Capítulo 66
Santorini
Después de lo que Randall les había contado, Joey estaba seguro de que Santorini era un lugar casi tan peligroso como Long Valley. Quizá no hubiera un supervolcán, pero a cambio allí les aguardaba Minos, y probablemente Isashara.
¿Serían capaces de torturar a un niño rajándole la tripa como habían hecho con Randall?
Sin embargo, éste parecía muy tranquilo.
—Yo soy el Primer Nacido. Conozco algunos trucos que mis hijos nunca sospecharon.
—Entonces ¿por qué te apresaron y te encadenaron? —preguntó Joey.
Randall le miró de reojo con severidad fingida.
—Siempre poniendo el dedo en la llaga, ¿eh?
—Yo no…
—En aquel entonces eran diez. Cinco varones y cinco mujeres, todos ellos dotados del poder del Habla y muy enfadados con su padre después de haber estado cerca de un siglo castigados. Además, llegaron a la Atlántida de incógnito, disfrazados de comerciantes. —Randall se encogió de hombros—. Me pillaron por sorpresa.
—Pero luego nos contaste que en la Atlántida sólo gobernaban dos de tus hijos…
—Sí, los mayores.
—¿Qué pasó con los otros ocho?
—Isashara y Minos se las arreglaron para irlos matando. Se aliaron con seis de sus hermanos para matar a los dos primeros, con cuatro para asesinar a dos más… Digamos que al final sobrevivieron los más fuertes. O los más despiadados.
Randall sonrió con tristeza.
—Creo que nunca supe enseñar a mis hijos las virtudes de compartir.
El reactor bajó de repente unos cuantos metros al pillar una turbulencia. Joey levantó los brazos y gritó «¡oooh!» como si hiciera la ola en un estadio. Nada podía ser peor que el despegue de Long Valley, entre las dos fauces recién abiertas del supervolcán. Estaba convencido de que, después de eso, sería capaz de montar en una lanzadera espacial sin marearse.
—Ya casi estamos llegando, Joey.
Randall miró hacia la cola del avión, y Joey le imitó. Alborada dormía, reclinado en el asiento. Joey ignoraba qué había ocurrido entre él y Randall, pero era evidente que después de aquello el español se había quedado mucho más tranquilo. La impresión que le daba a Joey era la de un presidiario al que le hubieran quitado la cadena y la bola de metal.
—Dejémosle que duerma. Ven conmigo, Joey.
Randall llamó a la puerta de la cabina de mando y esperó cortésmente a que le abrieran. Cuando la azafata se asomó, preguntó:
—¿Les importa que veamos el aterrizaje desde aquí?
La piloto cruzó una mirada con el copiloto, y después se volvió hacia Randall.
—Está bien. Al fin y al cabo, va a hacer usted lo que quiera.
La azafata le cedió a Joey su puesto, y se retiró a la cabina de pasajeros. Randall se quedó de pie, sujetándose con las manos en los respaldos de los asientos.
—No es el modo más seguro de aterrizar —le dijo la piloto.
—Confío plenamente en sus capacidades, Olga —respondió Randall.
Estaba amaneciendo. Pero en lugar del gris acerado y frío propio del alba, el mar y el cielo se veían teñidos de rojo. A esas alturas, Joey ya sabía que el color se debía a la ceniza volcánica.
—Es la primera vez que contemplo mi antiguo hogar desde el aire —dijo Randall.
Se estaban acercando a Santorini desde el norte. Randall señaló con el dedo mientras daba explicaciones a Joey.
—Esa gran C es Tera, la isla principal. La que ves a la derecha, que no llega a cerrar la C, es Terasia. Antes de la erupción, las dos estaban unidas. Y esas islas pequeñas que ves en el centro de la bahía son las Kameni.
—¿Son los restos de la gran isla central?
—No. —Randall se acercó más a Joey y bajó la voz—. Tras el hundimiento de la Atlántida, toda la bahía quedó vacía. Esos islotes aparecieron después, cuando el volcán volvió a despertar. No son más que una legaña comparada con lo que había antes. La montaña era el doble o el triple de alta que esa que se ve allí a la izquierda. Imagínate toda esa cantidad de rocas hundiéndose bajo tierra y luego volando por los aires.
