Minos, se une con la Gran Madre y la convence para hacer su voluntad.
—Entonces ¿por qué se mueve a los lados como un barco?
—Porque acabas de bajarte de un barco, mi señora. El mar es muy posesivo, señora. Aunque ya hayas atravesado sus aguas, él seguirá tirando de tus piernas durante un rato para marearte y recordarte su poder. Por eso es mejor que subas a la litera.
Kiru dejó de resistirse y subió al palanquín. Cuando los porteadores la levantaron, hubo un instante de ingravidez en que se le revolvió el estómago, pero aguantó sin vomitar.
La pequeña comitiva se puso en marcha, escoltada por los seis soldados tuertos, que golpeaban el suelo con las tonteras de sus lanzas y daban voces para abrirse paso. La avenida estaba pavimentada con losas de piedra y tenía roderas para los carromatos. De ella salían atajos perpendiculares, angostos callejones con escalones tallados en la propia roca volcánica que subían entre las casas. Sin duda, los habitantes de la Atlántida debían desarrollar buenas pantorrillas y mejores glúteos a fuerza de recorrer esas cuestas todos los días.
Gracias a que la litera no tenía cortinas, Kiru podía mirar a los lados y brindar a Gabriel vistas de la ciudad, que procuraba absorberlo todo en su memoria. «¡Estoy en la Atlántida!», se repetía.
La mayoría de las casas tenían dos o tres pisos, y algunas hasta cuatro. Construidas a diversas alturas y adaptadas a los desniveles del suelo, formaban una suerte de laberinto tridimensional muy agradable a la vista. El efecto se veía reforzado por las vivas pinturas de las paredes, rojas, blancas, amarillas y azules.
En las puertas, terrazas y balcones había muchos vecinos que presenciaban con curiosidad aquella reducida procesión. También se veían cabras y ovejas, algunas en pequeños hatos y otras sueltas a su aire, y bueyes que tiraban de pesados carretones calle arriba o los frenaban avenida abajo. Al paso de la litera de Kiru, los arrieros los apartaban a los lados. Entre las casas crecían olivos, higueras y almendros que a mediodía debían brindar sombra. Ahora que caía la tarde, los rayos del sol se colaban bajo las ramas y hacían guiñar los ojos a los transeúntes que se habían detenido para contemplar el paso de Kiru.
—¿Por qué miran tanto a Kiru? —preguntó Kiru, molesta.
—Eres una inmortal entre los inmortales, señora —respondió Nun—. Todos te respetan y admiran.
Pese a lo que decía la mujer rubia, Gabriel observaba más muestras de temor al paso de la litera que de auténtica reverencia. Empezaba a sospechar que la clave del poder de la Atlántida estaba relacionada con la propia naturaleza de aquellos supuestos inmortales, y que esa naturaleza ocultaba un sombrío secreto.
* * *
Subieron durante largo rato por el paseo central, y en cada giro de la avenida el mar quedaba más abajo y la pirámide y la cúpula se acercaban más. Cuando cayó el sol, se encendieron antorchas en las calles y en los terrados de las casas, y también en los anillos que rodeaban la isla central. La luna no tardó en salir sobre el mar. Al ver su faz casi redonda, Gabriel pensó que a la noche siguiente habría plenilunio.
Habían llegado al final de la ciudad inferior. Más allá se extendía el yermo que conducía hasta la ciudadela y la pirámide. En aquel erial sembrado de cenizas el camino seguía zigzagueando, pero ahora no se veía rodeado de casas, sino de pequeñas pilas de piedras negras. Las pilas estaban dispuestas muy juntas, apenas separadas entre sí por un metro.
Y sobre cada una de ellas descansaba una calavera.
—Aquí descansaremos antes de subir a la ciudadela sagrada —informó Nun.
