Capítulo 40

La Atlántida

Todo estaba oscuro.

Luego Gabriel empezó a distinguir algunas luces, muy vagas.

Su propia respiración —la de Kiru— rebotaba desde su nariz contra su rostro.

Comprendió que le habían tapado la cabeza con una capucha o un saco. Seguía teniendo las manos atadas a la espalda, pero ahora podía mover las piernas y ya no notaba aquel torpor que la paralizaba en la litera.

La contrapartida era que sentía un terrible dolor en la boca. Gabriel sospechaba que los labios de Kiru, cosidos con bramante, se le habían hinchado hasta parecer plátanos pegados a su rostro.

Estaba subiendo por una escalera muy empinada. A su lado oía pasos y gemidos, y también un canto monótono, una especie de ritual. Olía a resina quemada, a sudor, a miedo y a sangre, y también flotaba en el aire la fetidez a huevo podrido del volcán.

«Dominarlos. Dominarlos», se repetía Kiru. Gabriel se preguntó a qué se refería. Luego sintió la presión en la nuca y el calor en las venas, y comprendió que Kiru intentaba utilizar su poder para controlar a las personas que tenía a su alrededor. El problema era que no las veía ni podía dirigirse a ellas, de modo que actuaba a ciegas, disparando emociones contradictorias que sólo conseguían que el coro de gemidos que la rodeaban se redoblara o se convirtiera en risotadas destempladas.

—¡Alto! —ordenó una voz masculina.

Sin saber muy bien por qué, tal vez porque tenía la cabeza tapada y la boca cosida y se sentía indefensa, Kiru obedeció la orden. El viento soplaba con fuerza. La única ropa que llevaba encima era la capucha. Aunque notaba el cuerpo resbaladizo, el aceite con que la habían untado no servía de gran protección contra el frío.

«La van a ejecutar», comprendió Gabriel.

Alguien le quitó la capucha.

Kiru parpadeó, desconcertada, y giró la cabeza a ambos lados. Gabriel aprovechó para captar todos los detalles posibles.

Comprendió enseguida que se encontraba en lo alto de la pirámide. Estaba, de hecho, en el último peldaño antes de llegar a la terraza donde se alzaba el templete que a su vez sustentaba la cúpula dorada. Aquella semiesfera perfecta parecía rielar bajo la luz de la luna llena, como si estuviera hecha de metal fundido contenido bajo una capa de cristal.

Detrás de ella, a lo largo de la escalera roja, había decenas de prisioneros desnudos, hombres y mujeres encapuchados y con las manos atadas a la espalda. Las llamas de las antorchas arrancaban reflejos cambiantes de sus pieles ungidas de aceite. A juzgar por la lozanía de sus cuerpos depilados, eran todos jóvenes. A ambos lados de la doble fila venían hombres armados con hachas y palos, que azuzaban a los prisioneros como a ovejas rezagadas.

Kiru volvió la mirada al frente. A unos pasos de ella había un altar, una especie de mesa de ceniza prensada y llena de manchas oscuras que sólo en algunas zonas conservaba su color blanco original. Un poco más allá se levantaba un estrado con un sitial en el que se sentaba una mujer, y a su lado había un hombre de pie, tocado con cuernos de toro.

«Ésos deben de ser Isashara y Minos», pensó Gabriel. Pero por el momento no pudo ver sus rostros, pues Kiru no tenía ojos más que para el altar. Algo lógico, considerando que iba a sufrir el mismo destino que la pareja que se acercaba al altar.

Junto a éste aguardaban un sacerdote y una sacerdotisa, vestidos tan sólo con taparrabos. Ambos tenían el cuerpo recubierto por una pintura oscura que se desprendía en costras. Sin dejar de entonar lúgubres cantos, cortaron las ligaduras de los dos jóvenes desnudos y les quitaron las capuchas.

Gabriel comprendió que habían destapado a Kiru antes de tiempo para que pudiese ver lo que la esperaba.

De modo que ése era su gran destino. ¿Soñar los sueños de la Madre Tierra bajo la cúpula de oro? No. Ser sacrificada delante de sus congéneres Minos o Isashara, para que éstos se cercioraran de que seguían siendo los únicos inmortales como ella.

Los oficiantes obligaron a los jóvenes a tenderse boca arriba sobre el altar, el sacerdote al varón y la sacerdotisa a la mujer. Siempre canturreando, ambos levantaron los brazos, empuñando los cuchillos de obsidiana con los que habían cortado las cuerdas.

¿Por qué las víctimas, que tenían las manos libres y veían perfectamente lo que las aguardaba, no se resistían ni intentaban huir? Tal vez, pensó Gabriel, las habían drogado antes. Pero la mirada de pavor con que contemplaban los puñales alzados sobre sus pechos no parecía propia de personas sedadas.

La razón no podía ser otra que Isashara y Minos estaban actuando sobre las víctimas con el mismo poder que Kiru había intentado utilizar en vano mientras subía por la escalera.

«¿Por qué no vuelve a hacerlo ahora?», pensó. Pero Kiru estaba tan absorta en lo que veía que la idea ni se le pasó por la cabeza.

Los cuchillos cayeron a la vez. El de la sacerdotisa se clavó entre los senos de la joven y el del sacerdote en el esternón del varón. Las víctimas gritaron al unísono, con un alarido tan penetrante como una broca de vidia taladrando ladrillo.

Kiru se estremeció, pese a que ya había visto muertes sangrientas en el ritual del toro. Gabriel se habría tapado los oídos de tener control sobre las manos, porque mientras los gritos de ambos jóvenes se convertían en gorgoteos y estertores, los cuchillos seguían escarbando en sus pechos entre crujidos de hueso astillado. Al mismo tiempo, los prisioneros que subían por la escalera empezaron a gemir y a llorar balanceándose sobre los pies, sabedores ya del destino que los aguardaba.

Ambos oficiantes metieron las manos en los pechos de los jóvenes, que ya habían dejado de moverse, y tras hurgar unos segundos sacaron los corazones, los levantaron sobre sus cabezas y se bañaron en el fluido que goteaba de ellos. Gabriel comprendió en qué consistía la pintura oscura que recubría sus cuerpos: sangre ya reseca de víctimas anteriores.

La cúpula zumbó. Kiru alzó la mirada hacia ella y comprobó que parte de su circunferencia se teñía de verde, como si sufriera una invasión de algas.

Los verdugos se acercaron a Isashara para ofrecerle los corazones. Ella extendió la mano sin llegar a cogerlos, otorgándoles su bendición.

Y fue entonces cuando las miradas de Kiru e Isashara se encontraron por fin.

—¡Tú! —exclamó Isashara, tras unos segundos de duda—. Tú eres…

Gabriel podría haber dicho lo mismo. Porque la mujer sentada en el sitial y ataviada a la moda minoica, con una larga falda de volantes y un justillo abierto en el pecho, no era otra que…

Atlántida
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