Joey podía imaginárselo perfectamente. Si llegaba a viejo, cosa de la que a ratos dudaba, podría contar: «Yo estuve en Long Valley y sobreviví». Y no a veinte o treinta kilómetros del cráter, no: en el mismo centro de la erupción, huyendo de ella en un coche con el parabrisas roto.
El volcán de Santorini ya había despertado. Joey observó que de la mayor de las Kameni se levantaba una columna de humo blanco, como si hubiera una fábrica o una central térmica funcionando a pleno rendimiento.
Pero era tan sólo una humareda comparada con la columna de gas y vapor que se levantaba a la izquierda, desde el mar. Joey calculó un instante los puntos cardinales y pensó que estaba al este de Santorini.
—¿Qué es eso?
—Kolumbo, un volcán submarino.
—¿Es peligroso?
—Vaya que si es peligroso —intervino la piloto—. Éste debe ser el único avión que lleva pasajeros a la isla. Todos los demás la están evacuando.
—Tranquilo, Joey —dijo Randall—. Después de haber sobrevivido al gran dragón de Long Valley, el fuego de esta lagartija sólo puede hacernos cosquillas.
Joey se estiró en el asiento para ver mejor. Se veían llamaradas que salían del agua y grandes chorros de vapor blanco que se mezclaban con el humo negro. Pese al ruido de los motores, el fragor de la erupción les llegaba como un runrún constante y pesado.
—Tenemos suerte de que el viento sopla hacia el este —comentó la piloto—. Se lleva el humo y las cenizas lejos de la isla. De lo contrario, no podríamos aterrizar.
—Cuando acabemos —dijo el copiloto— habrá que darle un buen baño a este aparato. Ha atravesado ya demasiadas nubes de ceniza.
Al principio, tal como Joey había visto en la pantalla de información, tenían previsto llegar a Santorini sobrevolando Italia y el mar Adriático. Pero apenas despegaron de Londres habían recibido informes de que la erupción de Nápoles se había agravado durante la noche, y Joey volvió a oír la ominosa palabra «supervolcán». Una inmensa nube negra se dirigía hacia el centro y el norte de Italia. Las cenizas estaban cayendo ya sobre Roma como una espesa nevada, y no tardarían en llegar a Florencia. La piloto consultó con los controladores de vuelo, que desviaron al Gulfstream por otra ruta que los llevó a atravesar Austria y Serbia.
—Si llegamos a tardar más, no nos habrían dado permiso para volar hasta Santorini —dijo la piloto—. Si la erupción de Italia sigue y el viento continúa soplando hacia el norte, me temo que en poco más de veinticuatro horas todas las rutas que cruzan el centro do Europa quedarán Interrumpidas.
El avión desplegó el tren de aterrizaje. La sombra de la columna volcánica de Kolumbo se proyectaba sobre el terreno de la isla, que ascendía hacia la derecha, hacia los acantilados que se asomaban sobre la bahía central.
Joey hizo balance. Tenían cerca dos volcanes: uno en el mar, vomitando lava, y otro en el centro de la bahía, que por el momento se conformaba con mandar señales de humo. Los estaba aguardando un tal Spyridon Kosmos, que también se llamaba Minos, era un megamillonario y a la vez un inmortal que en el pasado se dedicaba a arrancar corazones y albergaba un odio encarnizado hacia Randall. Todo eso mientras otros volcanes seguían arrojando a la atmósfera cenizas y otras porquerías que amenazaban con provocar una nueva glaciación.
Y, sin embargo, Joey se sentía lleno de confianza. A esas alturas, ya sabía que Randall estaba influyendo en él por medio de ese poder al que llamaba el Habla aunque lo utilizara en silencio.
Pero le daba igual. Prefería sentir ese bienestar, aunque fuese inducido, que el miedo que habría experimentado de no ser por su amigo.
* * *
A Joey el aeropuerto londinense donde habían repostado, Heathrow, le había parecido una monstruosidad. El de Santorini, en cambio, era muy pequeño y le recordó más a los que había conocido hasta entonces, en Mammoth Lakes y Port Hurón.