Entraron en una casa de dos pisos, la última antes del descampado. Allí Kiru pudo descargar su vejiga en un pequeño retrete, tan limpio y perfumado como el de un hotel de cinco estrellas. Después la condujeron a una estancia iluminada con cientos de velas, donde había una gran bañera de piedra que recibía agua de dos caños que salían de la pared. De uno brotaba agua fría y del otro caliente, que sin duda provenía del corazón de la montana.
Para Gabriel fue una experiencia un tanto turbadora que otras mujeres le(la) desnudaran y lavaran, y que al terminar le ungieran todo el cuerpo con aceite. Después de bañar a Kiru, le dieron ropas limpias, perfumadas y planchadas con piedras calientes. También le dieron de beber vino con canela, y trozos de cordero lechal muy especiados a la brasa sobre obleas de pan.
A Gabriel le sorprendía la aparente falta de curiosidad de Kiru. Pero mientras cenaba a la luz de antorchas de resina, rodeada por criadas silenciosas e inmóviles, Kiru se decidió por fin a hacer preguntas.
—¿Por qué han hecho venir a Kiru desde Widina?
—Porque éste es tu lugar, mi señora Kiru —respondió Nun.
—¿Cómo puede ser su lugar si Kiru no lo recuerda? Como siempre, Kiru se sentía confusa sobre sus propias memorias.
—Te ruego que aceptes mis palabras. Éste es tu lugar. Tú perteneces a la Atlántida. Es tu destino.
—¿Por qué?
—Por favor, mi señora, ten paciencia. Más adelante conocerás las respuestas.
Kiru estaba cansada, y el mareo que sentía después de desembarcar no había desaparecido. De hecho, la cabeza empezaba a darle vueltas. «Será culpa del vino con canela», pensó Gabriel.
Como fuere, Kiru no se encontraba de buen humor.
—Responde a las preguntas de Kiru ahora.
Su tono era imperioso. Al parecer, consideraba que, ya que era una «inmortal entre los inmortales», se le debía obediencia.
Pero hubo algo más, una sensación que Gabriel no había compartido con ella hasta entonces.
Primero fue una especie de tirón que partió de su nuca o algún pimío cercano, como si se le hubiera contraído un músculo cuya existencia desconocía Gabriel. ¿O aquello había ocurrido dentro de su cráneo? La sensación se extendió por sus venas a modo de fluido, como si le hubieran inyectado una sustancia cálida para hacerle una radiografía.
Las sirvientas que rodeaban a Nun retrocedieron con muestras evidentes de temor y algunas se arrodillaron. Nun se mordió los labios y abatió la mirada. Era obvio que también estaba asustada, porque le temblaban las manos, pero intentaba controlarse.
«Ese temor proviene de mí», pensó Gabriel. De Kiru, se corrigió automáticamente.
—Eres una de las bienaventuradas, mi señora, y no tengo más remedio que contestarte. Pero te ruego que no les digas a los supremos Minos e Isashara nada de lo que yo te cuente, pues tengo miedo al castigo.
Lo que Kiru diga es asunto suyo. Gabriel leyó aquel pensamiento que pasó por la mente de Kiru como un relámpago. Pero ella misma se arrepintió de una réplica tan arrogante y dijo:
—Kiru no les dirá nada. Habla, Nun. ¿Por qué han hecho venir a Kiru a la Atlántida?
Nun contestó sin mirarla a los ojos.
—La estirpe de los inmortales antes era más numerosa, mi señora. Tú…
—Habla de esa estirpe.
Nun miró a ambos lados.
—Deja que salgan ellas, por favor. No debo hablar ante otros oídos.
Kiru, que se había acostumbrado rápido a su nueva autoridad, hizo un gesto con la mano, y las criadas salieron.
—Mi señora Kiru, antes, al principio de los tiempos, gobernó aquí Atlas, el Primer Nacido, el Padre de Todos, el Odiado. Atlas engendró hijos de su esposa, la Primera Nacida: cinco parejas de mellizos. Puesto que no quería que le arrebataran el poder, los encerró en una isla desierta, donde los Segundos Nacidos tuvieron que devorar a sus propios hijos para sobrevivir.
