Capítulo 65

Madrid, la Castellana

—La cúpula está lista. La próxima noche hay luna llena. Necesito que vengas cuanto antes.

Sybil estaba sentada en la bañera, cubierta de espuma hasta la barbilla, mientras las bolas de sal se deshacían en el fondo y sus burbujas le cosquilleaban la piel. Luh, de rodillas junto a ella, volvió a limpiarle los bordes de la herida de la sien.

—Ya se han unido, señora —susurró.

—Está bien.

El golpe había sido tan brutal que le habían saltado esquirlas de hueso. Ella misma se las había tenido que quitar delante del espejo del coche. Ahora que la piel se había cerrado sobre la herida, sabía que los fragmentos óseos que faltaban se regenerarían por sí solos. Era un proceso que solía producirle molestias, sobre todo un picor interno que no se aliviaba por mucho que se rascara. Pero en cinco días como mucho aquella zona del cráneo recobraría su grosor habitual.

—No me has contestado —dijo él.

Sybil miró al móvil, pero apartó los ojos enseguida para seguir jugando con las burbujas. Su hermano llevaba puesta aquella espantosa máscara de actor otoñal. Los coloretes estaban muy conseguidos, pues daban la impresión de maquillaje ajado untado a brochazos sobre una piel apergaminada, pero a Sybil se le antojaban casi obscenos.

En realidad, todo lo que reflejara decrepitud y decadencia, reales o simuladas, le provocaba repugnancia.

—¿Qué intenciones tienes? —le preguntó.

—Quiero comprender qué está pasando y por qué la Gran Madre se está comportando así. Debemos aprovecharlo para nuestro propio beneficio. Y te necesito para eso, Isa.

—Me lo pensaré.

—No juegues conmigo. Sabes que vas a venir, igual que lo sé yo.

—Adiós —respondió Sybil, y colgó.

Su hermano y ella no habían vuelto a entrar juntos en la cúpula desde el hundimiento de la Atlántida.

No, ni siquiera entonces. La última vez, Minos la había despreciado y había preferido entrar con Kiru.

«Y la culpa, en realidad, fue mía», se dijo Sybil. Fue ella quien, al ver a Kiru delante del altar, recordó de repente quién era.

Su madre. El Primer Nacido, el Execrable, les había borrado aquella memoria antes de desterrarlos en la isla sin nombre. Pero cuando Sybil la vio ante sí en la pirámide de la Atlántida, aunque fuera desnuda y con la boca cosida con hilos negros, la asaltó un turbión de recuerdos que no pudo contener.

A Minos le había sucedido lo mismo, con la diferencia de que él había insistido en que siguieran adelante con el sacrificio, aunque supusiera asesinar a su propia madre. «Ya sabes que, para abrir la cúpula, la vida de uno de nosotros vale como la de unos cuantos mortales», le dijo entonces.

Pero Sybil, por alguna razón estúpida, tal vez por un residuo de sensiblería humana que contaminaba sus genes, decidió que debían perdonarle la vida y que bien podían coexistir con una tercera inmortal.

¿Y si lo que le había ocurrido era que como mujer necesitaba a una amiga y como hija quería tener una madre?

Si así había sido, si se había dejado llevar por esas estúpidas debilidades, lo cierto era que Sybil no había tardado mucho en arrepentirse. Kiru había liberado a Atlas, y después había boicoteado el ritual de la cúpula, acarreando con ello la destrucción de la Atlántida. La isla en sí no tenía valor para Sybil, como no lo tenían las miríadas de vidas perdidas. Pero la cúpula había desaparecido en la erupción. Y, sin la cúpula, el poder de Sybil y Minos quedó reducido a una minúscula fracción de lo que había sido.

Por enésima vez, se dijo que una inmortal debería estar sola, completamente sola. ¿Cómo funcionan las religiones? Empiezan con muchas divinidades. Después se organizan en jerarquías dominadas por un dios soberano, y más tarde eliminan a todos los subordinados y se quedan con un solo dios supremo.

¿Por qué no una diosa suprema?

Ella misma conocía la respuesta: porque los humanos, al final, eliminan incluso a esa única divinidad y se vuelven ateos.

Por eso Sybil no tenía más remedio que viajar a Santorini. Porque debían utilizar la cúpula para llevar a los humanos al borde de la extinción y arrojarlos al barro de nuevo. Así no podrían vivir sin dioses.

«Así no podrán vivir sin mí».