Sin embargo, había mucho tráfico. Casi diez veces más de lo habitual, según les informó la piloto. En cuanto se posaron los mandaron lejos de la pista, pues no hacían más que aterrizar y despegar aviones privados y, sobre todo, del ejército.
Una vez en tierra, tuvieron que pasar por el control de pasaportes. Un pequeño problema. Alborada, que era el único que lo tenía, no lo necesitaba, ya que era ciudadano de la Unión Europea.
Joey tardó un rato en darse cuenta de lo que le pedían, porque estaba distraído viendo los carteles con esas letras tan raras —a algunas parecía que les hubieran quitado trazos con una tijera—, y oyendo cómo por megafonía decían todo el rato algo muy gracioso que sonaba parecido a Kirikekiri.
—Te estoy pidiendo el pasaporte, hijo —insistió el policía en un inglés tan abierto y lleno de erres como el de un mexicano.
—Éste es nuestro pasaporte —dijo Randall, enseñando el carnet de conducir falso que se había agenciado en el parque de caravanas—. Vale para los dos.
—Vale para los dos —asintió el policía.
Joey contuvo una risita. Acaba de imaginar a Randall como a Obi Wan y a sí mismo como Luke Skywalker, recién llegados a Mos Eisley y usando la Fuerza para convencer a las tropas de choque imperiales de que les dejaran pasar.
Eran las ventajas de ir con el bueno. Con el jefe de los superhéroes, con el maestro de los jedis, con el auténtico Mr. Spock. Nadie podría derrotar a Randall el inmortal, el Primer Nacido.
* * *
La sala de espera se hallaba atestada de gente con maletas, bolsas, mochilas, garrafas de aceite, sacos de patatas y hasta alguna que otra cabra. Se oía un guirigay de voces, protestas, llantos de niños e incluso risas histéricas. Todos eran turistas y habitantes de la isla que aguardaban su turno para salir de Santorini. Los únicos que llegaban eran ellos.
Pero tenían su pequeño comité de recepción. Una chica rubia muy guapa —«¿Los griegos pueden ser rubios?», se preguntó Joey— sujetaba un cartel blanco en el que se leía ΔTΔΔΣ. Bueno, pensó Joey, lo de leer era un decir.
—Atlas —dijo Randall—. Ése debo ser yo.
—Cuidado —avisó Alborada, poniendo la mano en el hombro de Randall—. Esto puede ser una trampa.
—Claro que es una trampa. Pero hemos venido voluntariamente a ella. Tranquilos, no pasará nada.
La joven los llevó hasta un Audi negro que ella misma conducía. Los tres montaron detrás y no tardaron en dar tumbos por los baches del camino, pese a la amortiguación del coche. Los vehículos con los que se cruzaban pasaban rozándoles. Allí no había líneas intermedias, ni continuas ni discontinuas, y cada uno parecía conducir como le daba la gana.
Al ver el gesto de Joey en el retrovisor, la chica sonrió.
—Pocos coches hoy. Todos van fuera de la isla. Otros días peor.
—Estamos locos —susurró Alborada—. Nos estamos metiendo en la boca del lobo.
—¿Tiene miedo? —le preguntó Randall.
—No, pero sé que no lo tengo porque usted no me deja tenerlo. Y eso no me convence.
Llegaron a la pequeña capital de la isla, Fira. Tras aparcar, su guía los llevó hasta un teleférico. Desde allí, Joey tuvo la primera visión de la bahía central.
—Toda la bahía es una caldera volcánica —le dijo Randall.
No sería tan grande como la de Long Valley. Pero, a diferencia de ésta, la de Santorini se apreciaba con mucha más claridad, una nítida elipse de aguas oscuras.
Y el caso es que parecía muy grande. No era lo mismo verla en el mapa, en una foto o incluso desde el aire. Contemplándola desde las alturas del acantilado, a Joey le impresionó pensar que todo eso era, en realidad, un volcán cuya chimenea humeaba desde la isla central.
Muy cerca de la columna de vapor se veían construcciones, una especie de chalés adosados de colores muy vistosos.
—Ése es el palacio de señor Kosmos, Nea Thera —dijo la joven—. Allí donde vamos.
Joey se fijó mejor: en realidad no eran casas adosadas, sino un solo edificio muy extenso. Era el diseño escalonado de la terraza lo que le había engañado.