»Pero ellos lograron escapar de la isla, vinieron aquí y derrotaron a su padre, tal como éste había temido. Desde entonces Isashara y Minos lo someten a castigo eterno.
—¿Sólo ellos dos? ¿No habías dicho que Atlas y su esposa concibieron a cinco parejas de mellizos inmortales?
Nun se frotó las manos, nerviosa.
—No puedo…
—Mira a Kiru a los ojos y habla. Nun levantó la mirada.
—Por favor, vuelvo a suplicarte que no digas nada, mi señora. La verdad es que el supremo Minos y la suprema Isashara no desean compartir su poder. Hace tiempo que sus ocho hermanos dejaron de existir.
Nun le rellenó la copa de vino y Kiru dio un largo trago. «No lo hagas», pensó "Gabriel, que empezaba a sospechar algo raro. Pero Kiru no le escuchó, obviamente.
—¿Cómo pudieron dejar de existir si son inmortales?
—El poder de Isashara y de Minos escapa de mi comprensión, señora. Pero tengo entendido que ni los inmortales pueden sobrevivir cuando los decapitan o queman sus cuerpos.
Las luces de las antorchas y las lámparas de aceite se veían cada vez más borrosas, como duendes bailando en el aire.
—¿Por qué han hecho venir a Kiru? —insistió Kiru, luchando contra el vértigo que la invadía.
—Ya te lo he dicho, señora. Éste es tu lugar. Tú perteneces a la estirpe de los inmortales.
—Kiru no lo entiende. Kiru no los conoce.
«O no los recuerdas», pensó Gabriel.
—Los supremos Minos e Isashara no quieren procrear entre sí, pues el mundo no es lo bastante grande para más inmortales.
Gabriel observó con preocupación que Nun se mostraba cada vez más sincera y menos temerosa, como si el extraño poder de dominio de Kiru ya no la inquietara apenas.
—Tú, mi señora, has de ser una hija perdida del gran Minos, que a veces se disfraza de mortal y abandona de incógnito la Atlántida para recorrer el Gran Azul y comprobar que se cumplen sus leyes.
—Entonces… si es el padre de Kiru… ¿la ha traído para que viva con él?
Kiru notaba la lengua cada vez más pastosa y los ojos más pesados. Las luces se habían convertido en remolinos y el rostro de Nun en un borrón.
—No, mi señora —contestó Nun con cierta tristeza—. Para que vivas, no.
Los ojos de Kiru se cerraron. Un segundo después, su cabeza chocó contra la mesa de madera.
* * *
En la siguiente imagen seguía siendo de noche. Kiru viajaba en la litera, pero ahora llevaba las manos atadas a la espalda. Además sentía un extraño torpor en el cuerpo, una parálisis que embotaba sus sensaciones y que apenas le permitía mover las puntas de los pies.
«Sí, te han drogado», pensó Gabriel. Le hubiera gustado añadir «te avisé», pero el canal mental entre él y Kiru era claramente unidireccional.
La comitiva, precedida siempre por los seis mercenarios, marchaba por el camino que ascendía culebreando la ladera yerma. Las pisadas crujían sobre la ceniza. La noche era tan clara que los cráneos humanos que festoneaban el sendero parecían brillar bajo la luz de la luna.
«Esto es intolerable», pensó Kiru. Pero cuando quiso expresar su protesta en voz alta, comprobó que de su boca sólo brotaban ruidos ininteligibles.
—Lo siento, mi señora —se disculpó Nun, que caminaba al lado del palanquín—. Te he pedido que no hables, pero no podía arriesgarme.
Kiru tanteó con la lengua y comprobó que tenía los labios unidos por hilos de bramante.
Le habían cosido la boca.
Kiru comprendió algo que ya había sospechado Gabriel antes que ella. Los gobernantes de la Atlántida no la habían hecho venir para compartir con ella la inmortalidad.
Ese fue el último pensamiento de su visión. Gabriel…