Desde hacía un par de días ya tenía decidido volar a la isla. Pese a que cuando hablaba con Minos fingía renuencia, había hecho preparativos para despegar de Barajas al amanecer en un Gulfstream 750, un modelo más grande y rápido que el que había enviado a California.

El azar quiso que, unos minutos después de la llamada de Minos, mientras estaba sentada ante el espejo maquillándose la herida, recibiera noticias del primer Gulsftream.

—Acabamos de aterrizar en Londres para repostar —le dijo Olga, la piloto.

Olga le contó que llevaba a bordo a Alborada, pero que Adriano Sousa había desaparecido en la erupción de Long Valley.

—También llevo a un chico chicano y a un tipo con pinta de hippy llamado Randall.

—Háblame de ese Randall.

La descripción que le dio Olga encajaba con el sujeto al que buscaban, aunque también podría haber cuadrado con miles de personas más. Pero el asombroso poder de persuasión que demostraba Randall era un rasgo demasiado específico.

El Habla. Sin duda, se trataba del Primer Nacido.

—No puedo garantizarte que obedezca tus instrucciones, Sybil —le dijo Olga—. Cuando ese hombre está cerca me resulta imposible negarme a nada de lo que me pide. No me ocurre sólo a mí. Lo he hablado con el resto de la tripulación y les ocurre lo mismo. Es algo que me pone la piel de gallina.

—Tranquila. Haz lo que él te diga. ¿Dónde será vuestra próxima escala?

—Es una locura. Me ha ordenado que vaya a un lugar donde ha entrado en erupción otro volcán. —Olga bajó la voz—. Y no se separa apenas de mí. Lo tengo a cinco metros. Yo creo que me está escuchando.

—Es igual. Dime el lugar.

—Santorini.

Sybil sonrió. El viejo Atlas debía querer cobrarse la revancha sobre sus hijos. Pero olvidaba que ellos eran dos, y él sólo uno.

Después, cuando hubieran acabado con él, tendrían tiempo de buscar a Kiru. Esta vez no habría amor filial que la salvara.

—Perfecto, Olga. Buen viaje. En Santorini nos veremos todos.

Atlántida
cubierta.xhtml
sinopsis.xhtml
titulo.xhtml
info.xhtml
dedicatoria.xhtml
Section0001.xhtml
Section0002.xhtml
Section0003.xhtml
Section0004.xhtml
Section0005.xhtml
Section0006.xhtml
Section0007.xhtml
Section0008.xhtml
Section0009.xhtml
Section0010.xhtml
Section0011.xhtml
Section0012.xhtml
Section0013.xhtml
Section0014.xhtml
Section0015.xhtml
Section0016.xhtml
Section0017.xhtml
Section0018.xhtml
Section0019.xhtml
Section0020.xhtml
Section0021.xhtml
Section0022.xhtml
Section0023.xhtml
Section0024.xhtml
Section0025.xhtml
Section0026.xhtml
Section0027.xhtml
Section0028.xhtml
Section0029.xhtml
Section0030.xhtml
Section0031.xhtml
Section0032.xhtml
Section0033.xhtml
Section0034.xhtml
Section0035.xhtml
Section0036.xhtml
Section0037.xhtml
Section0038.xhtml
Section0039.xhtml
Section0040.xhtml
Section0041.xhtml
Section0042.xhtml
Section0043.xhtml
Section0044.xhtml
Section0045.xhtml
Section0046.xhtml
Section0047.xhtml
Section0048.xhtml
Section0049.xhtml
Section0050.xhtml
Section0051.xhtml
Section0052.xhtml
Section0053.xhtml
Section0054.xhtml
Section0055.xhtml
Section0056.xhtml
Section0057.xhtml
Section0058.xhtml
Section0059.xhtml
Section0060.xhtml
Section0061.xhtml
Section0062.xhtml
Section0063.xhtml
Section0064.xhtml
Section0065.xhtml
Section0066.xhtml
Section0067.xhtml
Section0068.xhtml
Section0069.xhtml
Section0070.xhtml
Section0071.xhtml
Section0072.xhtml
Section0073.xhtml
Section0074.xhtml
Section0075.xhtml
Section0076.xhtml
Section0077.xhtml
Section0078.xhtml
Section0079.xhtml
Section0080.xhtml
Section0081.xhtml
Section0082.xhtml
Section0083.xhtml
Section0084.xhtml
Section0085.xhtml
Section0086.xhtml
Section0087.xhtml
Section0088.xhtml
Section0089.xhtml
Section0090.xhtml
Section0091.xhtml
Section0092.xhtml
Section0093.xhtml
notes.xhtml