—¿Cómo lo han permitido edificar ahí? —preguntó Alborada—. Tenía entendido que era una especie de parque geológico, un lugar protegido.
—Señor Kosmos es gran benefactor de Santorini. Con él Kameni está mejor protegida.
Joey nunca había montado en teleférico. La experiencia le encantó. Mientras descendían, Randall le señaló los diversos colores del acantilado, que parecía una gran tarta hecha de varias capas, y le dijo que cada color correspondía a una erupción distinta.
Una vez abajo, en el Puerto Viejo, poco más que un malecón, subieron a una lancha y cruzaron la bahía. También resultó una novedad para Joey, que se mareó un poco. Llegados a la isla, emprendieron la subida por un camino de arena crujiente que, como le explicó Randall, en realidad era ceniza.
—Así que estamos caminando por el volcán —dijo Alborada. Como no había escuchado la conversación anterior entre Randall y Joey, añadió—: ¿Éstos son los restos de la Atlántida?
Randall sonrió.
—Díselo tú, Joey. A ver si has aprendido bien la lección.
—No es la Atlántida —respondió Joey, muy serio—. Esta isla empezó a formarse hace trescientos años. La montaña de la Atlántida era mucho más alta que este islote, y diez veces más extensa.
Randall asintió y añadió:
—Con el tiempo volverá a formarse otra montaña en el centro de la bahía, que a su vez entrará en erupción y se hundirá de nuevo.
Después exhaló un suspiro.
—Es el ciclo de la vida. El eterno retorno…
* * *
Entraron al palacio por la puerta del ala este. Les hicieron pasar a un amplio vestíbulo en el que todo estaba decorado con colores muy vivos: el artesonado del techo, las columnas, las losas de piedra del suelo. En las paredes se veían escenas con toros, alegres paisajes, hombres vestidos con taparrabos y chicas con largas faldas de volantes y chaquetas que dejaban ver sus pechos.
La criada que vino a recibirlos vestía como las mujeres de los frescos; pero, para desencanto de Joey, llevaba la chaqueta cerrada.
—El señor Kosmos les espera en la sala contigua para servirles un refrigerio —dijo, en un inglés más fluido que el de la chófer rubia.
—Tranquilos —susurró Randall.
Joey sintió una nueva oleada de confianza que le inundó de calor el estómago.
Siguieron a la criada y pasaron a la estancia. Era más pequeña que el vestíbulo y de techo más bajo. No tenía ventanas: la luz provenía de unas antorchas sujetas a argollas clavadas en las paredes. Las pinturas también eran más abstractas y oscuras, levemente amenazantes.
Aunque le quedaba poca batería, Joey había usado el móvil para buscar información sobre el señor Kosmos. La única foto que había visto lo mostraba sentado en una silla de ruedas. Aunque la instantánea estaba tomada de lejos, se apreciaba que era muy anciano.
O lo parecía. Pues ése debía ser el disfraz que adoptaba Minos para que no se le reconociera. Joey podía entenderlo. Si él fuera rico e inmortal, usaría maquillaje para fingir que envejecía y, pasado un tiempo, simularía su propia muerte, se nombraría heredero a sí mismo con otro nombre y empezaría una nueva vida. Era un plan que tenía pensado desde mucho antes de saber que existían inmortales de verdad, como Randall y sus hijos.
Pero en esta ocasión Kosmos no se había disfrazado de anciano del siglo XXI, sino de noble de la Edad de Bronce. Llevaba sandalias, una falda azul que le llegaba hasta las rodillas y en la cabeza un casquete de piel con dos cuernos de toro.
Si se lo hubieran descrito así, a Joey le habría parecido ridículo. Pero no lo era. Sentado en un trono de piedra adosado a la pared, musculoso, bronceado y con el cuerpo depilado, Minos parecía el rey de la Atlántida.
«No», se corrigió. El auténtico rey estaba a su lado, y no era otro que Randall.
Joey observó que allí no había refrigerio alguno, ni siquiera una mesa. Los dos sirvientes que flanqueaban el trono de Minos, tan musculosos como él y aún más altos, no parecían precisamente camareros.
A un lado de la estancia había un gran tablón, una puerta arrancada de su vano. Un detalle que a Joey le resultó bastante extraño en un salón del trono. ¿Es que el palacio estaba en obras?
—Bienvenido a mi morada, padre —dijo Minos, en un inglés perfecto—. Espero que esta humilde reconstrucción te haga recordar tiempos mejores.
Randall se encogió de hombros.
—Es inútil reconstruir el pasado. Aquí no veo una morada de verdad, sólo una imitación de cartón piedra construida por alguien que no sabe resignarse al paso del tiempo.
Los dedos de Minos se crisparon sobre los brazos del trono. Al hacerlo, las fibras de sus antebrazos y deltoides se marcaron bajo la piel. No tenía una gota de grasa.
—Te he brindado hospitalidad, padre. Muestra respeto.
Randall miró a los lados.
—No veo comida, ni bebida. ¿Es ésta tu hospitalidad?
—Eres tú quien sigue chapado a la antigua. ¿También quieres que mis sirvientes te laven los pies?
—Dejémonos de rodeos, hijo. Sabes por qué he venido. Algo me dice que la cúpula ha vuelto a salir a la luz después de tanto tiempo.
—Te felicito por tu intuición, padre. En efecto, la cúpula está aquí, en los sótanos de mi palacio. Se encuentra en perfecto estado, como si los siglos no hubieran pasado por ella. En eso, tiene algo en común con nosotros.
—Quiero usar la cúpula. Debo comunicarme con la Gran Madre para saber qué está pasando.
—Para eso tendrías que abrirla, padre. Y ya sabes cuál es el requisito. ¿Es que ya no sigues tus propios principios?
—No eres quién para cuestionarlos. Minos soltó una carcajada.
—¡Vamos! Sabes bien que para abrir la cúpula se necesita sangre. Nuestra Gran Madre está un poco sorda y sólo escucha las llamadas de sus hijos cuando oye gritos de muerte.
—Deberías hablar de ella con más respeto.
—¿Por qué? Es una criatura poderosa, pero también torpe y estúpida. Y muy cruel. Como tú. Tú tampoco quisiste escuchar a tus hijos.
—Ni siquiera debí engendraros. Erais una abominación, una monstruosidad. Vuestra belleza exterior sólo ocultaba la fealdad de vuestras almas.
—A mi hermana no le va a gustar nada oír eso.
—¿También va a venir?
—Sí, está invitada a la fiesta. Ya sabes que la Gran Madre sólo habla directamente a las hembras.
—Perfecto. Así podremos entrar a la cúpula juntos y averiguar qué está pasando.
—¿Para qué? ¿Para detenerlo?
—Si está en mi mano, lo intentaré.
—¡Qué humilde eres, padre!
«No sabes con quién estás hablando», pensó Joey. En su opinión, Randall ya estaba tardando demasiado tiempo en darle una lección al insolente de su hijo.
—Eso no va a ocurrir, padre —prosiguió Minos—. Tengo la intención de entrar en la cúpula, pero para asegurarme de que este Armagedón no se detiene. Ha llegado el día del crepúsculo de los hombres.
—Estás loco —dijo Randall, rechinando los dientes.
—Ese es un argumento muy manido, padre. Estaría loco si atentara contra mis propios intereses. Pero no es el caso. Yo no tengo nada en común con los humanos. Me da igual que mueran cien o que perezcan siete mil millones.
—Somos una mutación, creada o fruto del azar, poro en el fondo seguimos siendo humanos —contestó Randall.
—Lo serás tú, padre, Primer Nacido. —Minos pronunció aquel título con tanto odio que Joey casi se imaginó que le salían chorros de sangre por la boca—. Los Segundos Nacidos no vinimos al mundo con esas servidumbres.
—No he venido aquí para discutir. Esta vez harás lo que te digo.
—¿Obediencia filial? No me hagas reír.
—Seré yo quien entre a la cúpula con tu hermana, Minos.
—Sabes que antes tendrás que renunciar a tus principios y derramar sangre de tus queridos humanos. ¿Empezarás por matar a tus amigos?
A Joey no se le había ocurrido esa objeción. Miró de reojo a Randall y sintió un estremecimiento.
«El no nos haría eso», pensó.
—Ya solucionaré ese problema llegado el momento. Ahora, llévame a la cúpula. Quiero verla.
—¿Que te lleve? ¿Me estás dando una orden en mi palacio, padre? ¿En el palacio del rey Minos?
—Así es.
Minos se dirigió a sus criados con un gesto de hastío.
—Haced con él lo que os he dicho. Que sea lo más limpio posible.
Los dos jóvenes musculosos se dirigieron hacia Randall. Éste los miró con severidad y levantó una mano hacia ellos. Joey notó el aura de miedo que brotaba de Randall y retrocedió un poco para apartarse.
Los criados se detuvieron en seco. Un segundo después, ambos se hincaron de rodillas y le hicieron una reverencia a Randall.
—Soy el Primer Nacido, hijo. Ni cien años encadenado a la montaña me doblegaron. ¿Crees que puedes oponerte a la voluntad de Atlas?
Joey aplaudió por dentro. ¡Ése era su Randall!
Como si le hubiera leído la mente a Joey, Alborada dijo en voz baja:
—Bien hecho.
Minos se levantó del trono con gesto pausado. Había que reconocerle algo: sabía moverse con majestuosidad. Al pasar entre los dos sirvientes les rozó los hombros. El gesto de temor se borró de sus semblantes y ambos se incorporaron.
Minos seguía avanzando.
Y ahora fue él quien alzó la mano hacia ellos.
Joey sintió una bola de hielo sucio que se formaba en su tripa y desde ahí subía por el estómago hasta encogerle el corazón.
—De rodillas —ordenó Minos.
Joey y Alborada obedecieron al momento. Randall puso una mano en el hombro de cada uno, y Joey sintió un calor que irradiaba de su palma y luchaba contra la gelidez.
—Levantaos.
Pero era como calentarse con un mechero en medio de una tormenta de nieve. Joey miró a los ojos de Minos, y después a los de Randall.
Ambos los tenían oscuros. Los de Minos destellaban como brasas, hinchados de odio.
En los de Randall se leía indignación, cólera y algo más.
¿Sorpresa?
—Tú también, padre. Arrodíllate.
—Jamás…
—¡TÚ TAMBIÉN!
El miedo subió por el esófago de Joey en una oleada tan intensa como un vómito. Se llevó las manos al pecho, convencido de que le iba a reventar el corazón.
Randall estaba temblando de los pies a la cabeza. Tenía las venas del cuello y de las sienes hinchadas, el rostro contraído en un gesto de esfuerzo supremo y se había hecho sangre mordiéndose los labios.
Joey volvió a mirar a Minos. Sus labios se estaban curvando en una sonrisa cruel. Sus ojos eran la viva encarnación del mal.
Y el mal, comprendió Joey, es más poderoso que el bien. Porque sólo se concentra en matar y destruir, algo que se puede hacer en segundos. Mientras que crear y construir es el trabajo de toda una vida.
Randall no podía vencer a su hijo. Tenía principios, ataduras, puntos débiles que reducían su poder. En cambio, a Minos su odio le servía de combustible para acrecentar su fuerza ciega y destructiva.
Por fin, Randall se arrodilló. Y Joey sintió que el mundo se hundía bajo ellos.
«Oh, no, Randall…».
Los dos sirvientes se acercaron, apartaron a Joey y Alborada empujándolos sin contemplaciones y llevaron a rastras a Randall hacia el extremo de la sala.
—Siempre has defendido a los humanos —dijo Minos—. Es como si quisieras ser su redentor. Pues bien, ya que deseas redimirlos, te doy la oportunidad de hacerlo en tu propia cruz.
Joey empezó a sospechar qué pintaba aquella puerta apoyada en la pared.
No quería mirar, pero Minos le obligó a hacerlo. No tuvo más remedio que contemplar cómo los sirvientes levantaban a Randall, lo aplastaban contra la puerta, le hacían extender manos y piernas y le clavaban a la madera con cuatro clavos de acero.
—Vas a morir por esto, Minos —masculló Alborada, con la voz temblorosa de miedo y de ira.
Joey empezó a llorar al oír el primer martillazo. El último lo vio ya borroso, a través de un mar de lágrimas.
En cuanto a sus propios sollozos, no llegó a escucharlos. Los gritos de Randall no dejaban oír nada más.